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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (7 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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—El Nagual, que no tenía escrúpulos ni sentía miedo ante nada, las acuciaba sin piedad para que llegasen a descubrir por sí mismas que hay una fractura en las mujeres, una fractura que ellas disfrazan muy bien. Durante la regla, no importa cuán bueno sea, su disfraz se desmorona y quedan desnudas. El Nagual impelió a mis niñas a abrir esa fractura hasta que estuvieron al borde de la muerte. Lo hicieron. Él las llevó á hacerlo, pero tardaron años.

—¿Cómo llegaron a ser aprendices?

—Lidia fue su primera aprendiz. La descubrió una mañana; él se había detenido ante una cabaña ruinosa en las montañas. El Nagual me dijo que no había nadie a la vista, pero desde muy temprano había visto presagios que le guiaban hacia esa casa. La brisa se había ensañado con él terriblemente. Decía que ni siquiera podía abrir los ojos cada vez que intentaba alejarse del lugar. De modo que cuando dio con la casa supo que algo había. Miró debajo de una pila de paja y leña menuda y halló una niña. Estaba muy enferma. A duras penas alcanzaba a hablar, pero, sin embargo, se las compuso para decirle que no necesitaba ayuda de nadie. Iba a seguir durmiendo allí, y, si no despertaba más, nadie perdería nada. Al Nagual le gustó su talante y le habló en su lengua. Le dijo que iba a curarla y cuidar de ella hasta que volviera a sentirse fuerte. Ella se negó. Era india y sólo había conocido infortunios y dolor. Contó al Nagual que ya había tomado todas las medicinas que sus padres le habían dado y ninguna la aliviaba.

—Cuanto más hablaba, más claro resultaba al Nagual que los presagios se la habían señalado de modo muy singular. Más que presagios, eran órdenes.

—El Nagual alzó a la niña, la cargó a hombros, como si se tratase de un bebé, y la llevó donde Genaro. Genaro preparó medicinas para ella. Ya no podía abrir los ojos. Sus párpados no se separaban. Los tenía hinchados y recubiertos por una costra amarillenta. Se estaban ulcerando. El Nagual la atendió hasta que estuvo bien. Me contrató para que la vigilase y le preparase de comer. Mis comidas la ayudaron a recuperarse. Es mi primer bebé. Ya curada, cosa que llevó cerca de un año el Nagual quiso devolverla a sus padres, pero la niña se negó y, en cambio, se fue con él.

—Al poco tiempo de hallar a Lidia, en tanto ella seguía enferma y a mi cuidado, el Nagual te encontró a ti. Fuiste llevado hasta él por un hombre al que no había visto en su vida. El Nagual
vio
que la muerte se cernía sobre la cabeza del hombre y le extrañó que te señalase en tal momento. Hiciste reír al Nagual e inmediatamente te planteó una prueba. No te llevó consigo. Te dijo que vinieras y lo encontraras. Te probó como nunca lo había hecho con nadie. Dijo que ese era tu camino.

—Por tres años tuvo sólo dos aprendices, Lidia y tú. Entonces, un día en que estaba de visita en casa de su amigo Vicente, un curandero del Norte, una gente llevó a una muchacha trastornada, una muchacha que no hacía sino llorar. Tomaron al Nagual por Vicente y pusieron a la niña en sus manos. El Nagual me contó que la niña corrió y se aferró a él como si lo conociese. El Nagual dijo a sus padres que debían dejarla con él. Estaban preocupados por el precio, pero el Nagual les aseguró que les saldría gratis. Imagino que la niña representaría tal dolor de cabeza para ellos que poco debía importarles abandonarla.

