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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (3 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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—No encuentro palabras para expresarle lo impresionado que me hallo —dije.

—¡Palabras! ¿Quién necesita palabras? —dijo, cortante.

Tuve un destello de lucidez. Mi razón me había estado traicionando. Había una sola explicación probable para su magnífica metamorfosis; don Juan debía haberla tomado como aprendiz. ¿De qué otro modo podía una vieja como doña Soledad convertirse en ese ser fantástico, poderoso? Tendría que haberme resultado obvio desde el momento en que la vi, pero esa posibilidad no formaba parte del conjunto de mis expectativas respecto de ella.

Deduje que el trabajo de don Juan con ella debía haberse realizado en los dos años durante los cuales yo no la había visto, si bien dos años parecían constituir un lapso demasiado breve para tan espléndido cambio.

—Ahora creo comprender lo que le ha sucedido —dije, en tono alegre y despreocupado—. Acaba de hacerse cierta luz en mi mente.

—Ah, ¿si? —dijo, sin el menor interés.

—El Nagual le está enseñando a ser una bruja, ¿no es cierto?

Me miró desafiante. Percibí que lo que había dicho era precisamente lo menos adecuado. Había en su rostro una expresión de verdadero desprecio. No iba a decirme nada.

—¡Qué cabrón eres! —exclamó de pronto, temblando de ira.

Pensé que su cólera era injustificada. Me senté en un extremo de la cama, mientras ella, nerviosa, daba golpecitos en el suelo con el talón. Luego fue a sentarse al otro extremo, sin mirarme.

—¿Qué es exactamente lo que usted quiere que haga? —pregunté con tono firme, intimidatorio.

—¡Ya te lo he dicho! —aulló—. Tú y yo somos lo mismo.

Le pedí que me explicase lo que quería decir y que no pensase, ni por un instante, que yo sabía algo. Tales palabras la irritaron aún más. Se puso en pie bruscamente y dejó caer su falda al suelo.

—¡Esto es lo que quiero decir! —chilló, acariciándose el pubis.

Mi boca se abrió sin que mediase mi voluntad. Era consciente de que la estaba contemplando como un idiota.

—¡Tú y yo somos uno aquí! —dijo.

Yo estaba mudo de asombro. Doña Soledad, la anciana india, madre de mi amigo Pablito, estaba realmente semidesnuda, a pocos pasos de mí, mostrándome sus genitales. La miré, incapaz de expresar idea alguna. Lo único que sabía era que su cuerpo no correspondía a una vieja. Tenía hermosos muslos, oscuros y sin vello. Sus caderas eran anchas debido a su estructura ósea, pero no tenían gordura alguna.

Debió de haber advertido mi examen y se echó sobre la cama.

—Ya sabes qué hacer —dijo, señalándose el pubis—. Somos uno aquí.

Descubrió sus robustos pechos.

—¡Doña Soledad, se lo ruego! —exclamé—. ¿Qué le sucede? Usted es la madre de Pablito.

—No, ¡no lo soy! —barbotó—. No soy madre de nadie.

Se incorporó y me miró fieramente.

—Soy lo mismo que tú, una parte del nagual —dijo—. Estamos hechos para mezclarnos.

Abrió las piernas y yo me aparté de un salto.

—¡Espere un momento, doña Soledad! —dije—. Déjeme decirle algo.

Por un instante me dominó un miedo salvaje y por mi mente cruzó una idea loca. ¿Sería posible, me preguntaba, que don Juan estuviese oculto por allí, desternillándose de risa?

—¡Don Juan! —aullé.

Mi chillido fue tan fuerte y profundo que doña Soledad saltó de su cama y se cubrió a toda prisa con su falda. Vi cómo se la ponía mientras yo volvía a bramar:

—¡Don Juan!

Anduve por toda la casa, profiriendo el nombre de don Juan, hasta que tuve la garganta seca. Doña Soledad, en el ínterin, había salido corriendo y aguardaba junto a mi automóvil, contemplándome, perpleja.

