Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
Ötzi tenía muchas cosas con él: zapatos, ropa, dos cestas hechas con corteza de abedul, una funda, un hacha, arco, carcaj y flechas, varias herramientas pequeñas, unas cuantas bayas, un pedazo de carne de íbice y dos hongos esféricos del abedul, cada uno de ellos del tamaño de una nuez grande y cuidadosamente envueltos en tendones. Una de las cestas había contenido en algún momento brasas envueltas en hojas de arce, para encender hogueras. Un conjunto de efectos personales de este calibre era un hallazgo único. Algunos de los objetos eran realmente únicos en el sentido de que nunca habían sido imaginados, y mucho menos se habían visto. El hongo del abedul era en particular un misterio, pues quedaba patente que era un producto valorado por su poseedor, aunque se desconoce que el hongo del abedul sirva para alguna cosa.
Sus utensilios empleaban dieciocho tipos distintos de madera, un surtido destacable. La herramienta más sorprendente era el hacha. La hoja era de cobre y del estilo que se conoce como hacha Remedello, en honor al yacimiento italiano donde se habían descubierto por vez primera este tipo de hachas. Pero el hacha de Ötzi era cientos de años más antigua que el hacha de Remedello más antigua. «Era —según palabras de un observador— como si en la tumba de un guerrero medieval se hubiera encontrado un rifle moderno.» El hacha alteró en no menos de mil años el marco temporal de la Edad de Cobre en Europa.
Pero lo más emocionante y la auténtica revelación fueron las prendas. Antes de Ötzi nadie tenía ni idea —o, para ser más preciso, no había otra cosa que ideas— de cómo se vestía el hombre en la Edad de Piedra. Estos materiales, en el caso de haber sobrevivido, lo habían hecho solo como fragmentos. Pero Ötzi llevaba una vestimenta completa, y repleta de sorpresas. Sus prendas estaban hechas a partir de pieles y pelo de una variedad impresionante de animales: ciervo común, oso, gamuza, cabra y vaca. Llevaba además un rectángulo de hierba tejida de casi un metro de longitud. Podía haber sido una capa para protegerse de la lluvia, pero de la misma manera podía haber hecho las veces de alfombrilla sobre la que dormir. Nada de todo aquello, repito, se había imaginado o visto jamás.
Ötzi llevaba unas polainas de piel sujetas con tiras de cuero unidas a una correa a modo de cinturón que, de forma curiosa y casi cómicamente, recuerdan las medias de nilón y las ligas que llevaban las
pin-ups
en la época de la Segunda Guerra Mundial. Nadie podía haber previsto ni de lejos un modelito como aquel. Llevaba un taparrabos de piel de cabra y un gorro de pelo de oso pardo (seguramente algún tipo de trofeo de caza), una prenda que debía de ser caliente y codiciosamente elegante. El resto de su atuendo estaba realizado básicamente con piel y pelo de ciervo común. Apenas nada procedía de animales domésticos, lo contrario de lo que cabría esperar.
Las botas fueron la sorpresa más espectacular. Recordaban a un par de nidos de pájaro sobre unas suelas de rígida piel de oso y parecían desesperadamente mal diseñadas y endebles. Intrigado, un especialista checo en calzado y pies llamado Vaclav Patek fabricó con todo detalle una réplica del par, utilizando con exactitud el mismo diseño e idénticos materiales, y se las puso para ir a caminar por la montaña. Eran, informó asombrado, «más cómodas y aptas» que cualquier par de botas modernas que hubiera calzado nunca. Su agarre en las rocas resbaladizas era mejor que el que proporcionaba el caucho moderno y era casi imposible que provocaran ampollas. Eran, sobre todo, tremendamente efectivas contra el frío.
A pesar de todas las pruebas forenses, transcurrieron diez años antes de que alguien se diera cuenta de que Ötzi tenía una punta de flecha clavada en el hombro izquierdo. Un examen más detallado demostró que sus prendas y sus armas estaban salpicadas con sangre de otras cuatro personas. Resultó que Ötzi había fallecido como consecuencia de un enfrentamiento violento. Ahora bien, el porqué sus asesinos lo persiguieron hasta un elevado paso de montaña es una pregunta de difícil respuesta, incluso a nivel especulativo. Más misterioso si cabe es por qué los asesinos no se hicieron con sus posesiones. Los objetos personales de Ötzi, sobre todo su hacha, eran valiosos. Pero aun así, después de haberlo acechado con toda probabilidad durante un buen rato y de haberse enzarzado en una sangrienta pelea cuerpo a cuerpo —conseguir que cuatro personas sangren exige ensañarse con ganas—, lo abandonaron en el mismo lugar donde cayó muerto y sin tocar para nada sus posesiones. Naturalmente, para nosotros ha sido una suerte que actuaran así, pues sus efectos personales ofrecen respuestas de todo tipo a preguntas que, por lo demás, serían incontestables, excepto a la que seguirá atormentándonos para siempre jamás, a saber: ¿qué demonios sucedió allí arriba?
