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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (9 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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—Estabas a punto de irte, de manera que me vi obli­gada a detenerte. El Nagual me había enseñado a tirar las manos para cogerte. Traté de hacerlo, pero me faltó poder. Mi piso estaba atemorizado. Tus ojos habían paralizado sus líneas. Nadie había puesto jamás sus ojos sobre él. Así, mi tentativa de cogerte por el cuello falló. Te libraste de mis garras antes de que me fuera posible hacer presión. Entonces me di cuenta de que te me esta­bas escapando e intenté un ataque final. Me valí de aquello que el Nagual dijo que era clave si se te quería afectar: el terror. Te alarmé con mis chillidos, y ello me dio el poder necesario para dominarte. Creí tenerte, pero mi estúpido perro se puso nervioso. Es idiota, y me hizo caer cuando ya estaba a punto de someterte a mi hechizo. Ahora que lo pienso, tal vez mi perro no sea tan estúpido. Quizás haya percibido a tu doble y carga­do contra él, pero en cambio me derribó a mí.

—Usted dijo que el perro no era suyo.

—Mentí. Era mi carta de triunfo. El Nagual me en­señó a tener siempre una carta de triunfo, una baza in­sospechada. De algún modo, sabía que podía llegar a necesitar de mi perro. Cuando te llevé a ver a mi amigo, se trataba en realidad de él; el coyote es el amigo de mis niñas. Quería que mi perro te oliera. Cuando corriste hacia la casa tuve que ser brutal con él. Le empujé al interior de tu coche haciéndolo aullar de dolor. Es de­masiado grande y costó mucho hacerlo pasar por sobre el asiento. Entonces le ordené hacerte trizas. Sabía que si mi perro te mordía gravemente quedarías indefenso y podría terminar contigo sin dificultad. Volviste a esca­par, pero no estabas en situación de salir de la casa. En­tendí que debía ser paciente y aguardar la oscuridad. Luego el viento cambió de dirección y me convencí de que tendría éxito.

—El Nagual me había dicho que estaba seguro de que yo te gustaría como mujer. Era cuestión de esperar el momento oportuno. Agregó que te matarías tan pronto como comprendieses que yo te había estado ro­bando el poder. Pero en el caso de que no lograse robár­telo, o en el caso de que no te mataras, o si yo no qui­siese conservarte vivo como prisionero, debía emplear mi lazo para estrangularte. Incluso me indicó dónde arrojar tu cadáver: un abismo sin fondo, una fractura en las montañas, no lejos de aquí, en que siempre desa­parecen las cabras. Pero el Nagual nunca mencionó tu aspecto aterrador. Ya te he dicho que se suponía que uno de los dos iba a morir esta noche. No sabía que iba a ser yo. El Nagual me dejó con la impresión de que saldría triunfante. Fue muy cruel por su parte no de­círmelo todo acerca de ti.

—Imagine mi situación, doña Soledad. Yo sabía aún menos que usted.

—No es lo mismo. El Nagual pasó años preparándo­me para esto. Yo conocía todos los detalles. Te tenía en el saco. El Nagual me señaló incluso las hojas que siem­pre debía tener, frescas y a mano, para paralizarte. Las puse en el agua de la tina aparentando que tenía por fi­nalidad perfumarla. No advertiste que yo echaba otras en la tina en que me iba a lavar. Caíste en todas las trampas que te tendí. Y, sin embargo, tu lado aterrador terminó por salir vencedor.

—¿A qué se refiere al hablar de mi lado aterrador?

—A aquel que me golpeó y que me matará esta no­che. Tu horrendo doble, que apareció para terminar conmigo. Jamás lo olvidaré y si vivo, cosa que dudo, nunca volveré a ser la misma.

—¿Se me parece?

—Eras tú, desde luego, pero no tenías el mismo as­pecto que ahora. En realidad, no puedo decir a qué se parecía. Cuando trato de recordarlo, siento vértigo.

