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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (24 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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—¿Les dijo el Nagual eso a todos?

—Claro, por supuesto. Todos lo saben.

—Pero a mí nunca me lo dijo.

—Oh… es que tú eres un hombre muy educado y siempre estás discutiendo cosas estúpidas.

Rió, en un tono forzado y agudo, y me dio unas pal­maditas en la espalda.

—¿Les dijo el Nagual en alguna oportunidad que los toltecas eran un pueblo antiguo que vivió por esta parte de México? —pregunté.

—¿Ves a dónde vas a parar? Por eso a ti no te dijo nada. Lo más probable es que el viejo cuervo no supiera que se trataba de un pueblo antiguo.

Se mecía en la silla mientras reía. Su risa era muy agradable y contagiosa.

—Somos toltecas, Maestro —dijo—. Ten la seguri­dad de que lo somos. Eso es todo lo que sé. Pero puedes preguntarle al Testigo. Él sabe. Yo he perdido el interés por la cuestión hace mucho.

Se puso de pie y se dirigió al fogón. Lo seguí. Exami­nó una olla llena de comida que se cocía a fuego lento. Me preguntó si sabía quién lo había preparado. Estaba casi seguro de que había sido la Gorda, pero le respondí que no sabía. La olió cuatro o cinco veces, en cortas in­halaciones, como un perro. Luego anunció que su nariz le informaba que lo había hecho la Gorda. Me preguntó si yo lo había probado; cuando le hice saber que había acabado de comer exactamente antes de que él llegara, cogió un tazón de un estante y se sirvió una enorme ra­ción. Me recomendó, en términos imperativos, que sólo comiera cosas preparadas por la Gorda y que usara úni­camente su tazón, tal como él lo estaba hacien­do. Le conté que la Gorda y las hermanitas me habían servido de comer en un tazón oscuro que guardaban en un estante separado de los demás. Me informó que ese tazón pertenecía al Nagual. Regresamos a la mesa. Co­mió con la mayor lentitud y no pronunció una sola pala­bra. Su absoluta concentración en el comer me llevó a tomar conciencia de que todos ellos hacían lo mismo: tragaban en completo silencio.

—La Gorda es una gran cocinera —dijo, al termi­nar—. Solía alimentarme. Hace siglos de ello, antes de odiarme, antes de convertirse en una bruja; quiero de­cir, en una tolteca.

Me miró con un expresivo destello y me guiñó un ojo.

Sentí la obligación de comentar que la Gorda me ha­bía dado la impresión de ser incapaz de odiar a nadie. Le pregunté si sabía que ella había perdido la forma.

—¡Eso es una sarta de tonterías! —exclamó.

Me observó como si estuviese midiendo la sorpresa de mis ojos, y luego escondió la cara tras un brazo y so­focó una risa tonta al modo de un niño confundido.

—Debo admitir que realmente lo ha hecho —agre­gó—. Es fantástica.

—Entonces, ¿por qué te desagrada?

—Te diré algo, Maestro, porque confío en ti. No me desagrada en lo más mínimo. Es realmente la mejor. Es la mujer del Nagual. Sólo que procedo así con ella por­que me gusta que me mime, y lo hace. Nunca se irrita conmigo. A veces me dejo llevar y me trabo en lucha con ella. Cuando esto sucede, se limita a quitarse de en me­dio, como hacía el Nagual. Al minuto siguiente ni siquie­ra recuerda lo que hice. Ahí tienes a un verdadero gue­rrero sin forma. Hace lo mismo con todos. Pero los demás somos unos despojos lamentables. Somos malos. Esas tres brujas nos odian y nosotros las odiamos.

—Ustedes son brujos, Pablito. ¿No pueden cesar esas riñas?

—Claro que podemos, pero no lo deseamos. ¿Qué es­perabas que hiciésemos? ¿Que nos comportáramos como hermanos y hermanas?

No supe qué decir.

