En casa. Una breve historia de la vida privada (37 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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Menos de una década después de la Gran Exposición, el hierro como material estructural estaba acabado, lo que hace algo extraño que la estructura más icónica de todo el siglo, que estaba a punto de elevarse sobre París, estuviera construida con aquel material ya condenado. Me refiero, claro está, a la gran maravilla de la época, conocida como la Torre Eiffel. Jamás en la historia ha habido una estructura más avanzada tecnológicamente, más obsoleta en cuanto a su material y más gloriosamente inútil, y todo ello a la vez. Y para conocer esa notable historia, se hace necesario subir de nuevo arriba y entrar en una nueva estancia.

Las callejuelas del Londres victoriano según una ilustración de Gustave Doré.

X
 
EL PASILLO
I

Su nombre completo era Alexandre Gustave Boenickhausen-Eiffel, y estaba destinado a una vida de respetable oscuridad en la fábrica de vinagre que su tío tenía en Dijon, pero la fábrica se fue a pique y decidió estudiar ingeniería.

Y era, por decirlo de alguna manera, terriblemente bueno. Construyó puentes y viaductos que cruzaban desfiladeros imposibles, vestíbulos de estaciones de ferrocarril de asombrosa amplitud y otras estructuras grandiosas y desafiantes que siguen impresionándonos e inspirándonos, incluyendo entre ellas, en 1884, una de las más complicadas de todas, el esqueleto interno que sustenta la Estatua de la Libertad. Todo el mundo piensa en la Estatua de la Libertad como una obra del escultor Frédéric Bartholdi, y es un diseño suyo, claro está. Pero sin el ingenioso trabajo de ingeniería interior que la sustenta, la Estatua de la Libertad no es más que una estructura hueca de cobre de apenas dos milímetros y medio de espesor. El espesor de un conejito de Pascua de chocolate… aunque un conejito de Pascua de cuarenta y seis metros de altura que tiene que soportar viento, nieve, lluvias torrenciales, la sal y la humedad del mar, la expansión y la contracción del metal bajo el sol y en condiciones de frío, y mil rudos ataques físicos más.

Jamás un ingeniero se había enfrentado a todos estos retos, y Eiffel los solventó de la forma más limpia posible: creando un esqueleto de cimbras y muelles sobre los que se asienta el revestimiento de cobre como si fuera un vestido. Aunque en ningún momento pensó que esta técnica fuera adecuada para edificios más convencionales, resultó determinante para el invento de la construcción con muro de cortina, la técnica constructiva más importante del siglo
XX
y la que hizo posibles los rascacielos. (Los constructores de los primeros rascacielos de Chicago inventaron también por su lado el muro de cortina, pero Eiffel llegó primero.) La habilidad de la piel metálica de combarse bajo presión anticipó claramente el diseño de las alas de los aviones mucho antes de que alguien se planteara en serio la existencia de los mismos. Por lo tanto, la Estatua de la Libertad es una obra de envergadura, pero debido al hecho de que su genialidad se esconde bajo las faldas de la Libertad, casi nadie lo valora.

Eiffel no era un hombre vanidoso, pero en su siguiente gran proyecto se aseguró de que a nadie volviera a pasarle por alto valorar su papel en la construcción creando algo que
no era más
que un esqueleto. El evento que hizo esto posible fue la Exposición de París de 1889. Como es habitual en este tipo de cosas, los organizadores querían un centro de atención icónico y aceptaron propuestas. Se presentaron en torno a un centenar de ellas, incluyendo el diseño de una guillotina de doscientos setenta y cinco metros de altura para conmemorar la sin par contribución de Francia a la decapitación. Para muchos era una idea casi tan disparatada como el diseño ganador de Eiffel. Muchos parisinos no le veían sentido al hecho de colocar una torre de perforación gigantesca y sin funcionalidad alguna en el centro de la ciudad.

La Torre Eiffel no solo era la cosa más alta que alguien se hubiera jamás propuesto construir, sino que además era la cosa más alta e inútil que nunca hubiera existido. No era un palacio, ni una cámara funeraria, ni un lugar de culto. Ni siquiera conmemoraba un héroe caído. Eiffel insistió bravamente en que su torre tendría muchas aplicaciones prácticas —que se convertiría en una atalaya militar estupenda y que desde sus alturas podrían realizarse útiles experimentos aeronáuticos y meteorológicos—, aunque acabó reconociendo que en el fondo deseaba construirla por el curioso placer de hacer algo realmente enorme.

