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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (22 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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—Ese ataque de los aliados fue realmente terrorífico —dijo, una vez que nos hubimos sentado en la cama—. A decir verdad, tuvimos muchísima suerte al salir con bien de sus garras. Yo no tenía idea de por qué el Na­gual me había indicado ir a casa de Genaro contigo. Ahora lo sé. Es en esa casa donde los aliados son más fuertes. Escapamos de ellos por un pelo. Fue una gran fortuna para nosotros el que yo haya sabido salir de allí.

—¿Cómo lo hiciste, Gorda?

—Francamente, no lo sé —dijo—. Sencillamente lo hice. Supongo que mi cuerpo supo cómo, pero cuando in­tento pensar en el modo preciso, lo encuentro imposible.

—Fue una gran prueba para ambos. No había com­prendido hasta esta noche que era capaz de abrir el ojo; pero mira lo que hice. Verdaderamente, abrí el ojo, tal como el Nagual aseguraba que podía hacer. Nunca lo había logrado antes de que llegaras. Lo había intenta­do, pero sin resultados. Esta vez, el miedo a esos aliados me llevó a coger el ojo según las instrucciones del Na­gual, agitándolo cuatro veces en sus cuatro direcciones. El aseveraba que se lo debía sacudir como si se tratase de una sábana, y luego abrirlo como a una puerta, afe­rrándolo exactamente por el medio. El resto fue muy fá­cil. Una vez la puerta se hubo abierto, sentí que un fuerte viento me atraía, en lugar de alejarme. La difi­cultad, según el Nagual, consiste en regresar. Uno tiene que ser muy fuerte para hacerlo. El Nagual, Genaro y Eligio podían entrar y salir de ese ojo como si nada.

Para ellos el ojo ya no era un ojo, decían que era como una luz anaranjada, como el sol. Y también el Nagual y Genaro eran una luz anaranjada cuando volaban. Yo me encuentro aún en un punto muy bajo de la escala; el Nagual decía que al volar me expandía y se me veía como un montón de estiércol en el cielo. No tengo luz. Esa es la razón por la cual el retorno es tan terrible para mí. Esta noche me ayudaste, me atrajiste dos ve­ces. Te mostré mi vuelo porque el Nagual me ordenó dejártelo
ver
, por difícil o pobre que fuese. Se suponía que con mi vuelo te ayudaba, tal como se suponía que tú me ayudabas al no ocultarme tu doble.
Vi
todo tu accionar desde la puerta. Estabas tan atareado sintiendo pena por Josefina que tu cuerpo no advirtió mi presencia.
Vi
cómo tu doble te salía de la coronilla. Lo hizo retorcién­dose como un gusano.
Vi
un estremecimiento que co­menzaba en tus pies y te recorría entero; luego salió el doble. Era como tú, pero muy brillante. Era como el pro­pio Nagual. Es por eso que las hermanas quedaron pe­trificadas. Comprendí que creían que se trataba del Na­gual en persona. Pero no logré
verlo
todo. Perdí el sonido, porque no tenía atención para ello.

—¿Cómo has dicho?

—El doble requiere tremendas cantidades de aten­ción. El Nagual te dio esa atención a ti, pero no a mí. Me dijo que ya no tenía tiempo.

Agregó algo más, acerca de cierta clase de atención, pero yo estaba muy cansado. Me quedé dormido tan re­pentinamente que ni siquiera tuve tiempo de poner a un lado mi libreta.

C
APÍTULO
C
UARTO

LOS GENAROS

Desperté alrededor de las ocho de la mañana siguiente y descubrí que la Gorda había asoleado mis ropas y pre­parado el desayuno. Lo tomamos en la cocina, en el lu­gar que hacía las veces de comedor. Una vez que hubi­mos terminado, le pregunté por Lidia, Rosa y Josefina. Parecían haberse esfumado de la casa.

—Están ayudando a Soledad —dijo—. Se está pre­parando para partir.

—¿A dónde va?

