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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder

BOOK: El segundo anillo de poder
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El último encuentro de Carlos Castaneda con don Juan tuvo lugar en la cima de un cerro. Se encontraban también don Genaro y otros dos aprendices, Pablito y Néstor. Hacia el desenlace, Pablito y Carlos saltaron desde la cumbre de la montaña, lazándose a un abismo.

En este quinto libro, Carlos Castaneda regresa a México con la intención de ver a Pablito y Néstor y pedirles ayuda para resolver sus dudas y conflictos, puesto que aunque su razón se niega a aceptarlo, una parte de su ser tiene la convicción de que tal salto efectivamente se produjo, por increíble que parezca. Lo que se encuentra entonces es con un asalto final a su racionalidad, planificado por don Juan antes de su partida, junto con la revelación de algunos de los aspectos prácticos del arte de ensoñar.

«Cuando nacemos traemos un anillo de poder. Casi desde el principio, empezamos a usar este anillito. Así que cada uno de nosotros está enganchado desde el nacimiento, y nuestros anillos de poder están unidos con los anillos de los demás. En otras palabras, nuestros anillos de poder están enganchados al "hacer" del mundo para construir el mundo. Un hombre de conocimiento, en cambio, desarrolla otro anillo de poder. Yo lo llamaría el anillo de "no-hacer". Así, con este anillo, puede urdir otros mundos». (Don Juan)

Carlos Castaneda

El segundo anillo de poder

ePUB v1.0

silente
09.07.12

Título original:
The Second Ring of Power

Carlos Castaneda, 1977

Editor original: silente (v1.0)

ePub base v2.0

I
NTRODUCCIÓN

Mi último encuentro con don Juan, don Genaro y sus otros dos aprendices, Pablito y Néstor, tuvo como escenario una plana y árida cima de la vertiente occidental de la Sierra Madre, en México Central. La solemnidad y la trascendencia de los hechos que allí tuvieron lugar no dejaron duda alguna en mi mente acerca de que nuestro aprendizaje había llegado a su fin y que en realidad veía a don Juan y a don Genaro por última vez. Hacia el desenlace, nos despedimos unos de otros y luego Pablito y yo saltamos de la cumbre de la montaña, lanzándonos a un abismo.

Antes del salto, don Juan había expuesto un principio de importancia fundamental en relación con todo lo que estaba a punto de sucederme. Según él, tras arrojarme al abismo me convertiría en percepción pura y comenzaría a moverme de uno a otro lado entre los dos reinos inherentes a toda creación, el tonal y el nagual.

En el curso de la caída mi percepción experimentó diecisiete rebotes entre el tonal y el nagual. Al moverme dentro del nagual viví mi desintegración física. No era capaz de pensar ni de sentir con la coherencia y la solidez con que suelo hacer ambas cosas; no obstante, como quiera que fuese, pensé y sentí. Por lo que a mis movimientos en el tonal respecta, me fundí en la unidad. Estaba entero. Mis percepciones eran coherentes. Consecuentemente, tenía visiones de orden. Su fuerza era a tal punto compulsiva, su intensidad tan real y su complejidad tan vasta, que no he logrado explicarlas a mi entera satisfacción. El denominarlas visiones, sue­ños vívidos o, incluso, alucinaciones, poco ayuda a clarificar su naturaleza.

Tras haber considerado y analizado del modo más cabal y cuidadoso mis sensaciones, percepciones e inter­pretaciones de ese salto al abismo, concluí que no era racionalmente aceptable el hecho de que hubiese tenido lugar. No obstante, otra parte de mi ser se aferraba con firmeza a la convicción de que había sucedido, de que había saltado.

Ya no me es posible acudir a don Juan ni a don Ge­naro, y su ausencia ha suscitado en mí una necesidad apremiante: la de avanzar por entre contradicciones aparentemente insolubles.

