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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

En casa. Una breve historia de la vida privada (64 page)

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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Pero lo que más le preocupaba era su creencia de que el agua sucia estaba acabando innecesariamente con la vida de miles de personas. Después de un devastador brote de fiebre amarilla en Filadelfia, convenció a las autoridades para que llenaran los embalses de la ciudad con agua limpia y fresca procedente de más allá de los límites ciudadanos. Los cambios obraron un milagroso efecto y la fiebre amarilla nunca reapareció en Filadelfia con la misma fuerza. Latrobe llevó su iniciativa a otras ciudades e, irónicamente, en 1820 contrajo la fiebre amarilla mientras trabajaba en Nueva Orleans y murió como consecuencia de la misma.

Las ciudades que no mejoraban la calidad de su suministro de agua sufrían importantes inconvenientes. Hasta 1800, el agua corriente de Manhattan procedía en su totalidad de un sucio estanque —poco más que una «cloaca vulgar», según palabras de un contemporáneo— situado en el bajo Manhattan y conocido como Collect Pond. Pero la situación empeoró con el aumento de población que experimentó la ciudad después de la construcción del canal de Erie. Se estima que hacia la década de 1830 los pozos negros de la ciudad incorporaban a diario un centenar de toneladas de excrementos, contaminando a menudo los pozos próximos. En 1832, Nueva York no solo sufrió una epidemia de cólera, sino además una de fiebre amarilla. En conjunto hubo cuatro veces más víctimas que en Filadelfia, con sus suministros de agua más limpios. La doble epidemia actuó como acicate para la ciudad de Nueva York de un modo similar al efecto que produjo el Gran Hedor en Londres, y en 1837 se iniciaron las obras del acueducto de Croton, que cuando estuvo finalizado, en 1842, inició por fin el suministro de agua limpia y segura a la ciudad.

Pero en lo que Norteamérica iba de verdad por delante del resto del mundo era en el suministro de cuartos de baño privados. Y lo que impulsó el movimiento no fueron los particulares, sino los hoteles. El primer hotel del mundo que ofreció un cuarto de baño en todas sus habitaciones fue el Mount Vernon Hotel, en la localidad turística de Cape May, Nueva Jersey. Fue en 1853 y constituyó un suceso tan por delante de su tiempo que fue necesario que transcurriese casi medio siglo antes de que otros hoteles decidieran ofrecer aquella extravagancia. Pero poco a poco, los cuartos de baño —aun siendo más bien compartidos y en el pasillo, más que privados y dentro de la habitación— empezaron a ser un elemento estándar en los hoteles, primero en Estados Unidos y luego cada vez más en Europa, y los hoteleros que no quisieron seguir la tendencia pagaron un elevado precio por ello.

En ningún lugar quedó esto más famosamente demostrado que en el inmenso y por lo demás espléndido Midland Hotel de St. Pancras Station, Londres. Diseñado por el gran George Gilbert Scott, responsable asimismo del Albert Memorial, el Midland pretendía ser el hotel más magnífico del mundo en el momento de su inauguración, en 1873. Costó el equivalente a 300 millones de libras actuales y era una maravilla en prácticamente cualquier sentido. Por desgracia —y, de hecho, también por sorpresa—, Scott incluyó tan solo cuatro cuartos de baño a compartir entre seiscientas habitaciones. El hotel fue un fracaso desde el momento de su apertura.

En las viviendas privadas, el suministro de cuartos de baño era más bien aleatorio. Hasta finales del siglo
XIX
, muchas casas tenían sistema de cañerías hasta la cocina, y quizás también hasta un posible retrete en la planta baja, pero carecían de un cuarto de baño correcto porque en las cañerías no había presión suficiente como para conducir el agua hasta arriba. En Europa, aun en los casos en los que la presión lo permitía, los ricos se mostraron inesperadamente reacios a incorporar los baños a su vida. «Los cuartos de baño son para los criados», resolló un aristócrata inglés. O tal y como el duque de Doudeauville respondió con altivez cuando se le preguntó si instalaría cañerías en su nueva casa: «No estoy construyendo un hotel». Los norteamericanos, por otro lado, sentían una atracción mucho mayor hacia los placeres del agua caliente y los inodoros con cisterna. Cuando el barón de la prensa, William Randolph Hearst, adquirió el castillo galés de St. Donat’s, lo primero que hizo fue instalar treinta y dos cuartos de baño.