—El Nagual me la trajo. ¡Qué infierno! Estaba francamente loca. Ésa era Josefina. El Nagual dedicó años a curarla. Pero aún hoy sigue más loca que una cabra. Andaba, desde luego, perdida por el Nagual, y hubo una tremenda batalla entre Lidia y Josefina. Se odiaban. Pero a mí me caían bien las dos. El Nagual, al ver que así no podían seguir, se puso muy firme con ellas. Como sabes, el Nagual es incapaz de enfadarse con nadie. De modo que las aterrorizó mortalmente. Un día, Lidia, furiosa, se marchó. Había decidido buscarse un marido joven. Al llegar al camino encontró un pollito. Acababa de salir del cascarón y andaba perdido por en medio de la carretera. Lidia lo alzó, imaginando, puesto que se hallaba en una zona desierta, lejos de toda vivienda, que no pertenecía a nadie. Lo metió en su blusa, entre los pechos, para mantenerlo al abrigo. Lidia me contó que echó a correr y, al hacerlo, el pollito comenzó a moverse hacia su costado. Intentó hacerlo volver a su seno, pero no logró atraparlo. El pollito corría a toda velocidad por sus costados y su espalda, por dentro de su blusa. Al principio, las patitas del animal le hicieron cosquillas, y luego la volvieron loca. Cuando comprendió que le iba a ser imposible sacarlo de allí, volvió a mí, aullando, fuera de sí, y me pidió que sacase la maldita cosa de su blusa. La desvestí, pero fue inútil. No había allí pollo alguno, a pesar de que ella no dejaba de sentir sus patas, en uno y otro lugar de su piel.

—Entonces llegó el Nagual y le dijo que sólo cuando abandonara su viejo ser el pollito se detendría. Lidia estuvo loca durante tres días y tres noches. El Nagual me aconsejó atarla. La alimenté y la limpié y le di agua. Al cuarto día se la vio muy pacífica y serena. La desaté y se vistió, y cuando estuvo vestida, tal como lo había estado el día de su fuga, el pollito salió. Lo cogió en su mano, y lo acarició, y le agradeció, y lo devolvió al lugar en que lo había hallado. Recorrí con ella parte del camino.

—Desde entonces, Lidia no molestó a nadie. Aceptó su destino. El Nagual es su destino; sin él, habría estado muerta. ¿Por qué tratar de negar o modificar cosas que no se puede sino aceptar?

—Josefina fue la siguiente. Se había asustado por lo sucedido a Lidia, pero no había tardado en olvidarlo. Un domingo al atardecer, mientras regresaba a la casa, una hoja seca se posó en el tejido de su chal. La trama de la prenda era muy débil. Trató de quitar la hoja, pero temía arruinar el chal. De modo que esperó a entrar a la casa y, una vez en ella, intentó inmediatamente deshacerse de ella; pero no había modo, estaba pegada. Josefina, en un arranque de ira, apretó el chal y la hoja, con la finalidad de desmenuzarla en su mano. Suponía que iba a resultar más fácil retirar pequeños trozos. Oí un chillido exasperante y Josefina cayó al suelo.

Corrí hacia ella y descubrí que no podía abrir el puño. La hoja le había destrozado la mano, como si sus pedazos fuesen los de una hoja de afeitar. Lidia y yo la socorrimos y la cuidamos durante siete días. Josefina era la más testaruda de todas. Estuvo al borde de la muerte. Y terminó por arreglárselas para abrir la mano. Pero sólo después de haber resuelto dejar de lado su viejo talante. De vez en cuando aún siente dolores, en todo el cuerpo, especialmente en la mano, debido a los malos ratos que su temperamento sigue haciéndole pasar. El Nagual advirtió a ambas que no debían confiar en su victoria, puesto que la lucha que cada uno libra contra su antiguo ser dura toda la vida.

—Lidia y Josefina no volvieron a reñir. No creo que se agraden mutuamente, pero es indudable que marchas de acuerdo. Es a ellas a quienes más quiero. Han estado conmigo todos estos años. Sé que ellas también me quieren.

—¿Y las otras dos niñas? ¿Dónde encajan?

