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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (26 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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Me hizo subir al autobús. Pero en el camino huí. Co­rrí por entre arbustos y sobre colinas hasta que los pies se me hincharon al punto de no poder quitarme los za­patos. Estuve al borde de la muerte. Pasé nueve meses enfermo. Si el Testigo no me hubiese encontrado, no es­taría vivo.

—Yo no le encontré —me dijo Néstor—. Fue la Gor­da. Me llevó hasta el lugar en que se hallaba y entre los dos lo ayudamos a llegar al autobús y lo trajimos aquí. Deliraba y pagamos un suplemento del billete para que el conductor le permitiera permanecer en el vehículo.

Con acentos sumamente dramáticos, Pablito dijo que él no había cambiado de parecer; aún deseaba morir.

—Pero ¿por qué? —le pregunté.

Benigno respondió por él, con voz estruendosa.

—Porque no le funciona la picha —dijo.

El resonar de su voz fue tan extraordinario que tuve la fugaz impresión de que hablaba desde dentro de una caverna. Era a la vez aterradora y absurda. Reí, casi fuera de control.

Néstor contó que Pablito había tratado de cumplir su misión de establecer relaciones sexuales con las mu­jeres, de acuerdo con las instrucciones del Nagual. Éste le había dicho que los cuatro lados de su mundo estaba ya situados en la posición adecuada y que todo lo que tenía que hacer era exigirlos. Pero cuando Pablito fue a exigir su primer lado, Lidia, ella estuvo a punto de dar­le muerte. Néstor agregó que, en su opinión personal como testigo del evento, la razón por la cual Lidia le ha­bía dado el cabezazo era su imposibilidad para cumplir su función como hombre; en vez de sentirse azorada por las circunstancias, le había golpeado.

—¿Estuvo Pablito realmente enfermo como conse­cuencia de ese golpe, o tan sólo lo fingió? —pregunté, casi chanceando.

Volvió a responder Benigno, con la misma voz re­tumbante.

—¡Sólo fingía! —dijo—. ¡No fue más que un chichón!

Pablo y Néstor rieron agudamente y chillaron.

—No culpamos a Pablito por temer a esas mujeres —dijo Néstor—. Son todas como el propio Nagual, gue­rreros temibles. Son viles y locas.

—¿Las crees tan malas? —le pregunté.

—Decir que son malas es omitir una parte de la ver­dad —dijo Néstor—. Son exactamente como el Nagual. Son decididas y tenebrosas. Cuando el Nagual estaba aquí, solían sentarse cerca de él y mirar a lo lejos con los ojos entornados durante horas, a veces durante días.

—¿Es cierto que Josefina estuvo rematadamente loca hace tiempo? —inquirí.

—No me hagas reír —replicó Pablito—. No hace tiempo; es ahora cuando está loca. Es la más demente de la pandilla.

Les conté lo que me había hecho. Suponía que iban a apreciar el aspecto cómico de su magnífica actuación. Pero mi relato pareció caerles mal. Me escucharon como niños asustados; hasta Benigno abrió los ojos para aten­der a mis palabras.

—¡Es tremendo! —exclamó Pablito—. Esas brujas son realmente horrorosas. Y sabes que su jefe es Cien Nalgas. Es ella quien arroja la piedra y esconde la mano y finge ser una niña inocente. Ten cuidado con ella, Maestro.

—El Nagual preparó a Josefina para que fuese ca­paz de hacerle todo en cualquier momento —explicó Néstor—. Puede fingir lo que se te ocurra: llanto, risa, ira… cualquier cosa.

—Pero ¿cómo es cuando no hace comedia? —pre­gunté a Néstor.

—Está loca de remate —respondió Benigno con voz suave—. Conocí a Josefina el día de su llegada. Tuve que arrastrarla hacia la casa. El Nagual y yo solíamos tenerla atada a la cama. Una vez se echó a llorar por su amiga, una pequeña con la que en otros tiempos había jugado. Lloró tres días. Pablito la consolaba y le daba de comer como a un bebé. Ella es como él. Ninguno de los dos sabe cómo detenerse una vez que ha comenzado.