Le dije que ante el impacto de mi golpe la había vis­to fugazmente abandonar su cuerpo. Mi intención era la de sondearla con el relato. Me parecía que todo lo suce­dido obedecía a una razón oculta: obligarnos a hurgar en fuentes habitualmente vedadas. En efecto, le había dado un tremendo golpe; le había causado un grave daño físico; sin embargo, era imposible que fuese yo quien lo hubiese hecho. Estaba seguro de haberle pegado con el puño izquierdo —la enorme hinchazón roja en su frente daba testimonio de ello—. Pero, sin embargo, no tenía en los nudillos marca alguna, ni experimentaba el menor dolor ni incomodidad. Un golpe de tal magnitud podía incluso haberme causado una fractura.

Cuando escuchó mi descripción de cómo la había visto acurrucarse contra la pared, cayó en la más absoluta desesperación. La pregunté si había tenido algún atisbo de lo que yo había visto, la impresión de abandonar su cuerpo, o alguna fugaz visión de la habitación.

—Ahora sé que estoy condenada —dijo—. Muy pocos sobreviven al contacto con el doble. Si mi alma ha partido, no me será posible seguir con vida. Me iré debilitando cada vez más, hasta morir.

Había en sus ojos un brillo salvaje. Se puso de pie; parecía estar a punto de pegarme, pero, en cambio, se dejó caer en el asiento.

—Me has quitado el alma —dijo—. Has de tenerla en tu morral. ¿Pero por qué tuviste que decírmelo?

Le juré que no había tenido la menor intención de lastimarla, que había actuado como lo había hecho únicamente en defensa propia y que, por consiguiente, no abrigaba la menor malevolencia hacia ella.

—Si no tienes mi alma en el morral, la situación es aún peor —dijo—. Andará vagando sin rumbo. Entonces nunca la recuperaré.

Doña Soledad daba la impresión de haber perdido por entero las energías. Su voz se hizo más débil. Yo quería que se fuese a acostar. Se negó a abandonar la mesa.

—El Nagual me advirtió que si mi fracaso era completo, debía transmitir su mensaje —continuó—. Me pidió que te dijera que había sustituido tu cuerpo hacía mucho. Ahora tú eres él.

—¿Qué quiso decir con eso?

—Es un brujo. Entró en tu viejo cuerpo y le devolvió su luminosidad. Ahora brillas como el propio Nagual. Ya no eres el hijo de tu padre. Eres el propio Nagual.

Doña Soledad se puso de pie. Estaba aturdida. Pare­cía querer decir algo, pero vocalizaba con dificultad. An­duvo hacia su habitación. La ayudé a llegar a la puerta; no quiso que entrara. Dejó caer la manta que la cubría y se tendió en la cama. Me pidió, con una voz muy suave, que fuese hasta una colina, a corta distancia de allí, y mirase si venía el viento. Agregó, como sin darle impor­tancia, que debía llevar a su perro conmigo. Por alguna razón, su pedido me pareció sospechoso. Le informé que subiría al techo y miraría desde allí. Me volvió la espal­da y dijo que lo menos que podía hacer por ella era llevar a su perro a la colina para que el animal atrajese al viento. Me enfadé mucho con ella. En la oscuridad, su habitación producía una misteriosa impresión. Fui a la cocina a buscar dos lámparas y las llevé allí. Al ver la luz chillé histéricamente. Yo también dejé escapar un grito, pero por una razón diferente. Cuando la habitación que­dó iluminada vi el piso levantado y abarquillado, como un capullo, en torno a su cama. Mi percepción fue tan fu­gaz que en el instante que siguió hubiese jurado que la horrible escena había sido producto de las sombras pro­yectadas por las viseras protectoras de las lámparas. Lo fantasmagórico de la imagen me puso furioso. La sacudí, cogiéndola por los hombros. Lloró como un niño y prome­tió no tenderme más trampas. Coloqué las lámparas so­bre una cómoda y se quedó dormida instantáneamente.

