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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (6 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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—Un día, cuando nos encontrábamos en las montañas de su tierra natal, escuché el viento por primera vez. Penetró directamente en mi matriz. Yo yacía sobre una roca plana y el viento giraba a mi alrededor. Ya lo había visto ese día, arremolinándose en torno de los arbustos; pero esa vez llegó a mí y se detuvo. Lo sentí como a un pájaro que se hubiese posado sobre mi estómago. El Nagual me había hecho quitar toda la ropa; estaba completamente desnuda, pero no tenía frío porque el viento me abrigaba.

—¿Tenía miedo, doña Soledad?

—¿Miedo? Estaba petrificada. El viento tenía vida; me lamía desde la cabeza hasta la punta de los pies y se metía en todo mi cuerpo. Yo era como un balón, y el viento salía de mis oídos y mi boca y otras partes que prefiero no mencionar. Pensé que iba a morir, y habría echado a correr si el Nagual no me hubiera mantenido sujeta a la roca. Me habló al oído y me tranquilizó. Quedé allí tendida, serena, y dejé que el viento hiciese de mí lo que quisiera. Fue entonces que el viento me dijo qué hacer.

—¿Qué hacer con qué?

—Con mi vida, mis cosas, mi habitación, mis sentimientos. En un principio no me resultó claro. Creí que se trataba de mis propios pensamientos. El Nagual me dijo que eso nos sucede a todos. No obstante, cuando nos tranquilizamos, comprendemos que hay algo que nos dice cosas.

—¿Oyó una voz?

—No. El viento se mueve dentro del cuerpo de una mujer. El Nagual dice que se debe a que tenemos útero. Una vez dentro del útero, el viento no hace sino atraparte y decirte que hagas cosas. Cuanto más serena y relajada se encuentra la mujer, mejores son los resultados. Puede decirse que, de pronto, la mujer se encuentra haciendo cosas de cuya realización no tiene la menor idea.

—Desde ese día el viento me llegó siempre. Habló en mi útero y me dijo todo lo que deseaba saber. El Nagual comprendió desde el comienzo que yo era el viento del Norte. Los otros vientos nunca me hablaron así, a pesar de que he aprendido a distinguirlos.

—¿Cuántos vientos hay?

—Hay cuatro vientos, como hay cuatro direcciones. Esto, desde luego, en cuanto a los brujos y aquellos que los brujos hacen. El cuatro es un número de poder para ellos. El primer viento es la brisa, el amanecer. Trae esperanza y luminosidad; es el heraldo del día. Viene y se va y entra en todo. A veces es dulce y apacible; otras es importuno y molesto.

—Otro viento es el viento violento, cálido o frío, o ambas cosas. Un viento de mediodía. Sus ráfagas están llenas de energía, pero también llenas de ceguera. Se abre camino destrozando puertas y derribando paredes. Un brujo debe ser terriblemente fuerte para detener al viento violento.

—Luego está el viento frío del atardecer. Triste y mo­lesto. Un viento que nunca le deja a uno en paz. Hiela y hace llorar. Sin embargo, el Nagual decía que hay en él una profundidad tal que bien vale la pena buscarlo.

—Y por último está el viento cálido. Abriga y protege y lo envuelve todo. Es un viento nocturno para brujos. Su fuerza está unida a la oscuridad.

—Ésos son los cuatro vientos. Están igualmente asociados con las cuatro direcciones. La brisa es el Este. El viento frío es el Oeste. El cálido es el Sur. El viento violento es el Norte.

—Los cuatro vientos poseen también personalidad. La brisa es alegre y pulcra y furtiva. El viento frío es variable y melancólico y siempre meditabundo. El viento cálido es feliz y confiado y bullicioso. El viento violento es enérgico e imperativo e impaciente.

—El Nagual me dijo que los cuatro vientos eran mujeres. Es por ello que los guerreros femeninos los buscan. Vientos y mujeres son semejantes. Ésa es asimismo la razón por la cual las mujeres son mejores que los hombres. Diría que las mujeres aprenden con mayor rapidez si se mantienen fieles a su viento.

