En casa. Una breve historia de la vida privada (67 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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Brummell nació en circunstancias razonablemente privilegiadas, en Downing Street; su padre era asesor de confianza del primer ministro, lord North. Estudió en Eton y, por un breve tiempo, en Oxford, antes de pasar a ocupar un puesto militar en el regimiento del príncipe de Gales, el 10º de Húsares. Si tuvo alguna aptitud de mando en el campo de batalla, nunca llegó a demostrarlo, pues su función se limitó, básicamente, a lucir el uniforme y actuar como compañero y asistente del príncipe en reuniones formales. Como consecuencia de ello, acabó entablando amistad con el príncipe de Gales.

Brummell vivía en Mayfair y su casa fue durante varios años el epicentro de uno de los rituales más inesperados de la historia de Londres, el de una procesión de hombres hechos y derechos de gran eminencia que se presentaban cada tarde en el domicilio para ver cómo se vestía. Entre los que acudían a su casa con regularidad estaba el príncipe de Gales, tres duques, un marqués, dos condes y el dramaturgo Richard Brinsley Sheridan. Se sentaban y observaban en respetuoso silencio el proceso diario de acicalamiento de Brummell, que se iniciaba con un baño. En general, resultaba sorprendente que se bañara a diario, «y todas y cada una de las partes de su cuerpo», según añadió un testigo con especial asombro. Además, lo hacía en agua
caliente
. A veces le incorporaba leche, un detalle, no necesariamente afortunado, que se puso enseguida de moda. Pero cuando corrió la voz de que el marchito y tacaño marqués de Queensberry, que vivía en las proximidades, tenía también la costumbre de regalarse baños de leche, las ventas de dicho producto cayeron en picado en el barrio, pues empezó a rumorearse que el marqués devolvía la leche para revenderla después de haber inmerso en ella su ajada y decrépita piel.

El atuendo de los dandis era estudiadamente contenido. La vestimenta de Brummell estaba limitada casi por completo a tres sencillos colores: blanco, beige y negro azulado. Lo que distinguía a los dandis no era la riqueza de su plumaje sino el cuidado con que se acicalaban. Se trataba de conseguir una imagen magistral. Podían pasar horas para asegurarse de que todo pliegue y doblez fuera perfecto, inmejorable. En una ocasión, un visitante que llegó a casa de Brummell y se encontró el suelo lleno de corbatas, le preguntó qué sucedía a Robinson, su sufrido mayordomo. «Esto —respondió Robinson con un suspiro— no son más que nuestros fracasos.» Los dandis se vestían y volvían a vestir sin cesar. En un solo día solían utilizar tres camisas, dos pares de pantalones, cuatro o cinco corbatas, varios pares de calcetines y un pequeño surtido de pañuelos.

Parte de la moda venía dictada también por la corpulencia cada vez mayor del príncipe de Gales (o el «príncipe de las ballenas»
[61]
, como se le apodaba de forma burlona a sus espaldas). Cuando llegó a los treinta, el príncipe estaba tan entrado en carnes que tenían que meterlo a la fuerza en un corsé —una «Bastilla de barbas de ballena», según palabras de alguien que tuvo el privilegio de verlo— al que sus criados se referían con gran diplomacia como su «cinturón». El corsé empujaba hacia arriba la grasa de la parte superior del cuerpo del príncipe, que acababa emergiendo por el cuello de la camisa, como cuando el dentífrico se sale del tubo, de tal modo que los cuellos altos que estaban de moda en su época hacían las veces de pequeño corsé adicional, diseñado para esconder su más que doble mentón y el blandengue entramado de su cuello.

En el aspecto de la sastrería que más destacaron los dandis fue en el pantalón. Los pantalones solían llevarse tan ceñidos que quedaban como pintados sobre las piernas y resultaban reveladores al máximo, sobre todo teniendo en cuenta que se lucían sin ropa interior. La noche después de ver al conde d’Orsay, anotó Jane Carlyle en su diario, tal vez algo sofocada, que los pantalones del conde eran de «color piel y le sentaban como un guante». El estilo se basaba en los pantalones de montar del regimiento de Brummell. Las chaquetas llevaban faldones en la parte trasera y eran cortas por delante, enmarcando la entrepierna a la perfección. Era la primera vez en la historia que el vestuario de los hombres se diseñaba de forma consciente para que resultara más sexy que el de las damas.

Por lo que parece Brummell pudo tener a cualquier dama que deseara, y también a muchos hombres, pero si se aprovechó o no de tal circunstancia es misteriosamente incierto. Las pruebas apuntan a que Brummell era asexual; se le desconoce cualquier relación, masculina o femenina, que implicara más trato que el meramente aural. Y resulta curioso que, siendo un hombre tan famoso por su aspecto, desconozcamos cómo era en realidad. Existen cuatro supuestos retratos de Brummell, pero difieren entre ellos de forma notable y es imposible saber cuál de ellos, si es que alguno lo hace, lo representa con fidelidad.

