Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
El informe de los miembros de la comisión bramaba hipócritamente contra aquellos «que consideran el apoyo parroquial como un privilegio que les corresponde, y lo exigen como derecho». Los miembros de la comisión creían que se había llegado a un punto en el que el auxilio a los pobres estaba disponible con tal generosidad que «al indigente le parece que el Gobierno ha decidido revocar, a su favor, las leyes ordinarias de la naturaleza; que ha promulgado que los niños no sufrirán como consecuencia de la mala conducta de sus padres —la esposa de su marido, o el marido de esa esposa; que nadie perderá los medios de una subsistencia confortable, independientemente de su indolencia, derroche o vicio». Con un celo que se acercaba de un modo peligroso a la paranoia, el informe continuaba sugiriendo que el trabajador pobre podía decidir de forma deliberada «vengarse de la parroquia» casándose y engendrando hijos «para aumentar esa sobrepoblación local que está poco a poco consumiendo los fondos con los que él y los demás trabajadores de la parroquia tienen que ser mantenidos». No tenía nada que perder con una estrategia así, pues sus hijos podían trabajar en casa y «convertirse en una fuente de ingresos para los padres si el negocio es bueno, y, si fracasara, ser mantenidos por la parroquia».
Para asegurarse de que los pobres nunca fueran compensados por su ociosidad, los nuevos asilos se concibieron para que resultasen lo más estrictos y tristes posible. Maridos y mujeres eran separados de entrada, los niños alejados de sus padres. En algunos asilos, los internos llevaban uniformes que recordaban los carcelarios. La comida era calculadamente horrorosa. («Bajo ningún concepto deberá la dieta ser superior o igual al modo ordinario de subsistencia de las clases trabajadoras del vecindario», decretaron los integrantes de la comisión.) La conversación en los comedores y durante las horas de trabajo estaba prohibida. Cualquier esperanza de felicidad, implacablemente proscrita.
Los internos tenían que trabajar a diario muchas horas para ganarse el pan y la cama. Una de las tareas habituales consistía en recoger estopa. La estopa era cuerda vieja rebozada en alquitrán que se utilizaba para calafatear los barcos. Recogerla consistía simplemente en desenmarañar sus fibras para poder reutilizarla. Era un trabajo duro y desagradable —las fibras eran muy rígidas y podían provocar dolorosos cortes— y agonizantemente lento, además. En el asilo Poplar, al este de Londres, se exigía a los internos varones recoger diariamente dos kilos y medio de estopa, una cifra que duplicaba casi la impuesta a los prisioneros. Los que no alcanzaban su objetivo eran sometidos a una dieta de pan y agua. En 1873, dos terceras partes de todos los internos de Poplar estaban sometidos a ese estricto régimen de comidas. Se dice que en el asilo de Andover, en Hampshire, donde se obligaba a los internos a prensar huesos para fabricar abono, los hombres pasaban tanta hambre que chupaban incluso aquellos huesos para extraer de ellos el tuétano.
Las atenciones médicas escaseaban y se ofrecían a regañadientes. Para reducir gastos, nunca se aplicaba anestesia a los pacientes de los asilos que se veían obligados a someterse a intervenciones quirúrgicas. Las enfermedades eran endémicas. Abundaban de forma notoria dos tipos de tuberculosis —la tísica o pulmonar y la escrófula, que afectaba a los huesos, la musculatura y la piel— y el tifus era un temor constante. Los niños estaban tan debilitados que enfermedades que hoy en día no son más que molestias menores resultaban entonces devastadoras. El sarampión mató en el siglo
XIX
a más niños que cualquier otra enfermedad. La tosferina y el crup, una enfermedad que afecta a la laringe y la tráquea, mataron a decenas de miles más, y no había otro lugar donde el contagio pudiera ser mayor que en un asilo mal ventilado y abarrotado de gente.
Algunos asilos eran tan horribles que generaban sus propias enfermedades. Había una vaga enfermedad crónica que se conocía simplemente como «el picor» (y que ahora se cree que era la suma de varias infecciones cutáneas). Con casi toda seguridad su origen era la falta de higiene, aunque es posible que la mala dieta alimenticia contribuyera asimismo a su aparición. Las carencias alimenticias y la mala higiene hacían universales las lombrices, la tenia y otros sinuosos invasores del organismo. Una empresa farmacéutica de Manchester fabricó un purgante que garantizaba expulsar, religiosamente y quizás de forma algo explosiva, hasta el último inoportuno parásito que pudiera haber en el tracto intestinal. Un usuario testificó con orgullo que había expulsado cuatrocientos treinta gusanos, «algunos de ellos de Grosor Excepcional». Pero los que vivían en los asilos tenían que limitarse a soñar con una solución así.
