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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (2 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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—¿Qué le ocurrió, doña Soledad? —pregunté—. Está transformada.

—Tú lo dijiste —se apresuró a responder—. ¡He sido transformada!

Yo lo había dicho en sentido figurado. No obstante, tras un examen más detallado, me vi en la necesidad de admitir que no había lugar para la metáfora. Francamente, era otra persona. De pronto, me vino a la boca un sabor metálico, seco. Tenía miedo.

Puso los brazos en jarras y se quedó allí parada, con las piernas ligeramente separadas, enfrentándome. Lle­vaba una falda fruncida verdosa y una blusa blanqueci­na. La falda era más corta que aquellas qué solía usar. No veía su cabello; lo llevaba ceñido por una cinta an­cha, una tela dispuesta a modo de turbante. Estaba des­calza y golpeaba rítmicamente el suelo con sus grandes pies, mientras sonreía con el candor de una jovencita. Nunca había visto a nadie que irradiase tanta energía. Advertí un extraño destello en sus ojos, un destello tur­bador pero no aterrador. Pensé que era posible que nun­ca hubiese observado su aspecto cuidadosamente. Entre otras cosas, me sentía culpable por haber dejado de lado a mucha gente durante los años pasados junto a don Juan. La fuerza de su personalidad había logrado que todo el mundo me pareciese pálido y sin importancia.

Le dije que nunca había supuesto que pudiese ser dueña de tan estupenda vitalidad, que mi indiferencia no me había permitido conocerla en profundidad y que era indudable que debía replantearme el conjunto de mis relaciones con la gente.

Se me acercó. Sonrió y puso su mano derecha en la parte posterior de mi brazo izquierdo, dándome un lige­ro apretón.

—De eso no hay duda —susurró a mi oído.

Su sonrisa se heló y sus ojos se pusieron vidriosos. Estábamos tan cerca que sentía sus pechos rozar mi hombro izquierdo. Mi incomodidad aumentaba a medi­da que hacía esfuerzos por convencerme de que no ha­bía razón alguna para alarmarme. Me repetía una y otra vez que realmente nunca había conocido a la ma­dre de Pablito, y que, a pesar de lo extraño de su con­ducta, lo más probable era que estuviese actuando se­gún los dictados de su personalidad normal. Pero una parte de mi ser, atemorizada, sabía que ninguno de esos pensamientos servía para otra cosa que no fuese darme fuerzas, que carecían de fundamento, porque, más allá de la poca o mucha atención que hubiese prestado a su persona, no sólo la recordaba muy bien, sino que la ha­bía conocido muy bien. Representaba para mí el arque­tipo de una madre; la suponía cerca de los sesenta años, o algo más. Sus débiles músculos arrastraban con extre­ma dificultad su voluminoso físico. Su cabello estaba lleno de hebras grises. Era, en mi recuerdo, una triste, sombría mujer, con rasgos delicados y nobles, una ma­dre abnegada y sufriente, siempre en la cocina, siempre cansada. También recordaba su amabilidad y su gene­rosidad, y su timidez, una timidez, que la llevaba inclu­so a adoptar una actitud servil con todo aquel que ha­llase a su alrededor. Tal era la imagen que tenía de ella, reforzada por años de encuentros casuales. Ese día, había algo terriblemente diferente. La mujer que tenía frente a mí no se correspondía en lo más mínimo con mi concepción de la madre de Pablito, y, no obstan­te, se trataba de la misma persona, más delgada y más fuerte, veinte años menor, a juzgar por su aspecto, que la última vez que la había visto. Sentí un escalofrío.

Dio un par de pasos delante de mí y me miró de frente.

—Déjame verte —dije. El Nagual nos dijo que eras un demonio.

Recordé entonces que ninguno de ellos —Pablito, su madre, sus hermanas y Néstor— gustaba de pronunciar el nombre de don Juan, y le llamaban «el Nagual», tér­mino que yo también había adoptado para las conversa­ciones que sosteníamos.