Nos encontramos en el vestidor, o al menos, en lo que aparece como vestidor en los planos originales de Edward Tull. Una de las muchas curiosidades arquitectónicas de Tull es que no proporcionó un acceso directo entre el vestidor y el contiguo dormitorio del señor Marsham, sino que ambas estancias daban por separado al pasillo de la planta superior. En consecuencia, para vestirse o desnudarse, el señor Marsham tenía que salir de su dormitorio y caminar unos pasos por el pasillo hasta entrar en el vestidor… una solución bastante curiosa teniendo en cuenta que a escasos metros de distancia se encontraba el «Dormitorio de la Criada» o, lo que es lo mismo, el de la fiel solterona señorita Worm. Una disposición de este tipo garantizaba a buen seguro encuentros casuales, que deberíamos presumir resultarían incómodos. Aunque tal vez no. Otra singularidad es lo convenientemente próximos que están ambos dormitorios teniendo en cuenta el rigor con que sus respectivos dominios estaban separados durante el día. La verdad es que es una vivienda complicada de imaginar.
En cualquier caso, el señor Marsham cambió de parecer, pues en la casa construida el vestidor y el dormitorio están conectados. El vestidor es hoy en día un cuarto de baño, y probablemente así ha sido durante casi un siglo. Pero seguimos vistiéndonos en parte allí, lo cual es también la razón por la que estamos aquí para hablar sobre la larga y misteriosa historia del vestido.
No es fácil responder a la pregunta de cuánto tiempo lleva el ser humano vistiéndose. Lo único que podemos afirmar es que hace unos cuarenta mil años, después de un periodo inmensamente largo durante el cual el ser humano hizo poca cosa más que procrear y sobrevivir, emergió de entre las sombras un personaje de enorme cerebro y moderno comportamiento que se conoce comúnmente como Hombre de Cromañón (en honor a una cueva en la región de la Dordoña francesa donde fueron descubiertos los primeros ejemplares), y que entre los miembros de este nuevo pueblo hubo un tipo ingenioso a quien se le ocurrió uno de los mayores y más infravalorados inventos de la historia: el hilo. El hilo es maravillosamente elemental. Se trata tan solo de dos trocitos de fibra colocados el uno junto al otro y trenzados. Con ello se consiguen dos cosas: un cordón resistente y la posibilidad de construir cuerdas largas a partir de fibras cortas. Imaginémonos dónde estaríamos sin eso. No habría tela ni prendas, ni sedales para pescar, ni redes, lazos, maromas, correas, hondas, arcos de flechas, ni un millar de otros objetos útiles más. Elizabeth Wayland Barber, historiadora textil, no exageraba cuando lo denominó el «arma que permitió al ser humano conquistar la tierra».
Históricamente, los dos tipos de fibras más comunes fueron el lino y el cáñamo. El lino estaba hecho a partir de la planta del lino y era popular porque crece hasta alturas considerables —puede alcanzar hasta un metro veinte de altura— y con gran rapidez. La desventaja es que la fabricación del tejido de lino es pesadamente exigente. Para separar las fibras del lino de su tallo leñoso y ablandarlas lo suficiente como para poder ser tejidas, se precisa una veintena de tareas distintas. Estas tareas tienen nombres casi esotéricos como agramado, enriado, mazado, tascado y rastrillado, aunque lo que conllevaba era básicamente aporrear, arrancar, empapar y conseguir separar la fibra interior flexible, o hilaza, de su tallo leñoso o cañamiza. Resulta chocante pensar que cuando hoy en día en inglés interrumpimos a un orador utilizamos un término que recuerda la preparación del lino tal y como se realizaba en los inicios de la Edad Media
[58]
.
El resultado de todo ese esfuerzo era un tejido resistente y adaptable: el lino. Aunque tendemos a pensar en el lino como un tejido blanco como la nieve, su tono natural es el marrón. Para volverlo blanco, tenía que ser blanqueado al sol, un proceso lento que podía llevar meses. El material de calidad inferior se dejaba sin blanquear y se transformaba en lona o tela de saco. La principal desventaja del lino es que no acepta bien los tintes y, en consecuencia, poco puede hacerse con él para que resulte atractivo.
El cáñamo era bastante similar al lino, pero más basto y no tan cómodo para vestir, por lo que solía utilizarse para hacer objetos como cuerdas y velas. Pero tenía una ventaja que lo compensaba: se fumaba y te ponía a tono, razón que Barber considera esencial para su prevalencia y su rápida divulgación durante la Antigüedad. Todo hay que decirlo, por mucho que no a todo el mundo le guste oírlo: los habitantes del mundo antiguo eran muy pero que muy aficionados al cáñamo y lo cultivaban en más cantidad de la que en realidad se necesitaba para la fabricación de cuerdas y velas.
