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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (18 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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—Como ves, para ella la cuestión era todo o nada. Cuando llegaste, todos se habían marchado. Aparente­mente, era el fin para ti y para algunos de nosotros. Pero todo terminó siendo la nada para ella y una opor­tunidad para las hermanitas. En cuanto supe que la ha­bías derrotado, recordé a las muchachas, que era su tur­no. El Nagual había dicho que debían esperar hasta la mañana para cogerte desprevenido. Que la mañana no era un buen momento para ti. Me ordenó mantenerme aparte y no interferir a las hermanitas; debía intervenir únicamente en el caso de que intentases perjudicar su luminosidad.

—¿Se suponía que ellas también iban a matarme?

—Bueno… sí. Tú eres el lado masculino de su lumi­nosidad. Su integridad es a veces su desventaja. El Na­gual las trataba con mano de hierro y las mantenía en equilibrio, pero ahora que él se ha ido no hay manera de nivelarlas. Tu luminosidad podía lograrlo.

—¿Y tú, Gorda? ¿Debo esperar que tú también tra­tes de acabar conmigo?

—Ya te he dicho que soy diferente. He alcanzado un equilibrio. Mi vaciedad, que era mi desventaja, es ahora mi ventaja. Un brujo que ha recuperado su integridad está nivelado, en tanto que un brujo que siempre estuvo completo está un poco desequilibrado. Como lo estaba Genaro. Pero el Nagual estaba nivelado porque había estado incompleto, como tú y como yo; tal vez más que tú y que yo. Tenía tres hijos y una hija. Las hermanitas son como Genaro; están ligeramente desequilibradas. Y las más veces tan tensas que no tienen límites.

—¿Y yo, Gorda? ¿Debo yo también perseguirlas?

—No. Solamente ellas podían haber sacado provecho al absorber tu luminosidad. Tú no puedes sacar prove­cho de la muerte de nadie. El Nagual te legó un poder especial, una suerte de equilibrio que ninguno de noso­tros posee.

—¿No les es posible aprender a tener ese equilibrio?

—Claro que sí. Pero eso no tiene nada que ver con la misión que las hermanitas debían cumplir. Esta consis­tía en robarte el poder. Por ello se fueron uniendo hasta llegar a constituir un solo ser. Se prepararon para beber­te de un trago como un vaso de soda. El Nagual hizo de ellas seductoras de primer orden, especialmente de Jose­fina. Montó para ti un espectáculo sin par. Comparado con él, la tentativa de Soledad era un juego de niños. Ella es una mujer tosca. Las hermanitas son verdaderas brujas. Dos de ellas ganaban tu confianza, en tanto la tercera te asustaba y te dejaba indefenso. Jugaron sus cartas a la perfección. Te dejaste engañar y estuviste a punto de sucumbir. El único inconveniente era que tú habías lastimado y curado la luminosidad de Rosa la noche anterior, y ello la había puesto nerviosa. De no haber sido por su nerviosidad, que la llevó a morderte el costado con tanta fuerza, lo más probable es que ahora no es­tuvieses aquí. Lo vi todo desde la puerta. Llegué en el preciso instante en que las ibas a aniquilar.

—¿Pero qué podía hacer yo para aniquilarlas?

—¿Cómo lo voy a saber? No soy tú.

—Lo que te pregunto es qué me viste hacer.

—Vi a tu doble salir de ti.

—¿Cómo era?

—Como tú, desde luego. Pero muy grande y amena­zador. Tu doble las habría matado. Así que entré y lo interrumpí.

—Tuve que valerme de lo mejor de mi poder para tranquilizarte. Las hermanas no me podían ayudar. Esta­ban perdidas. Y tú estabas furioso y violento. Cambias­te de color delante nuestro dos veces. Uno de los colores era tan intenso que temí que me dieses muerte también a mí.

—¿Qué color era, Gorda?

—Blanco, ¿qué otro, si no? El doble es blanco, blanco amarillento, como el sol.