—¿Cómo llega una mujer a saber cuál es su viento personal?

—Si la mujer se queda quieta y no se habla a sí misma, su viento la penetra así —hizo con la mano el gesto de asir algo.

—¿Debe yacer desnuda?

—Eso ayuda. Especialmente si es tímida. Yo era una vieja gorda. No me había desnudado en mi vida. Dormía con la ropa puesta y cuando tomaba un baño lo hacía sin quitarme las bragas. Mostrar mi grueso cuerpo al viento era para mí como morir. El Nagual lo sabía e hizo las cosas así porque valía la pena. Conocía la amistad de las mujeres con el viento, pero me presentó a Mescalito porque yo le tenía desconcertado.

—Tras torcer mi cabeza aquel terrible primer día, el Nagual se encontró con que me tenía en sus manos. Me dijo que no tenía idea de qué hacer conmigo. Pero una cosa era segura: no quería que una vieja gorda anduviera fisgoneando en su mundo. El Nagual decía que se había sentido frente a mí del mismo modo que frente a ti. Desconcertado. Ninguno de los dos debía estar allí. Tú no eres indio y yo soy una vaca vieja. Bien mirado, ambos somos inútiles. Y míranos. Algo ha de haber sucedido.

—Una mujer, por supuesto, es mucho más flexible que un hombre. Una mujer cambia muy fácilmente con el poder de un brujo. Especialmente con el poder de un brujo con el Nagual. Un aprendiz varón, según el Nagual, es mucho más problemático. Por ejemplo, tú mismo has cambiado tanto como la Gorda, y ella inició su aprendizaje mucho más tarde. La mujer es más dúctil y más dócil; y, sobre todo, una mujer es como una calabaza: recibe. Pero, de todos modos, un hombre dispone de más poder. No obstante, el Nagual nunca estuvo de acuerdo con eso. Él creía que las mujeres eran inigualablemente superiores. También creía que mi impresión de que los hombres eran mejores se debía a mi condición de mujer vacía. Debía tener razón. Llevo tanto tiempo vacía que ni siquiera recuerdo qué se siente cuando se está llena. El Nagual decía que si alguna, llegaba a estar llena, mis sentimientos al respecto variarían. Pero si hubiese tenido razón, su Gorda habría tenido tan buenos resultados como Eligio, y, como sabes, no fue así.

No podía seguir el curso de su narración debido a su convicción de que yo sabía a qué se estaba refiriendo. En cuanto a lo que terminaba de decir, yo no tenía la menor idea de lo que habían hecho Eligio ni la Gorda.

—¿En qué sentido se diferenció la Gorda de Eligio? —pregunté.

Me contempló durante un instante, como midiéndome. Luego se sentó con las rodillas recogidas contra el pecho.

—El Nagual me lo dijo todo —respondió con firmeza—. El Nagual no tuvo secretos para mí. Eligio era el mejor; es por eso que ahora no está en el mundo. No re­gresó. A decir verdad, era tan bueno que ni siquiera tuvo qué arrojarse a un precipicio al terminar su aprendizaje. Fue como Genaro; un día, cuando trabajaba en el campo, algo llegó hasta él y se lo llevó. Sabía cómo dejarse ir.

Tenía ganas de preguntarle si realmente yo mismo había saltado al abismo. Dudé antes de formular mi pregunta. Después de todo, había ido a ver a Pablito y a Néstor para aclarar ese punto. Cualquier información sobre el tema que pudiese obtener de una persona vinculada con el mundo de don Juan era un complemento valioso.

Tal como había previsto, se rió de mi pregunta.

—¿Quieres decir que no sabes lo que tú mismo has hecho? —preguntó.

—Es demasiado inverosímil para ser real —dije.

—Ese es el mundo del Nagual, sin duda. Nada en él es real. Él mismo me dijo que no creyera nada. Pero, a pesar de todo, los aprendices varones tienen que saltar. A menos que sean verdaderamente magníficos, como Eligio.