Osadamente, puso las manos sobre mis hombros, cosa que jamás había hecho. Mi cuerpo se puso tenso. En realidad, no sabía qué decir. Sobrevino una larga pausa, que me permitió considerar mis posibilidades. Tanto su aspecto como su conducta me habían aterrado a tal pun­to que había olvidado preguntarle por Pablito y Néstor.

—Dígame, ¿dónde está Pablito? —le pregunté, expe­rimentando un súbito recelo.

—Oh, se ha ido a las montañas —me replicó con tono evasivo, a la vez que se apartaba de mí.

—¿Y Néstor?

Desvió la mirada, tratando de aparentar indife­rencia.

—Están juntos en las montañas —dijo en el mismo tono.

Me sentí aliviado y le dije que había sabido, sin la menor sombra de duda, que se encontraban bien.

Me miró y sonrió. Hizo presa en mí una oleada de fe­licidad y entusiasmo y la abracé. Audazmente, respondió a mi gesto y me retuvo junto a sí; la actitud me resultó tan sorprendente que quedé sin respiración. Su cuerpo estaba rígido. Percibí una fuerza extraordinaria en ella. Mi corazón comenzó a latir a toda velocidad. Traté de apartarla con gentileza y le pregunté si Néstor seguía viendo a don Genaro y a don Juan. En el curso de nues­tra reunión de despedida, don Juan había manifestado ciertas dudas acerca de la posibilidad de que Néstor es­tuviese en condiciones de finalizar su aprendizaje.

—Genaro se ha ido para siempre —dijo, separándo­se de mí.

Jugueteaba, nerviosa, con el dobladillo de la blusa.

—¿Y don Juan?

—El Nagual también se ha ido —respondió, frun­ciendo los labios.

—¿A dónde fueron?

—¿Quieres decir que no lo sabes?

Le dije que ambos me habían despedido hacía dos años, y que todo lo que sabía era que por entonces esta­ban vivos. A decir verdad, no me había atrevido a espe­cular acerca del lugar al que habían ido. Nunca me ha­bían hablado de su paradero, y yo había llegado a aceptar el hecho de que, si deseaban desaparecer de mi vida, todo lo que tenían que hacer era negarse a verme.

—No están por aquí, eso es seguro —dijo, frunciendo el ceño—. Y no están en camino de regreso, eso también es seguro.

Su voz transmitía una extrema indiferencia. Empe­zaba a fastidiarme. Quería irme.

—Pero tú estás aquí —dijo, trocando el ceño en una sonrisa—. Debes esperar a Pablito y a Néstor. Han de estar muriéndose por verte.

Aferró mi brazo firmemente y me apartó del coche. Considerando su talante de otrora, su osadía resultaba asombrosa.

—Pero primero, permíteme presentarte a mi amigo —mientras lo decía me arrastraba hacia uno de los la­dos de la casa.

Se trataba de una zona cercada, semejante a un pe­queño corral. Había en él un enorme perro. Lo primero en llamar mi atención fue su piel, saludable, lustrosa, de un marrón amarillento. No parecía ser un perro peli­groso. No estaba encadenado y la valla no era lo bastan­te alta para impedirle salir. Permaneció impasible cuando nos acercamos a él, sin siquiera menear la cola.

Doña Soledad señaló una jaula de considerable ta­maño, situada al fondo. En su interior, hecho un ovillo, se veía un coyote.

—Ése es mi amigo —dijo—. El perro no. Pertenece a mis niñas.

El perro me miró y bostezó. Yo le caía bien. Y tenía una absurda sensación de afinidad con él.

—Ven, vamos a la casa —dijo, cogiéndome por el brazo para guiarme.

Vacilé. Cierta parte de mí se hallaba en estado de total alarma y quería irse de allí inmediatamente y, sin embargo, otra porción de mi ser no estaba dispuesta a partir por nada del mundo.

—No me tendrás miedo, ¿no? —me preguntó, en tono acusador.