La caída en desgracia de Brummell fue repentina e irreversible. Tuvo una disputa con el príncipe de Gales y dejaron de hablarse como consecuencia de ello. En un acto social, el príncipe ignoró con mordacidad a Brummell y se dirigió, en cambio, a la persona que lo acompañaba. Cuando el príncipe se retiró, Brummell se dirigió a su acompañante y realizó uno de los comentarios más desacertados de toda la historia social. «¿Quién es ese gordo amigo tuyo?», le preguntó.

Un insulto de ese calibre equivalía a un suicidio social. Poco después, se vio abrumado por las deudas y tuvo que huir a Francia. Pasó los últimos veinticinco años de su vida inmerso en la pobreza, viviendo la mayor parte de ese tiempo en Calais, perdiendo la cabeza poco a poco pero sin perder jamás, dentro de su forma de vestir comedida y detallada, su sensacional porte.

Peinado extremo:
La señorita Prattle consulta al doctor Double Fee acerca de su tocado panteón
.

II

Justo en la misma época en la que el Bello Brummell dominaba la escena de la elegancia de Londres y el país entero, otro tejido empezaba a transformar el mundo, y en especial el mundo de la fabricación. Me refiero al algodón. Su importancia en la historia jamás será exagerada.

El algodón es en la actualidad un material tan común que con frecuencia olvidamos que en su día fue extremadamente preciado y más valioso que la seda. Pero en el siglo
XVII
, la Compañía de las Indias Orientales empezó a importar calicós de la India (de la ciudad de Calicut, de donde tomaron su nombre) y así fue como, de repente, el algodón se volvió asequible. El calicó era entonces un término colectivo que agrupaba cretonas, muselinas, percales y otros tejidos de vivos colores que causaron un deleite inimaginable entre los consumidores occidentales porque eran ligeros, lavables y sus colores no desteñían. A pesar de que en Egipto también se cultivaba algodón, la India dominaba su comercio, tal y como nos recuerda la cantidad inagotable de palabras inglesas que derivan del mismo:
kaki
,
dungarees
[«pantalones»],
gingham
[«guinga»],
muslin
[«muselina»],
pyjamas
[«pijama»],
shawl
[«chal»],
seersucker
[«crespón rallado»], etc.

El repentino auge del algodón indio satisfacía a los consumidores, pero no a los fabricantes. Incapaces de competir con aquel maravilloso tejido, los trabajadores europeos del sector textil clamaron por todos lados en busca de protección, y de prácticamente todos lados la recibieron. La importación de tejidos acabados de algodón quedó prohibida en casi toda Europa durante el siglo
XVIII
.

Pero se podía seguir importando algodón como materia prima, lo que supuso un tremendo incentivo para la industria textil británica. El problema era que el algodón era muy duro de hilar y tejer, por lo que todo el mundo volcó su atención en solucionar estos dos problemas. La solución que encontraron es lo que se conoce como Revolución industrial.

Convertir fardos de esponjoso algodón en productos útiles como sábanas y pantalones vaqueros exige dos operaciones fundamentales: hilar y tejer. Hilar consiste en convertir pedazos cortos de fibra de algodón en grandes bobinas de hilo, torciendo poco a poco la fibra para ir incorporándola, el mismo proceso de la fabricación del hilo y la cuerda. Tejer se realiza entrelazando dos conjuntos de hilos o fibras en el ángulo adecuado para formar un entramado. La máquina que lo realiza se conoce como telar. Lo que hace el telar, simplemente, es sujetar en tensión un conjunto de hilos para que un segundo conjunto de hilos pueda entramarse con el primero y crear de este modo una tela. El conjunto de hilos tensos se denomina urdimbre. El segundo conjunto de hilos, el que trabaja activamente, se conoce como trama. Y el tejido se obtiene entrelazando hilos verticales y horizontales. La mayoría de los productos textiles del hogar —sábanas, pañuelos y similares— siguen siendo tejidos de este tipo.

El hilado y la tejeduría eran industrias artesanales que daban trabajo a muchísima gente. Tradicionalmente, el hilado era un trabajo destinado a las mujeres, mientras que la tejeduría quedaba en manos de los hombres. Pero el hilado era un proceso que exigía mucho más tiempo que la tejeduría, y esa disparidad se incrementó aún más después de que en 1733 John Kay, un joven de Lancashire, inventara la lanzadera volante, la primera de las varias innovaciones punteras que necesitaba la industria. La lanzadera volante de Kay doblaba la velocidad de producción de tejidos. Las hiladoras, incapaces ya de seguir el ritmo, empezaron a quedar rezagadas y a generar problemas en la línea de producción, con graves presiones económicas para todos los implicados.