De pronto, Benigno empezó a olisquear el aire. Se puso de pie y fue hasta el fogón.

—¿Es realmente tímido? —pregunté a Néstor.

—Es tímido y excéntrico —fue Pablito quién repli­có—. Será así hasta que pierda la forma. Genaro nos dijo que tarde o temprano perderíamos la forma, de modo que no tiene sentido amargarnos la vida tratando de cambiar como nos indicó el Nagual. Genaro nos aconsejó divertirnos y no preocuparnos por nada. Tú y las mujeres se inquietan y se esfuerzan; nosotros, por el contrario, lo pasamos bien. Tú no sabes disfrutar de las cosas y nosotros no sabemos amargarnos la vida. El Na­gual llamaba al amargarse la vida ser impecable; noso­tros le llamamos estupidez, ¿no es así?

—Hablas únicamente por ti mismo, Pablito —dijo Néstor—. Benigno y yo no compartimos tu oposición.

Benigno trajo un tazón de comida y me lo puso de­lante. Sirvió a todos. Pablito examinó los recipientes y preguntó a Benigno de dónde los había sacado. Benigno le informó que estaban en una caja, en el lugar que la Gorda le había dicho que los tenía guardados. Pablito me dijo en confianza que aquéllos habían sido sus tazo­nes antes de la ruptura.

—Debemos tener cuidado —comentó Pablito en tono nervioso—. Es indudable que estos tazones están hechi­zados. Esas brujas les ponen algo. Yo preferiría usar el de la Gorda.

Néstor y Benigno empezaron a comer. En ese mo­mento advertí que Benigno me había dado el tazón ma­rrón. Pablito parecía confundido. Quise tranquilizarle, pero Néstor me detuvo.

—No lo tomes en serio —dijo—. Le gusta ser así. Se sentará y comerá. Es allí donde tú y las mujeres fallan. No hay modo de hacerles entender que Pablito es así. Esperan que todo el mundo sea como el Nagual. La Gorda es la única que no se inmuta por él; no porque lo comprenda, sino porque ha perdido la forma.

Pablito se sentó a comer, y entre los cuatro dimos buena cuenta de toda la olla. Benigno lavó los tazones y volvió a ponerlos en la caja cuidadosamente. Luego, nos sentamos cómodamente en torno a la mesa.

Néstor propuso que, tan pronto como oscureciera, fuésemos a dar un paseo por un barranco cercano al que yo solía ir con don Juan y don Genaro. Por una u otra ra­zón, me sentía poco dispuesto a ir. No tenía la suficiente confianza en ellos. Néstor afirmó que estaban acostum­brados a andar en la oscuridad y que el arte de un brujo consistía en pasar desapercibido aun en medio de la multitud. Le conté lo que en cierta ocasión me había di­cho don Juan, antes de dejarme en un lugar desierto de las montañas, no lejos de allí. Me había pedido que me concentrase en tratar de no ser evidente. Decía que los lugareños conocían a todo el mundo de vista. No había mucha gente, pero quienes allí vivían andaban siempre de un lado para otro y eran capaces de distinguir a un extraño a varios kilómetros. Algunos de ellos poseían ar­mas de fuego y no tenían el menor reparo en disparar.

—No te preocupes por los seres del otro mundo —ha­bía dicho don Juan riendo—. Los peligrosos son los me­xicanos.

—Eso sigue siendo válido —dijo Néstor—. Siempre fue cierto. Esa es la razón por la cual el Nagual y Gena­ro eran artistas tan consumados. Aprendieron a pasar inadvertidos por en medio de todo eso. Conocían el arte del acecho.