Al principio, los cuartos de baño no se decoraban más de lo que se decoraría una sala de calderas, por lo que solían tener un carácter marcadamente práctico. En las casas ya existentes, los cuartos de baño tuvieron que encajarse donde cupieran. Normalmente ocupaban el espacio de un dormitorio, pero en ocasiones se apretujaban a la fuerza en cualquier receso o en rincones de lo más extraño. En la rectoría de Wathfield, Suffolk, el baño se instaló simplemente en el vestíbulo principal de la planta baja, detrás de una mampara. Bañeras, inodoros y lavamanos solían tener tamaños increíblemente variados. En Lanhydrock House, Cornwall, había una bañera tan enorme que necesitaban una escalera de mano para trepar a ella y utilizarla. Otras, con ducha incorporada, parecían diseñadas como si fueran a lavar en ellas a los caballos.

Los problemas tecnológicos ralentizaron también la aceptación de los cuartos de baño. Fundir una bañera de una sola pieza que no fuera ni demasiado gruesa ni demasiado pesada se convirtió en un auténtico desafío. En cierto sentido, era más fácil fabricar un puente de hierro fundido que una bañera de ese material. Estaba además el problema de proporcionarle a la bañera un acabado que no se astillara, ni se manchara, ni se resquebrajara o, simplemente, que no se desgastara. El agua caliente era un medio formidablemente corrosivo. Las bañeras de zinc, cobre o hierro fundido tenían un aspecto estupendo de nuevas, pero no mantenían su acabado. No fue hasta la invención de los esmaltes cerámicos, hacia 1910, cuando las bañeras se convirtieron por fin en un objeto duradero y atractivo. El proceso de fabricación de ese material consistía en rociar el hierro fundido con una mezcla de polvos y hornear repetidas veces hasta conseguir un brillo similar al de la porcelana. Los esmaltes cerámicos no son en realidad ni esmalte ni cerámica, sino una capa vítrea, es decir, un tipo de vidrio. La superficie de las bañeras de esmalte era casi transparente cuando al compuesto no se le incorporaban blanqueadores u otros tintes.

Por fin el mundo pudo disfrutar de bañeras bonitas y que continuaban siendo bonitas durante mucho tiempo. Pero seguían resultando carísimas. En 1910, una bañera podía costar fácilmente 200 dólares, un precio que quedaba muy lejos del alcance de la mayoría de familias. Pero a medida que los fabricantes fueron mejorando los procesos de producción en masa, los precios cayeron, y hacia 1940 un norteamericano podía ya comprarse el conjunto completo del cuarto de baño —lavabo, bañera e inodoro— por 70 dólares, un precio que casi cualquiera podía permitirse.

Pero en otras partes las bañeras seguían siendo un lujo. En Europa, gran parte del problema residía en la falta de espacio donde ubicar los cuartos de baño. En 1954, solo una vivienda francesa de cada diez tenía ducha o bañera. En Gran Bretaña, la periodista Katharine Whitehorn ha recordado que hasta una fecha tan reciente como finales de la década de 1950, ella y sus compañeros de la revista
Woman’s Own
no tenían permiso para escribir artículos sobre cuartos de baño porque no había suficientes hogares británicos que los tuvieran, y aquellos escritos solo servirían para fomentar envidias.