Muchos, sobre todo artistas e intelectuales, odiaron el proyecto desde el principio. Un grupo de notables que incluía a Alexandre Dumas, Émile Zola, Paul Verlaine y Guy de Maupassant presentó una larga y exacerbada carta de protesta por «la desfloración de París», argumentando que «cuando los extranjeros vengan a ver nuestra exposición, exclamarán asombrados: “¡Vaya! ¡Esta es la atrocidad que han creado los franceses para que nos hagamos una idea de su gusto presuntuoso!”». La Torre Eiffel, proseguían, era «la invención grotesca y mercenaria de un constructor de máquinas». Eiffel aceptó los insultos con alegre ecuanimidad y se limitó a destacar que uno de los ultrajados firmantes de la petición, el arquitecto Charles Garnier, era, de hecho, miembro de la comisión que había aprobado la construcción de la torre.

En su estado final, la Torre Eiffel parece tan singular e integrada, se ve de forma tan evidente que no podría haber sido otra cosa, que tenemos que recordarnos que es un ensamblaje inmensamente complejo, un calado integrado por dieciocho mil partes que encajan de manera intrincada y que solo permanecen unidas gracias a una cantidad inmensa de inteligencia. Pensemos tan solo en los primeros cincuenta y cinco metros de estructura, desde el suelo hasta la primera plataforma, lo que correspondería ya a la altura de un edificio de quince plantas. Hasta esa altura, las patas de la estructura se inclinan vertiginosamente hacia el interior en un ángulo de cincuenta y cuatro grados. Es evidente que caerían de no estar apuntaladas por la plataforma. La plataforma tampoco podría estar donde está sin las cuatro patas que la sustentan desde abajo. Las partes individuales funcionan de manera impecable cuando se suman para formar un todo, pero
hasta que no
se suman no pueden funcionar en absoluto. El primer reto de Eiffel, por lo tanto, fue concebir un sistema para apuntalar cuatro patas inmensamente altas y pesadas, cada una de ellas forzando para caer hacia adentro; y luego, en el momento exacto, poder colocarlas en el lugar adecuado para que las cuatro convergieran en los puntos exactos para soportar una plataforma grande y también muy pesada. Una alineación incorrecta de una décima de grado habría significado un desplazamiento de casi medio metro de cualquiera de las patas, una distancia imposible de corregir sin desmontarlo todo de nuevo para volver a empezar. Eiffel efectuó esta delicada operación anclando cada pata en el interior de un contenedor gigantesco de arena, como un pie dentro de una bota inmensa. Después, cuando acabó de trabajar en ellas, las patas se acomodaron retirando la arena de los contenedores siguiendo un proceso cuidadosamente controlado. El sistema funcionó a la perfección.

Sin embargo, aquello no era más que el principio. Por encima de la primera plataforma venían otros doscientos cuarenta y cuatro metros de estructura de hierro realizada a partir de quince mil piezas, en su mayoría de gran tamaño y de difícil manejo, todas las cuales tenían que colocarse en su debido lugar a unas alturas cada vez más desafiantes. Las tolerancias en algunos puntos eran tan mínimas que alcanzaban solamente una décima de milímetro. Había observadores convencidos de que la torre no podría soportar su propio peso. Un profesor de matemáticas llenó resmas de papel con enfebrecidos cálculos y declaró que cuando la torre hubiera alcanzado dos tercios de su altura, las patas se separarían y la estructura se derrumbaría con una furia estrepitosa, destrozando el vecindario por completo. De hecho, la Torre Eiffel es bastante ligera, pues pesa un total de 9.500 toneladas —es en su mayoría aire, al fin y al cabo—, y necesitó unos cimientos de tan solo dos metros de profundidad para soportar su peso.

Eiffel pasó más tiempo diseñando la torre que construyéndola. El levantamiento se realizó en menos de dos años y se ajustó al presupuesto. La obra empleó tan solo ciento treinta hombres y no hubo ningún accidente mortal durante la construcción, un logro magnífico para un proyecto de esta envergadura en esa época. Hasta el levantamiento del edificio Chrysler de Nueva York en 1930, la Torre Eiffel fue la estructura más alta del mundo. Y aunque en 1889 el acero estaba desplazando para siempre al hierro, Eiffel lo rechazó como material porque siempre había trabajado con hierro y no se sentía cómodo con el acero. Por lo tanto, resulta ciertamente irónico que el edificio más grande jamás construido en hierro fuera también el último.

La Torre Eiffel fue la estructura de gran tamaño más llamativa e imaginativa del siglo
XIX
, y quizás también el logro estructural más importante, pero no fue para nada el edificio más caro de su siglo, y ni siquiera de aquel año. En el mismo momento en que la Torre Eiffel se levantaba en París, a más de tres mil kilómetros de distancia, en las colinas de los Apalaches en Carolina del Norte, se levantaba una estructura mucho más cara: una residencia privada de fantástica escala. Se tardaría el doble en completarla que la Torre Eiffel, emplearía el cuádruple de trabajadores, su construcción acabaría costando el triple y todo ello para que en la casa vivieran un hombre y su madre solo unos meses al año. Llamada Biltmore, era (y sigue siéndolo) la casa privada más grande jamás construida en Norteamérica. Nada habla mejor de la cambiante economía de finales del siglo
XIX
que el hecho de que los habitantes del Nuevo Mundo estuvieran construyéndose casas más grandes que los monumentos más grandes del Viejo Mundo.