Me acerqué a ella y le pregunté si don Juan le había ordenado hacer todo aquello. Asintió con un gesto. Le pregunté si él se encontraba en los alrededores. Respon­dió que no.

—Dígamelo todo —dije.

Me explicó que se limitaba a seguir instrucciones de don Juan. El le había ordenado cambiar su ser por el de un guerrero con la finalidad de ayudarme. Aseveró que había pasado años esperando para cumplir esa promesa.

—Ahora soy muy fuerte —dijo con suavidad—. Sólo para ti. Pero en la habitación no te gusté, ¿no?

Me encontré explicándole que no se trataba de que no me gustase, que contaban en mucho mis sentimien­tos hacia Pablito; entonces comprendí que no tenía la más vaga idea de lo que estaba diciendo.

Doña Soledad parecía entender lo embarazoso de mi posición y afirmó que era mejor olvidar nuestro in­cidente.

—Debes estar hambriento —dijo con vivacidad—. Te prepararé algo de comer.

—Aún hay muchas cosas que no me ha explicado —se­ñalé—. Le seré franco: no me quedaría aquí por nada del mundo. Usted me asusta.

—Estás obligado a aceptar mi hospitalidad; aunque sea una taza de café —dijo, sin inmutarse—. Vamos, ol­videmos lo sucedido.

Me indicó con un gesto que fuese hacia la casa. En ese momento oí un gruñido sordo. El perro se había le­vantado y nos miraba como si comprendiese lo que con­versábamos.

Doña Soledad clavó en mí una mirada aterradora. Luego se serenó y sonrió.

—No hagas caso de mis ojos —dijo—. Lo cierto es que soy vieja. Últimamente me mareo. Creo que necesi­to gafas.

Se echó a reír y comenzó a hacer payasadas, mirando entre sus dedos, colocados de modo de fingir gafas.

—¡Una vieja india con gafas! Será el hazmerreír —comentó, sofocando una carcajada.

Me preparé mentalmente para comportarme con brusquedad y salir de allí sin dar explicación alguna. Pero antes de partir quería dejar algunas cosas para Pablito y sus hermanas. Abrí el portaequipajes para sacar los regalos que les había llevado. Me incliné hacia el interior con el objeto de alcanzar los dos paquetes colocados junto al respaldo del asiento posterior, al lado de la rueda de recambio. Había cogido uno y estaba a punto de asir el otro cuando sentí en la nuca una mano suave y peluda. Emití un chillido involuntario y me golpeé la cabeza contra la tapa levantada del coche. Me volví para mirar. La presión de la mano peluda me impidió completar el movimiento, pero alcancé a vislumbrar fugazmente un brazo, o una garra, de tonalidad plateada, suspendido sobre mi cuello. El pánico hizo presa en mí, me aparté con esfuerzo del portaequipajes, y caí sentado, con el paquete aún en la mano. Todo mi cuerpo temblaba, tenía contraídos los músculos de las piernas y me vi levantándome de un brinco y corriendo.

—No pretendía asustarte —dijo doña Soledad, en tono de disculpa, mientras yo la miraba desde una distancia de más de dos metros.

Me mostró las palmas en un gesto de entrega, como si tratase de asegurarme que lo que yo había sentido no era una de sus manos.

—¿Qué me hizo? —pregunté, tratando de aparentar calma y soltura.

No se podría decir si estaba muy avergonzada o totalmente desconcertada. Murmuró algo y sacudió la cabeza como si no pudiese expresarlo, o no supiera a qué me refería.

—Vamos, doña Soledad —dije, acercándome a ella—, no me juegue sucio.

Parecía hallarse al borde del llanto. Yo deseaba con­solarla, pero una parte de mí se resistía. Tras una pau­sa brevísima le dije lo que había sentido y visto.

—¡Eso es terrible! —su voz era un grito.

Con un movimiento sumamente infantil, se cubrió el rostro con el antebrazo derecho. Pensé que estaba llo­rando. Me acerqué a ella e intenté rodear sus hombros con el brazo. Pero no conseguí hacer el gesto.

