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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (10 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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Comencé a dudar que fuese conveniente proporcionar información alguna. En el esfuerzo por averiguar qué cabía hacer sin cometer errores, terminé por charlar sin sentido. Lidia me interrumpió. En tono seco, dijo que no debía preocuparme por la salud de doña Soledad, puesto que ellas ya habían hecho todo lo necesario para ayudarla. Su afirmación me obligó a preguntarle si sabía qué clase de problema tenía doña Soledad.

—Le has quitado el alma —dijo, acusadora.

Mi primera reacción fue defensiva. Empecé a hablar con vehemencia, pero acabé por contradecirme. Me observaban. Lo que hacía carecía por completo de sentido. Intenté repetir lo mismo con otros términos. Mi fatiga era tan grande que a duras penas conseguía organizar mis pensamientos. Finalmente, me di por vencido.

—¿Dónde están Pablito y Néstor? —pregunté, tras una larga pausa.

—Pronto estarán aquí —dijo Lidia con energía.

—¿Estuvieron ustedes con ellos? —quise saber.

—¡No! —exclamó, y se me quedó mirando.

—Nunca vamos juntos —explicó Rosa—. Esos vagabundos son diferentes de nosotras.

Lidia hizo un gesto imperativo con el pie para hacerla callar. Aparentemente, ella era quien daba las órdenes. El movimiento de su pie trajo a mi memoria una faceta muy peculiar de mi relación con don Juan. En las incontables oportunidades en que salimos a vagar, había logrado enseñarme, sin proponérselo realmente, un sistema para comunicarse disimuladamente mediante ciertos movimientos clave del pie. Vi cómo Lidia hacía a Rosa la seña correspondiente a «horrible», que se hace cuando aquello que se halla a la vista de quienes se comunican es desagradable o peligroso. En ese caso, yo. Reí. Acababa de recordar que don Juan me había hecho esa misma seña cuando conocí a Genaro.

Fingí no darme cuenta de lo que estaba sucediendo, en la esperanza de alcanzar a descifrar todos sus men­sajes.

Rosa expresó mediante una seña su deseo de piso­tearme. Lidia respondió con la seña correspondiente a «no», imperativamente.

Según don Juan, Lidia era muy talentosa. Por lo que a él se refería, la consideraba más sensible y lista que Pa­blito, que Néstor y que yo mismo. A mí siempre me ha­bía resultado imposible trabar amistad con ella. Era re­servada, y muy seca. Tenía unos ojos enormes, negros, astutos, con los que jamás miraba de frente a nadie, pó­mulos altos y una nariz proporcionada, ligeramente chata y ancha a la altura del caballete. La recordaba con los párpados enrojecidos, inflamados; recordaba tam­bién que todos se mofaban de ella por ese rasgo. Lo rojo de los párpados había desaparecido, pero ella seguía frotándose los ojos y pestañeando con frecuencia. Du­rante mis años de relación con don Juan y don Genaro, Lidia había sido la hermanita con la cual más me había encontrado; no obstante, nunca cambiamos probable­mente más de una docena de palabras. Pablito la consi­deraba un ser harto peligroso. Yo siempre la había to­mado por una persona muy tímida.

Rosa, por su parte, era bulliciosa. Yo creía que era la más joven. Sus ojos eran francos y brillantes. No era taimada, aunque tuviese muy mal genio. Era con ella con quien más había conversado. Era cordial, descarada y muy graciosa.

—¿Dónde están las otras? —pregunté a Rosa. ¿No van a salir?

—Pronto saldrán —respondió Lidia.