En 1889, Estados Unidos estaba inmerso en un suntuoso periodo de autoindulgencia desmesurada conocido como la Edad de Oro. Nunca habría otro tiempo igual. Entre los años 1850 y 1900 se disparó en Norteamérica cualquier medida de riqueza, productividad y bienestar. La población del país se triplicó durante ese periodo, pero su riqueza se multiplicó por trece. La producción de acero pasó de 13.000 toneladas anuales a 11,3 millones. Las exportaciones de productos metálicos de todo tipo —armas, vías de ferrocarril, tuberías, calderas, maquinaria— pasaron de 6 millones de dólares a 120 millones. El número de millonarios, menos de veinte en 1850, ascendió a 40.000 a finales de siglo.

Al principio, los europeos observaron entretenidos las ambiciones industriales norteamericanas, después con consternación y finalmente con alarma. En Gran Bretaña surgió el National Efficiency Movement con la idea de recuperar el espíritu tenaz y porfiado que en su día convirtiera el país en la nación dominante. Libros con títulos como
Los invasores americanos
y
La «invasión comercial americana» de Europa
se vendían con celeridad. Pero lo que los europeos estaban contemplando no era más que el principio.

A principios del siglo
XX
, Estados Unidos producía más acero que la suma de Alemania y Gran Bretaña, una circunstancia que hubiera sido inconcebible medio siglo antes. Lo que irritaba especialmente a los europeos era que casi todos los avances tecnológicos en la producción del acero se llevaban a cabo en Europa, pero era en Estados Unidos donde se fabricaba el acero. En 1901, J. P. Morgan absorbió y amalgamó una serie de empresas pequeñas para crear la US Steel Corporation, la empresa más grande que jamás hubiera existido. Con un valor de 1.400 millones de dólares, valía más que toda la tierra de Estados Unidos al oeste del Mississippi y sus beneficios anuales duplicaban en tamaño al Gobierno federal de Estados Unidos.

El éxito industrial norteamericano generó muchos ejemplos de magnificencia financiera: Rockefeller, Morgan, Astor, Mellon, Frick, Carnegie, Gould, du Pont, Belmont, Harriman, Huntington, Vanderbilt y muchos más participaban de una riqueza de perfil dinástico de proporciones inagotables. John D. Rockefeller ganaba 1.000 millones de dólares anuales, calculados en dinero actual, y no pagaba impuestos sobre esa renta. Nadie los pagaba, pues el impuesto sobre la renta no existía todavía en Estados Unidos. En 1894, el Congreso intentó introducir un impuesto del 2 % para rentas superiores a 4.000 dólares, pero el Tribunal Supremo lo declaró inconstitucional. El impuesto sobre la renta no formaría parte habitual de la vida norteamericana hasta 1914, y hasta esa fecha, todo el dinero que se ganaba era para quien lo ganaba. La gente nunca volvería a ser tan rica como entonces.

Gastar toda esta riqueza se convirtió para muchos en una ocupación más o menos a tiempo completo. Una especie de tono desesperado y vulgar empezó a vincularse con casi todo lo que esa gente hacía. En una cena celebrada en Nueva York, los comensales se encontraron con una mesa llena de arena y, delante de cada asiento, una pequeña pala de las que se utilizaban para buscar oro; al recibir una determinada señal, empezaron a cavar para encontrar diamantes y otras piedras preciosas previamente enterradas. En otra fiesta —seguramente la más pretenciosa que se haya celebrado jamás—, varias docenas de caballos con los cascos debidamente protegidos entraron en el salón de baile de Sherry’s, un inmenso y lujoso restaurante, y se pasearon entre las mesas para que los invitados, vestidos de vaqueros, pudieran disfrutar del novedoso y sublimemente inútil placer de cenar en un salón neoyorquino a lomos de un caballo. Se celebraban fiestas que costaban decenas de miles de dólares. El 26 de marzo de 1883, la señora de William K. Vanderbilt rompió con cualquier precedente celebrando una fiesta que costó 250.000 dólares, aunque hay que tener en cuenta, tal y como el
New York Times
prudentemente reconoció, que era para señalar el fin de la Cuaresma. Ofuscado con frecuencia en aquella época, el
Times
dedicó diez mil palabras de incontrolada efusividad para informar de hasta el último detalle del acontecimiento. Fue la fiesta a la que la señora de Cornelius Vanderbilt asistió disfrazada de luz eléctrica (con toda probabilidad la única ocasión en su vida en que se pudo decir de ella que estaba radiante).

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