Según el relato tradicional, tanto tejedores como hilanderas se enfurecieron hasta tal punto con Kay que acabaron atacando su casa y el inventor se vio obligado a huir a Francia, donde murió indigente. La historia se repite en muchos relatos, incluso ahora con «fervor dogmático», según palabras del historiador de la época de la Revolución industrial Peter Willis, aunque, de hecho, Willis insiste en que no hay nada de verdad en todo el asunto. Kay murió pobre, pero solo porque no gestionó de forma muy acertada su vida. Se propuso fabricar personalmente sus máquinas y alquilarlas a los propietarios de los telares, pero estableció un precio de alquiler tan elevado que nadie podía pagarlo. Lo que sucedió entonces fue que le piratearon el invento, y Kay gastó infructuosamente todo su dinero tratando de conseguir una compensación a través de los tribunales. Al final se trasladó a Francia, con la vana esperanza de cosechar más éxitos allí. Sobrevivió casi cincuenta años a su invento. Y nunca sufrió ningún tipo de ataque ni se vio obligado a huir del país.

Pasaría toda una generación antes de que alguien encontrara una solución al problema de las hilaturas, y llegó de un lugar inesperado. En 1764, un tejedor analfabeto de Lancashire, llamado James Hargreaves, inventó un artilugio ingeniosamente sencillo, que se conoció como la «hiladora Jenny», que realizaba el trabajo de diez hilanderas gracias a la incorporación de múltiples bobinas. Poco se conoce de Hargreaves, aparte de que nació y se crió en Lancashire, se casó joven y tuvo doce hijos. Desconocemos por completo su aspecto físico. Fue la más pobre y la más desafortunada de las figuras principales de los inicios de la Revolución industrial. A diferencia de Kay, Hargreaves

que tuvo problemas. Un grupo de hombres de su misma localidad irrumpió en su casa y prendió fuego a sus herramientas y a una veintena de Jennies a medio terminar —una pérdida cruel y desesperada para un hombre de escasos recursos como él—, por lo que durante un período prudencial decidió abandonar la fabricación de Jennies y dedicarse a la teneduría de libros. Por cierto, el nombre de Jenny no es en honor a su hija, como con frecuencia se ha apuntado;
jenny
era una palabra que solía utilizarse en el norte de Inglaterra para referirse a los motores.

La máquina de Hargreaves no parece gran cosa en las ilustraciones —consistía básicamente en diez bobinas dentro de un armazón, con una rueda que las hacía girar—, pero transformó el panorama industrial de Gran Bretaña. Menos feliz es el hecho de que acelerara la introducción del trabajo infantil, pues los niños, más ágiles y menudos que los adultos, se manejaban mucho mejor para reparar los hilos rotos y los distintos problemas que pudieran surgir entre las casi inaccesibles extremidades de la Jenny.

Antes de la aparición de este invento, los trabajadores ingleses hilaban en sus casas más de 225 toneladas de algodón al año. Hacia 1785, y gracias a la máquina de Hargreaves y a las versiones más sofisticadas que le siguieron, esa cifra había ascendido a 7.250 toneladas. Hargreaves, sin embargo, no compartió la prosperidad que sus artilugios generaban, debido en gran parte a las maquinaciones de Richard Arkwright, la menos atractiva, menos inventiva y, sin embargo, más exitosa de todas las figuras de los inicios de la Revolución industrial.

Al igual que Kay y Hargreaves, Arkwright era un hombre de Lancashire —¿en qué habría quedado la Revolución industrial sin los hombres de Lancashire?—, nacido en Preston en 1732, lo que lo hace once años más joven que Hargreaves y casi treinta años más joven que Kay. (Hay que recordar, además, que la Revolución industrial no fue un suceso repentino y explosivo, sino un despliegue gradual de mejoras a lo largo de varias generaciones y en muchos terrenos distintos.) Antes de convertirse en un hombre de la industria, Arkwright fue tabernero, fabricante de pelucas y cirujano-barbero, especializado en extraer piezas dentales y efectuar sangrías a los enfermos. Por lo que parece, se interesó en la producción de tejidos a partir de su amistad con otro John Kay —este era relojero y no tenía parentesco alguno con el John Kay de la lanzadera volante—, y con su ayuda empezó a reunir la maquinaria y los componentes necesarios para llevar a cabo la totalidad de la producción mecánica de los tejidos bajo un mismo techo. Arkwright era hombre de pocos escrúpulos. Le robó a Hargreaves los rudimentos de la Jenny sin dudarlo ni un momento y sin remordimientos (menos aún con algún tipo de compensación), se escabulló de todo tipo de tratos comerciales y abandonó a amigos y socios cuando le resultó seguro o ventajoso hacerlo.

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