Era fácil deducir de sus expresiones que estaban le­jos de experimentar simpatía por mí. A juzgar por sus mensajes en clave, eran tan peligrosas como doña Sole­dad, y, sin embargo, sentado allí contemplándolas, me parecían increíblemente hermosas. Abrigaba hacia ellas los más cálidos sentimientos. A decir verdad, cuanto más me miraban a los ojos, más intensidad cobraban esos sentimientos. En cierto momento, experimenté franca pasión. Eran tan fascinantes que hubiese sido capaz de pasar horas allí, limitándome a mirarlas, sin embargo un resto de sensatez me impelió a ponerme de pie. No estaba dispuesto a proceder con la misma torpeza de la noche anterior. Decidí que la mejor defensa consistía en poner las cartas sobre la mesa. En tono firme, les dije que don Juan me había sometido a una suerte de prueba, valiéndose para ello de doña Soledad, o viceversa. Lo más probable era que las hubiese puesto a ellas en situación similar, y estuviésemos a punto de lanzarnos a algún enfrentamiento, de cualquier clase que éste fuese, del que alguno de nosotros podía salir perjudicado. Apelé a su sentido guerrero. Si eran las verdaderas herederas de don Juan, debían ser impecables conmigo, revelando sus designios, y no comportarse como seres humanos ordinarios, codiciosos.

Volviéndome hacia Rosa, le pregunté por qué deseaba pisotearme. Quedó desconcertada un instante, y luego se enfadó. Sus ojos fulguraban de ira; tenía la pequeña boca contraída.

Lidia, de modo muy coherente, me dijo que no tenía nada que temer de ellas, y que Rosa estaba molesta conmigo porque había lastimado a doña Soledad. Sus sentimientos obedecían únicamente a una reacción per­sonal.

Dije entonces que era hora de irme. Me puse de pie. Lidia hizo un gesto para detenerme. Se la veía asusta­da, o muy inquieta. Comenzaba a protestar, cuando un ruido proveniente de fuera de la puerta me distrajo. Las dos muchachas se pusieron a mi lado de un salto. Algo pesado se apoyaba o hacía presión contra la puerta. Ad­vertí entonces que las niñas la habían asegurado con una barra de hierro. Experimenté cierto disgusto. Todo iba a repetirse y me sentía harto del asunto.

Las muchachas se miraron, luego me miraron y por último volvieron a mirarse.

Oí el quejido y la respiración pesada de un animal de gran tamaño fuera de la casa. Debía ser el perro. Llegado a ese punto, el agotamiento me cegó. Me precipité hacia la puerta, y, tras quitar la pesada barra de hierro, la entreabrí. Lidia se arrojó contra ella, volviendo a cerrarla.

—El Nagual tenía razón —dijo, sin aliento—. Pien­sas y piensas. Eres más estúpido de lo que yo creía.

A tirones, me hizo regresar a la mesa. Ensayé men­talmente el mejor modo de decirles de una vez por todas que ya había tenido suficiente. Rosa se sentó a mi lado, en contacto conmigo; sentía su pierna mientras la frota­ba nerviosamente contra la mía. Lidia estaba de pie frente a mí, mirándome con fijeza. Sus ardientes ojos negros parecían decir algo que yo no alcanzaba a comprender.

Empecé a hablar, pero no terminé. Súbitamente, tuve conciencia de algo más profundo. Mi cuerpo perci­bía una luz verdosa, una fluorescencia en el exterior de la casa. No oía ni veía nada. Simplemente, era conscien­te de la luz, como si de pronto me hubiese quedado dor­mido y mis pensamientos se convirtieran en imágenes y éstas, a su vez, se superpusieran al mundo de mi vida diaria. La luz se movía a gran velocidad. Lo percibía con el estómago. La seguí, o, mejor dicho, concentré mi atención en ella durante un instante, mientras se desplazaba. De mi esfuerzo de atención sobre la luz resultó una gran claridad mental. Supe entonces que en esa casa, en presencia de esa gente, era tan errado como pe­ligroso comportarse como un espectador inocente.

—¿No tienes miedo? —preguntó Rosa, señalando la puerta.

Su voz quebró mi concentración.