Regresé a México con la intención de ver a Pablito y a Néstor y pedirles ayuda para resolver mis conflictos. Pero aquello con lo que me encontré en el viaje no puede ser descrito sino como un asalto final a mi razón, un ata­que concentrado, planificado por el propio don Juan. Sus discípulos, bajo su dirección —aun cuando él se hallase ausente—, demolieron de modo preciso y metódico, en el curso de unos pocos días, el último baluarte de mi capa­cidad de raciocinio. En ese lapso me revelaron uno de los aspectos prácticos de su condición de brujos, el arte de soñar, que constituye el núcleo de la presente obra.

El arte del acecho, la otra faz práctica de su brujería, así como también el punto culminante de las enseñanzas de don Juan y don Genaro, me fue expuesto en el curso de visitas subsiguientes: se trataba, con mucho, del cariz más complejo de su ser en el mundo como brujos.

C
APÍTULO
P
RIMERO

LA TRANSFORMACIÓN DE DOÑA SOLEDAD

Intuí de pronto que ni Pablito ni Néstor estarían en casa. Mi certidumbre era tal que detuve mi coche. Me encontraba en el punto en que el asfalto acaba abruptamente, y deseaba reconsiderar la conveniencia de continuar ese día el recorrido del escarpado y áspero camino de grava que conduce al pueblo en que viven, en las montañas de México Central.

Bajé la ventanilla del automóvil. El clima era bastante ventoso y frío. Salí a estirar las piernas. La tensión debida a las largas horas al volante me había entumecido la espalda y el cuello. Fui andando hasta el borde del pavimento. El campo estaba húmedo por obra de un aguacero temprano. La lluvia seguía cayendo pesadamente sobre las laderas de las montañas del sur, a poca distancia del lugar en que me hallaba. No obstante, exactamente delante de mí, ya fuese que mirara hacia el Este o hacia el Norte, el cielo se veía despejado. En determinados puntos de la sinuosa ruta había logrado divisar los azulinos picos de las sierras, resplandeciendo al sol a una gran distancia.

Tras pensarlo un momento, decidí dar la vuelta y regresar a la ciudad, porque había tenido la peculiar impresión de que iba a encontrar a don Juan en la plaza del mercado. Después de todo, eso era lo que había hecho siempre, hallarle en el mercado, desde el comienzo de mi relación con él. Por norma, si no daba con él en Sonora, me dirigía a México Central e iba al mercado de la ciu­dad del caso: tarde o temprano, don Juan se dejaría ver. Nunca le esperé más de dos días. Estaba tan habituado a reunirme con él de ese modo que tuve la más absoluta certeza de que volvería a hallarle, como siempre.

Aguardé en el mercado toda la tarde. Recorrí las na­ves una y otra vez, fingiendo buscar algo que adquirir. Luego esperé paseando por la plaza. Al anochecer com­prendí que no vendría. Tuve entonces la clara impre­sión de que él había estado allí. Me senté en uno de los bancos de la plaza, en que solía reunirme con él, y traté de analizar mis sentimientos. Desde el momento de mi llegada a la ciudad, la firme convicción de que don Juan se encontraba en sus calles me había llenado de alegría. Mi seguridad se fundaba en mucho más que el recuerdo de las incontables veces en que le había hallado allí; sa­bía físicamente que él me estaba buscando. Pero enton­ces, en el momento en que me senté en el banco, experi­menté otra clase de extraña certidumbre. Supe que él ya no estaba allí. Se había ido y yo le había perdido.

Pasado un rato, dejé de lado mis especulaciones. Lle­gué a la conclusión de que el lugar estaba comenzando a afectarme. Iba a caer en lo irracional, como siempre me había sucedido al cabo de unos pocos días en la zona.

Fui a mi hotel a descansar unas horas y luego salí nuevamente a vagar por las calles. Ya no tenía las mis­mas esperanzas de hallar a don Juan. Me di por vencido y regresé al hotel con el propósito de dormir bien duran­te la noche.

