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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (5 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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Sacó mi libreta de notas del cajón superior de la có­moda y me la tendió con exagerada delicadeza. Ella misma debía de haberla puesto allí. Luego retiró la col­cha, la dobló cuidadosamente y la colocó encima de la misma cómoda. Advertí entonces que las dos cómodas eran del mismo color que las paredes, blanco amarillen­to, y que la cama, sin colcha, era de un rosa subido, muy semejante al del piso. La colcha, por su parte, era de tono castaño oscuro, al igual que la madera del techo y la de los postigos de las ventanas.

—Conversemos —dijo, sentándose cómodamente en la cama tras quitarse las sandalias.

Recogió las piernas hasta ponerlas en contacto con sus pechos desnudos. Parecía una niña. Sus maneras agresivas y dominantes se habían mitigado, trocándose en una actitud encantadora. En aquel momento era la antítesis de lo que había sido antes. Dado el modo en que me instaba a tomar notas, no pude menos de reír­me. Me recordaba a don Juan.

—Ahora tenemos tiempo —dijo—. El viento ha cambiado. ¿Te has dado cuenta?

Me había dado cuenta. Dijo que la nueva dirección del viento era para ella la más benéfica, de modo que el viento se había convertido en su auxiliar.

—¿Qué sabe usted del viento, doña Soledad? —pregunté, y me senté con la mayor serenidad a los pies de la cama.

—Únicamente lo que me enseñó el Nagual —dijo—. Cada una de nosotras, las mujeres, posee su dirección singular, un viento personal. Los hombres, no. Yo soy el viento del Norte; cuando sopla, soy diferente. El Nagual decía que un guerrero puede usar su viento particular para lo que mejor le plazca. Yo lo he empleado para embellecer mi cuerpo y renovarlo. ¡Mírame! Soy el viento del Norte. Siénteme entrar por la ventana.

Un fuerte viento se abrió paso por la ventana, estratégicamente situada cara al Norte.

—¿Por qué cree usted que los hombres no poseen un viento? —pregunté.

Tras pensarlo un momento, respondió que el Nagual nunca había mencionado la causa.

—Querías saber quién hizo este piso —dijo, cubriéndose los hombros con la manta—. Yo misma. Me llevó cuatro años colocarlo. Ahora, este piso es como yo.

Mientras ella hablaba, advertí que las líneas convergentes del piso estaban orientadas de tal modo que hallaban su origen en el Norte. Los muros, no obstante, no se correspondían con precisión con los puntos cardinales; por ello la cama formaba extraños ángulos con los mismos, e igual cosa sucedía con las líneas de las losas de arcilla.

—¿Por qué hizo el piso de color rojo, doña Soledad?

—Es mi color. Yo soy roja, como tierra roja. Traje la arcilla roja de las montañas de por aquí. El Nagual me indicó dónde buscarla, y también me ayudó a acarrearla, y lo mismo hicieron los demás. Todos me ayudaron.

—¿Cómo coció la arcilla?

—El Nagual me hizo cavar un hoyo. Lo llenamos de leña y luego apilamos las losas de arcilla encima, con trozos chatos de roca entre una y otra. Cubrimos el hoyo con una capa de barro y prendimos fuego a la madera. Ardió durante días.

—¿Cómo hicieron para que las losas no se torcieran?

—Eso no lo conseguí yo. Lo hizo el viento; el viento del Norte, que sopló mientras el fuego estuvo encendido. El Nagual me enseñó cómo hacer para cavar el hoyo de modo que mirase al Norte y al viento del Norte. También me hizo hacer cuatro agujeros para que el viento del Norte se introdujese en el pozo. Luego me hizo hacer un agujero en el centro de la capa de lodo, para dar salida al humo. El viento hizo arder la madera durante días; una vez todo se hubo enfriado, abrí el hoyo y empecé a pulir y nivelar las losas. Tardé un año en hacer todas las losas que necesitaba para mi piso.

—¿Cómo se le ocurrió el dibujo?

—El viento me enseñó eso. Cuando hice mi piso, el Nagual ya me había enseñado a no oponerme al viento. Me había mostrado el modo de entregarme a mi viento y dejar que me guiase. Tardó muchísimo en hacerlo, años y años. Yo era una vieja muy difícil, muy necia al principio; él mismo me lo decía, y tenía razón. Pero aprendí pronto. Tal vez porque era vieja y ya no tenía nada que perder. Al comenzar, lo que hacía todo más problemático era el miedo que sentía. La sola presencia del Nagual me hacía tartamudear y desvanecerme. El Nagual surtía el mismo efecto sobre los demás. Era su destino ser tan temible.