La tiña y otras infecciones de origen fúngico eran asimismo endémicas. Los piojos eran un problema constante. Uno de los tratamientos para combatirlos consistía en poner en remojo la ropa de cama en una solución de cloruro de mercurio y cloruro cálcico, lo que convertía las sábanas en un veneno no solo para los piojos, sino también para los desgraciados que dormían en ellas. A su llegada al asilo, los internos solían ser desinfectados con métodos brutales. En un asilo de las Midlands, un chico llamado Henry Cartwright olía tan mal a su llegada, que la enfermera jefe ordenó que lo echaran en una solución de sulfuro de potasio para eliminar aquel olor de su cuerpo. Y lo que hizo fue eliminar por completo al pobre chico. Cuando lo sacaron de allí ya se había ahogado. Las autoridades no se mostraban indiferentes del todo ante estos abusos. En Brentwood, Essex, una enfermera llamada Elizabeth Gillespie fue llevada a juicio por haber matado a una chica empujándola por las escaleras, siendo condenada a cinco años de cárcel por ello. Incluso así, los abusos físicos y de carácter sexual, especialmente contra los más jóvenes, eran generalizados.
En la práctica, los asilos solo podían albergar un determinado número de internos (menos de una quinta parte de todos los indigentes de Inglaterra en un momento dado). El resto de los pobres de la nación sobrevivían con las «ayudas externas», es decir, pequeñas sumas de dinero destinadas a subvencionar los gastos de alquiler y comida. Cobrar estas cantidades era a veces terriblemente complicado. C. S. Peel destaca el caso de un pastor sin trabajo de Kent —«un hombre honesto y trabajador, sin trabajo no por culpa suya»— que tenía que realizar cada día un viaje de ida y vuelta a pie de cuarenta y tres kilómetros para cobrar la insignificante ayuda de 1 chelín y 6 peniques para él, su esposa y sus cinco hijos. El pastor realizó la caminata a diario durante nueve semanas seguidas antes de acabar derrumbándose como consecuencia del hambre y la debilidad. En Londres, una mujer llamada Annie Kaplan, al cargo ella sola de seis hijos después de que su marido falleciera, fue informada de que no podía sacar adelante a la totalidad de sus hijos con la exigua cantidad que iban a concederle y recibió la orden de elegir a dos de sus hijos para internarlos en un orfanato. Kaplan se negó a ello. «Si cuatro se mueren de hambre, seis se morirán de hambre —declaró—. Si tengo un pedazo de pan para cuatro, tendré un pedazo de pan para seis. […] No pienso entregar a ninguno.» Las autoridades le rogaron que reconsiderara su decisión, pero no quiso hacerlo y no entregó a ninguno de sus hijos. Se desconoce qué fue de ella y de los niños.
Una de las pocas figuras que simpatizó de manera activa con la grave situación de los pobres fue también una de las más insospechadas, por extraño que parezca. Friedrich Engels llegó a Inglaterra en 1842, con solo veintiún años de edad, para ayudar a su padre a dirigir su fábrica textil. La empresa, llamada Ermen & Engels, fabricaba hilo de coser. A pesar de que el joven Engels era un hijo leal y un hombre de negocios razonablemente concienzudo —al final acabó convirtiéndose en socio—, dedicó gran parte de su tiempo a malversar fondos, de un modo tímido pero persistente, para apoyar a su amigo y colaborador Karl Marx, que vivía en Londres.
Sería difícil imaginarse a dos fundadores menos sospechosos para un movimiento tan ascético como el comunismo. Mientras que Engels deseaba con ahínco la caída del capitalismo, por otro lado se enriquecía y disfrutaba cómodamente de todos sus beneficios. Tenía un establo lleno de caballos espléndidos, asistía a cacerías los fines de semana, bebía los mejores vinos, tenía una amante y se codeaba con la élite de Manchester en el elegante Albert Club, es decir, hacía todo lo que cabía esperar que hiciese un miembro de éxito de la alta sociedad. Marx, por su parte, denunciaba constantemente a la burguesía pero vivía una vida lo más burguesa que era capaz de permitirse, enviando a sus hijas a colegios privados y jactándose a la mínima oportunidad del origen aristocrático de su esposa.
El paciente apoyo que Engels le brindó a Marx resulta poco menos que admirable. Aquel crucial año de 1851, Marx aceptó un trabajo como corresponsal en el extranjero del
New York Daily Tribune
, pero sin intención alguna de dedicarse a redactar artículos. Su inglés no era lo bastante bueno, para empezar. Su idea consistía en que Engels se los escribiera para que él los cobrara, y esto es justo lo que sucedió. Pero ni siquiera entonces los ingresos bastaron para sustentar el estilo de vida despreocupado y extravagante que llevaba, y eso fue lo que obligó a Engels a malversar dinero de la empresa de su padre, una actividad que practicó durante años, corriendo un riesgo considerable.