Y por lo que a nuestra Vieja Rectoría se refiere, carecía de cuarto de baño en 1851, un hecho que no sorprende en lo más mínimo. Sin embargo, el arquitecto, el eternamente fascinante Edward Tull, incluyó un retrete, toda una novedad en 1851. Y más novedoso aún resultó el lugar donde eligió situarlo: en el descansillo de la escalera principal, detrás de una delgada partición. Dejando aparte el hecho de que el retrete se encontrara en un lugar tan extraño y poco conveniente, la partición habría significado el cerramiento de la ventana de la escalera, dejando el espacio inmerso en una oscuridad permanente.

La ausencia de salidas de desagüe en los dibujos del exterior de la casa sugiere que Tull tal vez no estudiara el tema con detenimiento. La consideración es, en cualquier caso, académica, pues el retrete nunca llegó a construirse.

XVII
 
EL VESTIDOR
I

Hacia finales de septiembre de 1991, dos excursionistas alemanes, Helmut y Erika Simon, de Núremberg, caminaban por un elevado glaciar en los Alpes del sur del Tirol, en un lugar conocido como paso de Tisenjoch, cerca de la frontera entre Austria e Italia, cuando se tropezaron con un cuerpo humano que sobresalía del hielo en el borde del glaciar. El cuerpo estaba curtido y tremendamente demacrado, pero por lo demás intacto.

Los Simon dieron un rodeo de más de tres kilómetros hasta llegar al refugio de montaña de Similaun, donde informaron de su descubrimiento. Llamaron a la policía, pero cuando esta se personó en el lugar, los agentes comprendieron enseguida que no era un caso para ellos, sino para los prehistoriadores. Junto al cuerpo hallaron efectos personales —un hacha de cobre, un cuchillo de pedernal, flechas y un carcaj— que lo relacionaban con una época muy remota y mucho más primitiva.

Los ejercicios de datación que se realizaron posteriormente con radiocarbono demostraron que el hombre había muerto hacía unos cinco mil años. Enseguida le pusieron el nombre de Ötzi, en honor al valle más cercano, el Ötzal; hubo quien le llamó el Hombre de Hielo. Ötzi tenía consigo no solo herramientas de todo tipo, sino que además iba vestido. Nunca antes se había encontrado nada tan completo y tan antiguo.

En contra de lo que se supone, los cuerpos que caen en glaciares casi nunca aparecen en sus extremos en un estado de impecable conservación. Los glaciares trituran y pulverizan con una fuerza lenta pero brutal y los cuerpos que puedan estar atrapados en ellos quedan en general reducidos a moléculas. De forma muy ocasional, se alargan hasta adquirir medidas estrafalarias, como los personajes de dibujos animados después de ser aplastados por una apisonadora. Si el cuerpo no recibe oxígeno, puede sufrir un proceso conocido como saponificación, por el que la carne se transmuta en una sustancia de aspecto ceroso y maloliente llamada adipocira. Estos cuerpos adquieren un aspecto turbador y parecen haber sido esculpidos a partir de jabón, perdiendo con ello toda definición significativa.

El cuerpo de Ötzi estaba tan bien conservado porque habían coincidido una serie de circunstancias favorables. En primer lugar, había muerto al aire libre un día de clima seco pero con la temperatura en abrupto descenso: efectivamente, había muerto de frío. Después había quedado cubierto por una serie de nevadas secas y ligeras, y lo más probable es que permaneciera durante años en un estado perfectamente helado antes de que el glaciar fuera apoderándose poco a poco de él. Incluso entonces, permaneció en un remolino periférico que lo salvó —y, también muy importante, salvó a sus posesiones— de acabar viéndose dispersado y aplastado. De haber muerto Ötzi unos cuantos pasos más cerca del glaciar o un poco más abajo, o bajo la llovizna o el sol, o en prácticamente cualquier otra circunstancia, no estaría ahora entre nosotros. Y a pesar de que es muy factible que Ötzi fuera en vida una persona normal y corriente, muerto se convirtió en el más extraño de los cadáveres.