Se detuvo y me miró.

—El Nagual no es humano —dijo.

—¿Qué la lleva a decir eso?

—El Nagual es un demonio desde quién sabe cuándo.

Sus palabras me hicieron estremecer. Sentía batir mi corazón. Era indudable que la mujer no podía tener mejor interlocutor. Estaba infinitamente intrigado. Le ro­gué que me explicase lo que había querido decir con eso.

—Su contacto cambia a la gente —dijo—. Tú lo sabes. Cambió tu cuerpo. En tu caso, ni siquiera eras consciente de que lo estaba haciendo. Pero se metió en tu viejo cuerpo. Puso algo en él. Lo mismo hizo conmigo. Dejó algo en mi interior, y ese algo me ha ocupado por entero. Sólo un demonio puede hacer eso. Ahora soy el viento del Norte y no temo a nada, ni a nadie. Pero antes de que él me cambiara yo era una vieja débil y fea, capaz de desmayarse con sólo oír su nombre. Pablito, desde luego, no estaba en condiciones de ayudarme, porque temía al Nagual más que a la muerte.

—Un día, el Nagual y Genaro vinieron a la casa, cuando yo estaba sola. Les oí, rondando como jaguares, cerca de la puerta. Me santigüé; para mí, eran dos demonios, pero salí a ver qué podía hacer por ellos. Tenían hambre y con mucho gusto les serví de comer. Tenía unos tazones bastos, hechos de calabaza, y puse uno lleno de sopa a cada uno. Al Nagual, al parecer, no le gustó la comida; no quería comer nada preparado por una mujer tan decrépita y, con fingida torpeza, hizo caer el tazón de la mesa con un movimiento del brazo. Pero el tazón, en vez de darse vuelta y derramar todo su contenido por el suelo, resbaló con la fuerza del golpe del Nagual y fue a caer exactamente a mis pies, sin que de él saliese una sola gota. En realidad, aterrizó sobre mis pies, y allí quedó hasta que me agaché y lo alcé. Lo puse sobre la mesa, ante él, y le dije que a pesar de ser una mujer débil y haberle temido siempre, le había preparado la comida con cariño.

—A partir de ese preciso momento, la actitud del Nagual hacia mí cambió. El hecho de que el tazón de sopa cayese sobre mis pies y no se derramara le demostró que un poder me señalaba. No lo supe en aquel momento y pensé que su cambio en relación conmigo se debía a un sentimiento de vergüenza por haber rechazado mi comida. No percibí de inmediato su transformación. Seguía petrificada y ni siquiera me atrevía a mirarle a los ojos. Pero comenzó a prestarme cada vez más atención.

Inclusive, me trajo regalos: un chal, un vestido, un pei­ne y otras cosas. Eso me hacía sentir terriblemente mal. Tenía vergüenza porque creía que era un hombre en busca de mujer. El Nagual disponía de muchachas jóve­nes, ¿qué iba a querer con una vieja como yo? Al princi­pio no quise usar, y ni siquiera mirar, sus regalos, pero Pablito me persuadió y terminé por ponérmelos. Tam­bién comencé a temerle más y a no querer estar con él a solas. Sabía que era un hombre diabólico. Sabía lo que había hecho a su mujer.

No pude dejar de interrumpirla. Le dije que jamás había oído hablar de mujer alguna en la vida de don Juan.

—Sabes a qué me refiero —dijo.

—Créame, doña Soledad, no lo sé.

—No me engañes. Sabes que hablo de la Gorda.

La única «Gorda» que yo conocía era la hermana de Pablito; la muchacha debía el mote a su enorme volu­men. Yo había intuido, si bien nadie me había dicho ja­más nada sobre el tema, que no era en realidad hija de doña Soledad. No quise forzarla a que me diese más in­formación. Recordé de pronto que la joven había desapa­recido de la casa y nadie había podido darme razón —o no se había atrevido a ello— de qué le había sucedido.

