En casa. Una breve historia de la vida privada (68 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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Tenía un verdadero don para realizar mejoras mecánicas, pero su auténtico genio radicaba en saber convertir posibilidades en realidades. Era un organizador —un buscavidas, en realidad—, y de los mejores. Gracias a una adecuada combinación de trabajo duro, suerte, oportunismo y gélida crueldad, se construyó, durante un periodo de tiempo breve pero extremadamente lucrativo, un monopolio virtual sobre el negocio del algodón en Inglaterra.

El personal desplazado por la maquinaria de Artwright no solo sufrió el inconveniente de quedarse sin trabajo, sino que además quedó reducido al nivel más bajo de la desesperación. Es evidente que Arkwright vio venir lo que sucedería, pues construyó su primera fábrica como una auténtica fortaleza en un recóndito paraje de Derbyshire —que era un condado remoto de por sí— y la reforzó con cañones, guardando incluso en su interior una reserva de quinientas lanzas. Acorraló el mercado con la producción mecánica de tejidos y, como consecuencia de ello, se hizo inmensamente rico, aunque sin ganarse el aprecio de nadie ni conseguir vivir feliz. En el momento de su fallecimiento, en 1792, tenía cinco mil empleados y su fortuna se estimaba en medio millón de libras, una suma fabulosa para cualquiera, pero en especial para un hombre que había pasado gran parte de su vida dedicándose a fabricar pelucas y a trabajar como barbero-cirujano.

De hecho, la Revolución industrial no era aún del todo industrial. El hombre que lo hizo posible fue la figura más inesperadamente fundamental de su época, y de prácticamente cualquier otra época: el reverendo Edmund Cartwright (1743-1823). Cartwright era hijo de una familia pudiente e importante a nivel local de Nottinghamshire y aspiraba a convertirse en poeta, pero acabó haciéndose pastor y destinado a una rectoría de Leicestershire. Una conversación casual con un fabricante de tejidos lo llevó en 1785 a diseñar —partiendo por completo de cero— el telar mecánico. Los telares de Cartwright transformaron la economía mundial y enriquecieron de verdad a Gran Bretaña. Cuando se celebró la Gran Exposición en 1851, funcionaban ya en Inglaterra un cuarto de millón de telares mecánicos, una cifra que aumentó al ritmo de cien mil por década antes de llegar a un máximo de 805.000 en 1913, momento en el cual había casi tres millones en funcionamiento en todo el mundo.

De haberse visto Cartwright recompensado por el alcance de sus inventos, se habría convertido en el hombre más rico de su época —del mismo modo que John D. Rockefeller o Bill Gates se han visto compensados por los suyos—, pero la realidad es que su invento no le proporcionó nada de nada directamente y, de hecho, acabó endeudado en su intento de proteger y hacer respetar sus patentes. En 1809, el Parlamento lo premió con un pago total de 10.000 libras, casi nada en comparación con las 500.000 de Arkwright, pero lo bastante como para permitirle vivir con comodidad hasta el fin de sus días. Entretanto, su apetito por la invención lo llevó a desarrollar con gran éxito máquinas para fabricar cuerdas y para peinar la lana, además de novedosas prensas tipográficas, máquinas de vapor, tejas para tejados y ladrillos. Su último invento, patentado poco antes de su fallecimiento en 1823, fue un carruaje accionado con manivela «para ir sin caballos» que, según declaraba con total confianza el formulario de la patente, permitiría a dos hombres, accionando de forma continua la manivela pero sin excesivo esfuerzo, cubrir una distancia de hasta cuarenta y cinco kilómetros en un día, e incluso en terrenos empinados.

Con el zumbido de fondo de los telares mecánicos, la industria del algodón se encontraba en la posición adecuada para poder despegar, pero las fábricas necesitaban mucho más algodón del que los recursos existentes eran capaces de suministrar. El lugar evidente donde cultivar algodón era el sur de Estados Unidos. El clima, excesivamente cálido y seco para muchos cultivos, era perfecto para el algodón. Pero por desgracia, la única variedad que crecía bien en los suelos más sureños era una variedad complicada conocida como algodón de fibra corta. Era un algodón que no podía cultivarse de forma rentable porque sus bagas estaban llenas de semillas de tacto pegajoso —con una proporción de tres kilos de semillas por cada kilo de algodón final—, que tenían que arrancarse a mano de una en una. Separar las semillas de la fibra era una tarea tan laboriosa que ni siquiera con esclavos resultaba barata de realizar. El coste de alimentar y vestir a los esclavos era muy superior a la cantidad de algodón útil que incluso la mano de obra más diligente pudiera proporcionar.

El hombre que solucionó este problema se crió muy lejos de las plantaciones. Se llamaba Eli Whitney, era de Westborough, Massachusetts, y, si todos los ingredientes de la historia son ciertos (algo que, como estamos a punto de ver, es muy posible que no sea así), fue por la más afortunada de las casualidades que acabó pasando a la inmortalidad.