Aún era demasiado temprano para nuestro paseo por lo oscuro. Quería aprovechar el tiempo para formular a Néstor mi problema crucial. Lo había estado posponien­do hasta ese momento; cierta extraña sensación me ha­bía impedido hacerle la pregunta. Era como si la res­puesta de Pablito hubiese agotado todo mi interés. Pero el propio Pablito vino en mi ayuda: de pronto, trajo a co­lación el tema, como si hubiera leído mis pensamientos.

—Néstor también saltó al abismo él mismo día que nosotros —dijo—. Y así fue como se convirtió en el Testi­go, tú te convertiste en el Maestro y yo en el tonto del pueblo.

Con tono despreocupado pedía Néstor que me ha­blara de su salto al vacío. Traté de aparentar poco inte­rés. Pablito era consciente de la verdadera naturaleza de mi forzada indiferencia. Rió y comentó con Néstor que yo procedía con cautela porque su propio relato de los hechos me había decepcionado profundamente.

—Yo lo hice después de ustedes —dijo Néstor, y se quedó mirándome como si esperara otra pregunta.

—¿Saltaste inmediatamente detrás de nosotros? —in­quirí.

—No. Me llevó bastante rato disponerme —respon­dió—. Genaro y el Nagual no me habían dicho qué ha­cer. Ese era un día de prueba para todos nosotros.

Pablito parecía desalentado. Se levantó de la silla y echó a andar por la habitación. Volvió a sentarse, sacu­diendo la cabeza en un gesto de desesperación.

—¿Realmente nos viste arrojarnos al abismo? —pre­gunté a Néstor.

—Soy el Testigo —replicó. En el presenciar estaba mi camino al conocimiento; contarte impecablemente lo que presencié es mi deber.

—¿Pero qué es lo que viste en verdad? —insistí.

—Los vi aferrarse el uno al otro y correr hasta el lí­mite del abismo. Y luego los vi, como a dos cometas, re­cortados contra el cielo. Pablito se alejó en línea recta y luego cayó. Tú ascendiste un poco y te alejaste un corto trecho del borde, antes de caer.

—Pero ¿saltamos con nuestros cuerpos? —quise saber.

—Bueno… no creo que haya otra forma de hacerlo —dijo, y rió.

—¿No pudo haberse tratado de una ilusión? —pre­gunté.

—¿Qué es lo que estás tratando de decir, Maestro? —preguntó a su vez en tono seco.

—Quiero conocer la verdad de lo ocurrido —dije.

—¿Acaso padeces amnesia, como Pablito? —inquirió Néstor con un destello en la mirada.

Intenté explicarle la naturaleza de mi dilema res­pecto del salto. No se pudo contener y me interrumpió. Pablito intervino para llamarle al orden y se lanzaron a una discusión. Pablito la eludió mediante el expediente de comenzar a pasearse, semisentado, arrastrando la silla alrededor de la mesa.

—Néstor no ve más allá de sus narices —me dijo—. Benigno es igual. No obtendrás nada de ellos. Al menos cuentas con mi simpatía.

Pablito soltó una risilla aguda que hizo temblar sus hombros y se cubrió la cara con el sombrero de Benigno.

—Por lo que a mí se refiere, ambos saltaron —dijo Néstor en un súbito estallido—. Genaro y el Nagual no les habían dejado otra salida. En eso consistía su técnica: en acorralarlos y guiarlos hacia la única puerta abierta. Por eso ustedes dos se arrojaron al vacío. Eso es lo que yo presencié. Pablito dice que él no sintió nada; eso es discutible. Sé que era perfectamente cons­ciente de todo, pero él prefiere negar su experiencia.

—Yo no era verdaderamente consciente —me asegu­ró Pablito en tono de disculpa.

—Puede ser —dijo Néstor secamente—. Pero yo sí, y vi sus cuerpos haciendo lo que debían hacer: saltar.