La miré. La sonrisa era completamente nueva para mí.

—Sí —continuó—, somos trozos del sol. Es por ello que somos seres luminosos. Pero nuestros ojos no llegan a captar esa luminosidad porque es muy débil. Sólo los ojos de un brujo alcanzan a
verla
, y ello al cabo de toda una vida de esfuerzos.

Su revelación me había tomado totalmente por sor­presa. Traté de poner orden en mis pensamientos para formular la pregunta más adecuada.

—¿Te habló el Nagual alguna vez del sol? —pregunté.

—Sí. Todos somos como el sol, aunque de modo muy, muy tenue. Nuestra luz es muy débil; no obstante, de todos modos, es luz.

—Pero ¿dijo que tal vez el sol fuese el nagual? —in­sistí desesperadamente.

La Gorda no me respondió. Produjo una serie de so­nidos involuntarios con los labios. Aparentemente, pen­saba cómo contestar a mi inquisición. Aguardé, prepa­rado para tomar nota de lo que dijese. Tras una larga pausa, salió a gatas de la cueva.

—Te mostraré mi débil luz —dijo, con cierta frialdad.

Se dirigió al centro del pequeño barranco, frente a la cueva, y se sentó en cuclillas. Desde donde me encontra­ba no veía lo que estaba haciendo, de modo que también salí de la cueva. Me detuve a tres o cuatro metros de ella. Metió las manos bajo la falda, siempre en cuclillas. De pronto, se puso de pie. Unía los puños cerrados floja­mente; los elevó por sobre su cabeza y abrió los dedos de golpe. Oí un sonido seco, como un estallido, y vi salir chispas de los mismos. Volvió a cerrar los puños y a abrirlos de golpe, y de ellos surgió otro torrente de chis­pas larguísimas. Se puso nuevamente en cuclillas y hur­gó bajo la falda. Parecía estar extrayendo algo del pubis. Repitió el movimiento de los dedos, a la vez que ponía las manos por sobre la cabeza, y vi cómo de ellos se des­prendía un haz de largas fibras luminosas. Tuve que la­dear la cabeza para contemplarlas contra el cielo ya os­curo. Unían el aspecto de largos filamentos luminosos rojizos. Terminaron por perder el color y desaparecer.

Se puso en cuclillas una vez más y, cuando abrió los dedos, emanó de ellos una asombrosa cantidad de luces. El cielo estaba lleno de rayos de luz. Era un espectáculo fascinante. Absorbió por completo mi atención; no podía apartar los ojos de él. No observaba a la Gorda. Con­templaba las luces. Repentinamente, un grito me obligó a mirarla, y alcancé a verla asir una de las líneas que generaba y subir hasta la parte más alta del cañón. Es­taba allí convertida en una enorme sombra oscura con­tra el cielo, y luego descendió al fondo del barranco dan­do tumbos, como si bajara una escalera deslizándose sobre el viento.

Súbitamente la vi contemplándome. Sin darme cuen­ta, había caído sentado. Me puse en pie. Ella estaba empapada en sudor y jadeaba, tratando de recobrar el aliento. Durante un lapso considerable le fue imposible hablar. Comenzó a trotar sin moverse del lugar. No me atreví a tocarla. Finalmente, pareció serenarse lo bas­tante como para volver a entrar en la cueva. Descansó unos minutos.

Había actuado con tanta rapidez que casi no me ha­bía dado ocasión de considerar lo sucedido. En el mo­mento de su exhibición, había experimentado un dolor insoportable, acompañado de cierto cosquilleo, exacta­mente debajo del ombligo. Yo no había hecho el menor esfuerzo físico y, sin embargo, también jadeaba.

—Creo que es hora de ir a nuestra cita —dijo, sin aliento—. Mi vuelo nos ha abierto a ambos. Tú sentiste mi vuelo en el vientre; eso significa que estás abierto y en condiciones de enfrentarte con las cuatro fuerzas.

—¿A qué fuerzas te refieres?

