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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

En casa. Una breve historia de la vida privada (44 page)

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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Fue justo en el momento en que la gente se desplazaba en grandes cantidades hacia el oeste de Estados Unidos y Canadá, creando una nueva banda de plantaciones de trigo en las grandes llanuras. La población de Nebraska, por ejemplo, pasó de 28.000 habitantes a un millón en solo una generación. En el periodo posterior a la guerra civil norteamericana, se crearon en conjunto, al oeste del Mississippi, cuatro millones de granjas, y muchos de estos nuevos granjeros tenían importantes hipotecas sobre sus casas y tierras y habían contraído préstamos para pagar flotillas con el equipamiento necesario —cosechadoras, trilladoras, segadoras, etc.— para poder cultivar a escala industrial. Cientos de miles de personas más habían invertido colosales sumas de dinero en líneas de ferrocarril, silos de cereales y negocios de todo tipo para sustentar el increíble aumento de población que vivía en el oeste. Y con la plaga de la langosta, cantidades muy sustanciales de personas quedaron literalmente arrasadas.

Al finalizar el verano, la langosta se esfumó y volvió a vislumbrarse un rayo de esperanza. Pero el optimismo duró poco. Las langostas regresaron durante tres veranos más, cada vez en mayores cantidades. Empezó a arraigar la idea de que tal vez vivir en el oeste fuera un imposible. Y no menos alarmante era pensar que la langosta pudiera desplazarse hacia el este y empezara a devorar las ricas tierras de cultivo del Medio Oeste y el este. En toda la historia de América, nunca ha habido un momento más oscuro o de mayor impotencia.

Y entonces todo terminó. En 1877, las nubes fueron muchísimo más reducidas y las langostas se mostraron curiosamente aletargadas. Al año siguiente ni siquiera aparecieron. La langosta de las Montañas Rocosas (su nombre científico era
Melanoplus spretus
) no solo se retiró, sino que desapareció por completo. Fue un milagro. El último ejemplar vivo fue localizado en Canadá en 1902. Y no se han vuelto a ver desde entonces.

Los científicos necesitaron más de un siglo para comprender qué había pasado, pero se ve que las langostas se retiraban en invierno a hibernar y criar en los terrenos arcillosos lindantes con los sinuosos ríos de las elevadas llanuras del este de las Rocosas. Resultó ser que estos eran exactamente los mismos lugares donde las nuevas oleadas de granjeros recién llegados estaban transformando la tierra mediante el arado y la irrigación, actividades que mataron a las langostas y sus crisálidas durante su hibernación. Nadie podía haber concebido un remedio más efectivo de haber gastado millones de dólares y estudiado el asunto durante años. La extinción de una especie no es nunca buena cosa, pero en este caso es seguramente lo más parecido a algo positivo que un suceso puede llegar a ser.

De haber seguido prosperando la langosta, el mundo habría sido un lugar muy distinto. La agricultura y el comercio global, la población del oeste y, definitivamente, el destino de nuestra Vieja Rectoría, así como de prácticamente cualquier otra cosa conectada y relacionada con ello, se habría transformado profundamente de un modo que ni siquiera podemos llegar a imaginarnos. Los granjeros norteamericanos del último cuarto del siglo
XIX
estaban ya atrapados en una forma de populismo rabioso que mostraba un hondo resentimiento contra los bancos y las grandes empresas, unos sentimientos ampliamente extendidos en las ciudades, sobre todo entre los inmigrantes recién llegados. De haberse derrumbado la agricultura lo suficiente como para producir hambre y penurias generalizadas, es muy probable que se hubiera producido también un auge abrumador del socialismo. Y, sin duda alguna, muchos deseaban ardientemente este resultado.

Pero las cosas, claro está, se calmaron, el oeste continuó con su gran expansión, Norteamérica se convirtió en la panera del mundo y la campiña británica inició una caída en picado de la que nunca se ha recuperado por completo. Se trata de una historia a la que llegaremos a su debido momento, pero mientras, salgamos al jardín y reflexionemos sobre por qué era, y sigue siendo, un paisaje en el que resultaba tan atractivo estar.

XII
 
EL JARDÍN
I

En 1730, la reina Carolina de Anspach, la diligente y siempre perfeccionista esposa del rey Jorge II, hizo algo bastante osado. Ordenó la desviación del pequeño río Westbourne, a su paso por Londres, para crear un estanque de gran tamaño en el centro de Hyde Park. El estanque, conocido como el Serpentine, sigue ahí y continúa siendo admirado por los visitantes, aunque casi nadie conoce lo históricas que son sus aguas.

Fue el primer estanque artificial del mundo diseñado para no parecer artificial. Hoy en día resulta complicado comprender lo radical que llegó a ser ese paso. Hasta aquel momento, todas las superficies acuáticas artificiales eran rigurosamente geométricas, bien rectangulares, a modo de piscina reflectante, bien circulares, como el Estanque Redondo de los vecinos Kensington Gardens, construido tan solo dos años antes. Pero en este caso, la superficie acuática era curvilínea y elegante, serpenteaba seductoramente y parecía como si hubiese estado formada por la naturaleza en un momento de descuidada casualidad. La gente estaba encantada con aquella ficción y se apiñaba para admirarlo. La familia real se sentía tan satisfecha que durante un tiempo mantuvo dos yates de gran tamaño en el Serpentine aun cuando apenas tenían espacio suficiente para realizar maniobras sin colisionar.