—Elena, la Gorda, llegó un año después. Estaba en la peor de las condiciones que puedas imaginar. Pesaba ciento diez kilos. Era una mujer desesperada. Pablito le había dado cobijo en su tienda. Lavaba y planchaba para mantenerse. El Nagual fue una noche a buscar a Pablito y se encontró con la gruesa muchacha trabajando; las polillas volaban en círculo sobre su cabeza. Dijo que el círculo era perfecto, y los insectos lo hacían con la finalidad de que él lo observase. Él
vio
que el fin de la mujer estaba cerca, aunque las polillas debían saberse muy seguras para comunicar tal presagio. El Nagual, sin perder tiempo, la llevó con él.

—Estuvo bien un tiempo, pero los malos hábitos adquiridos estaban demasiado arraigados en ella como para que le fuese posible quitárselos de encima. Por lo tanto, el Nagual, cierto día, envió el viento en su ayuda. O se la auxiliaba o era el fin. El viento comenzó a soplar sobre ella hasta sacarla de la casa; ese día estaba sola y nadie vio lo que estaba sucediendo. El viento la llevó por sobre los montes y por entre los barrancos, hasta hacerla caer en una zanja, un agujero semejante a una tumba. El viento la mantuvo allí durante días. Cuando al fin el Nagual dio con ella, había logrado detener el viento, pero se encontraba demasiado débil para andar.

—¿Cómo se las arreglaban las niñas para detener las fuerzas que actuaban sobre ellas?

—Lo que en primer lugar actuaba sobre ellas era la calabaza que el Nagual llevaba atada a su cinturón.

—¿Y qué hay en la calabaza?

—Los aliados que el Nagual lleva consigo. Decía que el aliado es aventado por medio de su calabaza. No me preguntes más, porque nada sé acerca del aliado. Todo lo que puedo decirte es que el Nagual tiene a sus órdenes dos aliados y les hace ayudarle. En el caso de mis niñas, el aliado retrocedió cuando estuvieron dispuestas a cam­biar. Para ellas, por supuesto, la cuestión era cambiar o morir. Pero ese es el caso de todos nosotros, una cosa o la otra. Y la Gorda cambió más que nadie. Estaba vacía, a decir verdad, más vacía que yo, pero laboró sobre su es­píritu hasta convertirse en poder. No me gusta. La temo. Me conoce. Se me mete dentro, invade mis sentimientos, y eso me molesta. Pero nadie puede hacerle nada porque jamás se encuentra con la guardia baja. No me odia, pero piensa que soy una mala mujer. Debe tener razón. Creo que me conoce demasiado bien, y no soy tan impe­cable como quisiera ser; pero el Nagual me dijo que no debía preocuparme por mis sentimientos hacia ella. Es como Eligio: el mundo ya no la afecta.

—¿Qué había de especial en lo que le hizo el Nagual?

—Le enseñó cosas que no había enseñado a nadie. Nunca la mimó, ni nada que se le parezca. Confió en ella. Ella lo sabe todo acerca de todos. El Nagual tam­bién me lo dijo todo, salvo lo de ella. Tal vez sea por eso que no la quiero. El Nagual le ordenó ser mi carcelera. Vaya donde vaya, la encuentro. Sabe todo lo que hago. No me sorprendería, por ejemplo, que apareciese en este mismo momento.

—¿Lo cree posible?

—Lo dudo. Esta noche, el viento está a mi favor.

—¿A qué se supone que se dedica? ¿Tiene asignada alguna tarea en especial?

—Ya te he dicho lo suficiente sobre ella. Temo que, si sigo hablando de ella, esté donde esté, lo advierta; no quiero que ello ocurra.

—Hábleme, entonces, de los demás.

—Unos años después de encontrar a la Gorda, el Nagual dio con Eligio. Me contó que había ido contigo a su tierra natal. Eligio fue a verte porque despertabas su curiosidad. El Nagual no dio importancia a su presencia. Lo conocía desde niño. Pero una mañana, cuando el Nagual se dirigía a la casa en que tú lo aguardabas, se tropezó con Eligio en el camino. Recorrieron juntos una corta distancia y un trozo de chola seca se adhirió a la puntera del zapato izquierdo de Eligio. Trató de quitársela, pero las espinas eran como uñas; se habían clavado profundamente en la suela. El Nagual contaba que Eligio había alzado el dedo al cielo y sacudido su zapato; la chola salió disparada hacia arriba como una bala. Eligio lo tomó a broma y rió; pero el Nagual supo que tenía poder, aunque el propio Eligio no lo sospechara. Es por eso que, sin dificultad alguna, llegó a ser el guerrero perfecto, impecable.