Admití que, fuese lo que fuese aquello, me aterrori­zaba en extremo, incluso me parecía posible morir de miedo. Quería decir más, pero, en ese preciso momento, una oleada de ira me indujo a ir a ver y hablar con doña Soledad. No confiaba en ella. Me dirigí sin vacilar a su habitación. No estaba allí. Empecé a llamarla, rugiendo su nombre. La casa contaba con una habitación más. Empujé la puerta entreabierta y me precipité dentro.

No había nadie. Mi cólera aumentaba en la misma me­dida en que lo hacía mi terror.

Traspuse la puerta trasera y rodeé la casa hacia el frente. No se veía siquiera al perro. Golpeé la puerta con furia. Fue Lidia quien la abrió. Entré. Le aullé, reclamándole que me informase dónde estaban los demás. Bajó los ojos, sin responder. Quiso cerrar la puerta, pero se lo impedí. Marchó apresuradamente hacia la otra ha­bitación.

Me senté a la mesa nuevamente. Rosa no se había movido. Daba la impresión de hallarse paralizada en su sitio.

—Somos lo mismo —dijo inesperadamente—. El Na­gual nos lo dijo.

—Dime, pues, qué era lo que rondaba la casa —exigí.

—El aliado —respondió.

—¿Dónde está ahora?

—Sigue aquí. No se irá. Cuando te encuentre debili­tado, te hará pedazos. Pero no somos nosotras quienes podemos decirte nada.

—Entonces, ¿quién puede decírmelo?

—¡La Gorda! —exclamó Rosa, abriendo los ojos des­mesuradamente—. Ella es la indicada. Ella lo sabe todo.

Rosa me pidió que cerrara la puerta, para sentirse en lugar seguro. Sin esperar respuesta, fue hasta ella recorriendo la distancia necesaria paso a paso, y dio un portazo.

—No podemos hacer nada, salvo esperar que todos estén aquí —dijo.

Lidia volvió de la habitación con un paquete, un ob­jeto envuelto en un trozo de tela de un amarillo subido. Se la veía muy serena. Noté que su talante era más au­toritario. De algún modo, nos lo hizo compartir, a Rosa y a mí.

—¿Sabes qué tengo aquí? —me preguntó.

Yo no tenía la más vaga idea. Comenzó a desenvol­verlo con deliberación, tomándose su tiempo. En un mo­mento dado se detuvo y me miró. Dio la impresión de vacilar y sonrió como si la timidez le impidiera mostrar lo que había en el envoltorio.

—El Nagual dejó este paquete para ti —murmuró—, pero creo que sería mejor esperar a la Gorda.

Insistí en que lo deshiciera. Me dedicó una mirada fe­roz y se retiró de la habitación sin una sola palabra más.

Me divertía el juego de Lidia. Había actuado total­mente de acuerdo con las enseñanzas de don Juan. Me había demostrado el mejor modo de sacar partido de una situación de equilibrio. Al traerme el paquete y fin­gir que lo iba a abrir, tras revelar que don Juan lo ha­bía dejado para mí, había creado un verdadero misterio, casi insoportable. Sabía que me tenía que quedar si quería averiguar cuál era el contenido del paquete. Pen­sé en buen número de cosas que me parecía probable que albergase. Tal vez fuese la pipa empleada por don Juan al manipular hongos psicotrópicos. Había dado a entender en una oportunidad que la pipa debía serme entregada para que estuviese a buen recaudo. O tal vez fuera su cuchillo, o su morral de piel, o incluso sus obje­tos de poder de brujo. Por otra parte, bien podía tratar­se simplemente de una estratagema de Lidia. Don Juan era demasiado sofisticado, demasiado inclinado a lo abstracto, para dejar reliquias.

Dije a Rosa que me encontraba mortalmente cansa­do y debilitado por la falta de comida. Mi idea era ir a la ciudad, descansar un par de días y regresar a ver a Pa­blito y a Néstor. Le informé que entonces me sería posi­ble conocer a las otras dos niñas.

Volvió Lidia y Rosa le comunicó mi intención de partir.