—A algún lugar, lejos de aquí. Ya no tiene razón al­guna para quedarse. Estuvo esperándote y tú ya has llegado.

—¿Las hermanitas se van con ella?

—No. Sólo que hoy no quieren estar aquí. Todo hace pensar que para ellas no es un buen día para andar por el lugar.

—¿Por qué no es un buen día?

—Los Genaros vienen a verte hoy y las muchachas no congenian con ellos. Si se encuentran aquí, se lanza­rán a la lucha más espantosa. La última vez estuvieron a punto de matarse.

—¿Luchan físicamente?

—Ya lo creo. Son todos muy fuertes y ninguno quie­re el segundo puesto. El Nagual me advirtió que ello ocurriría, pero no tengo poder para detenerlos; y no solo eso, sino que he tenido que tomar partido, de modo que es un lío.

—¿Cómo sabes que los Genaros vendrán hoy?

—No he hablado con ellos. Sólo sé que hoy estarán aquí, eso es todo.

—¿Lo sabes porque
ves
, Gorda?

—Así es.
Veo
que vienen. Y uno de ellos viene direc­tamente hacia ti, porque le estás atrayendo.

Le aseguré que no atraía a nadie en particular. Le dije que no había revelado a nadie el propósito de mi viaje, pero que estaba relacionado con algo que deseaba preguntar a Pablito y a Néstor.

Sonrió con coquetería y sostuvo que el destino me ­había unido a Pablito, que éramos muy parecidos, y que, a no dudarlo, él iba a ser el primero en verme. Agregó que todo lo que le sucedía a un guerrero debía interpretarse como un presagio; así, mi encuentro con Soledad era un presagio de aquello que iba a descubrir en mi visita. Le pedí que me explicara ese punto.

—Los hombres te darán poco esta vez —dijo—. Son las mujeres las que te harán trizas, como lo hizo Sole­dad. Eso es lo que te diría, si leyera el presagio. Tú es­peras a los Genaros, pero son hombres, como tú. Y con­sidera ese otro presagio: están un poco atrasadillos. Yo diría que llevan un atraso de un par de días. Ese es tu destino, al igual que el de ellos: llevar siempre un par de días de atraso.

—¿Atraso con respecto a qué, Gorda?

—Con respecto a todo. Respecto de las mujeres, por ejemplo.

Rió y me acarició la cabeza.

—Por testarudo que seas —prosiguió—. Tendrás que admitir que tengo razón. Espera y verás.

—¿Te dijo el Nagual que los hombres estaban atra­sados respecto de las mujeres? —pregunté.

—Desde luego —replicó—. Todo lo que tienes que hacer es mirar a tu alrededor.

—Lo hago, Gorda. Pero no veo tal cosa. Las mujeres se hallan siempre detrás. Dependen de los hombres.

Se echó a reír. Su risa no revelaba desdén ni amar­gura; sonaba más bien a clara alegría.

—Conoces mejor el mundo de la gente que yo —dijo con firmeza—. Pero en este momento yo no tengo forma y tú sí. Te digo: las mujeres son mejores brujas que los hombres, porque hay una grieta ante sus ojos.

No parecía enfadada, pero me sentí obligado a expli­carle que yo formulaba preguntas y hacía comentarios, no para atacar ni defender ningún punto en particular, sino porque quería que hablara.

Me replicó que no había hecho más que hablar desde el momento de nuestro encuentro, y que el Nagual la había preparado para hablar porque su tarea era idén­tica a la mía: estar en el mundo de la gente.

—Todo lo que decimos —prosiguió—, es un reflejo del mundo de la gente. Descubrirás antes de que tu visi­ta haya terminado que hablas y actúas como lo haces porque sigues unido a la forma humana, así como los Genaros y las hermanitas siguen unidos a la forma hu­mana cuando luchan a muerte entre ellos.

—¿Pero acaso no se esperaba que todas colaborasen con Pablito, Néstor y Benigno?