Lo que hacía a Ötzi tan emocionante era que aquello no era un enterramiento, con los efectos personales concienzudamente dispuestos, sino una persona descubierta tal y como estaba en vida, con los objetos de la vida diaria que llevaba consigo en el momento de su muerte. Nunca se había descubierto nada igual, y permaneció casi enteramente oculto durante cuatro jornadas de eufóricos trabajos de recuperación. Se permitió a excursionistas y turistas turnarse para ir acuchillando el hielo que contenía el cuerpo. Un colaborador cargado de buenas intenciones cogió un palo e intentó escarbar con él, pero se le partió en dos. «Resultó que el palo —informó
National Geographic
— formaba parte de la estructura de madera de avellano y alerce de la mochila del Hombre de Hielo.» Los voluntarios, en resumen, intentaron desenterrar el cadáver incluso ayudándose de sus valiosos utensilios.

El caso fue gestionado por la policía austríaca y el cuerpo, una vez liberado, fue conducido a una nave frigorífica de Innsbruck. Pero una investigación posterior llevada a cabo con la ayuda del sistema GPS reveló que el lugar exacto donde Ötzi fue descubierto era territorio italiano, y después de diversos altercados legales los austríacos fueron obligados a entregar su preciado tesoro y Ötzi fue conducido a Italia a través del paso del Brennero.

En la actualidad, Ötzi permanece expuesto sobre una mesa en una sala refrigerada del museo arqueológico de Bolzano, una ciudad de habla alemana del norte de Italia. Su piel tiene el color y la textura del cuero de primera calidad y luce tensa sobre sus huesos. La expresión de su rostro es de exhausta resignación. Desde que fue descendido de la montaña hace casi veinte años, Ötzi se ha convertido en el ser humano más investigado de la historia desde el punto de vista forense. Los científicos consiguieron determinar con sorprendente precisión numerosos detalles de su vida. Con la ayuda de microscopios de electrones descubrieron que el día de su muerte había consumido carne de íbice y de venado, pan de espelta y diversas verduras sin identificar. A partir de los granos de polen hallados en el interior de su colon y sus pulmones lograron deducir que había fallecido en primavera y había iniciado su jornada en el valle de aquellas montañas. Con el estudio de las trazas de elementos isotópicos, consiguieron descifrar incluso lo que comía de niño y, en consecuencia, dónde se había criado, llegando a la conclusión de que había crecido en el valle de Eisack, en lo que ahora es Italia, para después trasladarse al valle de Vinschgau, más al oeste y próximo a la actual frontera con Suiza. La mayor sorpresa de todas fue la relacionada con su edad: tenía cuarenta años como mínimo, pero posiblemente cincuenta y tres, lo que lo convertía en una persona muy mayor para su época. Pero hubo mucho más que no lograron explicar, incluyendo cómo había muerto y qué estaba haciendo a más de tres mil metros sobre el nivel del mar en el momento de su fallecimiento. Tenía el arco sin cuerda y a medio preparar, y la mayoría de flechas carecían de plumas, por lo que eran inservibles, aunque por alguna razón las llevaba con él.

Normalmente, poca es la gente que se detiene en los pequeños museos arqueológicos de las ciudades de provincias retiradas de las vías principales, pero el museo de Bolzano recibe auténticas avalanchas de visitantes durante todo el año y su tienda de regalos no para de vender recuerdos de Ötzi. Los visitantes hacen cola para verlo a través de una ventanilla. Y allí yace, desnudo y tendido bocarriba sobre una mesa de cristal. Su piel marrón refulge con la humedad que continuamente se rocía sobre él para conservarlo en óptimo estado. De hecho, no hay nada en Ötzi que lo distinga de forma innata. Es un ser humano normal y corriente, aunque excepcionalmente antiguo y bien conservado. Lo que resulta extraordinario son sus múltiples posesiones. Es un material equivalente a un viaje en el tiempo.

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