—Ellas eran las mujeres del Nagual —prosiguió—. Y, sin embargo, todo el mundo esperaba que me hiciese con ellas. ¡Cómo, en nombre de Dios, voy a hacerlo! Lo inten­té con una y, en vez de apoyarme, la bruja estuvo a pun­to de asesinarme. De modo que ahora cada una de esas mujeres anda tras mi escondite como si hubiese cometi­do un crimen. Lo único que hice fue seguir las instruccio­nes del Nagual. Él me ordenó tener relaciones íntimas con todas ellas, una por una, hasta lograr tenerlas con todas a la vez. Pero no lo conseguí con ninguna.

Deseaba preguntarle por su madre, doña Soledad, pero no se me ocurrió ningún modo de traerla a la con­versación. Callamos por un momento.

—¿Las odias por lo que trataron de hacerte? —pre­guntó de pronto.

Vi mi oportunidad.

—No, en absoluto —dije—. La Gorda me explicó sus razones. Pero el ataque de doña Soledad fue aterrador. ¿La ves a menudo?

No respondió. Miró al techo. Repetí mi pregunta. Advertí que sus ojos estaban llenos de lágrimas. Su cuerpo tembló, convulsionado por silentes sollozos.

Declaró que una vez había tenido una hermosa ma­dre, a la cual, sin duda, yo recordaría. Su nombre era Manuelita, una santa mujer que crió dos niños, traba­jando como una mula para mantenerlos. Sentía la más profunda veneración por aquella mujer, que les había alimentado y amado. Pero un horrible día su destino se había cumplido y se había encontrado con Genaro y el Nagual, y, entre los dos, habían destruido su vida. Con tono muy emotivo, Pablito aseveró que los dos demonios se habían llevado su alma y el alma de su madre. Asesi­naron a Manuelita y dejaron en su lugar a Soledad, esa horrenda hechicera. Me clavó los ojos bañados en lágri­mas y sostuvo que esa espantosa mujer no era su ma­dre. No era posible que fuese su Manuelita.

Sollozaba de una manera incontrolable. Yo no sabía qué decir. Su estallido emocional era a tal punto auténtico, y sus argumentos tan verosímiles, que me vi domina­do por una oleada de sentimentalismo. Pensando como lo haría la mayoría de los hombres civilizados, tuve que estar de acuerdo con él. A juzgar por la apariencia, era una verdadera desgracia para Pablito haberse cruzado en el camino de don Juan y de don Genaro.

Pasé el brazo por sobre sus hombros y estuve a pun­to de echarme a llorar. Tras un largo silencio, se puso de pie y salió por la puerta trasera. Le oí sonarse la na­riz y lavarse la cara en un cubo de agua. Volvió más se­reno. Hasta sonreía.

—No me interpretes mal, Maestro —dijo—. No culpo a nadie de lo que me ha sucedido. Fue mi destino. Ge­naro y el Nagual actuaron como impecables guerreros que eran. Soy débil; eso es todo. Y fracasé en mi misión. El Nagual decía que la única posibilidad que tenía de evitar el ataque de esa horrible bruja consistía en aco­rralar a los cuatro vientos, y hacerlos soplar desde mis cuatro lados. Pero no lo conseguí. Esas mujeres estaban de acuerdo con la hechicera, Soledad, y no me prestaron ayuda. Buscaban mi muerte.

—El Nagual me dijo también que si yo fallaba, tú tam­poco tendrías posibilidad alguna. Aseguró que, si ella te mataba, yo debía huir y tratar de salvar la vida. Dudaba de que consiguiera siquiera alcanzar el camino. Sostenía que tu poder más lo que la bruja ya sabía, la harían in­superable. De modo que, cuando comprendí que no lo­graría acorralar a los cuatro vientos, me consideré muer­to. Y, como era de esperar, odié a esas mujeres. Pero hoy, Maestro, me has llenado de nuevas esperanzas.

Le dije que sus sentimientos hacia su madre me ha­bían llegado muy profundamente. Me encontraba en re­alidad horrorizado por todo lo sucedido, pero dudaba in­tensamente de mi capacidad para traerle esperanzas de ninguna clase.

