Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
En la época en que el señor Marsham decidió construir su casa, habría sido impensable para un hombre de su posición no disponer de un comedor formal donde recibir a las visitas, pero hasta qué punto tenía que ser formal y hasta qué punto tenía que ser espacioso, y si debía situarse en la parte anterior o posterior de la casa, son cuestiones que debieron de exigir cierta reflexión, pues los comedores eran aún lo bastante novedosos como para que sus dimensiones y su localización no se dieran por sentadas. Al final, como hemos visto, el señor Marsham decidió eliminar el hall de los criados propuesto en el plano original y regalarse un comedor de nueve metros de largo, lo bastante grande como para acomodar a dieciocho o veinte invitados, una cifra considerable para un párroco rural. Y aunque recibiera visitas a menudo, como todo parece indicar, debió de ser una estancia solitaria las noches en que cenaba solo. Aunque, como mínimo, la vista hacia el camposanto resultaba agradable.
No sabemos casi nada sobre cómo utilizó esta habitación el señor Marsham, y no solo porque sabemos muy poco sobre él, sino también porque sabemos sorprendentemente poco sobre determinados aspectos de los comedores. Es probable que en el centro de la mesa se colocara un objeto de costosa elegancia conocido como centro de mesa o frutero, consistente en diversos platos conectados entre sí mediante ramas decorativas, cada plato con una distinta selección de fruta y frutos secos. Durante cerca de un siglo, ninguna mesa que se preciara prescindiría de su centro de mesa. Nadie conoce el origen de la palabra en inglés,
epergne
; tampoco existe en francés. Es como si de pronto hubiera surgido de la nada.
Sobre la mesa de comedor del señor Marsham, es muy posible que hubiera también vinagreras —elegantes rejillas, normalmente de plata, para albergar condimentos—, un detalle que supone un nuevo misterio. Las vinagreras tradicionales venían con dos botellitas de cristal con tapón, para el aceite y el vinagre, y tres frasquitos a juego, es decir, recipientes con la parte superior con unos orificios a través de los cuales poder espolvorear los alimentos con diversos condimentos. Dos de esos frasquitos contenían sal y pimienta, pero se desconoce el contenido del tercer frasquito. Se supone normalmente que era mostaza en polvo, pero la verdad es que se ha llegado a esta conclusión porque a nadie se le ha ocurrido otra cosa más probable. «Nunca se ha sugerido una alternativa más satisfactoria», según lo expresa el historiador especialista en alimentación Gerard Brett. De hecho, no existen evidencias que sugieran que en algún momento de la historia los comensales usaran o desearan disponer de ese tipo de mostaza. Seguramente por este motivo, en los tiempos del señor Marsham, el tercer frasquito empezó a desaparecer rápidamente de las mesas, igual que las vinagreras en sí. Los condimentos variaban cada vez más según las comidas y algunos de ellos empezaron a asociarse con determinados platos: la salsa de menta con el cordero, la mostaza con el jamón, el rábano picante con la carne de buey, etcétera. En la cocina empezaron a utilizarse montones de aderezos. Pero únicamente dos de ellos fueron considerados tan importantes que nunca llegaron a abandonar la mesa. Me refiero, claro está, a la sal y la pimienta.
Por qué precisamente estos dos, de entre cientos de especias y aderezos disponibles, han gozado de una veneración tan duradera era una de las preguntas con las que iniciábamos este libro. La respuesta es complicada, y dramática. Y puedo asegurarle aquí mismo que ningún otro objeto que pueda tocar hoy en día estará vinculado a más derramamiento de sangre, sufrimiento y dolor que esa inofensiva pareja de gemelos que constituyen el salero y el pimentero.
Empecemos por la sal. La sal forma parte imprescindible de nuestra dieta por un motivo muy fundamental. La necesitamos. Sin ella estaríamos muertos. Es una de las cuarenta minúsculas partículas de material secundario —minucias del universo químico— que debemos incorporar a nuestro organismo para tener la energía y el equilibrio necesarios para continuar con nuestra vida diaria. Es lo que en conjunto se conoce como vitaminas y minerales, y hay muchísimas cosas que no conocemos de ellas —una cantidad sorprendente—, incluyendo cuántas necesitamos, qué es lo que hacen exactamente algunas de ellas y en qué cantidades debemos consumirlas para obtener resultados óptimos.
Que fueran necesarias fue un concepto que se tardó sorprendentemente mucho en asimilar. Hasta bien entrado el siglo
XIX
, nadie se había planteado el concepto de dieta equilibrada. Se creía que cualquier comida contenía una única, vaga y sustentante sustancia: «El alimento universal». Medio kilo de ternera tenía el mismo valor para el organismo que medio kilo de manzanas o de chirivías o de cualquier otra cosa, y todo lo que se requería del ser humano era que se asegurara de consumir la cantidad suficiente. Nadie se había planteado aún la idea de que determinados alimentos llevaban integrados elementos vitales y básicos para el bienestar del ser humano. Y no es de extrañar, ya que los síntomas de la deficiencia alimenticia —apatía, dolor en las articulaciones, propensión a sufrir infecciones, visión borrosa— rara vez sugieren un desequilibrio alimentario. Incluso hoy, cuando se nos empieza a caer el pelo o se nos hinchan los tobillos de manera alarmante, pocas veces pensamos en lo que hemos estado comiendo últimamente. Y mucho menos pensamos en lo que
no
hemos comido. Y eso es lo que les sucedía a los desconcertados europeos que, durante mucho tiempo, murieron a menudo en cantidades alarmantes y sin saber por qué.