—El Nagual nos ordenó atenderte como si tú fueses él mismo —dijo Lidia—. Todos nosotros somos el propio Nagual, pero tú eres algo más, por alguna razón que nadie entiende.

Ambas me hablaban simultáneamente, dándome ga­rantías de que nadie iba a intentar en mi contra nada semejante a lo que había ensayado doña Soledad. En los ojos de ambas había una mirada tan intensamente honesta que mi cuerpo se vio abrumado. Les creí.

—Debes quedarte hasta que venga la Gorda —dijo Lidia.

—El Nagual dijo que debías dormir en su propia cama —agregó Rosa.

Comencé a pasearme por el lugar, angustiado por un gran dilema. Por una parte, quería quedarme y descan­sar; me sentía físicamente cómodo y satisfecho en su presencia, cosa que no me había ocurrido el día anterior con doña Soledad. Por otra parte, el aspecto razonante de mi ser, seguía sin relajarse. En ese nivel, continuaba tan atemorizado como siempre. Había habido momen­tos de ciega desesperación y había actuado con audacia. Pero, una vez que mis acciones perdieron su ímpetu, me había sentido tan vulnerable como de costumbre.

Me hundí en un intenso análisis de mi alma durante mi marcha casi frenética del lugar. Las dos muchachas se mantenían quietas, contemplándome con ansiedad. Entonces, súbitamente, se hizo la luz sobre el enigma; supe que había algo en mi interior que no hacía más que fingir miedo. Me había acostumbrado a reaccionar así en presencia de don Juan. A lo largo de los años que duró nuestra relación, había descargado sobre él todo el peso de mi necesidad de alivios convenientes para mi temor. El depender de él me había proporcionado con­suelo y seguridad. Pero ya no era posible sostenerse por ese medio. Don Juan se había ido. Sus aprendices care­cían de su paciencia, o de su refinamiento, o de capaci­dad para dar órdenes precisas. Frente a ellas, mi nece­sidad de consuelo era absolutamente absurda.

Las niñas me llevaron a la otra habitación. La ven­tana estaba orientada al Sudeste, al igual que el lecho, una estera espesa, casi tanto como un colchón. Un volu­minoso tallo de maguey, de unos sesenta centímetros, labrado hasta dejar al descubierto la porción porosa de su tejido, hacía las veces de almohada o cojín. En su parte central había un leve declive. La superficie era sumamente suave. Daba la impresión de haber sido tra­bajada a mano. Probé el lecho y la almohada. La como­didad y la satisfacción física que experimenté fueron de­sacostumbrados. Al yacer en la cama de don Juan me sentí seguro y pleno. Una calma incomparable se exten­dió por mi cuerpo. Sólo una vez antes, había vivido algo semejante: al improvisar don Juan un lecho para mí, en la cumbre de una montaña en el desierto septentrional de México. Me dormí.

Desperté al atardecer. Lidia y Rosa estaban casi en­cima de mí, profundamente dormidas. Permanecí inmó­vil durante uno o dos segundos, y en ese momento am­bas despertaron a un tiempo.

Lidia bostezó y dijo que había tenido que dormir cer­ca de mí para protegerme y hacerme descansar. Estaba famélico. Lidia envió a Rosa a la cocina a prepararnos algo de comer. En el ínterin, encendió todas las lámpa­ras de la casa. Cuando la comida estuvo hecha, nos sen­tamos a la mesa. Me sentía como si las hubiese conocido o hubiese pasado junto a ellas toda mi vida. Comimos en silencio.

Cuando Rosa quitaba la mesa, pregunté a Lidia si todos dormían en el lecho del Nagual; era la única cama de la casa, aparte de la de doña Soledad. Lidia declaró, en tono flemático, que ellas se habían ido de la casa ha­cía años, a un lugar propio, cerca de allí, y que Pablito se había mudado en la misma época y vivía con Néstor y Benigno.

—Pero ¿qué sucedió con ustedes? Creía que se ha­llaban juntos —dije.

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