—A los aliados del Nagual y de Genaro. Tú los has visto. Son horrendos. Ahora se han liberado de las cala­bazas del Nagual y de Genaro. La otra noche oíste a uno de ellos rondar la casa de Soledad. Te están esperando. En el momento en que caiga la noche, serán inconteni­bles. Uno de ellos llegó a seguirte a la luz del día en la casa de Soledad. Esos aliados nos pertenecen ahora, a ti y a mí. Nos llevaremos dos cada uno. No sé cuáles. Y tampoco sé cómo. Todo lo que me dijo el Nagual fue que tú y yo deberíamos atraparlos por nosotros mismos.

—¡Espera! ¡Espera! —grité.

No me permitió hablar. Con suavidad, me tapó la boca con la mano. Sentí una punzada de terror en la boca del estómago. Ya en el pasado me había visto enfrenta­do con algunos inexplicables fenómenos a los que don Juan y don Genaro llamaban sus aliados. Había cuatro y eran entes tan reales como cualquier objeto. Su aspec­to era tan extravagante que suscitaba en mí un temor incomparable toda vez que los veía. El primero que ha­bía conocido pertenecía a don Juan; era una masa oscu­ra, rectangular, de dos metros y medio o tres de altura y uno o uno y medio de ancho. Se movía con la aplastante imponencia de una piedra gigantesca y respiraba tan pesadamente que me hacía pensar en un fuelle. Siem­pre lo hallaba en la oscuridad, de noche. Lo imaginaba como una puerta que anduviese mediante el expediente de girar primero sobre uno de sus ángulos inferiores y luego sobre el otro.

El segundo con que me había topado era el aliado de don Genaro. Se trataba de un hombre incandescente, de largo rostro, calvo, extraordinariamente alto, con gruesos labios y ojos entrecerrados. Siempre llevaba pantalones demasiado cortos para sus largas y delgadas piernas.

Había visto a esos dos aliados en numerosas ocasio­nes, en compañía de don Juan y de don Genaro. El ver­los daba inevitablemente lugar a una separación insu­perable entre mi razón y mi percepción. Por una parte, no tenía motivo alguno para pensar que lo que me suce­día fuese real, y, por otra, no había modo posible de de­jar de lado la certidumbre de mi percepción.

Puesto que siempre habían aparecido en momentos en que me encontraba cerca de don Juan y de don Gena­ro, los había clasificado como productos de la poderosa influencia que aquellos dos hombres habían ejercido so­bre mi sugestionable personalidad. A mi entender, o bien se trataba de eso, o bien se trataba de que don Juan y don Genaro tenían en su posesión fuerzas a las que de­nominaban sus aliados, fuerzas capaces de manifestarse ante mí bajo la forma de esas horrendas criaturas.

Una de las características de los aliados era que nunca me permitían observarlos detenidamente. Había intentado muchas veces concentrar toda mi atención en ellos, pero siempre había terminado por encontrarme confundido y disociado.

Los otros dos aliados eran más esquivos. Los había visto sólo una vez: un jaguar de amarillos canden­tes y un voraz y enorme coyote. Las dos bestias eran en esencia agresivas y arrolladoras. El jaguar era de don Genaro y el coyote de don Juan.

La Gorda salió de la cueva. La seguí. Ella abría la marcha. Dejarnos atrás el sendero y nos vimos frente a una gran llanura rocosa. Se detuvo y me dejó ganar la delantera. Le dije que si me permitía abrir la marcha, iba a tratar de llegar al coche. Me dijo que sí con la cabe­za y se pegó a mí. Sentía su piel fría y húmeda. Parecía hallarse muy agitada. Todo esto ocurría aproximada­mente a un kilómetro del lugar en que había aparcado; para llegar allí, debíamos cruzar el desierto de rocas. Don Juan me había enseñado la situación de un camino oculto que discurría por entre grandes cantos rodados, casi jun­to a la montaña que cerraba el llano hacia el Este. Me dirigí a él. Cierto impulso desconocido me guiaba; de otro modo, habría seguido por la misma senda por la cual ha­bíamos atravesado la planicie, sobre terreno raso.