La historia, según los relatos convencionales, es la siguiente: después de graduarse en Yale en 1793, Whitney aceptó un trabajo como tutor en casa de una familia que vivía en Carolina del Sur, pero a su llegada descubrió que el salario que iba a percibir era solo la mitad de lo que le habían prometido. Ofendido, rechazó el puesto, una acción que dejó su honor satisfecho y a él sin un céntimo y muy lejos de casa.

De camino hacia el sur había conocido a una joven y vivaracha viuda llamada Catharine Greene, esposa del fallecido general Nathanael Greene, héroe de la revolución norteamericana. En agradecimiento a los servicios prestados y a su apoyo a George Washington durante los periodos más tenebrosos de la guerra, la nación le había regalado a Greene una plantación en Georgia. Por desgracia, Greene, originario de Nueva Inglaterra, no estaba acostumbrado a las elevadas temperaturas de Georgia y había sido víctima de un fatal golpe de calor durante el primer verano que pasó allí. Whitney decidió ir a visitar a la viuda de Greene.

En aquel momento, la señora Green cohabitaba con pasión y sin esconderse de nadie con otro hombre educado en Yale llamado Phineas Miller, el capataz de su plantación, pero aun así, recibieron con agrado a Whitney en su casa. Fue entonces cuando Whitney entró en contacto con el problema de las semillas del algodón. Y creyó encontrar la solución solo con examinar con atención una baga. Se encerró en el taller de la plantación e inventó un sencillo tambor rotatorio que al girar desgarraba la fibra del algodón con la ayuda de clavos, librándola de las semillas. El nuevo artilugio era tan eficiente que su trabajo equivalía al de cincuenta esclavos. Whitney patentó su desmotadora, a la que denominó
gin
(una abreviatura de
engine
o «motor»), y se dispuso a ser impresionantemente rico.

Y este es el relato convencional de la historia. Parece, sin embargo, que gran parte de la misma no tiene nada de verdad. En la actualidad se sugiere que Whitney ya conocía a Miller —su conexión con Yale parece de lo contrario muy poco casual—, que a su vez estaba ya familiarizado con los problemas que conllevaba el cultivo del algodón en suelo americano y que viajó al sur, seguramente por petición de Miller, sabiendo que intentaría inventar aquel motor. Además, por lo que parece, el trabajo no se hizo en un par de horas en la misma plantación, sino que llevó semanas o meses y se realizó en un taller de Westborough. Sea cual sea la realidad del invento, la verdad es que el
gin
era una maravilla. Whitney y Miller constituyeron una sociedad con la clara intención de hacerse ricos, pero resultaron ser hombres de negocios desastrosos. Decidieron exigir a los usuarios de su máquina una tercera parte de la cosecha recogida, una proporción que tanto los propietarios de las plantaciones como los legisladores sureños consideraron francamente codiciosa. El hecho de que Whitney y Miller fueran yanquis tampoco alentaba los sentimientos a su favor. Pero se negaron con terquedad a modificar sus exigencias, convencidos de que los cultivadores sureños no se resistirían a un avance tecnológico tan revolucionario. Y tenían razón en cuanto a lo irresistible del invento, pero no cayeron en la cuenta de que su desmotadora podía piratearse con facilidad. Cualquier carpintero con cara y ojos podía imitarla en un par de horas. Y así fue como, en cuestión de poco tiempo, los propietarios de las plantaciones de todo el sur empezaron a cosechar el algodón con desmotadoras de fabricación casera. Whitney y Miller interpusieron sesenta demandas en Georgia y muchas más en otras partes, pero se tropezaron con la antipatía de los tribunales sureños. En 1800 —solo siete años después de la invención del
gin
—, Miller y Catharine Greene se encontraban en una situación tan desesperada que se vieron obligados a vender su plantación.

El sur empezó a enriquecerse. El algodón se convirtió enseguida en el producto más negociado del mundo y dos terceras partes de todo ese algodón provenían de allí. Las exportaciones de algodón norteamericanas pasaron de apenas nada antes de la invención de la desmotadora, a la impresionante cantidad de un millón de toneladas en los inicios de la Guerra de Secesión. En su momento álgido, Gran Bretaña consumía el 84 % del total.

Antes del algodón, la esclavitud estaba en declive, pero la recogida del algodón, en contraposición con su proceso, demandaba una cantidad descomunal de mano de obra. Cuando Whitney desarrolló su invento, el esclavismo existía tan solo en seis estados de Estados Unidos; en el momento del estallido de la Guerra de Secesión, era legal en quince. Peor aún, estados norteños como Virginia y Maryland, donde el algodón apenas podía cultivarse, empezaron a exportar esclavos a sus vecinos del sur, separando con ello a familias enteras e intensificando el sufrimiento de decenas de miles de personas. Entre 1793 y el principio de la guerra civil, fueron enviados al sur más de ochocientos mil esclavos.