—¡Claro que sí! ¡Y mucho! —exclamé.

Sofocó una risita y, con tono tranquilizador, se refi­rió a sí misma, sosteniendo que era una mujer tosca, primitiva, que tenía muchas dificultades con las pala­bras y que apenas si sabía cómo tratar a la gente. Me miró francamente a los ojos y dijo que don Juan le ha­bía encomendado ayudarme, porque yo le preocupaba.

—Nos dijo que eras poco formal y andabas por allí causando problemas a los inocentes —afirmó.

Hasta ese momento, sus aseveraciones me habían resultado coherentes, pero no me parecía concebible que don Juan dijese cosas tales sobre mí.

Entramos a la casa. Quería sentarme en el banco en que solía hacerlo en compañía de Pablito. Ella me detuvo.

—Ése no es el lugar para ti y para mí —dijo—. Va­mos a mi habitación.

—Preferiría sentarme aquí —dije con firmeza—. Co­nozco este lugar y me siento cómodo en él.

Chascó la lengua, manifestando su desaprobación. Actuaba como un niño desilusionado. Contrajo el labio superior hasta que adquirió el aspecto del pico de un pato.

—Aquí hay algún terrible error —dije—. Creo que me voy a ir si no me explica lo que está sucediendo.

Se puso muy nerviosa y arguyó que su problema re­sidía en el hecho de no saber cómo hablarme. Le plan­teé la cuestión de su indudable transformación y le exi­gí que me dijera qué había ocurrido. Necesitaba saber cómo había tenido lugar tal cambio.

—Si te lo digo, ¿te quedarás? —preguntó, con una vocecilla infantil.

—Tendré que hacerlo.

—En ese caso, te lo diré todo. Pero tiene que ser en mi habitación.

Durante un instante, sentí pánico. Hice un esfuerzo supremo para serenarme y fuimos a su habitación. Vi­vía en el fondo, donde Pablito había construido un dor­mitorio para ella. Yo había estado allí una vez, cuando se hallaba en construcción, y también después de termi­nado, precisamente antes de que ella lo habitase. El lu­gar estaba tan vacío como yo lo había visto, con la ex­cepción de una cama, situada exactamente en el centro, y dos modestas cómodas, junto a la puerta. El jalbegue de los muros había dado paso a un tranquilizador blan­co amarillento. También la madera del techo había ad­quirido su pátina. Al mirar las tersas, limpias paredes, tuve la impresión de que cada día las fregaban con una esponja. La habitación guardaba gran semejanza con una celda monástica, debido, a su sobriedad y ascetismo. No había en ella ornamento de especia alguna. En las ventanas había postigos de madera, sólidos y abatibles, reforzados por una barra de hierro. No había sillas ni nada en que sentarse.

Doña Soledad me quitó la libreta de notas, la apretó contra su seno y luego se sentó en la cama, que consta­ba tan sólo de dos colchones; no había somier. Me orde­nó sentarme cerca de ella.

—Tú y yo somos lo mismo —dijo, a la vez que me tendía la libreta.

—¿Cómo?

—Tú y yo somos lo mismo —repitió sin mirarme.

No llegaba a comprender el significado de sus pala­bras. Ella me observaba, como si esperase una res­puesta.

—¿Qué es lo que se supone que yo deba entender, doña Soledad? —pregunté.

Mi interrogación pareció desconcertarla. Era eviden­te que esperaba que la hubiese comprendido. Primero rió, pero luego, cuando volví a decirle que no había en­tendido, se enfadó. Se puso tiesa y me acusó de ser des­honesto con ella. Sus ojos ardían de ira; la cólera la lle­vaba a contraer los labios en un gesto muy feo, que la hacía parecer extraordinariamente vieja.

