En casa. Una breve historia de la vida privada (74 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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Muchos chicos eran azotados a diario, a veces incluso dos veces. De hecho, no recibir una azotaina era motivo de celebración. «Esta semana lo he hecho mucho mejor en aritmética y no he visto la vara ni una sola vez», escribió feliz a casa, a principios de los años ochenta del siglo
XIX
, un niño que estudiaba en Winchester. Las azotainas solían consistir en un castigo de entre tres y seis golpes administrados con una vara de madera de abedul de aspecto y tacto similares a los de un látigo, aunque a veces se adoptaban medidas incluso más violentas. En 1682, un director de Eton se vio obligado a dimitir después de acabar con la vida de un niño. Una cifra muy notable de jóvenes acabaron aficionándose al siseo y al escozor de las zurras, hasta tal punto que las azotainas por puro placer acabaron conociéndose como
le vice anglais
. Se sabe de al menos dos primeros ministros del siglo
XIX
, Melbourne y Gladstone, que eran flagelantes devotos, y de una tal señora Collet, de Covent Garden, que dirigía un burdel especializado en ofrecer sexo con bofetones.

Por encima de todo, se esperaba que los hijos hicieran lo que se les decía y que continuaran haciéndolo incluso mucho después de haber alcanzado la mayoría de edad. Los padres se reservaban el derecho a seleccionar la pareja, la carrera profesional, la forma de vida, la filiación política, el estilo de vestir y prácticamente cualquier otra consideración que pudiera ser dictada, y reaccionaban a menudo con violentas represalias económicas si no se tenían en cuenta sus órdenes. Henry Mayhew, el reformador social, fue desheredado después de que se negara a someterse a las órdenes de su padre de convertirse en abogado. Y lo mismo sucedió, uno detrás de otro, con seis de sus siete hermanos. Solo el séptimo mostró interés por ser abogado (o quizás simplemente por hacerse con toda la fortuna), estudió obedientemente y heredó el lote completo. La poetisa Elizabeth Barrett fue desheredada por casarse con Robert Browning, que no solo era un poeta sin un céntimo, sino además —lo más horroroso— nieto de un tabernero. De un modo similar, los horrorizados padres de Alice Roberts la desheredaron cuando no pudieron disuadirla de casarse con el indigente hijo de un pianista católico romano. Por suerte para la señorita Roberts, aquel hombre era el futuro compositor Edward Elgar, que la hizo rica de todas maneras.

A veces se desheredaba a los hijos por consideraciones mucho más triviales. El segundo lord Townshend, después de años de inquietud provocados por el afeminamiento de su hijo, excluyó de repente al pobre desdichado de su testamento cuando un día lo vio entrar en el salón de su casa con unos lazos de color rosa en los zapatos. Muy comentado fue asimismo el caso del sexto duque de Somerset, conocido como «el duque Orgulloso», que siempre exigía a sus hijas mantenerse de pie en su presencia y que se dice que desheredó a una de ellas cuando se despertó de una siesta y sorprendió sentada a la pobre infeliz.

Lo que a menudo resulta chocante —y, de hecho, deprimente— es la rapidez con que los padres retiraban no solo el dinero, sino también el cariño. Elizabeth Barrett y su padre tenían una relación muy estrecha, pero cuando ella le anunció su intención de casarse con Robert Browning, el señor Barrett dio de inmediato por finiquitado cualquier tipo de contacto. Aunque se casó muy enamorada y con un hombre talentoso y respetable, nunca volvió a hablar ni a escribir a su hija. En el desconcertante mundo de la paternidad victoriana, la obediencia estaba por encima de cualquier otra consideración de cariño y felicidad, y esa extraña y dolorosa convicción siguió vigente en la mayoría de hogares acomodados hasta como mínimo la época de la Primera Guerra Mundial.

Por lo tanto, viendo la situación, podría decirse que los victorianos no inventaron tanto la infancia como la
des
-inventaron. Pero todo era más complicado de lo que parece. Privando a los niños de afecto durante la infancia, y por otro lado haciendo todo lo posible por controlar su conducta hasta bien entrada la edad adulta, los victorianos se encontraban en la muy curiosa coyuntura de, al mismo tiempo, tratar de eliminar la infancia y hacerla durar eternamente. No es de extrañar que el fin de la era victoriana coincidiera casi con exactitud con la invención del psicoanálisis.

Desafiar a un padre era algo tan tremendamente inaceptable que la mayoría de los hijos, incluso siendo ya adultos, ni siquiera se planteaban hacerlo. Un ejemplo perfecto de esta tendencia lo encontramos en Charles Darwin. Cuando el joven Darwin recibió la oferta de viajar a bordo del HMS
Beagle
, escribió una conmovedora carta a su padre explicándole los motivos exactos por los que deseaba realizar aquel viaje, y hasta qué punto lo anhelaba, pero trató por todos los medios de garantizarle que retiraría enseguida su nombre si la idea «incomodaba» a su padre, por mínimamente que fuera. El señor Darwin reflexionó sobre el asunto y declaró que la idea
le incomodaba
, de manera que Charles, sin protestar ni decir ni pío, retiró su nombre de la lista de candidatos. Pensar ahora que Charles Darwin no se hubiera embarcado en el
Beagle
resulta inimaginable. Pero lo que a Darwin le resultaba inimaginable era desobedecer a su padre.

