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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (4 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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Me sentí perdido. Miré el coche. Se había detenido tras retroceder un metro o metro y medio; la portezuela se había vuelto a cerrar, atrapando al perro en el interior. Veía y oía a la enorme bestia mordiendo el respaldo del asiento delantero y dando zarpazos contra las ventanillas.

La situación me obligaba a tomar una muy singular decisión. No sabía a quién temer más, si a doña Soledad o al perro. Concluí, tras un instante de reflexión, que el perro no era más que una bestia estúpida.

Volví corriendo al coche y me subí al techo. El ruido encolerizó al perro. Le oí desgarrar el tapizado. Tendido sobre el techo, conseguí abrir la portezuela del lado del conductor. Tenía la intención de abrir las dos, y deslizarme del techo al interior del automóvil a través de una de ellas, tan pronto como el perro hubiese salido por la otra. Me estiré nuevamente, para abrir la puerta derecha. Había olvidado que estaba asegurada. En ese momento, la cabeza del perro asomó por la portezuela abierta. Sentí pánico ciego ante la idea de que pudiese salir del auto y ganar el techo de un salto.

Tardé menos de un segundo en saltar al suelo y llegar a la puerta de la casa.

Doña Soledad aguardaba en la entrada. El reír le exigía ya esfuerzos supremos, en apariencia casi dolorosos.

El perro se había quedado dentro del coche, aún espumajeando de rabia. Al parecer, era demasiado grande y no lograba hacer pasar su voluminoso cuerpo por sobre el respaldo del asiento delantero. Fui hasta el coche y volví a cerrar la portezuela con delicadeza. Me puse a buscar una vara cuya longitud me permitiese maniobrar para quitar el seguro de la puerta derecha.

Busqué en la zona de delante de la casa. No había por allí siquiera un trozo de madera. Doña Soledad, entretanto, se había ido adentro. Consideré mi situación. No tenía otra alternativa que recurrir a su ayuda. Presa de gran agitación, crucé el umbral, mirando en todas direcciones y sin descartar la posibilidad de que estuviese escondida tras la puerta, esperándome.

—¡Doña Soledad! —grité.

—¿Qué diablos quieres? —gritó a su vez, desde su habitación.

—¿Me haría el favor de salir y sacar a su perro de mi coche? —dije.

—¿Estás bromeando? —replicó—. Ese perro no es mío. Ya te lo he dicho; pertenece a mis niñas.

—¿Dónde están sus niñas? —pregunté.

—Están en las montañas —respondió.

Salió de su habitación y se encaró conmigo.

—¿Quieres ver lo que me ha hecho ese condenado perro? —preguntó en tono seco—. ¡Mira!

Se quitó el chal y me mostró la espalda desnuda.

No encontré en ella marcas visibles de dientes; había tan sólo unos pocos, largos rasguños que bien podía haberse hecho frotándose contra el áspero suelo. Por otra parte, podía haberse arañado al atacarme.

—No tiene nada —dije.

—Ven a mirarlo a la luz dijo, y cruzó la puerta.

Insistió en que buscase cuidadosamente marcas de los dientes del perro. Me sentía estúpido. Tenía una sensación de pesadez en torno de los ojos, especialmente sobre las cejas. No le hice caso y salí. El perro no se había movido y comenzó a ladrar en cuanto traspuse la puerta.

Me maldije. Yo era el único culpable. Había caído en esa trampa como un idiota. En ese preciso momento se me ocurrió la posibilidad de ir andando al pueblo. Pero mi cartera, mis documentos, todas mis pertenencias, se hallaban en el piso del coche, exactamente bajo las patas del perro. Tuve un acceso de desesperación. Era inútil caminar hasta el pueblo: El dinero que tenía en los bolsillos no alcanzaba siquiera para una taza de café. Además no conocía un alma allí. No tenía más alternativa que hacer salir al perro del auto.

—¿Qué clase de alimentos come este perro? —grité desde la puerta.

—¿Por qué no pruebas dándole una pierna? —respondió doña Soledad, también gritando, desde su habitación, a la vez que soltaba una risa aguda.

Busqué algo de comer en la casa. Las ollas estaban vacías. No podía hacer otra cosa que volver a encararla. Mi desesperación se había trocado en cólera. Irrumpí en su habitación, dispuesto a una lucha a muerte. Estaba echada en la cama, cubierta con el chal.

—Por favor, perdóname por haberte hecho todas esas cosas —dijo con sencillez, mirando al techo.

Su audacia dio por tierra con mi cólera.

—Debes comprender mi posición —prosiguió—. No podía dejarte ir.

Rió suavemente y, con voz clara, serena y muy agra­dable, dijo que la llenaba de remordimiento el ser ávida y torpe, que había estado a punto de ahuyentarme con sus bufonadas, pero que la situación, de pronto, había variado. Hizo una pausa y se sentó en la cama, cubrién­dose los pechos con el chal; agregó luego que una extra­ña confianza había ganado su cuerpo. Levantó la vista al techo e hizo con los brazos un movimiento misterioso, rítmico, semejante al de los molinos de viento.

—Ya no hay modo de que te vayas —dijo.

