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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (41 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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Las hermanitas se acercaron a mí y rieron, pal­meándome la espalda.

—Es muy difícil penetrar en nuestra segunda aten­ción —prosiguió la Gorda—. Y es aún más difícil lograr­lo cuando se es cómo tú. El Nagual decía que debías co­nocer mejor que los demás esas dificultades. Mediante sus plantas de poder, aprendiste a internarte en ese otro mundo. Es por eso que hoy nos llevaste al borde de la muerte. Nosotras deseábamos concentrar nuestra segunda atención en el lugar del Nagual, y tú nos hun­diste en algo desconocido. No estamos preparadas para ello, pero tampoco lo estás tú. Tampoco puedes ayudarte a ti mismo; las plantas de poder te hicieron así. El Nagual tenía razón; debemos ayudarte a con­tener tu segunda atención, y tu tienes que ayudarnos a liberar la nuestra. Tu segunda atención puede ir muy lejos, pero está fuera de control; la nuestra tiene poco radio de acción, pero la tenemos absolutamente contro­lada.

La Gorda y las hermanitas, una a una, me fueron ex­presando cuán horrible había sido la experiencia de ha­llarse perdidas en el otro mundo.

—El Nagual me dijo —prosiguió la Gorda— que cuando concentraba tu segunda atención con su humo, la dirigías a un mosquito. El mosquito se convertía en­tonces en el guardián del otro mundo para ti.

Le confesé que era cierto. Como me lo pidió, les na­rre la experiencia por la que don Juan me había hecho pasar. Con la ayuda de su mezcla para fumar, había lle­gado a percibir un mosquito de unos treinta metros de altura, un monstruo horripilante que se movía a veloci­dad increíble y con gran agilidad. La fealdad de aquella criatura era repugnante y, sin embargo, poseía una fan­tástica magnificencia.

Tampoco había tenido modo de acomodar esa expe­riencia a mi esquema racional de las cosas. Mi único apo­yo intelectual radicaba en mi profunda certidumbre de que uno de los efectos de la mezcla psicotrópica era la alucinación relativa al tamaño del mosquito.

Dirigiéndome en particular a la Gorda, les expuse mi explicación racional, causal, de lo que había tenido lugar. Rieron.

—Las alucinaciones no existen —dijo la Gorda con firmeza—. Si alguien ve de pronto algo diferente, algo nuevo, es debido a que la segunda atención se ha con­centrado y la persona la ha dirigido a un objeto en par­ticular. De todos modos, algo debe concentrar la aten­ción de la persona: tal vez el alcohol, o la locura, o quizá la mezcla de fumar del Nagual.

—Tu
viste
un mosquito y éste se convirtió en el guar­dián del otro mundo para ti. ¿Y sabes qué es ese otro mundo? Es el mundo de nuestra segunda atención. El Nagual creía probable que tu segunda atención tuviese la fuerza necesaria para superar al guardián y entrar a ese mundo. Pero no era así. De haberlo sido, habrías entrado en él para no retornar jamás. El Nagual me dijo que estaba preparado para seguirte. Pero el guar­dián te cerró el paso y estuvo a punto de matarte. El Nagual se vio obligado a dejar de emplear sus plantas de poder para concentrar tu segunda atención porque tú sólo la dirigías a los aspectos pavorosos de la reali­dad. Tuvo, en cambio, que hacerte
soñar
, para que la encontraras por otros medios. No obstante, estaba segu­ro de que también tu
soñar
sería horroroso. No había nada que hacer al respecto. Tú seguías sus pasos y el poseía un lado horrible, terrorífico.

Callaron. Era como si cada uno hubiese sido atrapa­do por sus propios recuerdos.

La Gorda contó que el Nagual me había señalado en una ocasión un insecto rojo muy especial, en las monta­ñas de su tierra. Me preguntó si lo recordaba.

Lo recordaba. Años atrás don Juan me había llevado a una zona desconocida para mi, en las montañas de México Septentrional. Me hizo ver unos insectos redon­dos, del tamaño de una mariquita. El dorso era de un rojo brillante. Quise echarme al suelo para examinar­los, pero no me lo permitió. Me dijo que debía observar­los, sin mirarlos fijamente, hasta haber memorizado su forma, porque se esperaba de mí que los recordase siem­pre. Explicó luego algunos complicados detalles de su con­ducta, dando a su discurso un cierto matiz metafórico. Me habló acerca de la arbitrariedad de valores que re­gían nuestras costumbres más arraigadas. Destacó algu­nos hábitos atribuidos a aquellos insectos y los comparó con los nuestros. A la luz de tal comparación, los funda­mentos de nuestras creencias se veían ridículos.