—El Nagual nos llevó, a mí y a la Gorda, a esa Montaña y nos hizo mirar al fondo del precipicio. Allí nos demostró la clase voladora de Nagual que era. Pero sólo la Gorda podía seguirlo. Ella también deseaba saltar al abismo. El Nagual le dijo que era inútil. Dijo que los guerreros femeninos deben hacer cosas más penosas y más difíciles que esa. También nos dijo que el salto es­taba reservado a vosotros cuatro. Y eso fue lo que suce­dió, los cuatro saltaron.

Había dicho que los cuatro habíamos saltado, pero yo sólo tenía noticia de que lo hubiésemos hecho Pablito y yo. Guiándome por sus palabras, concluí que don Juan y don Genaro nos habían seguido. No me resultaba sorprendente; era más bien halagüeño y conmovedor.

—¿De qué estás hablando? —preguntó, una vez yo hube expresado mis pensamientos—. Me refiero a ti y a los tres aprendices de Genaro. Tú, Pablito y Néstor, saltaron el mismo día.

—¿Quién es el otro aprendiz de don Genaro? Yo sólo conozco a Pablito y a Néstor.

—¿Quieres decir que no sabías que Benigno era aprendiz de Genaro?

—No, no lo sabía.

—Era el aprendiz más antiguo de Genaro. Saltó antes que tú, y lo hizo solo.

Benigno era uno de los cinco jóvenes indios que había conocido en el curso de una de las excursiones hechas al desierto de Sonora con don Juan. Andaban en busca de objetos de poder. Don Juan me dijo que todos ellos eran aprendices de brujo. Trabé una peculiar amistad con Benigno en las pocas oportunidades en que le vi posteriormente. Era del sur de México. Me agradaba mucho. Por alguna razón desconocida, parecía complacerse en crear un atormentador misterio en torno de su vida personal. Jamás logré averiguar quién era ni qué hacía. Cada vez que hablaba con él terminaba desconcertado por el apabullante desenfado con que eludía mis preguntas. En cierta ocasión don Juan me proporcionó algunas informaciones acerca de Benigno; me dijo que tenía la gran fortuna de haber hallado un maestro y un benefactor. Atribuí a las palabras de don Juan el valor de una observación casual e intrascendente. Doña Soledad acababa de aclararme un enigma que se había conservado como tal durante diez años.

—¿A qué cree usted que se puede deber el que don Juan nunca me haya dicho nada acerca de Benigno?

—¿Quién sabe? Alguna razón habrá tenido. El Nagual jamás hizo nada sin pensarlo cuidadosamente.

Tuve que apoyar mi espalda dolorida contra su cama antes de seguir escribiendo.

—¿Qué sucedió con Benigno?

—Lo está haciendo muy bien. Tal vez sea el mejor de todos. Le verás. Está con Pablito y con Néstor. Ahora son inseparables. Llevan la marca de Genaro. Lo mismo ocurre con las niñas; son inseparables porque llevan la marca del Nagual.

Me vi obligado a interrumpirla nuevamente para pedirle que me explicase a qué niñas se refería.

—Mis niñas —dijo.

—¿Sus hijas? Quiero decir, ¿las hermanas de Pablito?

—No son hermanas de Pablito. Son las aprendices del Nagual.

Su revelación me sobresaltó. Desde el momento en que había conocido a Pablito, años atrás, se me había inducido a creer que las cuatro muchachas que vivían en su casa eran sus hermanas. El propio don Juan me lo había dicho. Recaí súbitamente en la sensación de desesperación que había experimentado de modo latente durante toda la tarde. Doña Soledad no era de fiar; tramaba algo. Estaba seguro de que don Juan no podía haberme engañado de tal manera, fuesen cuales fuesen las circunstancias.

Doña Soledad me examinó con cierta curiosidad.

—El viento acaba de hacerme saber que no crees lo que te estoy contado —dijo, y rompió a reír.

—El viento tiene razón —respondí, en tono cortante.

