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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (8 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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—El Nagual estaba encantado con ella; le dijo que si quería salir de la trampa en que estaba debía ir a la casa de Benigno antes del mediodía. También le dijo que sólo la esperaría hasta las doce; si iba, debía ser dispuesta a una vida difícil y llena de trabajo. Ella le preguntó a qué distancia se hallaban los campos de ta­baco. El Nagual le respondió que a tres días de viaje en autobús. Rosa dijo que, si era tan lejos, estaría pronta a partir en cuanto hubiese devuelto el cerdo a su chique­ro. Y eso fue lo que hizo. Llegó aquí y gustó a todos. Nunca fue mezquina ni molesta; el Nagual no necesitó jamás forzarla a nada ni inducirla con engaños. No me quiere, en absoluto, y, sin embargo, es la que mejor me cuida. Confío en ella, y, sin embargo, no la quiero en ab­soluto. Pero cuando parta, será a ella a quien más ex­trañaré. ¿Has visto cosa más rara?

Noté cierta tristeza en sus ojos. No podía seguir re­celando. Con un movimiento casi fortuito, se enjugó las lágrimas.

Llegados a este punto, hubo una natural interrup­ción en la conversación. Oscurecía y yo escribía con gran dificultad; además, tenía que ir al lavabo. Insistió en que fuese al de fuera de la casa antes que ella, como el propio Nagual hubiese hecho.

Después trajo dos recipientes redondos, del tamaño de una bañera para bebé, llenos hasta la mitad de agua caliente y echó en ellos unas hojas verdes, tras desha­cerlas por completo entre los dedos. Me indicó en tono autoritario que me lavara en uno de los cubos, en tanto ella hacía lo propio en el otro. El agua estaba casi perfu­mada. Producía cierto cosquilleo. Experimenté una sen­sación ligeramente semejante a la que produce el men­tol en la cara y los brazos.

Regresamos a la habitación. Puso mis bártulos de escritura, que yo había dejado sobre su cama, encima de una de las cómodas. Las ventanas estaban abiertas y aún había luz. Debían ser cerca de las siete.

Doña Soledad se echó boca arriba. Me sonreía. Pen­sé que era la imagen de la calidez. Pero al mismo tiem­po, y a pesar de su sonrisa, sus ojos comunicaban una fuerza inexorable e inflexible.

Le pregunté cuánto tiempo había pasado junto a don Juan como mujer o como aprendiz. Se burló de mi caute­la al calificarla. Me respondió que siete años. Me recordó luego que hacía cinco que yo no la veía. Hasta entonces, estaba seguro de haberla visto dos años atrás. Traté de recordar nuestro último encuentro, pero no lo logré.

Me dijo que me echara cerca de ella. Me arrodillé so­bre la cama, a su lado. En voz suave me preguntó si te­nía miedo. Le dije que no, lo cual era cierto. Allí en su habi­tación, en ese momento, me enfrentaba con una de mis viejas reacciones, que se había manifestado incontables veces: una mezcla de curiosidad e indiferencia suicida.

Casi en un susurro, declaró que debía ser impecable conmigo y añadió que nuestro encuentro era crucial para ambos. Afirmó que el Nagual le había dado órde­nes precisas y detalladas respecto de lo que tenía que hacer. Al oírla hablar, no pude evitar reír ante los tre­mendos esfuerzos que hacía por imitar a don Juan.

Escuchaba cada una de sus frases y estaba en condiciones de predecir cuál iba a ser la siguiente.

De pronto, se sentó. Su rostro estaba a pocos centímetros del mío. Podía ver sus blancos dientes, brillantes en la penumbra de la habitación. Me rodeó con los brazos y me atrajo hacia sí hasta tenerme encima suyo.

