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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (15 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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Era ligeramente más alta que las otras tres mucha­chas. Tenía un cuerpo magro y oscuro y un soberbio tra­sero. Reparé en la gracia de la línea de sus anchos hom­bros en el momento en que volvió a medias el torso para encararse con las muchachas.

Les dio una orden ininteligible y las tres se sentaron en un banco, exactamente tras ella. En realidad, las protegía de mí con su cuerpo.

Me enfrentó de nuevo. Su expresión era de suprema seriedad, pero sin la menor traza de tenebrosidad ni de gravedad. No sonreía, pero se la veía amistosa. Sus ras­gos eran muy agradables: un rostro finamente formado, ni redondo ni anguloso, boca pequeña, de labios finos, nariz ancha, pómulos altos, y cabello largo, negro como el azabache.

Era imposible pasar por alto sus fuertes y hermosas manos, que mantenía apretadas ante sí, sobre la región umbilical. Los dorsos de las mismas se hallaban vueltos hacia mí. Distinguía sus músculos según los contraía.

Llevaba un vestido de algodón de color naranja des­teñido, de mangas largas, y un chal marrón. Había en ella algo de terriblemente sosegado y terminante. Sentí la presencia de don Juan. Mi cuerpo se relajó.

—Siéntate, siéntate —me dijo en tono mimoso.

Volví a la mesa. Me señaló un lugar para que me sentase, pero permanecí de pie.

Sonrió por primera vez, y sus ojos me resultaron más suaves y más brillantes. No era tan bonita como Josefina, y, sin embargo, era la más bonita de todas.

Pasamos un momento en silencio. A modo de expli­cación, dijo que en los años transcurridos desde la parti­da del Nagual habían hecho todo lo posible por cumplir con la tarea que les había encomendado, y que, dada su dedicación, habían terminado por acostumbrarse a ella.

No comprendí con toda claridad a qué se refería, pero, según hablaba, yo percibía más que nunca la pre­sencia de don Juan. No se trataba de que copiase sus maneras, ni la inflexión de su voz. Poseía un control in­terno que la llevaba a actuar como don Juan. Su seme­janza era profunda.

Le conté que había ido en busca de la ayuda de Pa­blito y Néstor. Le dije que era lento, quizás estúpido, para comprender los caminos de los brujos, pero que era sincero; y que sin embargo todas ellas me habían trata­do con malevolencia y falsedad.

Intentó disculparse, pero no la dejé terminar. Recogí mis cosas y gané la puerta delantera. Corrió detrás de mí. No era su propósito impedirme partir, pero hablaba muy rápido, como si necesitase decir todo lo que fuese posible antes de que yo me marchara.

Decía que debía escucharla hasta el final, y que se proponía acompañarme hasta haberme hecho saber todo lo que el Nagual le había encargado que me comunicara.

—Voy a Ciudad de México —dije.

—Iré contigo hasta Los Angeles, de ser necesario.

Comprendí que hablaba en serio.

—De acuerdo —dije, con la intención de probarla—. Sube al coche.

Vaciló un instante, luego se quedó en silencio y miró la casa. Llevó las manos cerradas al nivel del ombligo. Se volvió y miró al valle y repitió el gesto.

Yo sabía qué era lo que hacía. Se despedía de su casa y de aquellas imponentes colinas que la rodeaban.

Don Juan me había enseñado, años atrás, el signifi­cado de esos gestos, destacando el hecho de que implica­ban un extremo poder: un guerrero rara vez hacía uso de ellos. Yo mismo había tenido muy pocas ocasiones de efec­tuarlos.

El movimiento de despedida que la Gorda efectuaba era una variante del que me había enseñado don Juan. Éste me había dicho que las manos debían cerrarse como para pronunciar una plegaria, fuese ello hecho con delica­deza o violentamente, llegando incluso a producir un soni­do como de palmoteo. Cualquiera que fuese la forma, el pro­pósito del guerrero al cerrar las manos era atrapar el sentimiento que no quería dejar tras sí. Tan pronto como se apretaban los puños, una vez capturado el sentimien­to, se los llevaba con gran fuerza al medio del pecho, a la altura del corazón. Allí, se convertía en una daga y el guerrero se la clavaba, sosteniéndola con ambas manos.

Don Juan me había dicho que un guerrero sólo dice adiós de ese modo cuando tiene buenas razones para creer que no regresará.

La despedida de la Gorda me cautivó.

—¿Te despides? —pregunté con curiosidad.

—Sí —dijo secamente.

—¿No te llevas las manos al pecho? —quise saber.

—Eso lo hacen los hombres. Las mujeres tienen útero. Guardan sus sentimientos allí.

—¿No se supone que esa clase de despedidas están reservadas a los casos en que no se regresa?

—Lo más probable es que no regrese —replicó—. Me voy contigo.

Tuve un súbito e injustificado acceso de tristeza; in­justificado en el sentido de que no conocía a aquella mu­jer en lo más mínimo. Sólo abrigaba dudas y sospechas hacia ella. Pero al mirar de cerca sus claros ojos me sentí definitivamente vinculado con ella. Me serené. Mi cólera había dado paso a una melancolía desconocida. Miré a mi alrededor y comprendí que aquellas colinas romas, misteriosas, enormes, me estaban desgarrando.