Yo estaba francamente perplejo e intuía que, dijese lo que dijese, iba a cometer un error. Lo mismo parecía ocurrirle a ella. Movió la boca para decir algo, pero el gesto no pasó de un estremecimiento de los labios. Fi­nalmente murmuró que no era impecable actuar como yo lo hacía en un momento tan trascendente. Me volvió la espalda.

—¡Míreme, doña Soledad —dije con energía—. No estoy tratando de desconcertarla en absoluto. Usted debe saber algo que yo ignoro por completo.

—Hablas demasiado —me espetó con enojo—. El Nagual me dijo que no debía dejarte hablar nunca. Lo tergiversas todo.

Se puso en pie de un salto y golpeó el suelo con fuerza, como un niño malcriado. En ese momento tomé conciencia de que el piso de la habitación era diferente. Lo recordaba de tierra apisonada, del mismo tono oscuro que tenía el conjunto de los terrenos de la zona. El nuevo era de un rosa subido. Dejé de lado mi enfrentamiento con ella y anduve por la estancia. No lograba explicarme el hecho de que el piso me hubiese pasado desapercibido al entrar. Era magnífico. Primero pensé que se trataría de arcilla roja, colocada como cemento mientras estaba suave y húmeda, pero luego vi que no presentaba una sola grieta. La arcilla se habría secado, apelotonado, agrietado, y alguna gramilla habría crecido allí. Me agaché y pasé los dedos con delicadeza por sobre la superficie. Tenía la consistencia del ladrillo. La arcilla había sido cocida. Comprendí entonces que el piso estaba hecho con grandes losas de arcilla cocida, asentadas sobre un lecho de arcilla fresca que hacía las veces de matriz. Las losas estaban distribuidas según un diseño intrincado y fascinante, aunque muy difícilmente visible a menos que se le prestase especial atención. La precisión con que cada losa había sido colocada en su lugar me reveló un plan perfectamente concebido. Me interesaba averiguar cómo se había hecho para cocer piezas tan grandes sin que se combasen. Me volví, con la intención de preguntárselo a doña Soledad. Desistí inmediatamente. No habría comprendido aquello a lo que yo me iba a referir. Di un nuevo paseo. La arcilla era un tanto áspera, casi como la piedra arenisca. Constituía una perfecta superficie antideslizante.

—¿Fue Pablito quien instaló este piso? —pregunté.

No me respondió.

—Es un trabajo magnífico —dije—. Debe usted de sentirse orgullosa de él.

No me cabía la menor duda de que el autor había sido Pablito. Nadie más habría tenido la imaginación ni la capacidad necesarias para concebirlo. Supuse que lo habría hecho durante mi ausencia. Pero no tardé en recordar que yo no había entrado en la habitación de doña Soledad desde la época en que había sido construida, seis o siete años atrás.

—¡Pablito! ¡Pablito! ¡Bah! —exclamó con voz áspera y llena de enfado—. ¿Qué te hace pensar que sea el único capaz de hacer cosas?

Cambiamos una larga mirada, y súbitamente comprendí que era ella quien había hecho el piso, y que don Juan la había inducido a ello.

Estuvimos de pie en silencio, contemplándonos durante largo rato. Yo sabía que habría sido completamente superfluo preguntarle si mi suposición era correcta.

—Yo me lo hice —dijo al cabo, en un tono seco—. El Nagual me dijo cómo.

Sus palabras me pusieron eufórico. La cogí y la alcé en un abrazo. Sosteniéndola así, dimos unas vueltas por la habitación. Lo único que se me ocurría era bombardearla con preguntas. Quería saber cómo había hecho las losas, qué significaban los dibujos, de dónde había sacado la arcilla. Pero ella no compartía mi exaltación. Permanecía serena e imperturbable, y de tanto en tanto me miraba desdeñosamente.

Volví a recorrer el piso. La cama había sido situada en el punto exacto de convergencia de varias líneas. Las losase de arcilla estaban cortadas en ángulos agudos, de modo de dar lugar a un motivo de diseño fundado en líneas convergentes que, en apariencia, irradiaban desde debajo de la cama.

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