—Ahora, doña Soledad —dije—, olvidemos todo esto y reciba estos paquetes antes de que yo parta.

Di un paso para situarme frente a ella. Alcancé a ver sus ojos, negros y brillantes, y parte de su rostro tras el brazo que me lo ocultaba. No lloraba. Sonreía.

Salté hacia atrás. Su sonrisa me aterraba. Ambos permanecimos inmóviles largo tiempo. Mantenía cu­bierta la cara, pero yo le veía los ojos y sabía que me ob­servaba.

Allí parado, casi paralizado por el miedo, me sentía completamente abatido. Había caído en un pozo sin fon­do. Doña Soledad era una bruja. Mi cuerpo lo sabía, y, sin embargo, no terminaba de aceptarlo. Prefería creer que había enloquecido y la tenían encerrada en la casa para no enviarla a un manicomio.

No me atrevía a moverme ni a quitarle los ojos de encima. Debimos haber permanecido en la misma posi­ción durante cinco o seis minutos. Ella mantuvo el bra­zo alzado inmóvil. Se encontraba junto a la parte trase­ra del coche, casi apoyada en el parachoques izquierdo. La tapa del portaequipaje seguía levantada. Pensé en precipitarme hacia la puerta derecha. Las llaves esta­ban en el contacto.

Me relajé un tanto con el objeto de decidir el momen­to más adecuado para echar a correr. Pareció advertir mi cambio de actitud inmediatamente. Bajó el brazo, dejando al descubierto todo su rostro. Tenía los dientes apretados y los ojos fijos en mí. Se la veía cruel y vil. De pronto, avanzó hacia donde yo me encontraba, tamba­leándose. Se afirmó sobre el pie derecho, al modo de un esgrimista, y alargó las manos, cual si se tratase de garras, para aferrarme por la cintura mientras profería el más escalofriante de los alaridos.

Mi cuerpo dio un salto hacia atrás, para no quedar a su alcance. Corrí hacia el coche, pero con inconcebible agilidad se echó ante mí, haciéndome dar un traspié. Caí boca abajo y me asió por el pie izquierdo. Encogí la pierna derecha, y le habría propinado un puntapié en la cara si no se hubiese separado de mí, dejándose caer de espaldas. Me puse en pie de un salto y traté de abrir la portezuela del auto. Me arrojé sobre el capó para pasar al otro lado pero, de algún modo, doña Soledad llegó a él antes que yo. Intenté retroceder, siempre rodando sobre el capó, pero en medio de la maniobra sentí un agudo dolor en la pantorrilla derecha. Me había sujetado por la pierna. No pude pegarle con el pie izquierdo; me tenía sujeto por ambas piernas contra el capó. Me atrajo hacia ella y le caí encima. Luchamos en el suelo. Su fuerza era magnífica y sus alaridos aterradores. Apenas si podía moverme bajo la inmensa presión de su cuerpo. No era una cuestión de peso, sino más bien de potencia, y ella la tenía. De pronto oí un gruñido y el enorme perro saltó sobre su espalda y la apartó de mí. Me puse de pie. Quería entrar al coche pero mujer y perro luchaban junto a la puerta. El único refugio era la casa. Llegué a ella en uno o dos segundos. No me volví a mirarlos: me precipité dentro y cerré la puerta de inmediato, asegurándola con la barra de hierro que había tras ella. Corrí hacia el fondo y repetí la operación con la otra puerta.

Desde el interior alcanzaba a oír los furiosos gruñidos del perro y los chillidos inhumanos de la mujer. Entonces, súbitamente, el gruñir y el ladrar del animal se trocaron en gañidos y aullidos, como si experimentase dolor, o algo que lo atemorizase. Sentí una sacudida en la boca del estómago. Mis oídos comenzaron a zumbar. Comprendí que estaba atrapado en la casa. Tuve un acceso de terror. Me sublevaba mi propia estupidez al correr hacia la casa. El ataque de la mujer me había desconcertado a tal punto que había perdido todo sentido de la estrategia y me había comportado como si escapase de un contrincante corriente del que fuera posible deshacerse por medio del simple expediente de cerrar una puerta. Oí que alguien llegaba hasta la puerta y se apoyaba en ella, tratando de abrirla por la fuerza. Luego hubo violentos golpes y estrépito.