Naturalmente, Darwin acabó viajando, y si su padre claudicó fue en gran parte debido a un extraño aunque crucial factor en la vida de muchos integrantes de las clases superiores: el matrimonio en el seno de la familia. El matrimonio entre primos era bastante común en el siglo
XIX
, y en ningún caso queda mejor ilustrado que con los Darwin y sus primos, los Wedgwood (una familia famosa en el mundo de la alfarería). Charles se casó con su prima hermana Emma Wedgwood, hija de su querido tío Josiah. Caroline, la hermana de Darwin, se casó por su parte con Josiah Wedgwood III, el hermano de Emma y primo hermano de los dos hermanos Darwin. Otro de los hermanos de Emma, Henry, se casó no con una Darwin, sino con una prima hermana por parte de la familia Wedgwood, añadiendo con ello una nueva ramificación a la portentosamente enredada genética familiar. Finalmente, Charles Langton, que no estaba emparentado con ninguna de las dos familias, se casó primero con Charlotte Wedgwood, otra hija de Josiah y prima de Charles, y después de la muerte de Charlotte, con la hermana de Darwin, Emily, convirtiéndose, por lo que se ve, en el marido de la cuñada de su cuñada e incrementando con ello la probabilidad de que cualquier hijo de la unión fuera primo hermano de sí mismo. El significado de todo esto en términos de relaciones entre sobrinos, sobrinas y la siguiente generación de primos es casi incalculable.

Pero, en este caso, el resultado más bien inesperado fue uno de los grupos familiares más felices del siglo
XIX
. Casi todos los Darwin y los Wedgwood se tenían mucho cariño, lo que fue una suerte para todos nosotros, ya que cuando el padre de Darwin expresó sus recelos con respecto al viaje en el
Beagle
, el tío de Darwin, Josiah, intercedió en su nombre y habló con el padre de Charles, su primo Robert. Lo que es más: Robert se mostró dispuesto a ser convencido por el respeto y cariño que sentía por Josiah.

Por lo tanto, gracias a su tío y a la tradición de conservar los genes en el seno de la familia, Charles Darwin se hizo a la mar durante los cinco años siguientes y reunió las pruebas que le permitieron cambiar el mundo. Y eso nos lleva, de forma muy conveniente, aunque también algo inesperada, a la parte superior de la casa y al último espacio que visitaremos.

XIX
 
EL DESVÁN
I

En el memorable verano de 1851, mientras las multitudes atestaban en Londres la Gran Exposición y Thomas Marsham se establecía en su nueva propiedad en Norfolk, Charles Darwin entregaba a sus editores un voluminoso manuscrito, el resultado de ocho años de ferviente investigación sobre la naturaleza y las costumbres de los percebes. Titulado
A Monograph of the Fossil Lepadidae, or, Pedunculated Cirripedes of Great Britain
, tal vez no suene de entrada como el más entretenido de los trabajos, y no lo era, pero le garantizó una reputación como naturalista y le otorgó, en palabras de uno de sus biógrafos, «la autoridad para hablar, cuando llegó el momento de ello, sobre variabilidad y transmutación», sobre la evolución, en otras palabras. Hay que destacar, no obstante, que Darwin no había terminado aún con los percebes. Tres años más tarde publicó un estudio de 684 páginas sobre los cirrópodos sésiles y un trabajo complementario más modesto sobre los percebes fósiles que no habían sido mencionados en su primera obra. «Odio el percebe como ningún hombre puede haberlo odiado», declaró al concluir su trabajo, y se hace difícil no solidarizarse con él.

Fossil Lepadidae
no fue un éxito de ventas descomunal, pero no funcionó peor que otro libro publicado en 1851, una curiosa y mística divagación en forma de parábola sobre la caza de ballenas titulada simplemente
The Whale
. Era un libro de lo más oportuno, pues el ritmo con el que se cazaba la ballena en aquel momento estaba destinado a condenarla a buen seguro a la extinción, pero ni el público ni las críticas lo acogieron con calor y ni siquiera lo comprendieron. Era una obra excesivamente densa y compleja, cargada de introspección y datos. Un mes después salió a la venta en Estados Unidos con otro título:
Moby Dick
. Y tampoco se vendió mejor que en Europa. El fracaso del libro fue una sorpresa, pues su autor, un hombre de treinta y dos años de edad llamado Herman Melville, que había disfrutado de un éxito enorme con sus dos anteriores relatos de aventuras en el mar,
Taipi: un edén caníbal
y
Omú, un relato de aventuras en los Mares del Sur
. Pero
Moby Dick
no consiguió despegar en vida de su autor. Ni tampoco nada más de lo que posteriormente escribió. Melville murió olvidado en 1891. Su último libro,
Billy Budd, marinero
, no encontró editor hasta treinta años después de su fallecimiento.