Tenía la mente muy clara, y sin embargo algo me arrastraba, más y más profundamente, al fondo de una suerte de ciénaga. Me experimentaba a mí mismo de una manera que no lograba concebir. Súbitamente comprendí que, de algún modo, hasta ese momento había es­tado sintiendo sus sentimientos. Ella era lo sorprenden­te. Me había hipnotizado con palabras. Era una mujer vieja y fría. Y sus intenciones nada tenían que ver con la juventud ni con el vigor, a pesar de su fuerza y su vitalidad. Supe entonces que don Juan no le había vuelto la cabeza en la misma dirección que la mía. No obstante, ello hubiese sonado ridículo en cualquier otro contexto; de todos modos, en ese momento lo consideré una intuición válida. Una sensación de alarma recorrió mi cuerpo. Quise salir de su cama. Pero parecía haber allí una fuer­za extraordinaria que me retenía, privándome de toda posibilidad de movimiento. Estaba paralizado.

Debió de haber percibido mi impresión. De modo ab­solutamente imprevisto, se quitó el lazo que le sujetaba el pelo y, con un rápido movimiento, lo puso en torno de mi cuello. Sentí la presión del lazo en la piel, pero, por alguna razón, no creí que fuese real.

Don Juan siempre había insistido en que nuestro peor enemigo era la incapacidad para aceptar la reali­dad de aquello que nos ocurre. En ese momento, doña Soledad me rodeaba la garganta con una suerte de nudo corredizo; entendí su intención. Pero a pesar de haberlo comprendido intelectualmente, mi cuerpo no reaccionó. Permanecía laxo, casi indiferente, ante lo que, según to­dos los indicios, era mi muerte.

Tuve conciencia del exceso de presión que ejercían sus brazos y hombros sobre el lazo al intentar ajustarlo alrededor de mi cuello. Me estaba estrangulando con gran fuerza y habilidad. Empecé a boquear. En sus ojos había un destello de locura. Fue en ese instante que me di cuenta de que pretendía matarme.

Don Juan había dicho que, cuando por fin uno en­tiende qué ocurre, suele ser demasiado tarde para re­troceder. Afirmaba que siempre es el intelecto lo que nos embauca; recibe el mensaje en primer término, pero en vez de darle crédito y obrar en consecuencia, pierde el tiempo en discutirlo.

Entonces oí, o tal vez intuí, un chasquido en la base del cuello, exactamente detrás de la tráquea. Comprendí que me había quebrado el pescuezo. Sentí un zumbido en los ojos y luego un hormigueo. Mi audición era ex­traordinariamente clara. Tenía la seguridad de estar muriendo. Me repugnaba mi propia incapacidad para hacer nada en mi defensa. No podía siquiera mover un músculo para darle un puntapié. Ya no me era posible respirar. Todo mi cuerpo vibró, y en un instante estuve en pie y me vi libre, libre del apretón mortal. Miré la cama. Todo contribuía a hacerme pensar que estaba con­templando la escena desde el techo. Vi mi propio cuerpo, inmóvil y lánguido, encima del suyo. Vi el horror en sus ojos. Deseé permitirle que soltase el lazo. Tuve un acceso de ira por haber sido tan estúpido y le propiné un sonoro puñetazo en la frente. Chilló y se cogió la cabeza y perdió el conocimiento, pero antes de que ello sucediese tuve una fugaz vislumbre de un cuadro fantasmagórico. Vi a doña Soledad despedida de la cama por la fuerza de mi golpe. La vi correr hasta la pared y acurrucarse junto a ella como un chiquillo asustado.

Luego tuve conciencia de una terrible dificultad para respirar. Me dolía el cuello. Tenía la garganta seca hasta el punto de que no podía tragar. Tardé bastante en reunir la fuerza necesaria para ponerme de pie. En­tonces contemplé a doña Soledad. Yacía inconsciente en el lecho. En su frente lucía una enorme hinchazón roja. Busqué un poco de agua y se la eché en el rostro, tal como don Juan había hecho conmigo. Cuando recobró el sentido la hice caminar, sosteniéndola por las axilas. Estaba empapa en transpiración. Le puse toallas mojadas con agua fría en la frente. Vomitó, y tuve la seguridad casi absoluta de que padecía una conmoción cerebral. Temblaba. Traté de cubrirla con la mayor cantidad posible de sábanas y mantas, con el propósito de hacerla entrar en calor, pero se despojó de todas ellas y se volvió de modo de enfrentar el viento. Me pidió que la dejase sola y dijo que un cambio en la dirección del viento sería un signo de que se iba a recuperar. Cogió mi mano en una suerte de apretón y aseveró que el destino nos había enfrentado.