—Genaro y el Nagual nos dijeron que debíamos vivir en armonía y ayudarnos y protegernos mutuamente, porque estábamos solos en el mundo. Pablito quedó a cargo de nosotras cuatro, pero es un cobarde. De ser por él, nos dejaría morir como perros. No obstante, cuando el Nagual estaba aquí, Pablito era muy amable y cuida­ba muy bien de nosotras. Todo el mundo solía tomarle el pelo y decirle, bromeando, que nos trataba como si fuésemos sus esposas. No mucho antes de su partida, el Nagual y Genaro le confiaron que tenía una buena oportunidad de llegar a ser el Nagual algún día, por cuanto era posible que nosotras llegáramos a ser sus cuatro vientos, sus cuatro lados del mundo. Pablito en­tendió esto como una misión, y cambió a partir de entonces. Se puso insufrible. Comenzó a darnos órdenes, como si realmente fuésemos sus esposas.

Le pregunté al Nagual por las posibilidades de Pabli­to y me respondió que todo en el mundo de un guerrero, como yo debía saber, dependía de la impecabilidad. Si Pablito fuera impecable, tendría una oportunidad. Me eché a reír cuando me dijo eso. Conozco bien a Pablito. Pero el Nagual me explicó que no debía tomarlo a la ligera. Dijo que los guerreros siempre tenían una oportunidad, no importa cuán pequeña sea. Me hizo ver que yo también era un guerrero y no debía estorbar a Pablito con mis pensamientos. Que debía desecharlos y dejar en paz a Pa­blito; que lo impecable, en mi caso, consistía en ayudar a Pablito sin preocuparme por lo que sabía de él.

—Comprendí sus palabras. Además, tengo una deuda personal con Pablito, y recibí con gusto la ocasión de ten­derle una mano. Pero no ignoraba que, por muchos es­fuerzos que hiciese en su favor, iba a fracasar. Siempre supe que él carecía de lo que hace falta para ser como el Nagual. Pablito es muy pueril y no aceptará su derrota. Es desdichado porque no es impecable, y, sin embargo, en su pensamiento sigue intentando ser como el Nagual.

—¿Cómo fracasó?

—Tan pronto como el Nagual partió, Pablito tuvo una fatal discusión con Lidia. Años atrás, el Nagual le había encomendado la misión de ser el marido de Lidia, para cubrir las apariencias. La gente de por aquí creía que ella era su esposa. Esto a Lidia no le agradaba en lo más mínimo. Es muy dura. Lo cierto es que Pablito siempre le tuvo un miedo mortal. Nunca se llevaron bien, y se toleraron recíprocamente debido a la presen­cia del Nagual; pero cuando éste se fue, Pablito se vol­vió más loco de lo que ya estaba y se convenció de que poseía el suficiente poder personal para tomarnos por esposas. Los tres Genaros se reunieron y discutieron lo que Pablito debía hacer. Decidieron que primero tenía que tomar a Lidia, la más fuerte de las mujeres. Aguarda­ron a que estuviera sola y entonces los tres entraron a la casa, la cogieron por los brazos y la arrojaron sobre la cama. Pablito se puso encima de ella. Al principio, Lidia creyó que los Genaros estaban jugando. Pero cuando comprendió que sus propósitos eran serios, propinó a Pablito un cabezazo en el medio de la frente que lo puso al borde de la muerte. Los Genaros huyeron y Néstor pasó meses cuidando a Pablito a causa del golpe.

—¿Hay algo que yo pueda hacer para ayudarles a en­tender?