—Un día me encontraba sola en la entrada de la casa —prosiguió doña Soledad—. Me estaba peinando al sol con el peine que me había dado el Nagual; no ha­bía advertido su llegada ni reparado en que estaba de pie detrás de mí. De pronto, sentí sus manos, cogiéndo­me por la barbilla. Le oí cuando me dijo en voz muy queda que no debía moverme porque se me podía que­brar el cuello. Me hizo torcer la cabeza hacia la izquier­da. No completamente, sino un poco. Me asusté muchí­simo y chillé y traté de zafarme de sus garras, pero tuvo mi cabeza sujeta por un tiempo muy largo.

—Cuando me soltó la barbilla, me desmayé. No re­cuerdo lo que sucedió luego. Cuando recobré el conoci­miento estaba tendida en el suelo, en el mismo lugar en que estoy sentada en este momento. El Nagual se había ido. Yo me sentía tan avergonzada que no quería ver a nadie, y menos aún a la Gorda. Durante una larga tem­porada di en pensar que el Nagual jamás me había tor­cido el cuello y que todo había sido una pesadilla.

Se detuvo. Aguardé una explicación de lo que había ocurrido. Se la veía distraída; quizá preocupada.

—¿Qué fue exactamente lo que sucedió, doña Sole­dad? —pregunté, incapaz de contenerme—. ¿Le hizo algo?

—Sí. Me torció el cuello con la finalidad de cambiar la dirección de mis ojos —dijo, y se echó a reír de buena gana ante mi mirada de sorpresa.

—Entonces, ¿él…?

—Sí. Cambió mi dirección —prosiguió, haciendo caso omiso de mis inquisiciones—. Lo mismo hizo conti­go y con todos los demás.

—Es cierto. Lo hizo conmigo. Pero ¿por qué cree que lo hizo?

—Tenía que hacerlo. Esa es, de todas las cosas que hay que hacer, la más importante.

Se refería a un acto singular que don Juan estimaba absolutamente imprescindible. Yo nunca había hablado de ello con nadie. En realidad, se trataba de algo casi ol­vidado para mí. En los primeros tiempos de mi aprendi­zaje hubo una oportunidad en que encendió dos peque­ñas hogueras en las montañas de México Septentrional. Estaban alejadas entre sí unos seis metros. Me hizo si­tuar a una distancia similar de ellas, manteniendo el cuerpo, especialmente la cabeza, en una postura muy natural y cómoda. Entonces me hizo mirar hacia uno de los fuegos y, acercándose a mí desde detrás, me torció el cuello hacia la izquierda, alineando mis ojos, pero no mis hombros, con el otro fuego. Me sostuvo la cabeza en esa posición durante horas, hasta que la hoguera se ex­tinguió. La nueva dirección era la Sudeste; tal vez sea mejor decir que había alineado el segundo fuego según la dirección Sudeste. Yo había tomado todo el proceso como una más de las inescrutables peculiaridades de don Juan, uno de sus ritos sin sentido.

—El Nagual decía que todos desarrollamos en el curso de la vida una dirección según la cual miramos —prosiguió ella—. Esa dirección termina por ser la de los ojos del espíritu. Según pasan los años esa dirección se desgasta, se debilita y se hace desagradable y, puesto que estamos ligados a esa dirección particular, nos hacemos débiles y desagradables. El día en que el Nagual me torció el cuello y no me soltó hasta que me desmayé de miedo, me dio una nueva dirección.

—¿Qué dirección le dio?

—¿Por qué lo preguntas? —dijo, con una energía innecesaria—. ¿Acaso piensas que el Nagual me dio una dirección diferente?

—Yo puedo decirle qué dirección me dio a mí —dije.

—¡No me importa! —espetó—. Eso ya me lo ha dicho él.

Parecía estar agitada. Cambió de posición, tendiéndose sobre el estómago. Me dolía la espalda a causa de la postura a que me obligaba el escribir. Le pregunté si me podía sentar en el suelo y emplear la cama a modo de mesa. Se incorporó y me tendió el cobertor doblado para que lo usase como cojín.

—¿Qué más le hizo el Nagual? —pregunté.

—Tras cambiar mi dirección, el Nagual comenzó, a decir verdad, a hablarme del poder —dijo, volviendo a tenderse—. Al principio mencionaba cosas sin propósito fijo, porque no sabía exactamente qué hacer conmigo. Un día me llevó a una corta excursión a pie por las sierras. Luego, otro día, me llevó en autobús a su tierra natal, en el desierto. Poco a poco, me fui acostumbrando a ir con él.

—¿Alguna vez le dio plantas de poder?