—Creo que era de esperar que uno de los dos muriese esta noche —dijo.

—No sea necia. Aún no está acabada —respondí; realmente, eso era lo que pensaba.

Algo me hizo sentirme seguro de que se encontraba bien. Salí, cogí una vara y me dirigí a mi coche. El perro gruñó. Seguía acurrucado en el asiento. Le dije que saliera. Dócilmente, saltó fuera. Había algo distinto en él. Vi su enorme sombra trotar en la semioscuridad. Regresó a su corral.

Era libre. Me senté en el coche un momento para considerar la situación. No, no era libre. Algo me impelía a retornar a la casa. Tenía que terminar cosas allí. Ya no temía a doña Soledad. A decir verdad, una extraordinaria indiferencia me había invadido. Sentía que ella me había dado, consciente o inconscientemente, una lección de suprema importancia. Bajo la horrenda presión de su tentativa de matarme, yo había actuado en su contra desde un nivel realmente inconcebible en circunstancias normales. Había estado a punto de ser estrangulado. Algún elemento de aquella su condenada habitación me había dejado absolutamente indefenso y, sin embargo, había logrado salir con bien. No alcanzaba a imaginar lo sucedido. Tal vez fuese cierto lo que don Juan siempre había sostenido: que todos poseemos un potencial adicional, algo que está allí, pero que rara vez alcanzamos a usar. Realmente, había golpeado a doña Soledad desde una posición fantasma.

Cogí mi linterna del coche, regresé a la casa, encendí todas las lámparas de petróleo que pude encontrar y me senté a escribir ante la mesa de la habitación delantera.

El trabajo me relajó.

Hacia el amanecer, doña Soledad salió de su habita­ción, tambaleante. A duras penas mantenía el equili­brio. Estaba completamente desnuda. Se sintió mal y se desplomó junto a la puerta. Le di un poco de agua y tra­té de cubrirla con una manta. Se negó. A mí me preocu­paba una posible pérdida de calor corporal. Murmuró que tenía que estar desnuda si quería que el viento la curase. Preparó un emplasto con hojas maceradas, se lo aplicó a la frente y lo fijó allí por medio de su turbante. Se envolvió en una manta y se acercó a la mesa en que yo escribía; se sentó frente a mí. Tenía los ojos rojos. Se la veía francamente mal.

—Hay algo que debo decirte —musitó con voz tré­mula—. El Nagual me preparó para esperarte, tenía que esperarte, así tardases veinte años. Me dio instruc­ciones sobre cómo seducirte y quitarte el poder. Él sabía que, tarde o temprano, ibas a venir a ver a Pablito y a Néstor, así que me indicó que aguardase ese momento para hechizarte y coger todo lo tuyo. El Nagual dijo que si yo vivía una vida impecable, mi poder te traería cuando no hubiese nadie más en la casa. Mi poder lo hizo. Hoy llegaste cuando todos se habían ido. Mi vida impecable me había ayudado. Todo lo que me quedaba por hacer era tomar tu poder y luego matarte.

—¿Pero para qué quería hacer una cosa tan horrible?

—Porque necesito tu poder para seguir mi propio ca­mino. El Nagual hubo de disponerlo así. Tú eras el ele­gido; después de todo, no te conozco. No significas nada para mí. Así que, ¿por qué no iba yo a quitarle algo que necesito tan desesperadamente a alguien que para mí no cuenta? Esas fueron las palabras del Nagual.

—¿Por qué iba el Nagual a querer hacerme daño? Usted misma dijo que se preocupaba por mí.