Las afirmaciones de Néstor me pusieron de un hu­mor singular. Hasta ese momento había estado en bus­ca de confirmaciones para lo que había percibido por mí mismo. Pero, una vez logrado mi propósito, comprendía que no tenía la menor importancia. Saber que había saltado y temer lo que había percibido era una cosa; buscar para ello validaciones consensuales era otra. En­tendí entonces que no había una correlación necesaria entre ambas. Había creído que el hecho de que alguien corroborase el salto liberaría a mi intelecto de dudas y temores. Estaba equivocado. Contra lo esperado, me sentía más inquieto, más inmerso en la cuestión.

Empecé por comunicar a Néstor que, si bien había ido a verlos con la finalidad específica de obtener de ellos la confirmación de mi salto, había cambiado de idea y no quería hablar más del asunto. Los dos se pusieron a ha­blar a la vez, de modo que la conversación se generalizó. Pablito sostenía que él no había sido consciente, Néstor gritaba que Pablito era un consentido y yo decía que no quería oír mencionar el salto ni una vez más.

Por primera vez, me resultó absolutamente ostensi­ble que los tres carecíamos de serenidad y de dominio de sí. Ninguno de nosotros estaba dispuesto a prestar toda su atención al otro, como lo hacían don Juan y don Ge­naro. Puesto que me era imposible mantener un orden mínimo en nuestro intercambio de opiniones, me sumí en mis propias cavilaciones. Siempre había pensado que el único de mis defectos que me había impedido entrar de lleno en el mundo de don Juan era mi insistencia en racionalizarlo todo; pero la presencia de Pablito y de Néstor me acababa de dar una nueva visión de mí mis­mo. Otro de mis defectos era la timidez. Una vez aparta­do de los seguros rumbos del sentido común, me faltaba confianza en mí mismo y me dejaba intimidar por el te­rrible peso de aquello que tenía lugar ante mis ojos. Así consideré imposible creer que yo había saltado al vacío.

Don Juan había afirmado en numerosas ocasiones que en la brujería todo consistía en una cuestión de per­cepción; fieles a ese criterio, él y don Genaro habían montado un drama enorme, catártico, destinado a nues­tro último encuentro en aquella cima arrasada. Cuando me hicieron expresar en palabras claras y audibles mi agradecimiento a cuantos alguna vez me habían ayudado, me embargó la alegría. En ese instante había captado toda mi atención, permitiendo a mi cuerpo percibir el único acto posible dentro de su marco de referencia: el salto al abis­mo. Ese salto era la realización práctica de mi percep­ción, no como hombre corriente, sino como brujo.

Estaba tan absorto poniendo por escrito mis pensa­mientos que no advertí que Néstor y Pablito habían de­jado de hablar y los tres me estaban mirando. Les expli­qué que, para mí, no había modo de comprender qué había ocurrido en ese salto.

—No hay nada que comprender —dijo Néstor—. Las cosas suceden y nadie puede decir cómo. Pregúntale a Benigno si quiere comprender.

—¿Quieres comprender? —pregunté a Benigno en broma.

—¡Puedes estar seguro de ello! —exclamó con voz de bajo profundo, haciendo reír a todos.

—Te complaces en afirmar que quieres entender —pro­siguió Néstor—. Como Pablito se complace en afirmar que no recuerda nada.

Miró a Pablito y me guiñó un ojo. Pablito bajó la cabeza.

Néstor me preguntó si algo me había llamado la atención en el talante de Pablito en el momento previo al salto. Tuve que admitir que no me había visto en situación de reparar en cosas tan sutiles como el talante de Pablito.

—Un guerrero debe advertirlo todo —dijo—. Esa es su peculiaridad y, como decía el Nagual, en ello radi­ca su ventaja.

Sonrió y fingió turbación, cubriéndose la cara con el sombrero.

—¿Qué es lo que omití tomar en cuenta respecto del talante de Pablito? —le pregunté.

—Pablito había saltado antes de acercarse al abis­mo —respondió—. No tenía que hacer nada. Lo mismo hubiera dado que se sentase en el borde en vez de arro­jarse.

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