Para la reina Carolina, fue un excepcional triunfo popular, pues sus ambiciones relacionadas con los jardines eran a menudo poco sensatas. En el mismo periodo, se apropió de ochenta hectáreas del Hyde Park para anexionarlas a Kensington Palace, prohibiendo a los ciudadanos el acceso a sus frondosos senderos excepto los sábados, solo durante una temporada determinada del año y con la condición de que pasearan por ellos con un aspecto respetable. No es de sorprender que la decisión fuera el origen de un resentimiento generalizado. La reina consideró también la idea de privatizar la totalidad de St. James’s Park y le preguntó a su primer ministro, Robert Walpole, cuánto costaría hacerlo. «Solo una corona, señora», le respondió él con una débil sonrisa.

El Serpentine fue, pues, un éxito inmediato, y el mérito de que así fuera —con toda seguridad en lo que a la ingeniería se refiere y probablemente también en cuanto al concepto— es atribuible a una oscura figura llamada Charles Bridgeman. Siempre ha sido un misterio de dónde salió un hombre con un ingenio tan elegante. Emergió como salido de la nada en 1709, con un conjunto de dibujos firmados de elevadísima categoría para una propuesta de trabajos de paisajismo en Blenheim Palace. Antes de esto, lo que se dice de él no son más que conjeturas: dónde nació, la duración y las circunstancias de su formación, dónde adquirió sus considerables habilidades. Los historiadores ni siquiera se ponen de acuerdo en si su apellido debería escribirse Bridgeman o Bridgman. Pero lo que es evidente es que durante los treinta años posteriores a su aparición en escena, estuvo en todos los sitios donde se necesitó jardinería de primera categoría. Trabajó con los arquitectos más destacados —John Vanbrugh, William Kent, James Gibbs, Henry Flitcroft— en proyectos repartidos por toda Inglaterra. Diseñó y montó Stowe, el jardín más celebrado de la época. Fue nombrado jardinero real y gestionó los jardines de Hampton Court, Windsor, Kew y todos los parques reales bajo el dominio del rey. Creó los Richmond Gardens. Diseñó el Estanque Redondo y el Serpentine. Estudió y diseñó jardines para fincas repartidas por todo el sur de Inglaterra. Siempre que había una obra de jardinería importante que realizar, Bridgeman estaba allí. No existe ningún retrato individual suyo, aunque aparece, de forma bastante inesperada, en la segunda imagen de la secuencia de Hogarth
La vida de un libertino
, donde es uno de los diversos hombres, entre los que se incluyen un sastre, un profesor de baile y un jinete, que importunan al joven libertino para que invierta su dinero con ellos
[45]
. Incluso allí, sin embargo, a Bridgeman se le ve incómodo y rígido, como si se hubiese colado en la escena equivocada.

La jardinería ya era un gran negocio en Inglaterra cuando apareció Bridgeman. El invernadero del Brompton Park de Londres, localizado en los terrenos que actualmente ocupan los impresionantes museos de South Kensington, cubría cuarenta hectáreas y producía volúmenes enormes de arbustos, plantas exóticas y todo tipo de cosas verdes para las fincas señoriales de lo largo y ancho del país. Pero eran jardines distintos a los que conocemos hoy en día. Para empezar, eran fantásticamente coloridos: los caminitos estaban cubiertos con gravilla de colores, las estatuas estaban pintadas con llamativos colores, los parterres de flores se escogían por la intensidad de sus tonos. Nada era natural ni sin pretensiones. Los setos se recortaban con formas rocambolescas. Senderos y arriates eran rigurosamente rectos y estaban flanqueados con bojes y tejos exigentemente podados. La formalidad lo regía todo. Los terrenos de las mansiones señoriales no eran tanto parques como ejercicios de geometría.

Pero de repente, todo ese orden y artificialidad se esfumó por completo y se puso de moda que las cosas pareciesen naturales. No es en absoluto fácil adivinar de dónde salió este impulso. Los inicios del siglo
XVIII
fueron una época en la que prácticamente todos los jóvenes de buena y privilegiada cuna realizaban grandes giras turísticas por Europa. Y casi todos sin excepción volvían a casa entusiasmados con los órdenes formales del mundo clásico y con un ardiente deseo de reproducirlos en un entorno inglés. En lo referente a la arquitectura, no deseaban otra cosa que sentirse orgullosamente y de forma poco imaginativa meros subproductos. Pero en los jardines rechazaron la rigidez y empezaron a construir un universo exterior completamente nuevo. Para los que creen que los británicos tienen el genio de la jardinería imbuido en sus cromosomas, esta fue la época que tal vez sirva para demostrarlo.