Se ha sugerido que, solo de escorbuto, murieron entre 1500 y 1850 hasta dos millones de marineros. Normalmente, en una travesía larga, acababa con la vida de la mitad de la tripulación. Se probaron diversos y desesperados recursos. Vasco de Gama, en una expedición de ida y vuelta a la India, animó a sus hombres a aclararse la boca con orina, una solución que no hizo nada para mejorar su escorbuto y mucho menos para levantar sus ánimos. A veces, el número de víctimas mortales era realmente sorprendente. En un viaje de tres años durante la década de 1740, una expedición naval británica bajo el mando del comodoro George Anson perdió a mil cuatrocientos hombres de los dos mil que partieron. Cuatro murieron víctimas del enemigo; el resto murió en su práctica totalidad como consecuencia del escorbuto.
Con el tiempo la gente se dio cuenta de que los marineros con escorbuto solían recuperarse al llegar a puerto y comer alimentos frescos, pero nadie se ponía de acuerdo sobre qué cosa de esos alimentos era lo que los ayudaba. Había quien pensaba que no tenía nada que ver con la comida, sino con el cambio de aires. En cualquier caso, era imposible conservar alimentos frescos durante las travesías prolongadas, por lo que identificar verduras y productos eficaces tampoco tenía sentido. Lo que se necesitaba era algún tipo de esencia destilada —un antiescorbútico, como lo denominaron los médicos— que fuera efectiva contra el escorbuto y además transportable. En la década de 1760, un médico escocés llamado William Stark, animado por Benjamin Franklin, llevó a cabo una serie de intrépidos experimentos con los que intentó identificar el agente activo privándose de él mediante métodos bastante estrambóticos. Pasó semanas viviendo tan solo de los alimentos más básicos —pan y agua, principalmente— para ver qué ocurría. Y lo que ocurrió fue que en cuestión de seis meses acabó matándose, de escorbuto, sin haber llegado a ninguna conclusión útil. Más o menos hacia esa misma época, James Lind, un cirujano naval, llevó a cabo un experimento más riguroso y científico (y menos arriesgado a nivel personal) con doce marineros que padecían ya el escorbuto y a los que dividió por parejas. A cada pareja le administró un presunto elixir diferente: vinagre a una, ajo y mostaza a otra, naranjas y limones a una tercera, y así sucesivamente. Cinco de los grupos no mostraron ninguna mejoría, pero la pareja que consumió naranjas y limones se recuperó de manera rápida y completa. Sorprendentemente, Lind decidió ignorar la importancia del resultado y se aferró con terquedad a su creencia personal de que el escorbuto estaba provocado por alimentos mal digeridos que acumulaban toxinas en el organismo.
Quedó en manos del gran capitán Cook encauzar las cosas. Para la vuelta al mundo que realizó entre 1768 y 1771, cargó con diversos antiescorbúticos para experimentar con ellos, incluyendo 135 litros de mermelada de manzana y 45 kilos de chucrut para cada miembro de la tripulación. Ni una sola persona murió de escorbuto durante el viaje, un milagro que lo convirtió en héroe nacional tanto como su descubrimiento de Australia o cualquier otro de sus muchos logros de carácter épico. La Royal Society, la principal institución científica de Gran Bretaña, se quedó tan impresionada que lo galardonó con la medalla Copley, su más alta distinción. Pero por desgracia, la Armada británica no actuó a la misma velocidad. A pesar de las muchas evidencias, se anduvo con evasivas durante una generación más antes de empezar finalmente a administrar zumo de limón de un modo rutinario a todos los marineros
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.
La comprensión de que una dieta inadecuada era la causa no solo del escorbuto, sino de un amplio abanico de enfermedades comunes, llegó de manera muy lenta. No fue hasta 1897 cuando un médico holandés llamado Christiaan Eijkman, que trabajaba en Java, se dio cuenta de que la gente que comía arroz integral no enfermaba de beriberi, una enfermedad nerviosa debilitante, mientras que los que comían arroz blanco la contraían con frecuencia. Era evidente que alguna cosa estaba presente en determinados alimentos y ausente en otros, y que esa cosa era determinante para el bienestar. Fue el principio de la noción de «enfermedad deficitaria», nombre con el que se dio a conocer, y que le proporcionó el Premio Nobel de Medicina aun sin tener ni idea de cuáles eran esos agentes activos.