—Esas colinas están vivas —dijo, leyendo mis pen­samientos.

Me volví hacia ella y le dije que tanto el lugar como las mujeres me habían afectado muy profundamente; tanto, que no me parecía concebible desde el punta de vista de mi sentido común. No sabía qué había resulta­do más devastador, si el lugar o las mujeres. Las furio­sas embestidas de estas últimas habían sido directas y aterradoras pero la presencia de las colinas constituía un factor constante, de continua aprensión; suscitaba un deseo de huir de allí. Ante ello; la Gorda me dijo que mi juicio acerca de los efectos del lugar era correcto, que era debido a ello que el Nagual las había dejado allí, y que no debía culpar a nadie por lo sucedido, pues­to que el propio Nagual había dado a aquellas muchachas la orden de terminar conmigo.

—¿También a ti te ha dado órdenes semejantes? —pregunté.

—No; a mí no. No soy como ellas —replicó—. Ellas son hermanas. Son lo mismo; exactamente lo mismo. Tanto como son lo mismo Pablito y Néstor y Benigno. Sólo tú y yo podemos llegar a ser exactamente lo mis­mo. Aún no lo somos porque estás incompleto. Pero al­gún día seremos lo mismo, exactamente lo mismo.

—Me han dicho que eres la única que sabe dónde se encuentran el Nagual y Genaro —dije.

Me miró con atención durante un momento y sacu­dió la cabeza afirmativamente.

—Es cierto —dijo—. Sé dónde están. El Nagual me dijo que te llevara si podía.

Le exigí que dejase de andarse por las ramas y me revelara su paradero de inmediato. Mi pedido pareció sumirla en el caos. Se disculpó y me prometió que más tarde, cuando nos hallásemos en camino, me lo expon­dría todo. Me rogó que no le hiciese más preguntas por­que tenía instrucciones precisas en el sentido de no co­mentar nada hasta el momento indicado.

Lidia y Josefina salieron a la puerta y se quedaron mirándome. Me apresuré a subir al coche. La Gorda me siguió; no pude evitar el observar que entraba en el au­tomóvil como si lo hiciese a un túnel: casi a gatas. Don Juan solía hacerlo. En cierta ocasión le había dicho, bromeando, tras haberlo visto entrar así un buen nú­mero de veces, que resultaba más práctico como yo lo hacía. Su extraño modo de actuar me parecía atribuible a su falta de familiaridad con los coches. Me explicó en­tonces que el vehículo era una cueva, y que ese era el modo correcto de entrar en las cuevas, si pretendíamos valernos de ellas. Había un espíritu inherente a las cue­vas, fuesen éstas naturales o construidas por el hombre, y era necesario acercarse a él con respeto. El gateo era la única forma adecuada de demostrar ese respeto.

Estaba considerando la conveniencia de preguntar o no a la Gorda si don Juan la había instruido acerca de tales detalles, cuando habló por propia iniciativa. Dijo que el Nagual le había dado directivas específicas para el caso de que yo sobreviviera a los ataques de doña So­ledad y las tres muchachas. Agregó, en tono despreocu­pado, que antes de dirigirnos a Ciudad de México, de­bíamos ir a determinado lugar en las montañas, al que acostumbrábamos acudir don Juan y yo, y que allí me descubriría toda la información que el Nagual nunca me había proporcionado.

Tuve un momento de indecisión, pero luego un algo interior, distinto de la razón, me impulsó hacia las mon­tañas. Viajamos en absoluto silencio. Intenté en varias ocasiones iniciar una conversación, pero en todos los ca­sos me rechazó, sacudiendo con energía la cabeza. Finalmente pareció cansarse de mi insistencia y se vio obligada a comentar que aquello que me debía decir re­quería, para ser confiado, un lugar de poder, y que te­níamos que abstenernos de desperdiciar fuerzas en charlas sin sentido, hasta hallarnos en él.

Tras un largo recorrido en coche y una agotadora ca­minata desde la carretera, llegamos finalmente a desti­no. Caía la noche. Estábamos en lo hondo de un cañón. Allí ya estaba oscuro, en tanto el sol seguía brillando por sobre las montañas de encima. Anduvimos hasta llegar a una pequeña cueva, a uno o dos metros del nivel del sue­lo, en el extremo norte del cañón, que iba de Este a Oes­te. Solía pasar mucho tiempo allí con don Juan.

Antes de entrar, la Gorda barrió cuidadosamente el suelo con ramas, tal como lo hacía don Juan, con el ob­jeto de eliminar las garrapatas y otras parásitos adheridos a las rocas. Luego cortó tallos, cubiertos de hojuelas ligeras; reunió un montón de los arbustos de los alre­dedores y los distribuyó sobre el piso de piedra a modo de colchón.

Me indicó con un gesto que entrara. Yo siempre había permitido que don Juan me antecediese en señal de respeto. Quería hacer lo mismo con ella, pero se negó. Dijo que yo era el Nagual. Penetré en la cueva tal como ella lo había hecho en el coche. Reí ante mi inconsecuencia. No había llegado jamás a considerar mi automóvil como una cueva.