Tuve la impresión de que la Gorda aguardaba algo espantoso. Se aferró a mí. Abrió desmesuradamente los ojos.

—¿Vamos por el buen camino? —pregunté.

No respondió. Se quitó el chal y lo retorció hasta ha­cerle cobrar el aspecto de una cuerda larga y espesa. Rodeó mi talle con ella, cruzó los extremos y rodeó el suyo. Hizo al cabo un nudo, de manera que quedamos unidos por un lazo que tenía forma de ocho.

—¿Para qué hiciste eso? —quise saber.

Negó con la cabeza. Le castañeteaban los dientes, pero no podía decir una sola palabra. Su temor parecía ser extremo. Me empujó para que siguiese andando. No logré evitar preguntarme por qué yo mismo no estaba a punto de volverme loco de susto.

Cuando alcanzamos el sendero alto, el agotamiento físico comenzaba a hacer presa en mí. Jadeaba y tuve que respirar por la boca. Distinguí el contorno de los grandes cantos rodados. No había luna, pero el cielo es­taba tan claro que permitía reconocer formas. Me di cuenta de que la Gorda también jadeaba.

Intenté detenerme para recobrar el aliento, pero me dio un ligero empellón y movió la cabeza negativamente. Estaba a punto de hacer una broma para quebrar la tensión, cuando oí un ruido sordo, desconocido. Moví en forma instintiva la cabeza hacia la derecha, para que mi oído izquierdo recorriese el lugar. Contuve la respira­ción un instante y entonces percibí con claridad que al­guien más que la Gorda y yo respiraba pesadamente. Atendí de nuevo para asegurarme antes de comunicár­selo. No había duda de que esa impresionante forma se hallaba entre las rocas. Cubrí la boca de la Gorda con la mano, sin detener la marcha y le indiqué que contuvie­se el aliento. Se podía haber afirmado que la forma es­taba muy cerca. Aparentemente, se deslizaba con la mayor discreción que le cabía. Jadeaba con suavidad.

La Gorda estaba sobrecogida. Se echó al suelo, po­niéndose en cuclillas; me arrastró con ella, debido al chal que llevábamos atado a la cintura. Metió las ma­nos bajo las faldas un momento y luego se puso de pie; tenía los puños cerrados y, cuando los abrió, de las pun­tas de sus dedos surgió una lluvia de chispas.

—Méate las manos —susurró, a través de sus dien­tes apretados.

—¿Qué? —dije, incapaz de comprender lo que me pedía.

Susurró la orden tres o cuatro veces, cada vez con mayor perentoriedad. Debió de haberse dado cuenta de que yo no entendía sus intenciones, porque se volvió a agachar y mostró a las claras que se estaba orinando las manos. La miré consternado, mientras las gotas de orina que salpicaba con los dedos se transformaban en chispas rojizas.

Mi mente quedó en blanco. No sabía qué era más apasionante, si la visión a que la Gorda daba lugar con su orina, o el jadeo del ente que se acercaba. No estaba en condiciones de decidir cual de los dos estímulos atraía más mi atención; ambos eran fascinantes.

—¡De prisa! ¡Hazlo en las manos! —gruñó la Gorda entre dientes.

La oía, pero mi atención estaba dislocada. Con voz implorante, la Gorda agregó que mis chispas harían retroceder a la criatura que se nos aproximaba. Ella co­menzó a gimotear y yo a desesperarme. Ya no solamen­te escuchaba, sino que percibía con todo el cuerpo a aquella entidad. Intenté orinarme las manos; mi esfuer­zo fue inútil. Estaba demasiado cohibido y nervioso. La agitación de la Gorda hizo presa en mí y luché denoda­damente por orinar. Al final, lo logré. Sacudí los dedos tres o cuatro veces, pero nada surgió de ellos.

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