Uno de los héroes de este movimiento fue nuestro viejo amigo sir John Vanbrugh. Siendo como era un autodidacta, veía las cosas desde una perspectiva completamente novedosa. Concebía el escenario donde se instalaban sus casas como ningún arquitecto lo había hecho hasta entonces, por ejemplo. En Castle Howard, casi puede decirse que lo primero que hizo fue rotar el edificio noventa grados sobre su eje, de tal modo que quedara dispuesto de norte a sur y no de este a oeste, como aparecía en los planos previamente trazados por William Taiman. Esto hacía imposible proporcionar a la casa el enfoque longitudinal tradicional, con vistas de refilón de la estructura a modo de juego anticipatorio visual, pero para compensarlo tenía la virtud de que la casa se asentaba de manera mucho más cómoda en el paisaje y sus ocupantes disfrutaban de una vista infinitamente más satisfactoria. Era un cambio radical con respecto a la orientación tradicional. Antes de esto, las casas no se construían para disfrutar desde ellas de la vista, sino que ellas
eran
la vista.

Para maximizar panoramas importantes, Vanbrugh introdujo otra inspirada característica: el capricho, un edificio diseñado sin otro propósito que rematar una vista y ofrecer un punto placentero donde el ojo errante pueda fijar la mirada. Su Templo de los Cuatro Vientos, en Castle Howard, fue el primer ejemplo de esta tipología. Y a esto le sumó la innovación más ingeniosa y transformadora de todas: el «ha-ha». El ha-ha es un vallado hundido, una especie de empalizada diseñada para separar la parte privada de una finca de las partes dedicadas a otras labores y evitar la intromisión visual de una valla o un seto. Era una idea adaptada de las fortificaciones militares francesas (donde Vanbrugh debió de verlos durante sus años de prisión). Al permanecer invisibles hasta el último momento, la gente solía descubrirlos y gritar sorprendida «¡Ha-ha!» y de ahí, se dice, el nombre. El ha-ha no fue tan solo un dispositivo práctico para impedir que las vacas se adentraran en el césped, sino también una nueva forma de percibir el mundo. Terrenos, jardín, parques, finca… los distintos elementos formaban parte de un todo continuo. De pronto, la zona más atractiva de la propiedad no tenía por qué terminar cuando se acababa el césped, sino que podía prolongarse hasta el horizonte.

Una práctica menos feliz que Vanbrugh introdujo junto con Carlisle en Castle Howard fue la de arrasar los pequeños pueblos que pudiera haber en los terrenos de las fincas, obligando con ello a sus habitantes a trasladarse a otro lugar si se los consideraba poco pintorescos o excesivamente indiscretos. En Castle Howard, Vanbrugh quitó de en medio no solo un pueblo, sino también una iglesia y el castillo en ruinas del que la casa tomaba su nombre. Y a partir de aquí, muchos pueblos de todo el país quedaron arrasados para dar paso a mansiones cada vez más grandes y poder disfrutar de buenas vistas sin impedimentos. Era casi como si una persona rica no pudiera empezar las obras de su mansión hasta no haber causado estragos en un mínimo de media docena de vidas serviles. Oliver Goldsmith se lamentó de esta práctica en un largo y sentimental poema, «El pueblo desierto», inspirado por una visita a Nuneham Park, Oxfordshire, cuando el primer conde de Harcourt estaba en curso de borrar del mapa un pueblo muy antiguo para conseguir un entorno más pintoresco para su nueva casa. Aquí, como mínimo, el destino se tomó una interesante venganza. Después de finalizar las obras, el conde fue a dar un paseo por sus reconfiguradas tierras y, al no acordarse de dónde estaba situado el pozo del antiguo pueblo, cayó en él y se ahogó
[46]
.

Vanbrugh no inventó obligatoriamente todas estas cosas. Horace Walpole, para empezar, atribuyó a Bridgeman el mérito de la invención del ha-ha, y es posible que fuera él quien le diera la idea a Vanbrugh. Pero, por lo que sabemos, también es posible que Vanbrugh se la diera a Bridgeman. Lo único que puede decirse al respecto es que a principios de la década de 1710 todo el mundo empezó a tener un montón de ideas para mejorar el paisaje, sobre todo dándole un aspecto de mayor naturalismo. Un suceso que a buen seguro contribuyó a este cambio fue una tormenta que se produjo en 1711 y que acabó conociéndose como el Gran Vendaval, que derribó árboles por todo el país y que llevó a la gente a darse cuenta, por vez primera, del agradable telón de fondo que constituían. En cualquier caso, la gente empezó de repente a adorar la naturaleza.

Joseph Addison, el ensayista, se convirtió en la voz del movimiento con una serie de artículos publicados en el
Spectator
titulados «Los placeres de la imaginación», en los que sugería que la naturaleza proporcionaba toda la belleza que el hombre pudiera desear. Lo único que necesitaba era un poco de gestión o, como expresó en una famosa frase: «Un hombre puede crear un bonito Paisaje en sus posesiones». Y proseguía: «No sé si soy singular en mi Opinión, pero, por mi parte, preferiría mirar un Árbol con toda su Exuberancia y Difusión de Follaje y Ramas, que cuando está podado y acicalado como una Figura Matemática», y de pronto fue como si todo el mundo coincidiese con él.

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