Además de dirigir una fábrica y mantener a Marx, Engels empezó a interesarse de verdad por la penosa situación de los pobres de Manchester. Aunque no siempre se mostró claramente abierto de miras. Como vimos en el anterior capítulo, no tenía en muy buen concepto a los irlandeses y siempre estuvo dispuesto a creer que los pobres eran los responsables exclusivos de su triste destino. Pero aun así, nadie escribió con mayor sentimiento sobre la vida en los barrios bajos victorianos. En
La situación de la clase obrera en Inglaterra
explicaba que la gente vivía entre una «suciedad y fetidez desmesuradas». Relataba el caso de una mujer cuyos dos pequeños, muertos de frío y al borde de la inanición, fueron sorprendidos robando comida. Cuando un policía devolvió los chiquillos a su casa, encontró a la madre con seis niños más «literalmente apiñados en un pequeño cuarto trasero, sin más mobiliario que dos viejas sillas de junco sin asiento, una mesita con dos patas quebradas, una taza rota y un platillo. En el hogar apenas si brillaba una chispa de fuego, y en un rincón había un montón de trapos viejos, el volumen equivalente a lo que cabría dentro del delantal de una mujer, que hacía las veces de cama para toda la familia».
Las descripciones de Engels eran sin duda conmovedoras y se citan en la actualidad con frecuencia, pero a menudo cae en el olvido el hecho de que su libro se publicó en 1845 únicamente en alemán y que no fue traducido al inglés hasta treinta y dos años más tarde. Como reformador de las instituciones británicas, Engels no ejerció ningún tipo de influencia hasta mucho después de que dichas reformas se hubiesen iniciado.
Pero en otras partes, las condiciones de los pobres empezaban a llamar la atención. Hacia 1860, se puso de moda entre los periodistas disfrazarse de vagabundos e ingresar en asilos —a los que a partir de ahora denominaremos refugios— para investigar e informar de las condiciones que se vivían en su interior, lo que permitió a los lectores experimentar sus horripilantes circunstancias de un modo indirecto y sin abandonar para nada la comodidad de sus hogares. Y así fue como los lectores se enteraron de que los internos del refugio de Lambeth eran obligados a desnudarse y sumergirse en una bañera turbia, «del color de un caldo aguado de cordero», con los espumosos restos de pellejos que habían dejado los que habían pasado antes por allí. Había tenebrosos dormitorios donde hombres y niños, «todos ellos completamente desnudos», se amontonaban juntos en camas que eran poco más que jergones. «Los pequeños yacían en brazos de hombres adultos, los hombres se abrazaban entre ellos; no había ni fuego, ni luz, ni supervisión, y los débiles y los achacosos quedaban por completo a merced de los fuertes y rufianescos. El ambiente estaba cargado con un hedor pestilente.»
Provocados por estos informes, una nueva casta de benefactores inició la fundación de una amplia diversidad de organizaciones de todo tipo —un Committee for Promoting the Establishment of Baths and Wash Houses for the Labouring Classes, una Society for the Suppression of Juvenile Vagrancy, una Society for Promoting Window Gardening Amongst the Working Clases of Westminster, incluso una Society for the Rescue of Boys Not Yet Convicted of Any Criminal Offence—, casi siempre con la esperanza de ayudar a los pobres a mantenerse o volver a sentirse sobrios, cristianos, trabajadores, limpios, respetuosos de la ley, responsables como padres o virtuosos. Los había también que pretendieron mejorar las condiciones de vivienda de los pobres. Uno de los más generosos fue George Peabody, un hombre de negocios norteamericano que se estableció en Inglaterra en 1837 (fue él, quizás lo recuerde, quien ofreció el fondo de emergencia que permitió que los expositores norteamericanos pudieran exhibir finalmente en la Gran Exposición) y dedicó gran parte de su inmensa fortuna a construir bloques de pisos, repartidos por todo Londres, destinados a los pobres. Por mucho que la pesada mano del paternalismo siguiera estando aún patente, las viviendas de Peabody dieron cabida a casi quince mil personas, proporcionándoles pisos limpios y en comparación espaciosos. Pero se sabe que los inquilinos no tenían permiso para pintar ni decorar las paredes con papel pintado, instalar cortinas o personalizar de modo destacado sus hogares. En consecuencia, no resultaban mucho más alegres que celdas carcelarias.
Pero el auténtico cambio se produjo con el crecimiento repentino del trabajo misionero a nivel local, reflejado de forma muy particular en las labores de un hombre que hizo más de lo que nadie hubiera podido hacer antes para ayudar (muchas veces lo quisieran o no) a los niños necesitados. Se llamaba Thomas Barnardo. Era un joven irlandés que llegó a Londres a principios de la década de 1860 y se quedó tan horrorizado al ver las condiciones a las que se enfrentaban los jóvenes desamparados, que puso en marcha una organización formalmente conocida como la National Incorporated Association for the Reclamation of Destitute Waif Children, aunque todo el mundo acabó conociéndola como la asociación del doctor Barnardo.