Por aquella misma época, las prósperas fábricas de algodón británicas necesitaban también muchos obreros —más de los que el mero crecimiento de la población era capaz de proporcionar—, por lo que se volcaron cada vez más en la mano de obra infantil. Los niños eran maleables, baratos y en general más rápidos que los adultos en corretear entre la maquinaria y solucionar inconvenientes, roturas y otros fallos. Incluso los fabricantes más ilustrados utilizaban a los niños sin restricciones. No podían permitirse no hacerlo.

De manera que la desmotadora de Whitney no solo ayudó a que mucha gente de ambos lados del Atlántico se enriqueciera, sino que además revitalizó la esclavitud, convirtió el trabajo infantil en una necesidad y preparó el terreno para la Guerra de Secesión norteamericana. Tal vez nunca nadie con un invento tan sencillo y bienintencionado haya generado más prosperidad generalizada, mayor desencanto personal y más sufrimiento involuntario que Eli Whitney con su
gin
. Demasiadas consecuencias para un simple tambor rotatorio.

Al final, unos pocos estados sureños accedieron a pagarle algo a Whitney. En total consiguió ganar 90.000 dólares con su invento, cantidad suficiente para cubrir gastos. Regresó entonces al norte y se instaló en New Haven, Connecticut, y allí dio con la idea que por fin le haría rico. En 1798 firmó un contrato para fabricar diez mil mosquetes para el Gobierno federal. Las armas tenían que fabricarse con un nuevo método, que acabó conociéndose como el sistema Whitney o sistema americano. La idea consistía en construir máquinas que generaran un suministro inagotable de piezas que poder ensamblar para crear productos acabados. De esta manera, no era necesario que los trabajadores tuvieran ningún tipo de maestría concreta. La maestría la pondrían las máquinas. Era un concepto brillante. Daniel J. Boorstin lo ha calificado como la innovación que enriqueció América.

Las armas se necesitaban con urgencia porque Estados Unidos estaba constantemente al borde de entrar en guerra con Francia. El contrato se firmó por valor de 134.000 dólares —el contrato de mayor importe firmado por el Gobierno norteamericano hasta aquel momento— y le fue concedido a Whitney a pesar de que ni poseía las máquinas para construir las piezas, ni experiencia alguna en la fabricación de armas, pero en 1801, en un momento altamente apreciado por generaciones de libros de historia, Whitney consiguió demostrar al presidente John Adams y al presidente electo Thomas Jefferson cómo un montón de piezas aparentemente sin relación alguna entre ellas, podían ensamblarse y convertirse en un arma completa. De hecho, entre bastidores Whitney se enfrentaba a todo tipo de problemas para que su sistema funcionase. Las armas se entregaron con más de ocho años de retraso, mucho después de que la crisis que había desencadenado su fabricación hubiera terminado. Más aún, un análisis de las armas supervivientes realizado en el siglo
XX
demostró que no se fabricaron siguiendo el sistema Whitney, sino que incorporaban piezas elaboradas manualmente en la fábrica. La famosa demostración a los presidentes se realizó con piezas ficticias. Por lo que se ve, Whitney pasó gran parte de aquellos ocho años sin trabajar siquiera en el pedido de los mosquetes, sino utilizando el dinero del contrato para promover sus esfuerzos de conseguir una indemnización por su invención de la desmotadora de algodón.

III

En comparación con cualquier cosa conocida, el algodón era un material sorprendentemente ligero y fresco, pero no sirvió casi para nada en cuanto a sofocar el impulso de vestir de manera ridícula, sobre todo por lo que a las mujeres se refiere. A medida que avanzaba el siglo
XIX
, las mujeres fueron quedando cada vez más embutidas en el interior de su atuendo. Hacia la década de 1840, una mujer podía llevar debajo de su vestido una camisa hasta la rodilla, una camisola, hasta media docena de enaguas, un corsé y bragas. La idea, tal y como un historiador apunta, era «eliminar, en la medida de lo posible, cualquier impresión de forma». Toda esta infraestructura de prendas podía resultar aterradoramente pesada. Una mujer podía llegar a desarrollar sus tareas diarias bajo dieciocho kilos de ropa. Cómo hacían para satisfacer sus necesidades de micción es un tema que, por lo que se ve, ha escapado a la investigación histórica. Las crinolinas, o miriñaques, hechas con barba de ballena o acero, se introdujeron para dar forma sin necesidad de tanta ropa interior, pero aunque el peso se aligeró mínimamente, la torpeza de movimientos se incrementó de manera considerable. Tal y como lo expresa Liza Picard: «Uno se pregunta cómo, o si, las damas victorianas conseguían cruzar con su miriñaque un salón debidamente amueblado sin llevarse por el camino varias mesillas». Subir a un carruaje era para pensárselo dos veces y exigía mucha astucia, tal y como relata un fascinado remitente en una carta a casa: «La señorita Clara empezó a dar vueltas y más vueltas sobre sí misma como un pavo real, indecisa respecto hacia dónde dirigir su intento. Al final se decidió por una osada carrerilla en sentido lateral, y entró estrujando sus enaguas, que de pronto se ensancharon para recuperar su tamaño original, pero cuando la siguieron sus hermanas ya no quedó espacio para el mayor» (ni, de hecho, para nadie más).

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