Pero la fibra textil principal de la Edad Media fue la lana. La lana era mucho más caliente y resistente que el lino, pero la fibra de lana era escasa y debía de ser difícil de trabajar, sobre todo teniendo en cuenta que las antiguas ovejas eran criaturas sorprendentemente poco peludas. Su lana, resulta ser, era en su origen, una subcapa aterciopelada debajo de rizos de pelo enmarañado. Convertir las ovejas en los cuerpos lanudos que conocemos y valoramos hoy en día supuso siglos de esmerada crianza. Más aún, al principio la lana no se esquilaba, sino que se arrancaba dolorosamente. No es de extrañar que las ovejas sean animales tan asustadizos cuando ven a un ser humano.
E incluso en el caso de que los hombres de la Edad Media tuvieran enfrente un montón de lana, saber trabajarla era algo que estaba solo en sus inicios. Para convertirla en tejido había que lavarla, peinarla, cardarla, separarla, torcerla, aprestarla y abatanarla, entre muchos otros procesos. Abatanar consistía en golpear el paño con el batán y encogerlo; el aprestado consistía en aplicar un brillo al paño. Con el peinado, las fibras se aplanaban creando un tejido resistente pero en comparación bastante rígido: un estambre. Para conseguir una lana más suave, el tejido se peinaba con cardas y las fibras se tornaban más esponjosas. A veces se incorporaba pelo de comadreja, armiño y otros animales para que el tejido final resultase más lustroso.
El cuarto tejido destacado era la seda. La seda era un lujo excepcional que valía literalmente su peso en oro. Los relatos de crímenes del siglo
XVIII
y
XIX
hacen casi siempre hincapié en el hecho de que los criminales eran encarcelados o deportados a Australia por el robo de un pañuelo, una cajita de encaje o cualquier otra aparente bagatela, cuando en realidad eran todos objetos de gran valor. Un par de medias de seda podía costar 5 libras y una cajita de encaje podía venderse por 20 libras, una cantidad suficiente para que una pareja viviese un par de años y una pérdida tremendamente grave para cualquier comerciante. Una capa de seda costaba 50 libras, muy por encima del alcance de cualquiera excepto los miembros de la nobleza. La mayoría, si tenía algún objeto de seda, era en forma de cintas u otro pequeño adorno. Los chinos atesoraban con ferocidad los secretos de la fabricación de la seda; el castigo por exportar una simple semilla de morera era la ejecución. Pero, al menos por lo que al norte de Europa se refiere, no tenían que preocuparse en exceso ya que la morera es un árbol demasiado sensible a las heladas como para sobrevivir en esos lares. Gran Bretaña intentó producir seda durante años, y a veces con buenos resultados, pero al final nunca consiguió superar los inconvenientes de unos inviernos periódicamente duros.
Con estos pocos materiales, y algunos adornos, como las plumas y el armiño, se lograban atuendos maravillosos, hasta tal punto que los legisladores del siglo
XIV
creyeron necesario introducir lo que se conoció con el nombre de leyes suntuarias para establecer límites en la vestimenta. Las leyes suntuarias fijaban con fanática precisión qué materiales y colores podía vestir cada uno. En tiempos de Shakespeare, aquel que disfrutaba de unos ingresos superiores a 20 libras anuales tenía permiso para vestir un jubón de raso, pero no un vestido de raso, mientras que quien percibía más de 100 libras anuales no tenía restricciones en cuanto al raso, pero podía lucir terciopelo única y exclusivamente en sus jubones y siempre y cuando el terciopelo no fuera ni carmesí ni azul, colores reservados para gente de categoría aún superior. Las restricciones se aplicaban también a la cantidad de tejido que podía emplearse para la confección de cada prenda y a si el tejido podía llevarse con pliegues o liso, y a muchos detalles más. Cuando, en el año 1603, Shakespeare y sus compañeros actores recibieron el patronazgo del rey Jacobo I, una de las prebendas del nombramiento consistió en recibir, y poder vestir, cuatro metros de tela de color grana, un honor considerable para alguien que se dedicaba a una profesión tan dudosa como la interpretación.
Las leyes suntuarias se promulgaron en parte para mantener a todo el mundo dentro de su correspondiente clase social, pero también por el bien de las industrias locales, que en general estaban concebidas para desanimar la importación de materiales extranjeros. El Statute of Caps, que exigía a la gente llevar gorra en lugar de sombrero, estuvo en vigor durante un tiempo por los mismos motivos, con la intención de ayudar a los fabricantes de gorras locales a superar una crisis. Por oscuros motivos, los puritanos se tomaron muy a mal la ley y fueron multados con frecuencia por burlarla. En los estatutos de 1337, 1363, 1463, 1483, 1510, 1533 y 1554 se sancionaron también diversas restricciones relacionadas con la vestimenta, aunque la constancia escrita evidencia que nunca se hicieron cumplir a rajatabla. En el año 1604 fueron derogadas por completo.
Para los que tienen una forma de ser racional, la moda es algo casi imposible de comprender. A lo largo de muchos periodos de la historia —tal vez de su mayoría—, la sensación dominante es que el fin de la moda no ha sido otro que lucir un aspecto de lo más ridículo. Y si a ello se le suma sentirse lo más incómodo posible, mucho mejor.