—Las niñas que has estado viendo a lo largo de los años son las del Nagual. Eran sus aprendices. Ahora que el Nagual se ha ido, son el Nagual mismo. Pero también son mis niñas. ¡Mías!

—¿Quiere eso decir que usted no es la madre de Pa­blito y ellas son en realidad sus hijas?

—Lo que yo quiero decir es que son mías. El Nagual las dejó a mi cuidado. Siempre te equivocas porque espe­ras que las palabras te lo expliquen todo. Puesto que soy la madre de Pablito y supiste que ellas eran mis niñas, supusiste que debían ser hermano y hermanas. Las ni­ñas son mis verdaderas criaturas. Pablito, a pesar de ser el hijo salido de mi útero, es mi enemigo mortal.

En mi reacción ante sus palabras se mezclaron el asco y la ira. Pensé que no sólo era una mujer anormal, sino también peligrosa. De todos modos, una parte de mi ser lo había percibido desde el momento de la llegada.

Pasó largo rato contemplándome. Para evitar mirar­la, volví a sentarme sobre el cobertor.

—El Nagual me puso sobre aviso por lo que hace a tus rarezas —dijo de pronto—, pero no había logrado en­tender el significado de sus palabras. Ahora sí. Me dijo que tuviese cuidado y no te provocara porque eras vio­lento. Lamento no haber sido todo lo cuidadosa que de­bía. También me dijo que, mientras te dejasen escribir, podías llegar al propio infierno sin siquiera darte cuenta. En cuanto a eso, no te he molestado. Luego me dijo que eras suspicaz porque te enredabas en las palabras. Tam­poco en cuanto a eso te he molestado. He hablado hasta por los codos, tratando de que no te enredaras.

Había una tácita acusación en su tono. En cierta for­ma, el estar irritado con ella me hizo sentir incómodo.

—Lo que me está diciendo es muy difícil de creer —dije—. O usted o don Juan, alguno de los dos me ha mentido terriblemente.

—Ninguno de los dos ha mentido. Tú sólo entiendes lo que quieres. El Nagual decía que esa era una de las características de tu vaciedad.

—Las niñas son las hijas del Nagual, del mismo modo en que tú y Eligio lo son. Hizo seis hijos, cuatro hembras y dos varones. Genaro hizo tres varones. Son nueve en total. Uno de ellos, Eligio, ya lo ha hecho, así que ahora le corresponde a los ocho restantes intentarlo.

—¿A dónde fue Eligio?

—Fue a reunirse con el Nagual y con Genaro.

—¿Y a dónde fueron el Nagual y Genaro?

—Tú sabes dónde fueron. Me estás tomando el pelo, ¿no?

—Esa es la cuestión, doña Soledad. No le estoy to­mando el pelo.

—Entonces te lo diré. No puedo negarte nada. El Na­gual y Genaro regresaron al lugar del que vinieron, el otro mundo. Cuando se les agotó el tiempo se limitaron a dar un paso hacia la oscuridad exterior y, puesto que no deseaban volver, la oscuridad de la noche se los tragó.

Me parecía inútil hacerle más preguntas. Iba a cam­biar de tema, cuando se me adelantó a hablar.

—Tuviste una vislumbre del otro mundo en el mo­mento de saltar —prosiguió—. Pero es posible que el salto te haya confundido. Una lástima. Eso nadie lo puede remediar. Es tu destino ser un hombre. Las mu­jeres están mejor que los hombres en ese sentido. No es­tán obligadas a arrojarse a un abismo. Las mujeres cuentan con otros medios. Tienen sus propios abismos. Las mujeres menstrúan. El Nagual me dijo que esa era su puerta. Durante la regla se convierten en otra cosas. Sé que era en esos períodos cuando él enseñaba a mis niñas. Era demasiado tarde para mí; soy demasiado vieja para llegar a conocer el verdadero aspecto de esas puertas. Pero el Nagual insistía en que las niñas estu­viesen atentas a todo lo que les sucediese en ese mo­mento. Las llevaría a las montañas durante esos días y se quedaría junto a ellas hasta que viesen la fractura entre los mundos.

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