Me examinó atentamente, sin reír. Mi sentimiento de ira era menos violento, pero mi desesperación era más intensa que nunca. Comprendía que, en términos de fuerza bruta, me era imposible competir, tanto con ella como con el perro.

Dijo que nuestro encuentro estaba acordado desde hacía muchos años, y que ninguno de los dos contaba con el poder necesario para abreviar el lapso que debía­mos pasar juntos, ni para separarse del otro.

—No derroches energías en tentativas de irte —dijo—. Es tan inútil que trates de hacerlo como que yo trate de retenerte. Algo que se encuentra más allá de tu voluntad te liberará, y algo que se encuentra más allá de mi vo­luntad te retendrá aquí.

De algún modo, su confianza no sólo la había dulcifi­cado, sino que la había dotado de un gran dominio sobre las palabras. Sus aseveraciones eran convincentes y muy claras. Don Juan siempre había dicho que yo era un alma crédula cuando se entraba en el terreno de las palabras. Me sorprendí pensando, mientras ella habla­ba, que en realidad no era tan temible como yo creía. Daba la impresión de no estar ni siquiera resentida. Mi razón se sentía casi a gusto, pero otra parte de mi ser se rebelaba. Todos mis músculos estaban tensos como alambres, y, sin embargo, me veía forzado a admitir que, a pesar de que me había asustado hasta el punto de sacarme de mis cabales, la encontraba muy atracti­va. Me miró fijamente.

—Te demostraré la inutilidad de tratar de escapar —dijo, saltando de la cama—. Voy a ayudarte. ¿Qué ne­cesitas?

Me contemplaba con ojos extrañamente brillantes. La pequeñez y blancura de sus dientes daban a su sonri­sa un toque diabólico. La cara, mofletuda, se veía extraordinariamente tersa, sin la menor arruga. Dos lí­neas bien definidas iban de los lados de su nariz a las comisuras de sus labios, dando al rostro una apariencia de madurez, sin envejecerlo. Al levantarse de la cama dejó caer descuidadamente el chal, poniendo en descu­bierto la plenitud de sus senos. No se cuidó de cubrirse. Por el contrario, aspiró profundamente y alzó los pechos.

—Ah, lo has advertido, ¿no? —dijo, y meció su cuer­po como si estuviese satisfecha de sí misma—. Siempre llevo el cabello recogido. El Nagual me lo recomendó. Al llevarlo tirante, mi rostro es más joven.

Yo estaba seguro de que se iba a referir a sus pe­chos. Su salida me sorprendió.

—No quiero decir que la tirantez del cabello me haga parecer más joven —prosiguió, con una sonrisa encantadora—. Sino que me hace realmente más joven.

—¿Cómo es posible? —pregunté.

Me respondió con otra pregunta. Quiso saber si yo había entendido correctamente a don Juan cuando él decía que todo era posible si uno tenía un firme propósi­to. Yo pretendía una explicación más precisa. Me inte­resaba saber qué hacía, además de estirarse el pelo, para parecer tan joven. Dijo que se tendía sobre la cama y se vaciaba de toda clase de pensamientos y sentimien­tos y permitía que las líneas del piso de su alcoba se lle­varan las arrugas. Le exigí más detalles: impresiones, sensaciones, percepciones que hubiese experimentado en esos momentos. Insistió en que no sentía nada, en que ignoraba el modo de acción de las líneas del piso, y en que lo único que sabía era cómo impedir que los pensamientos interfiriesen.

Me puso las manos sobre el pecho y me apartó con suma delicadeza. Al parecer, quería indicarme con ese gesto que ya le había preguntado lo suficiente. Salió por la puerta trasera. Le dije que necesitaba una vara lar­ga. Se dirigió a una pila de leña, pero allí no había va­ras largas. Le sugerí que me consiguiese un par de cla­vos, con la finalidad de unir dos trozos de esa madera. Buscamos clavos infructuosamente por toda la casa. Como último recurso, hube de quitar la vara más larga que encontré, una de las que Pablito había empleado en la construcción del gallinero del fondo. El madero, si bien algo endeble, parecía hecho para mi propósito.

Doña Soledad no había sonreído ni bromeado en el curso de la búsqueda. Aparentemente, estaba dedicada por entero a ayudarme. Tal era su concentración que llegué a pensar que me deseaba éxito.

Fui hasta el coche, munido del palo largo y de otro, de menores dimensiones, cogido del montón de leña. Doña Soledad permaneció junto a la puerta de la casa.

Comencé por distraer al perro con el más corto de los palos, sostenido con la mano derecha, a la vez que, con la otra, intentaba hacer saltar el seguro del lado opuesto, valiéndome del más largo. El perro estuvo a punto de morderme la mano derecha; hube de dejar caer el madero corto. La irritación y la fuerza de la enorme bestia eran tan inmensas que me vi al bor­de de soltar también el largo. El animal estaba a punto de partirlo en dos cuando doña Soledad acudió en mi ayuda; dando golpes en la ventanilla posterior, atrajo la atención del perro, haciéndolo desistir de su intento.