—No. Desgraciadamente, su problema no es de com­prensión. Los seis entienden muy bien. La verdadera di­ficultad no estriba en eso; se trata de otra cosa, algo muy feo en lo que nadie puede ayudarles. Se complacen en no tratar de cambiar. Desde que saben que no lo lograrán por mucho que lo intenten, o lo deseen, o lo necesiten, han abandonado por completo la parda. Eso es tan malo como sentirse desalentado por los fracasos. El Nagual les ad­virtió a todos ellos que los guerreros, tanto hombres como mujeres, deben ser impecables en su esfuerzo por cambiar, con el objeto de asustar a la forma humana y deshacerse de ella. Al cabo de años de impecabilidad lle­gará un momento, al decir del Nagual, en que la forma no soporte más y parta, como ocurrió conmigo. Al hacer­lo, por supuesto, lastima el cuerpo y hasta puede llegar a matarlo, pero un guerrero impecable sobrevive, siempre.

El discurso de la Gorda se vio interrumpido por un golpe en la puerta delantera. La Gorda se puso de pie y fue a alzar el pestillo. Era Lidia. Me saludó con gran formalidad y le pidió a la Gorda que fuese con ella. Sa­lieron juntas.

Me alegré de estar solo. Trabajé en mis notas duran­te horas. En el lugar al aire libre que se empleaba como comedor hacía fresco y había muy buena luz.

La Gorda regresó cerca del mediodía. Me preguntó si quería comer. Yo no tenía hambre, pero insistió en que lo hiciera. Me aseguró que los contactos con los aliados de­bilitaban mucho, y que ella misma no se sentía muy fuerte.

Después de comer, me senté junto a la Gorda, y esta­ba a punto de comenzar a interrogarla sobre el «soñar», cuando se abrió la puerta delantera estrepitosamente y entró Pablito. Jadeaba. Era evidente que había corrido y se le veía en un estado de gran agitación. Se detuvo un instante junto a la puerta para recobrar el aliento. No había cambiado mucho. Parecía un poco más viejo, o más pesado, o, tal vez, sencillamente, más fornido. No obstante, seguía siendo muy delgado y nervudo. Tenía la tez pálida, como si hubiese pasado mucho tiempo sin ver el sol. El castaño de sus ojos se veía acentuado por ligeras huellas de fatiga en su rostro. Recordaba a Pa­blito como dueño de una seductora sonrisa; al verle allí, ésta me resultó tan encantadora como de costumbre. Corrió hacia el lugar en que yo me encontraba y me co­gió por los antebrazos durante un momento, sin decir palabra. Me puse de pie. Entonces me sacudió suave­mente y me abrazó. Yo también experimentaba un enorme gusto al verle, y saltaba de un lado para otro con alegría infantil. No sabía qué decirle y fue él quien finalmente rompió el silencio.

—Maestro —dijo dulcemente, inclinando la cabeza como si se sometiese a mí.

El que me llamase «maestro» me cogió por sorpresa. Me volví como si buscase a alguien detrás de mí. Exage­ré mis movimientos para permitirle comprender que es­taba perplejo. Sonrió, y lo único que se me ocurrió fue preguntarle cómo sabía que yo estaba allí.

Me dijo que él, Néstor y Benigno se habían visto for­zados a volver a causa de un extraño temor, que les hizo correr día y noche, sin detenerse. Néstor se había dirigi­do a su casa, con el fin de averiguar si había allí algo que justificase el sentimiento que les había guiado. Benigno había ido a la de Soledad y él a la de las muchachas.

—Tú has sacado el gordo, Pablito —dijo la Gorda, y rió.

Pablito no respondió. La miró.

—Apostaría a que estás elaborando un medio para echarme —dijo, con gran enfado.

—No te metas conmigo, Pablito —dijo la Gorda, im­perturbable.

Pablito se volvió hacia mí y se disculpó; agregó, en voz bien audible, como si deseara que todo aquel que se en­contrase en la casa le oyera, que había traído su propia si­lla para sentarse, y que podía colocarla donde quisiera.

—No hay aquí nadie más que nosotros —dijo la Gor­da con suavidad, y sofocó una risita.

—De todos modos, traeré mi silla —dijo Pablito—. A ti no te importa, Maestro, ¿no?

Miré a la Gorda. Me hizo con el pie una seña casi imperceptible, autorizándome a seguir adelante.

—Tráela. Trae todo lo que quieras —dije.

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