Pero el verdadero avance llegó en 1912, cuando Casimir Funk, un bioquímico polaco que trabajaba en el Lister Institute de Londres, aisló la tiamina, o vitamina B
1
, como se la conoce generalmente en la actualidad. Al darse cuenta de que formaba parte de una familia de moléculas, combinó los términos «vital» y «aminas» a fin de crear una nueva palabra: «vitaminas». Aunque Funk estaba en lo cierto en lo que a la parte vital se refiere, resultó que solo algunas de las vitaminas son aminas (es decir, portadoras de nitrógeno), por lo que el nombre se cambió en inglés a
vitamins
, para hacerlo «menos enfáticamente impreciso», según una bella frase de Anthony Smith.
Funk aseveró también que existía una correlación directa entre la deficiencia de unas aminas específicas y la aparición de determinadas enfermedades, como el escorbuto, la pelagra y el raquitismo en particular. Era una idea de envergadura y con el potencial de poder salvar millones de vidas afectadas, pero por desgracia nadie le prestó atención. El manual médico más importante de la época seguía insistiendo en que el escorbuto estaba provocado por diversos factores —«ambiente insalubre, trabajo excesivo, depresión mental y exposición al frío y la humedad» eran los principales que sus autores creyeron oportuno mencionar— y solo de forma marginal por una deficiencia alimenticia. Peor aún, en 1917 el nutricionista más importante de Estados Unidos, E. V. McCollum, de la Universidad de Wisconsin —el hombre que acuñó los términos vitaminas A y B—, declaró que el escorbuto no era, de hecho, una enfermedad provocada por una deficiencia alimenticia, sino consecuencia del estreñimiento.
Finalmente, en 1939, un cirujano de la Harvard Medical School llamado John Crandon decidió solucionar la situación de una vez por todas mediante el ancestral método de retirar la vitamina C de su dieta todo el tiempo necesario hasta caer verdaderamente enfermo. Y le llevó mucho tiempo. Durante las primeras dieciocho semanas su único síntoma fue una fatiga extrema. (Hay que destacar que siguió operando a pacientes durante este periodo.) Pero a la semana diecinueve sufrió un repentino vuelco y fue a peor, hasta tal punto que podría haber muerto de no haber estado bajo estricta supervisión médica. Le inyectaron 1.000 miligramos de vitamina C y volvió a la vida casi al momento. Lo que resulta interesante es que nunca mostrara ninguno de los síntomas que suelen asociarse al escorbuto: caída de piezas dentales y sangrado de encías.
Mientras, resultó que las vitaminas de Funk no eran ni mucho menos un grupo tan coherente como se pensaba de entrada. Resultó que la vitamina B no era una sola vitamina, sino varias, razón por la cual tenemos las vitaminas B
1
, B
2
, etc. Y para complicar aún más las cosas, la vitamina K no tiene nada que ver con la secuencia alfabética. Se llama K porque su descubridor, un danés llamado Henrik Dam, la denominó
Koagulations vitamin
por el papel que desempeña en la coagulación de la sangre. Posteriormente, se sumó el ácido fólico al grupo. Se le llama a veces vitamina B
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, pero con más frecuencia simplemente ácido fólico. Existen dos vitaminas —el ácido pantoténico y la biotina— que no tienen número ni, de hecho, mucha relevancia, aunque ello se debe en gran parte a que nunca nos causan problemas. No se ha descubierto todavía un ser humano con cantidades insuficientes de ninguna de las dos.
Las vitaminas son, en resumen, un manojo desordenado. Resulta casi imposible definirlas de un modo que las abarque holgadamente a todas ellas. La definición habitual en los libros de texto es que una vitamina es «una molécula orgánica no fabricada por el cuerpo humano y que se necesita en pequeñas cantidades para mantener un metabolismo normal» pero, de hecho, la vitamina K la producen
en
el organismo las bacterias de los intestinos. La vitamina D, una de las sustancias más vitales, es en realidad una hormona, y en su mayoría la obtenemos no a partir de la dieta, sino a partir de la mágica acción de la luz del sol sobre la piel.
Las vitaminas son cosas curiosas. Resulta extraño, para empezar, que no podamos producirlas nosotros mismos siendo como somos tan dependientes de ellas para nuestro bienestar. Si una patata es capaz de producir vitamina C, ¿por qué no podemos hacerlo nosotros? En el reino animal, solo el ser humano y los conejillos de indias son incapaces de sintetizar la vitamina C en su organismo. ¿Por qué nosotros y los conejillos de indias? No tiene sentido preguntárselo. Nadie lo sabe. El otro hecho destacable sobre las vitaminas es la chocante desproporción que existe entre la dosis y el efecto. Dicho de una forma muy sencilla, necesitamos mucho a las vitaminas, pero no las necesitamos en grandes cantidades. Distribuidos con sutileza pero de manera uniforme, 85 gramos de vitamina A servirán para tenernos en marcha durante toda la vida. Nuestras necesidades de vitamina B
1
son inferiores si cabe, 28 gramos para setenta u ochenta años. Pero si intentamos salir adelante sin estas cantidades minúsculas de energía, tardaremos muy poco en caer destrozados.