Alentado por su maniobra de distracción, me lancé de cabeza sobre el asiento de delante, deslizándome hacia el lado opuesto; de algún modo, me las arreglé para quitar la traba de seguridad. Intenté una retirada inmediata, pero el perro cargó sobre mí con todas sus fuerzas y logró introducir su macizo lomo y sus zarpas delanteras en la parte anterior del coche, descargándolas sobre mí antes de que me fuese posible retroceder. Sentí sus patas en la espalda. Me arrastré. Sabía que me iba a destrozar. Bajó la cabeza con intenciones asesinas, pero, en vez de atacarme, mordió el volante. Conseguí escurrirme y, en un solo movimiento, trepé, al capó primero y al techo luego. Estaba lleno de magulladuras.

Abrí la portezuela derecha. Pedí a doña Soledad que me alcanzara la vara larga y, valiéndome de ella, moví la palanca que aseguraba el respaldo. Supuse que quizá molestando al perro, lo obligaría a empujarlo hacia de­lante y tendría así más espacio para salir del coche. No obstante no se movió. En cambio, mordió furiosamente la vara.

En ese momento, doña Soledad ganó el techo de un salto y se tendió cerca de mí. Quería ayudarme a moles­tar al perro. Le dije que no podía quedarse allí porque en cuanto el animal saliera yo iba a meterme en el co­che y largarme. Le agradecí su apoyo y le expresé que lo más conveniente era que volviese a la casa. Se encogió de hombros, puso pie en tierra y regresó a la puerta. Nuevamente, oprimí la manecilla y provoqué al perro con mi vara, agitándosela ante los ojos y el hocico. La furia de la bestia superaba todo lo que yo había visto, pero no se la veía dispuestas a abandonar el lugar. Sus sólidas mandíbulas terminaron por arrebatarme el palo de las manos. Me bajé para recogerlo de debajo del au­tomóvil. De pronto oí el grito de doña Soledad.

—¡Cuidado! ¡Sale!

Levanté la vista hacia el coche. El perro pasaba por sobre el asiento. Sus patas posteriores estaban atrapa­das por el volante; de no ser por ello, habría salido.

Me lancé hacia la casa y logré entrar en ella exacta­mente a tiempo para evitar que el animal me derribase. Su ímpetu era tal que dio contra la puerta.

A la vez que trancaba la puerta con la barra de hie­rro, doña Soledad hablaba, con voz chillona.

—Te dije que era inútil.

Se aclaró la garganta y se volvió a mirarme.

—¿No puede atar al perro? —pregunté.

Estaba seguro de que me daría una respuesta caren­te de sentido, pero, para mi asombro, dijo que debía in­tentarlo todo, incluso atraer al perro a la casa y ence­rrarlo allí.

Su idea me sedujo. Abrí con sumo cuidado la puerta. El animal no se hallaba lejos. Me arriesgué a salir, aun­que sin alejarme demasiado. No se lo veía. Tenía la es­peranza de que hubiese regresado a su corral. Estaba dispuesto a lanzarme hacia el coche cuando oí un sordo gruñido, y divisé la sólida cabeza del animal en el inte­rior del mismo. Había trepado al asiento delantero.

Doña Soledad tenía razón: era inútil intentarlo. Me invadió una oleada de tristeza. De algún modo, presen­tía que mi final estaba cerca. En un súbito acceso de ab­soluta desesperación, dije a doña Soledad que iba a bus­car un cuchillo a la cocina y que estaba dispuesto a matar al perro, o a que él me matara. No lo hice porque no había un solo objeto metálico en toda la casa.

—¿Acaso no te enseñó el Nagual a aceptar tu desti­no? —preguntaba doña Soledad mientras me seguía los pasos—. Ese, el de allí fuera, no es un perro corriente. Ese perro tiene poder. Es un guerrero. Hará lo que ten­ga que hacer. Incluso matarte.

Por un momento experimenté un sentimiento de frustración incontrolable, la cogí por los hombros y gru­ñí. No se mostró sorprendida ni molesta por mi súbito arranque. Se volvió y dejó caer el chal. Su espalda era fuerte y hermosa. Sentí un irreprimible deseo de gol­pearla, pero, en cambio, deslicé la mano por sus hom­bros. Tenía una piel suave y tersa. Tanto sus brazos como sus hombros eran fornidos, sin llegar a ser grue­sos. Aparentemente, una mínima capa de gordura con­tribuía a redondear sus músculos y dar tersura a la parte superior de su cuerpo; cuando, con las yemas de los dedos, llegué a hacer presión sobre esas partes, al­cancé a sentir la solidez de invisibles carnes bajo la lím­pida superficie. No quise mirar sus pechos.

Se dirigió a un lugar techado, en la parte trasera de la casa, que hacía las veces de cocina. La seguí. Se sentó en un banco y, con tranquilidad, se lavó los pies en un barreño. Mientras se ponía las sandalias corrí hasta un nuevo cobertizo que había sido construido en los fondos. Cuando regresé, la hallé de pie junto a la puerta.

—A ti te gusta hablar —dijo despreocupadamente, mientras me llevaba hacia la habitación—. No hay pri­sa. Podemos conversar hasta siempre.

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