Aunque es poco probable que el señor Marsham conociera
Moby Dick
o
Fossil Lepadidae
, ambas obras reflejaban un cambio fundamental que empezaba a dominar el universo del pensamiento: la necesidad casi urgente de precisar con exactitud hasta el último cabo suelto de hecho discernible y darle un reconocimiento permanente por escrito. El trabajo de campo hacía furor entre los caballeros con inclinaciones científicas. Algunos se decantaron por la geología y las ciencias naturales. Otros se aficionaron a las antigüedades. Los más aventureros sacrificaron las comodidades del hogar, y a menudo muchos años de su vida, para explorar los rincones más remotos del mundo. Se convirtieron en
científicos
, una nueva palabra, acuñada en inglés en 1834.

Su curiosidad y dedicación eran inagotables. No existía lugar excesivamente remoto o inconveniente, ni objeto que no mereciera ser considerado. Fue la época en la que el cazador de plantas Robert Fortune viajó por toda China camuflado como un nativo para recopilar información sobre el cultivo y el proceso del té, en la que David Livingstone remontó el Zambeze y se adentró en los rincones más oscuros de África, en la que los aventureros botánicos peinaron los interiores de Norteamérica y Sudamérica en busca de ejemplares interesantes y novedosos, y en la que Charles Darwin, con solo veintidós años de edad, inició como naturalista el épico viaje que cambiaría su vida, y la nuestra, de un modo que nadie entonces podía ni imaginarse.

Casi nada de lo que Darwin encontró durante los cinco años del viaje dejó de llamar su atención. Anotó tantos hechos y consiguió tal riqueza de ejemplares que necesitó una década y media solo para cubrir todo lo relacionado con los percebes. Entre muchas cosas más, recogió centenares de nuevas especies de plantas, realizó importantes descubrimientos fósiles y geológicos, desarrolló una muy admirada hipótesis para explicar la formación de los atolones de coral y se hizo con el material y la perspectiva necesarios para crear una revolucionaria teoría de la vida, algo que no está nada mal para un joven que, de haberse salido su padre con la suya, se habría convertido en párroco rural, como nuestro señor Marsham, un panorama que horrorizaba a Darwin.

Una de las ironías del viaje del
Beagle
es que Darwin fue contratado por el capitán Robert FitzRoy por su base teológica y porque se esperaba de él que encontrara pruebas que sustentaran una interpretación bíblica de la historia. Cuando Josiah Wedgwood convenció a Robert Darwin para que permitiera viajar a su hijo, se esforzó en destacar que «el interés por la historia natural […] es muy adecuado para un Pastor». Pero al final resultó que cuantas más cosas veía Darwin del mundo, más convencido empezó a estar de que la historia y la dinámica de la Tierra eran inmensamente más extensas y complicadas de lo que el pensamiento tradicional permitía. Su teoría sobre la formación de los atolones de coral, por mencionar solo una, exigía un espacio temporal que iba mucho más allá de cualquier cosa permitida por las escalas de tiempo bíblicas, un hecho que enfureció al devoto y volátil capitán FitzRoy.

Al final, claro está, Darwin concibió una teoría —la supervivencia del mejor adaptado, según la conocemos; descendencia con modificación, según él la denominó— que explicaba la maravillosa complejidad de los seres vivos de un modo que no requería en absoluto la intervención de una deidad. En 1842, seis años después de finalizar su viaje, había elaborado un resumen de 230 páginas en el que esbozaba los principales elementos de la teoría. Y después hizo algo extraordinario: guardó el documento bajo llave en un cajón y lo mantuvo allí durante dieciséis años. El tema, tenía la impresión, era demasiado fuerte como para ser sometido a la discusión pública.

Pero mucho antes de la aparición de Darwin, había ya quien veía cosas que no encajaban con las creencias ortodoxas. Uno de los primeros descubrimientos de este tipo tuvo lugar, de hecho, a escasos kilómetros de la Vieja Rectoría, en el pueblo de Hoxne, donde a finales de la última década del siglo
XVIII
un acaudalado terrateniente y aficionado a las antigüedades llamado John Frere descubrió un alijo de herramientas de pedernal junto a los huesos de animales extinguidos mucho tiempo atrás, lo que sugería una coexistencia que supuestamente no podía haberse dado. En una carta enviada a la Society of Antiquaries de Londres, informó de que las herramientas estaban hechas por seres que «no tenían el uso de los metales […] [lo que] podría tentarnos a referirlos a un periodo muy remoto». Se trata de una perspectiva tremendamente entusiasta para la época… demasiado entusiasta, en realidad, razón por la cual fue ignorada por completo. El secretario de la sociedad le dio las gracias por su «curiosa y muy interesante comunicación», y la cosa se quedó ahí durante los cuarenta años siguientes
[64]
.

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