—¡Lo has hecho! —exclamó con gran certidumbre—. Me sentí terriblemente mal todo este tiempo. Ver a la propia madre corriendo tras uno con un hacha es algo que no puede hacer feliz a nadie. Pero ahora ella está fuera de la cuestión, merced a ti y a todo lo que has hecho.

—Esas mujeres me odian porque están convencidas de que soy un cobarde. No hay lugar en sus endurecidas mentes para comprender que somos diferentes. Tú y esas cuatro mujeres son diferentes de mí y del Testigo y de Benigno en muy amplio grado. Ustedes cinco esta­ban considerablemente más cerca de la puerta antes de que el Nagual los hallara. Él nos contó que en una opor­tunidad habías llegado a tratar de suicidarte. Nosotros no éramos así. Estábamos bien, vivos y felices. Éramos todo lo contrario de ti. Ustedes eran personas desespe­radas; nosotros no. Si Genaro no se hubiese cruzado en mi camino, yo sería un carpintero satisfecho. O estaría muerto. Eso no importa. Habría dado lo mejor de mí y me encontraría a gusto.

Sus palabras suscitaron en mí un estado de ánimo singular. No pude dejar de admitir que tenía razón cuando decía que tanto aquellas mujeres como yo éra­mos individuos desesperados. De no haber conocido a don Juan, seguramente habría muerto; pero no podía decir, como Pablito, que me hubiese ido bien de otra manera. Don Juan había dado vida y vigor a mi cuerpo y libertad a mi espíritu.

Las afirmaciones de Pablito me hicieron recordar algo que don Juan me había dicho una vez, hablando de un anciano, amigo mío. Don Juan había asegurado, de modo tajante, que el hecho de que el viejo viviese o mu­riese no tenía la menor importancia. Me enfadé un tan­to ante lo que me parecía una redundancia de parte de don Juan. Le respondí que no hacía falta señalar que la vida o la muerte de aquel hombre carecía de importan­cia, por cuanto nada en el mundo podía tener trascen­dencia alguna, salvo para cada uno personalmente.

—¡Tú lo has dicho! —exclamó, y rió—. Eso exactamente es lo que quiero decir. La vida y la muerte de ese viejo no significan nada para él mismo. Podía haber muerto en mil novecientos veintinueve, o en mil novecientos cincuenta, o vivido hasta mil novecientos noventa y cinco. Eso no importa. Es absurdamente igual para él.

Así había sido mi vida antes de conocer a don Juan. Nada me había importado. Solía actuar como si ciertas cosas me afectasen, pero no dejaba de ser una estratagema para parecer un hombre sensible.

La voz de Pablito interrumpió mis reflexiones. Que­ría saber si había lastimado mis sentimientos. Le asegu­ré que no había nada de eso. Con el objeto de reiniciar el diálogo, le pregunté dónde había conocido a don Genaro.

—Mi destino era que mi patrón se enfermase —dijo—. Debido a ello hube de ir al mercado a construir una nue­va serie de tiendas de ropa. Trabajé en ese lugar durante dos meses. Allí conocí a la hija del propietario de una de las tiendas. Nos enamoramos. Hice la tienda de su padre ligeramente más grande que las demás, de modo de poder hacer el amor con ella tras el mostrador mientras su hermana atendía a los clientes.

Un día Genaro llevó un saco de plantas medicinales a un comerciante del otro lado de la nave, y, mientras conversaba con él, notó que el puesto de ropas vibraba. Observó con atención el lugar, pero vio solamente a la hermana, dormitando en una silla. El hombre informó a Genaro de que cada día el puesto vibraba así alrededor de esa hora. Al día siguiente, Genaro llevó al Nagual, para que viese vibrar la construcción, y consiguió su propósito. Regresaron al otro día y volvió a vibrar. De modo que esperaron hasta que salí. Fue entonces que trabé relación con ella, y poco después Genaro me contó que era herborista y me propuso preparar para mí una poción merced a la cual ninguna mujer se me resistiría. Me gustaban las mujeres, así que piqué. Ciertamente me preparó la poción, pero ello le llevó diez años. En el ínterin llegué a conocerlo muy bien, y a quererlo más que si fuese mi propio hermano. Y ahora lo extraño como no te puedes imaginar. Como puedes ver, me hizo trampa. A veces me alegro de que lo haya hecho; no obs­tante, las más de las veces me irrita.