—Antes de que Genaro y él partieran —continuó la Gorda—, el Nagual me llevó al lugar de las montañas en que vivían esos animalitos. Ya había estado allí una vez, al igual que todos los demás. El Nagual se aseguró de que todos conociéramos aquellas pequeñas criaturas, si bien nunca nos permitió observarlas.

—Allí me dijo lo que debía hacer contigo y lo que de­bía decirte. Ya te he comunicado la mayor parte de aquello que me encomendó, salvo una última cosa. Tie­ne que ver con aquello que has estado preguntando a todo el mundo: ¿Dónde están el Nagual y Genaro? Te diré exactamente donde se encuentran. El Nagual ase­guraba que lo entenderías mejor que cualquiera de no­sotros. Ninguno de nosotros ha
visto
jamás al guardián. Ninguno de nosotros ha estado jamás en ese mundo amarillo azufre en que vive. Tú eres el único. El Nagual dijo haberte seguido en tu entrada a ese mundo cuando enfocaste tu segunda atención sobre el guardián. Pre­tendía ir allí contigo, tal vez para no regresar, si tú hubieses tenido la fuerza necesaria para pasar. Fue enton­ces cuando descubrió el mundo de aquellos pequeños insectos rojos. Decía que era la cosa más hermosa y per­fecta que se pudiera imaginar. De modo que cuando llegó para él y para Genaro la hora de abandonar este mundo, concentraron su segunda atención y la dirigie­ron a aquel mundo. Entonces el Nagual abrió la grieta, como tu mismo viste, y entraron por ella a ese mundo, donde aguardan nuestra llegada, que tendrá lugar al­gún día. El Nagual y Genaro amaban la belleza. Fueron allí por su exclusivo placer.

Me miró. Yo no tenía nada que decir. Ella había es­tado en lo cierto al afirmar que su revelación debía ha­cerse en el momento estrictamente adecuado si se pre­tendía que surtiese algún efecto. Sentía una angustia inexpresable. Era como un deseo de llorar, aunque no estaba triste ni melancólico. Ansiaba algo inefable, pero esa ansiedad no me pertenecía. Como muchos de los sentimientos y sensaciones que había tenido desde mi llegada, me era ajeno.

Vinieron a mi memoria las aseveraciones de Néstor acerca de Eligio. Conté a la Gorda lo que él había dicho y ella me pidió que les narrara las visiones de mi tra­yecto entre el tonal y el nagual, inmediatamente poste­rior a mi salto al abismo. Cuando terminé, todas pare­cían asustadas. La Gorda aisló de inmediato mi visión de la cúpula.

—El Nagual nos dijo que nuestra segunda atención sería enfocada algún día a esa cúpula —afirmó—. Ese día seremos enteramente segunda atención, como lo son el Nagual y Genaro, y ese día nos reuniremos con ellos.

—¿Quieres decir, Gorda, que iremos como somos? —pregunté.

—Sí, iremos como somos. El cuerpo es la primera aten­ción, la atención del tonal. Cuando se convierte en segunda atención, sencillamente entra al otro mundo. Al saltar al abismo concentraste temporalmente tu segun­da intención. Pero Eligio era más fuerte y su segunda intención quedó fijada por el salto. Eso fue lo que le ocu­rrió y era como nosotros. Pero es imposible decir dónde está. Ni siquiera el Nagual lo sabía. Pero si está en al­guna parte es en esa cúpula. O rebotando de visión en visión, tal vez para toda la eternidad.

La Gorda dijo que en mi trayecto entre el tonal y el nagual había corroborado a gran escala que la totalidad de nuestro ser se convierte en segunda atención, y tam­bién cuando ella nos transportó un kilómetro para huir de los aliados. Agregó que el problema que el Nagual nos había dejado por resolver, a modo de desafío, consis­tía en si íbamos a ser o no capaces de desarrollar nues­tra voluntad, o el poder de nuestra segunda atención para enfocarlo en forma indefinida sobre cualquier cosa que quisiéramos.