—Una vez me dio a Mescalito, cuando estábamos en el desierto. Pero, como yo era una mujer vacía, Mescalito me rechazó. Tuve un horrible encuentro con él. Fue entonces que el Nagual supo que debía ponerme al corriente del cambio de viento. Eso sucedió, desde luego, una vez hubo tenido un presagio. Pasó todo ese día repitiendo, una y otra vez, que, si bien él era un brujo que había aprendido a ver, si no tenía un presagio, no tenía modo de saber qué camino tomar. Ya había esperado durante días cierta indicación acerca de mí. Pero el poder no quería darla. Desesperado, supongo, me presentó a su guaje, y vi a Mescalito.

La interrumpí. Su uso de la palabra «guaje», calabaza, me resultaba confuso. Examinada en el contexto de lo que me estaba diciendo, el término carecía de sentido. Pensé que tal vez estuviese hablando en sentido metafórico, o que «calabaza» fuese un eufemismo.

—¿Qué es un guaje, doña Soledad?

Hubo sorpresa en su mirada. Hizo una pausa antes de responder.

—Mescalito es el guaje del Nagual —dijo al fin.

Su respuesta era aún más confusa. Me sentí mortificado porque se la veía realmente interesada en que yo comprendiera. Cuando le pedí que me explicase más, insistió en que yo mismo sabía todo. Era la estratagema favorita de don Juan para dar por tierra con mis investigaciones. Le expliqué que don Juan me había dicho que Mescalito era una deidad o fuerza contenida en los brotes del peyote. Decir que Mescalito era su calabaza carecía completamente de sentido.

—Don Juan puede informar acerca de todo valiéndose de su calabaza dijo tras una pausa —. Ésa es la clave de su poder. Cualquiera puede darte peyote, pero sólo un brujo, con su calabaza, puede presentarte a Mescalito.

Calló y me clavó la vista. Su mirada era feroz.

—¿Por qué tienes que hacerme repetir lo que ya sabes? —preguntó con enfado.

Su súbito cambio me desconcertó completamente. Tan sólo un momento antes se había comportado de un modo casi dulce.

—No hagas caso de mis cambios de humor —dijo, volviendo a sonreír—. Soy el viento del Norte. Soy muy impaciente. Nunca en mí vida me atreví a hablar con franqueza. Ahora no temo a nadie. Digo lo que siento. Para conocerme debes ser fuerte.

Se arrastró sobre su estómago, acercándose a mí.

—Bien; el Nagual me habló acerca del Mescalito que salía de su calabaza —prosiguió—. Pero ni siquie­ra sospechaba lo que me iba a suceder. Él esperaba que las cosas se desarrollasen de un modo semejante a aquel en que tú o Eligio conocieron a Mescalito. En ambos ca­sos ignoraba qué hacer, y permitía que su calabaza de­cidiese el siguiente paso. En ambos casos su calabaza lo ayudó. Conmigo fue diferente; Mescalito le dijo que no me llevara nunca. El Nagual y yo dejamos el lugar a toda prisa. Fuimos hacia el Norte, en vez de venir a casa. Cogimos un autobús rumbo a Mexicali, pero baja­mos de él en medio del desierto. Era muy tarde. El sol se escondía tras las montañas. El Nagual quería atra­vesar la carretera y dirigirse hacia el Sur a pie. Está­bamos esperando que pasasen algunos automóviles lanzados a toda velocidad, cuando de pronto me dio unos golpecitos en el hombro y me señaló el camino, delante nuestro. Vi un remolino de polvo. Una ráfaga levantaba tierra a un costado de la carretera. Lo vimos acercarse a nosotros. El Nagual cruzó al otro lado de la ruta corriendo y el viento me envolvió. En realidad, me hizo dar unas vueltas, con mucha delicadeza, y luego se desvaneció. Era el presagio que el Nagual esperaba en relación conmigo. Desde entonces, fuimos a las mon­tañas o al desierto en busca del viento. Al principio, el viento me rechazaba, porque yo era mi antiguo ser. Así que el Nagual se esforzó por cambiarme. Primero me hizo hacer esta habitación y este piso. Luego me hizo usar ropas nuevas y dormir sobre un colchón, en vez de un jergón de paja. Me hizo usar zapatos, y tengo cajo­nes llenos de vestidos. Me obligó a caminar cientos de kilómetros y me enseñó a estarme quieta. Aprendí muy rápido. También me hizo hacer cosas raras sin motivo alguno.

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