—Abre la puerta —dijo doña Soledad con voz seca—. Ese condenado perro me ha herido.

Consideré la posibilidad de dejarla entrar. Me vino a la memoria el recuerdo de un enfrentamiento con una bruja, que había tenido lugar años atrás, la cual, según don Juan, cambiaba de forma con el fin de enloquecerme y darme un golpe mortal. Evidentemente, doña Soledad no era tal como yo la había conocido, pero yo tenía razones para dudar que fuese una bruja. El elemento tiempo desempeñaba un papel preponderante en relación con mi convicción. Pablito, Néstor y yo llevábamos años de relación con don Juan y don Genaro y no éramos brujos; ¿cómo podía serlo doña Soledad? Por grande que fuese su transformación, era imposible que hubiera improvisado algo que cuesta toda una vida lograr.

—¿Por qué me atacó? —pregunté, hablando con voz lo bastante fuerte como para ser oído desde el otro lado de la maciza puerta.

Respondió que el Nagual le había dicho que no me dejase partir. Le pregunté por qué.

No contestó; en cambio, golpeó la puerta furiosamente, a lo que yo respondí golpeando a mi vez con más fuerza. Seguimos aporreando la puerta durante varios minutos. Se detuvo y comenzó a rogarme que le abriera. Sentí una oleada de energía nerviosa. Comprendí que si abría, tendría una oportunidad de huir. Quité la tranca. Entró tambaleándose. Llevaba la blusa desgarrada. La banda que sujetaba su cabello se había caído y las largas greñas le cubrían el rostro.

—¡Mira lo que me ha hecho ese perro bastardo! —au­lló—. ¡Mira! ¡Mira!

Respiré hondo. Se la veía un tanto aturdida. Se sen­tó en un banco y comenzó a quitarse la blusa hecha jiro­nes. Aproveché ese momento para salir corriendo de la casa y precipitarme hacia el coche. Con una velocidad que sólo podía ser hija del miedo, entré en él, cerré la por­tezuela, conecté el motor automáticamente y puse la marcha atrás. Aceleré y volví la cabeza para mirar por la ventanilla posterior. Al hacerlo sentí un aliento cáli­do en el rostro; oí un horrendo gruñido y vi en un ins­tante los ojos demoníacos del perro. Estaba en el asien­to trasero. Vi sus terribles dientes junto a mis ojos. Bajé la cabeza. Sus dientes alcanzaron a cogerme el cabello. Debo de haberme hecho un ovillo en el asiento, y, al ha­cerlo, retirado el pie del embrague. La sacudida que dio el coche hizo perder el equilibrio al animal. Abrí la por­tezuela y salí a toda prisa. La cabeza del perro asomó también por la portezuela. Faltaron pocos centímetros para que me mordiera los tobillos y alcancé a oír el rui­do que hacían sus dientes al cerrar firmemente las mandíbulas. El coche comenzó a deslizarse hacia atrás y yo eché a correr nuevamente, esta vez hacia la casa. Me detuve antes de llegar a la puerta.

Doña Soledad estaba allí parada. Se había vuelto a recoger el pelo. Se había echado un chal sobre los hom­bros. Me miró fijamente por un instante y luego se echó a reír, muy suavemente al principio, como si hacerlo le provocase dolor en las heridas, y luego estrepitosamente. Me señalaba con un dedo y se sostenía el estómago mientras se retorcía de risa. Se movía hacia delante y hacia atrás, encorvándose e irguiéndose, como para no perder el aliento. Estaba desnuda por encima de la cin­tura. Veía sus pechos, agitados por las convulsiones de la risa.

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