Permanecimos inmóviles durante un rato. Aparente­mente, había llegado mi hora de partir, pero no podía ponerme en marcha. El pensar en el destino de Eligio me había paralizado. Ya fuese que hubiese podido lle­gar a la cúpula de nuestro encuentro, ya fuese que hu­biera quedado atrapado en lo tremendo, la imagen de su viaje era enloquecedora. No me costaba ningún es­fuerzo concebirlo, puesto que contaba con mi propia ex­periencia.

El otro mundo al cual don Juan se había referido prácticamente desde el mismo momento en que nos co­nocimos, había sido siempre una metáfora, una forma oscura de designar cierta distorsión perceptual, o, en el mejor de los casos, una manera de hablar acerca de un estado indefinible del ser. Si bien don Juan me había hecho percibir rasgos indescriptibles del mundo, no me era posible considerar míos experiencia como algo más que un juego sobre mi percepción, un espejismo dirigido de alguna especie, al cual se las había arreglado para someterme, bien por medio de plantas psicotrópicas o valiéndose de otros métodos que yo no lograba deducir racionalmente. Siempre había ocurrido esto. Siempre me había escudado en la idea de que la unidad del «yo» que conocía y que me era familiar había sido desplaza­da tan sólo temporalmente. Era inevitable, tan pronto como esa unidad fuera recuperada, que el mundo vol­viera a convertirse en el refugio de mi inviolable ser ra­cional. El campo de probabilidades que la Gorda había abierto con sus revelaciones era escalofriante.

Se puso de pie y me hizo levantar del banco por la fuerza. Dijo que yo debía partir antes del crepúsculo. Me acompañaron al coche y nos despedimos.

La Gorda me dio una última orden. A mi regreso de­bía ir directamente a casa de los Genaros.

—No queremos verte hasta que sepas qué hacer —dijo con una radiante sonrisa—. Pero no tardes demasiado.

Las hermanitas asintieron.

—Estas montañas no nos van a permitir permane­cer aquí por mucho tiempo —agregó, señalando con un sutil movimiento de la barbilla las ominosas, erosiona­das colinas del otro lado del valle.

Le hice una pregunta más. Quería saber si ella tenía alguna idea del lugar al que irían el Nagual y Genaro una vez que se hubiese concretado nuestro encuentro. Levantó los ojos al cielo, alzó los brazos e hizo un movi­miento indescriptible con ellos, dando a entender que no había límite para aquella inmensidad.

CARLOS CÉSAR SALVADOR ARANHA CASTANEDA (Cajamarca, Perú, 25 de diciembre de 1925 o Juqueri, Brasil, 25 de diciembre de 1935 - Los Ángeles, 27 de abril de 1998) fue un antropólogo y escritor, autor de una serie de libros que describirían su entrenamiento en un tipo particular de nahualismo tradicional mesoamericano, al cual él se refería como una forma muy antigua y olvidada.

Sus 10 libros, publicados en 17 idiomas, fueron grandes éxitos de ventas dentro y fuera de Estados Unidos, tenía decenas de millones de lectores en todo el mundo y una vez había sido portada de la revista Time con el calificativo de «líder del Renacimiento Americano».

Aunque el origen de los libros de Castaneda seguirá siendo siempre un misterio, no puede negarse que el autor tenía un conocimiento notable de los estados alterados de consciencia, de los efectos de las plantas visionarias y de formas de pensar de las culturas arcaicas del continente americano. Además, su habilidad con la pluma, los apuntes psicológicos de los personajes que desfilan por sus libros, la capacidad para mantener en vilo al lector, y el acierto de contactar con los desvelos e intereses de una época, acabaron por dar en el clavo y convertir su obra en un punto de referencia.

Para acabar, mencionar que el personaje descrito por Castaneda no es un chamán en el sentido tradicional del término —o sea, una persona que se dedica a realizar sesiones en bien de la comunidad, o para sanar—, sino que representa una «persona de conocimiento» que sigue su propio camino personal para descubrir y entrenarse, empleando plantas u otras técnicas, en su relación con el mundo, con su parte invisible y misteriosa.

Pero murió tan secretamente como había vivido. Era Carlos Castaneda, autor de la serie de libros sobre las enseñanzas del mago indio Don Juan, y un mito de la espiritualidad en los años 70.

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