A media mañana, el viento había cambiado. Sentí entrar una violenta racha por la ventana Norte. Cerca del mediodía, doña Soledad volvió a salir. Se la veía un tanto insegura. Lo rojo de sus ojos había desaparecido y la hinchazón de la frente había disminuido; apenas si se veía una ligera marca.

Pensé que era hora de partir. Le dije que, si bien ha­bía tomado nota del mensaje de don Juan que me había transmitido, no me aclaraba nada.

—Ya no eres el hijo de tu padre. Ahora eres el propio Nagual —dijo.

Había algo francamente incongruente en mi modo de actuar. Pocas horas antes, me había encontrado indefenso y doña Soledad había intentado matarme; pero en ese momento, mientras ella me hablaba, había olvidado el horror de ese suceso. Y sin embargo, había otra parte de mí capaz de pasar días enteros reflexionando acerca de enfrentamientos sin importancia con gentes vinculadas con mi persona o mi trabajo. Esa parte parecía ser mi verdadero yo, el yo que había conocido durante toda mi vida. El yo que había librado un combate con la muerte esa noche y luego lo había echado al olvido, no era real. Era yo, y, sin embargo, no lo era.

Consideradas a la luz de tal absurdo, las afirmacio­nes de don Juan resultaban un poco menos traída de los pelos, pero seguían siendo inaceptables.

Doña Soledad estaba distraída. Sonreía pacífica­mente.

—¡Oh! ¡Están aquí! —dijo de pronto—. Qué afortunada soy. Mis niñas están aquí. Ahora ellas cuidarán de mí.

Daba la impresión de estar peor. Se la veía más fuerte que nunca, pero su conducta era menos coheren­te. Mis temores aumentaron. No sabía si dejarla allí o llevarla a un hospital en la ciudad, a varios cientos de kilómetros de allí.

De pronto, saltó como un niño y atravesó corriendo la puerta delantera, ganando la avenida que conducía a la carretera. El perro corrió tras ella. Subí al coche a toda prisa, con la intención de alcanzarla. Tuve que desandar el sendero en marcha atrás, puesto que no había espacio para girar. Al acercarme al camino, vi por la venta­na trasera a doña Soledad rodeada por cuatro mujeres jóvenes.

C
APÍTULO
S
EGUNDO

LAS HERMANITAS

Doña Soledad parecía estar explicando algo a las cuatro mujeres que la rodeaban. Movía los brazos con gestos teatrales y se cogía la cabeza con las manos. Era evi­dente que les hablaba de mí. Regresé al lugar en que había aparcado. Tenía intenciones de esperarles allí. Consideré qué sería más conveniente: si permanecer en el interior del coche o sentarme displicentemente sobre el parachoques izquierdo. Al final, opté por quedarme de pie junto a la puerta, pronto a entrar en el automóvil y partir si veía probable que tuviesen lugar sucesos seme­jantes a los del día anterior.

Me sentía muy cansado. No había pegado un ojo por más de veinticuatro horas. Mi plan consistía en revelar a las jóvenes todo lo que me fuera posible acerca del in­cidente con doña Soledad, de modo que pudiesen dar los pasos más convenientes en su auxilio, y luego irme. Su presencia había hecho dar un giro definitivo a la situa­ción. Todo parecía cargado de un nuevo vigor y energía. Tuve conciencia del cambio cuando vi a doña Soledad en su compañía.

Al revelarme que eran aprendices de don Juan, doña Soledad las había dotado de un atractivo tal que me sentía impaciente por conocerlas. Me preguntaba si se­rían como doña Soledad. Ella había afirmado que eran como yo y que íbamos en una misma dirección. Era fácil atribuir un sentido positivo a sus palabras. Deseaba por sobre todas las cosas creerlo.