Por la mañana, antes de partir hacia las montañas, recorrí las calles en el coche; no obstante, de alguna ma­nera, sabía que estaba perdiendo el tiempo. Don Juan no estaba allí.

Me tomó toda la mañana llegar al pueblo en que vi­vían Pablito y Néstor. Arribé a él cerca del mediodía. Don Juan me había acostumbrado a no entrar nunca al pueblo con el automóvil, para no excitar la curiosidad de los mirones. Todas las veces que había estado allí, me había apartado del camino, poco antes de la entrada al pueblo, y pasado por un terreno llano en que los mu­chachos solían jugar al fútbol. La tierra estaba allí bien apisonada y permitía alcanzar una huella de caminantes lo bastante ancha para dar paso a un automóvil y que llevaba a las casas de Pablito y de Néstor, situadas al pie de las colinas, al sur del poblado. Tan pronto como alcancé el borde del campo descubrí que la huella se había convertido en un camino de grava.

Dudé acerca de qué era lo más conveniente: si ir a la casa de Néstor o a la de Pablito. La sensación de que no estarían allí persistía. Opté por dirigirme a la de Pablito; tuve en cuenta el hecho de que Néstor vivía solo, en tanto Pablito compartía la casa con su madre y sus cuatro hermanas. Si él no se encontraba allí, las mujeres me ayudarían a dar con él. Al acercarme, advertí que el sendero que unía el camino con la casa había sido ensanchado. El suelo daba la impresión de ser firme y, puesto que había espacio suficiente para el coche, fui en él casi hasta la puerta de entrada. A la casa de adobe se había agregado un nuevo portal con techo de tejas. No hubo perros que ladrasen, pero vi uno enorme, que me observaba alerta, sentado con calma tras una cerca. Una bandada de polluelos, que hasta ese momento habían estado comiendo frente a la casa, se dispersó cacareando. Apagué el motor y estiré los brazos por sobre la cabeza. Tenía el cuerpo rígido.

La casa parecía desierta. Pensé por un instante en la posibilidad de que Pablito y su familia se hubiesen mudado y alguna otra gente viviese allí. De pronto, la puerta delantera se abrió con estrépito y la madre de Pablito salió como si alguien la hubiese empujado. Me miró distraídamente un momento. Cuando bajé del coche pareció reconocerme. Un ligero estremecimiento recorrió su cuerpo y se apresuró a acercarse a mí. Lo primero que se me ocurrió fue que habría estado dormitando y que el ruido del motor la habría traído a la vigilia; y al salir a ver qué sucedía, le hubiese costado comprender en un primer momento de quién se trataba. Lo incongruente de la visión de la anciana corriendo hacia mí me hizo sonreír. Al acercarse, experimenté cierta duda fugaz. El modo en que se movía revelaba una agilidad que en modo alguno se correspondía con la imagen de la madre de Pablito.

—¡Dios mío! ¡Qué sorpresa! —exclamó.

—¿Doña Soledad? —pregunté, incrédulo.

—¿No me reconoces? —replicó, riendo.

Hice algunos comentarios estúpidos acerca de su sorprendente agilidad.

—¿Por qué siempre me tomas por una anciana indefensa? —preguntó, mirándome con cierto aire de desafío burlón.

Me reprochó abiertamente el hecho de haberla apodado «Señora Pirámide». Recordé que en cierta oportunidad había comentado a Néstor que sus formas me recordaban las de una pirámide. Tenía un ancho y macizo trasero y una cabeza pequeña y en punta. Los largos vestidos que solía usar contribuían al efecto.

—Mírame —dijo. ¿Sigo teniendo el aspecto de una pirámide?

Sonreía, pero sus ojos me hacían sentir incómodo. Intenté defenderme mediante una broma, pero me interrumpió y me interrogó hasta obligarme a admitir que yo era el responsable del mote. Le aseguré que lo había hecho sin ninguna mala intención y que, de todos modos, en ese momento se la veía tan delgada que sus formas podían recordarlo todo menos una pirámide.

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