—Tuve mucha suerte al llegar a conocerle. El Nagual creía que éramos semejantes en una cosa. Una vez alcanzado algo, no lo dejábamos escapar. No compartí con nadie, ni siquiera con la Gorda, la felicidad de conocer a Eligio. Ella le vio, pero en realidad no llegó a conocerle, al igual que tú. El Nagual supo desde un principio que Eligio era excepcional y lo aisló. Supo que tú y las niñas estaban en una cara de la moneda y Eligio estaba, por sí, en la otra. El Nagual y Genaro también tuvieron mucha suerte al encontrarlo.

—Lo conocí cuando el Nagual lo trajo a mi casa. Eligio no caía bien a mis niñas. Ellas lo odiaban y lo temían a un tiempo. Pero él permanecía por completo indiferente. El mundo no lo tocaba. El Nagual no quería que tú, especialmente, tuvieras mucho que ver con Eli­gio. Él decía que tú eras la clase de brujo de la cual uno debe mantenerse apartado. Decía que el contacto conti­go no renueva; por el contrario, echa a perder. Me dijo que tu espíritu tomaba prisioneros. En cierto modo, le causabas repugnancia; a la vez, te tenía afecto. Decía que estabas más loco que Josefina cuando te encontró, y que seguías estándolo.

Escuchar a alguien decir lo que don Juan pensaba de mí me perturbaba. En un primer momento, intenté no hacer caso de lo que decía doña Soledad, pero luego com­prendí que era algo absolutamente estúpido y fuera de lugar el tratar de preservar mi ego.

—Se molestaba contigo —prosiguió— porque el po­der le ordenaba, hacerlo. Y él, siendo el impecable gue­rrero que era, se sometía a los dictados de su amo y re­alizaba con alegría lo que el poder le mandaba hacer con tu persona.

Hubo una pausa. Deseaba con toda el alma pregun­tarle más detalles acerca de los sentimientos de don Juan hacia mí. En cambio, le pedí que me hablase de su otra niña.

—Un mes después de hallar a Eligio, el Nagual en­contró a Rosa —comenzó—. Rosa fue la última. Una vez hubo dado con ella, supo que su número estaba completo.

—¿Cómo la encontró?

—Había ido a ver a Benigno a su tierra natal. Se acercaba a la casa cuando Rosa salió de entre los espesos matorrales que había a un lado del camino, tratando de dar caza a un cerdo que se había escapado y huía. El cer­do corría a demasiada velocidad para que Rosa lograse darle alcance. Ésta tropezó con el Nagual y lo perdió. Entonces se volvió contra el Nagual y comenzó a chillar­le. Él hizo el ademán de aferrarla y la halló dispuesta a darle batalla. Lo insultó y lo desafió a que le pusiera una mano encima. Al Nagual le gustó su talante de inmediato, pero no había presagios. Me contó que había aguardado un momento antes de marcharse; fue entonces cuando el cerdo regresó corriendo y se detuvo junto a él. Ese fue el presagio. Rosa rodeó al cerdo con una cuerda. El Nagual le preguntó a quemarropa si era feliz en su trabajo. Ella dijo que no. Era criada. El Nagual quiso saber si estaba dispuesta a irse con él y ella le respondió que si era para lo que ella pensaba que era, la conclusión era que no. El Nagual le dijo que era para trabajar y ella se interesó por la suma que le pagaría. Él propuso una cifra y ella preguntó de qué clase de trabajo se trataba. El Nagual le dijo que se trataba de trabajar con él en los campos de tabaco de Veracruz. Ella le dijo entonces que lo había estado probando; si él le hubiese propuesto trabajar como criada, hubiese sabido que no era más que un mentiroso, porque su aspecto correspondía a alguien que nunca en su vida había tenido casa.

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