Don Juan solía llamarlas «las hermanitas», nombre sumamente adecuado, al menos para las dos que yo había tratado, Lidia y Rosa, dos jovencitas delgadas, encantadoras, con cierto aire de duendes. Al conocerlas, supuse que debían tener poco más de veinte años, si bien Pablito y Néstor siempre se habían negado a hablar de sus edades. Las otras dos, Josefina y Elena, constituían un misterio total para mí. De tanto en tanto, había oído mencionar sus nombres, cada vez en un contexto desfavorable. Había concluido, a partir de observaciones hechas al pasar por don Juan, que eran en cierto modo anormales: una, loca, y la otra, obesa; por eso se las mantenía aisladas. En una oportunidad me había tropezado con Josefina, al entrar a la casa junto a don Juan. Él la había presentado, pero ella se había cubierto el rostro y huido antes de que me hubiese sido posible saludarla. Otra vez había encontrado a Elena lavando ropa. Era enorme. Pensé que debía ser víctima de un trastorno glandular. La había saludado pero no se había vuelto. Nunca había visto su cara.

Tras las revelaciones de doña Soledad acerca de sus personas, habían adquirido a mis ojos un prestigio tal que me sentía compelido a hablar con las misteriosas hermanitas, a la vez que experimentaba hacia ellas una suerte de temor.

Miré hacia el camino con aparente despreocupación, tratando de fortalecer mi ánimo para el encuentro que iba a tener lugar en seguida. El camino estaba desierto. Nadie se acercaba a él, aunque tan sólo un minuto an­tes no se encontraban a más de treinta metros de la casa. Subí al techo del coche para mirar. No venía na­die, ni siquiera el perro. Fui presa de un terror pánico. Me deslicé al suelo, y estaba a punto de entrar de un salto en el coche y marchar de allí cuando oí que al­guien decía: «¡Eh! ¡Miren quién está aquí!».

Me volví bruscamente para enfrentarme con dos muchachas que acababan de salir de la casa. Deduje que habían pasado corriendo por delante de mí y entra­do en la casa por la puerta trasera. Suspiré aliviado.

Las dos jovencitas se dirigían hacia donde yo estaba. Tuve que reconocer que nunca había reparado en ellas. Eran hermosas, morenas y sumamente delgadas, sin llegar a ser descarnadas. Llevaban el largo cabello ne­gro trenzado. Vestían faldas sencillas, camisas de algo­dón azul y zapatos marrones de tacón bajo y suela flexi­ble. Sus piernas, fuertes y bien formadas, estaban desnudas. Debían medir un metro cincuenta o un metro sesenta. Parecían hallarse en buena forma y se movían con gran soltura. Eran Lidia y Rosa.

Las saludé y me tendieron la mano simultáneamen­te. Se pusieron a mi lado. Se las veía saludables y fuer­tes. Les pedí que me ayudasen a quitar los paquetes del portaequipaje. Cuando los llevábamos hacia la casa, oí un profundo gruñido, tan profundo y cercano que se asemejaba al rugido de un león.

—¿Qué fue eso? —pregunté a Lidia.

—¿No lo sabes? —interrogó con tono incrédulo.

—Debe ser el perro —dijo Rosa mientras entraban corriendo a la casa, arrastrándome prácticamente con ellas.

Pusimos los paquetes sobre la mesa y nos sentamos en dos bancos. Tenía a ambas frente a mí. Les dije que doña Soledad estaba muy enferma y que estaba a punto de llevarla al hospital de la ciudad, dado que no sabía qué hacer para ayudarla.

A medida que hablaba iba tomando conciencia de que pisaba terreno peligroso. No tenía modo de estimar cuánta información debía transmitirles acerca de la verdadera naturaleza de mi encuentro con doña Sole­dad. Empecé a buscar pistas. Pensé que, si las observa­ba atentamente, sus voces o la expresión de sus rostros terminarían por traicionar lo que sabían. Pero perma­necieron en silencio, dejándome llevar la conversación.

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