—Lo que yo te he hecho esta noche no tiene nada que ver con sus sentimientos hacia ti ni hacia mí. Esta es una cuestión que sólo nos afecta a nosotros. No ha habido testigos de nada de lo que hoy sucedió entre ambos, porque ambos formamos parte del propio Nagual. Pero tú, en especial, has recibido algo de él que yo no poseo, algo que necesito desesperadamente, el poder singular que te ha dado. El Nagual dijo que había dado algo a cada uno de sus seis hijos. No puedo llegar hasta Eligio. No puedo tomarlo de mis hijas; así, tú eres mi presa. Yo hice crecer el poder que el Nagual me dio, y al crecer produjo un cambio en mi cuerpo. Tú también hiciste crecer tu poder. Yo quería ese poder tuyo, y por eso tenía que matarte. El Nagual dijo que, aun cuando no murieras, caerías bajo mi hechizo y serías mi prisionero durante toda la vida si yo lo desease. De todos modos, tu poder iba a ser mío.

—¿Pero en qué podría beneficiarla mi muerte?

—No tu muerte, sino tu poder. Lo hice porque nece­sito ayuda; sin ella, lo pasaré muy mal durante mi viaje. No tengo bastantes agallas. Es por eso que no quiero a la Gorda. Es joven y le sobra valor. Yo soy vieja y lo pienso todo dos veces y vacilo. Si quieres saber la ver­dad, te diré que la verdadera lucha es la que se libra en­tre Pablito y yo. Él es mi enemigo mortal, no tú. El Na­gual dijo que tu poder haría más llevadero mi viaje y me ayudaría a conseguir lo que necesito.

—¿Cómo diablos puede ser Pablito su enemigo?

—Cuando el Nagual me transformó, sabía lo que a la larga iba a suceder. Ante todo, me preparó para que mis ojos mirasen al Norte, y, si bien tú y mis niñas tie­nen la misma orientación, estoy opuesta a vosotros. Pablito, Néstor y Benigno están contigo; la dirección de sus ojos es la misma. Irán juntos hacia Yucatán.

—Pablito no es mi enemigo porque sus ojos miren en dirección opuesta, sino porque es mi hijo. Esto es lo que tenía que decirte, aunque no sepas de qué estoy hablan­do. Debo entrar al otro mundo. Donde está el Nagual. Donde están Genaro y Eligio. Aunque tenga que destrozar a Pablito para ello.

—¿Qué dice, doña Soledad? ¡Usted está loca!

—No, no lo estoy. No hay nada más importante para nosotros, los seres vivientes, que entrar en ese mundo. Te diré que para mí esa es la verdad. Para acceder a ese mundo vivo del modo en que el Nagual me enseñó. Sin la esperanza de ese mundo no soy nada, nada. Yo era una vaca gorda y vieja. Ahora esa esperanza me guía, me orienta, y, aunque no pueda hacerme con tu poder, no abandono el propósito.

Dejó descansar la cabeza sobre la mesa, utilizando los brazos a modo de almohada. La fuerza de sus aseve­raciones me había obnubilado. No había entendido ca­balmente sus palabras, pero en cierto nivel comprendía su alegato, a pesar de que era la más sorprendente de cuantas cosas le había oído esa noche. Sus propósitos eran los propósitos de un guerrero, en el estilo y la ter­minología de don Juan. Nunca había creído, sin embar­go, que hubiese que destruir a alguien para cumplirlos.

Alzó la cabeza y me miró con los ojos entrecerrados.

—Al principio, hoy todo me iba bien —dijo—. Estaba un poco asustada cuando llegaste. Había esperado años ese momento. El Nagual me dijo que te gustaban las mujeres. Dijo que eres presa fácil para ellas, de modo que busqué un final rápido. Imaginé que cederías a ello. El Nagual me enseñó cómo aferrarte en el momento en que fueses el más débil. Te induje a ello con mi cuerpo. Pero sospechaste. Fui demasiado torpe. Te había lleva­do a mi habitación, como el Nagual me dijo que hiciera, para que las líneas de mi piso te atrapasen y te dejases indefenso. Pero no dio resultado porque te gustó y mi­raste las líneas atentamente. No tenía poder en tanto tus ojos estuviesen fijos en ellas. Tu cuerpo sabía qué hacer. Luego, asustaste a mi piso al gritar como lo hicis­te. Ruidos súbitos como esos son mortales, especialmente la voz de un brujo. El poder de mi piso se extinguió como una llama. Yo lo comprendí, pero tú no.

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