—Don Juan me dijo que los brujos debían contar con un presagio antes de decidirse por algo. ¿Hubo algo de eso contigo, Pablito?

—Sí. Genaro me contó que el ver temblar el puesto despertó su curiosidad y entonces
vio
que dos personas hacían el amor tras el mostrador. De modo que se sentó a esperar que salieran; quería ver quiénes eran. Al cabo de un rato apareció la muchacha, pero a mí no me vio. Pensó que resultaba muy extraño, tras estar tan decidi­do a ponerme los ojos encima. Al día siguiente regresó en compañía del Nagual; Genaro fue a pasearse por la par­te de atrás del puesto, en tanto el Nagual aguardaba de­lante. Tropecé con Genaro cuando salía a gatas. Creí que no me había visto porque yo me hallaba aún detrás del trozo de tela que cubría la abertura que había dejado en la pared lateral. Comencé a ladrar, para hacerle pensar que debajo del trapo había un perrito. Gruñó y me ladró y me llevó a la convicción de que al otro lado había un enorme perro enfurecido. Me asusté tanto que salí co­rriendo por el lado opuesto y me di de bruces con el Na­gual. Si hubiese sido un hombre corriente, lo hubiera de­rribado, dado que lo cogí enteramente de frente; en cambio, me alzó como a un niño. Me quedé absolutamen­te pasmado. Para ser un hombre tan viejo, era verdade­ramente fuerte. Pensé que un hombre tan fuerte me po­día servir para acarrear maderas. Además, no quería desprestigiarme ante la gente que me había visto salir corriendo de debajo del mostrador. Le pregunté si le gus­taría trabajar para mí. Me dijo que sí. En esa misma jor­nada fue al taller y comenzó a hacer las veces de mi asis­tente. Trabajó allí cada día durante dos meses. No tuve una solo oportunidad frente a esos dos demonios.

Lo incongruente de la imagen del Nagual trabajando para Pablito me resultaba extremadamente cómico. Pa­blito empezó a remedar el modo en que don Juan se echaba los maderos sobre los hombros. Tuve que coinci­dir con la Gorda en que Pablito era tan buen actor como Josefina.

—¿Por qué se dieron todas esas molestias, Pablito?

—Tenían que engañarme. No creerás que yo estaba dispuesto a irme con ellos así como así ¿no? Había pasa­do la vida oyendo hablar de brujas y curanderos y he­chiceros y espíritus, sin creer jamás una palabra de ello. Quienes hablaban de esas cosas no eran más que igno­rantes. Si Genaro me hubiese dicho que él y su amigo eran brujos, me hubiera alejado de ellos. Pero eran de­masiado inteligentes para mí. Los dos zorros eran realmente astutos. Hicieron las cosas sin prisa. Genaro decía que hubiese esperado por mí así pasaran veinte años. Es por eso que el Nagual entró a trabajar para mí. Yo se lo pedí, de modo que le entregué la llave.

—El Nagual era un trabajador diligente. Yo era un tanto pícaro por entonces, y creía ser quien le tendía una trampa a él. Estaba convencido de que el Nagual no era más que un viejo indio estúpido, de modo que le comuni­qué que pensaba decir al patrón que era mi abuelo, para que lo contratara; a cambio, debía entregarme un por­centaje de su salario. El Nagual me respondió que era muy amable por mi parte el hacerlo así. Me daba una parte de los pocos pesos que ganaba cada día.

—Mi patrón estaba impresionado por la capacidad de trabajo de mi abuelo. Pero los demás se burlaban de él. Como sabes, tenía la costumbre de hacer crujir todas sus articulaciones de tanto en tanto. En el taller lo ha­cía toda vez que acarreaba algo. Naturalmente, la gente creía que era tan viejo que siempre que se echaba algo a la espalda su cuerpo chirriaba.

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