La Gorda procuró que me relajara y me pusiera cómodo.

—El Nagual no podía revelarte todos sus designios en razón de que estabas incompleto —dijo de repente—. ­Aún lo estás, pero ahora, tras tus encuentros con Soledad y las muchachas, eres más fuerte que antes.

—¿Qué significa estar incompleto? Todos me han dicho que eras la única persona capaz de explicármelo —dije.

—Es muy sencillo —replicó—. Una persona comple­ta es aquella que nunca ha tenido niños.

Hizo una pausa, como si aguardase a que terminara de apuntar lo que había dicho. Alcé la vista de mi libre­ta. Me observaba, midiendo el efecto de sus palabras.

—Sé que el Nagual te dijo exactamente lo mismo que acaba de decirte —prosiguió—. No le prestaste atención, y lo más probable es que no me hayas presta­do atención tampoco a mí.

Leí mis notas en voz alta, de modo de repetir sus pa­labras. Sofocó una risilla.

—El Nagual decía que una persona incompleta es aquella que ha tenido niños —dijo, como si me lo estu­viese dictando.

Me examinó atentamente, esperando, a juzgar por las apariencias, una pregunta o un comentario. No tuve que hacer ninguna de las dos cosas.

—Ya te he dicho todo lo que hay que saber acerca del hecho de hallarse completo o incompleto —declaró—. Te he dicho exactamente lo mismo que el Nagual me dijo a mí. Entonces, no significó nada para mí; tal como no sig­nifica nada ahora para ti.

Me vi obligado a reír ante el modo en que se amolda­ba a las enseñanzas de don Juan.

—Una persona incompleta tiene un agujero en el es­tómago —prosiguió—. Un brujo lo
ve
con la misma cla­ridad con que tú ves mi cabeza. Cuando el agujero se encuentra a la izquierda del estómago, el niño que lo ha creado es del mismo sexo. Si se encuentra a la derecha, es del sexo opuesto. El agujero de la izquierda es negro; el de la derecha es castaño oscuro.

—¿Eres capaz de ver el agujero en todo aquel que haya tenido un niño?

—Claro. Hay dos modos de
verlo
. Un brujo puede
verlo
tanto en sueños como mirando directamente a una persona. Un brujo que
ve
no tiene reparos en observar el ser luminoso con la finalidad de comprobar si hay un agujero en la luminiscencia del cuerpo. No obstante, aun cuanto el brujo no sepa
ver
, es capaz de distinguir lo oscuro del boquete a través de la ropa.

Calló. La insté a continuar.

—El Nagual me dijo que escribías, y que luego no re­cordabas lo escrito —me dijo, en tono acusatorio.

Me vi enredado en mis propias palabras, tratando de defenderme. No obstante, ella había dicho la verdad. Las palabras de don Juan siempre habían surtido un doble efecto sobre mí: el uno, al oír sus aseveraciones por primera vez; el otro, al leer a solas lo escrito y olvidado.

La conversación con la Gorda, sin embargo, era esencialmente diferente. Los aprendices de don Juan no se hallaban en ningún sentido tan inmersos en lo suyo como él. Sus revelaciones, si bien extraordinarias, no eran sino piezas sueltas de un rompecabezas. El carácter insólito de aquellas piezas consistía en que no servían para clarificar la imagen, sino para hacerla cada vez más compleja.

—Tenías un agujero marrón en el lado derecho del estómago —continuó—. Ello significa que quien te había vaciado era una hembra. Has hecho una niña.

—El Nagual decía que yo tenía un enorme agujero negro, que revelaba el haber hecho dos mujeres. Nunca lo vi, pero vi a otra gente con agujeros semejantes al mío.

—Dijiste que yo tenía un agujero. ¿Significa eso que ya no lo tengo?

—No. Ha sido remendado. El Nagual te ayudó a remendarlo. Sin su apoyo estarías aun más vacío de lo que estás.

—¿Qué clase de remiendo se le ha aplicado?

—Un remiendo en tu luminosidad. No hay otra for­ma de decirlo. El Nagual explicaba que un brujo como él era capaz de rellenar el agujero en cualquier momento. Pero ese relleno no dejaba de ser una mancha sin luminosidad. Cualquiera que
vea
o
sueñe
puede afirmar que luce como un parche de plomo sobre la luminosidad amarilla del resto del cuerpo. El Nagual te remendó a ti y a mí y a Soledad. Pero dejó a nuestro cargo el recobrar la luminosidad, el brillo.

—¿Cómo nos remendó?

—Es un brujo; puso cosas en nuestros cuerpos. Hizo sustituciones. Ya no somos enteramente los mismos. El remiendo es lo que puso de sí mismo.

—Pero ¿por qué puso esas cosas y qué eran?

—Puso en nuestros cuerpos su propia luminosidad; se valió de las manos para ello. Se limitó a entrar en no­sotros y dejar allí sus fibras. Hizo lo mismo con sus seis niños y con Soledad. Todos ellos son lo mismo, salvo So­ledad; ella es otra cosa.

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