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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (16 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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La Gorda parecía poco dispuesta a continuar. Titu­beó y la vi al borde del tartamudeo.

—¿Qué es doña Soledad?

—Es muy difícil decirlo —dijo, tras unos momentos de resistencia—. Es lo mismo que tú y que yo, y, sin em­bargo, es diferente. Posee idéntica luminosidad, pero no está junto a nosotros. Marcha en dirección opuesta. En este momento se te asemeja más. Ambos llevan remiendos que parecen de plomo. El mío ha desaparecido y he vuelto a ser un huevo completo, luminoso. Esa es la ra­zón por la que te dije que tú y yo llegaríamos a ser lo mismo algún día, cuando estuvieses de nuevo completo. Actualmente, lo que nos hace ser casi lo mismo es la luminosidad del Nagual, y la realidad de que ambos mar­chamos en igual dirección y ambos estamos vacíos.

—¿Cómo ve un brujo a una persona completa? —pre­gunté.

—Como un huevo luminoso hecho de fibras —repli­có—. Todas las fibras están enteras; lucen como cuer­das, como cuerdas tensas. La impresión que da el con­junto de las cuerdas es la de haber sido estirado como el parche de un tambor. Por otra parte, te diré que en una persona vacía las cuerdas se ven arrugadas en los bordes del agujero. Cuando se han tenido muchos ni­ños, las fibras ya no se ven como tales. En esos casos, se observa algo así como dos trozos de luminosidad, se­parados por negrura. Es una visión horrenda. El Na­gual me lo hizo
ver
en cierta ocasión, en un parque de la ciudad.

—¿A qué atribuyes el que el Nagual nunca me haya hablado de ello?

—El Nagual te lo ha dicho todo, pero nunca le entendiste cabalmente. Tan pronto como se daba cuenta de que ­tú no le comprendías, se veía obligado a cambiar de tema. Tu vaciedad te impedía entender. El Nagual decía que era perfectamente natural que no entendieras. Una vez que una persona queda incompleta, se vacía realmente, como una calabaza ahuecada. No te importó el nú­mero de veces en que él te dijo que estabas vacío; ni siquiera te importó el que te lo explicase. Nunca supiste lo que quería decir o, lo que es peor, nunca quisiste saberlo.

La Gorda pisaba terreno peligroso. Intenté hacerla variar de rumbo, pero me rechazó.

—Tú quieres a un pequeño y no te interesa conocer el sentido de las palabras del Nagual —dijo, acusadora—. El Nagual me dijo que tenías una hija a la que nunca habías visto, y que querías a ese niño. La una te quitó fuerza, el otro te obligó a concretar. Les has unido.

No tuve otro remedio que dejar de escribir. Salí a gatas de la cueva y me puse de pie. Comencé a descender la empinada cuesta que llevaba al fondo del barranco. La Gorda me siguió. Me preguntó si me encontraba mo­lesto por su franqueza. No quise mentir.

—¿Qué crees? —pregunté.

—¡Estás furioso! —exclamó, y soltó una risilla tonta con un desenfado que sólo había visto en don Juan y en don Genaro.

A juzgar por las apariencias, estuvo a punto de per­der el equilibrio y se aferró a mi brazo izquierdo. Para ayudarla a bajar al fondo del barranco, la alcé por el talle. Creí que no podía pesar más de cincuenta kilos. Frunció los labios al modo de don Genaro y dijo que pesaba cincuenta y seis. Los dos nos echamos a reír a la vez. Ello supuso un instante de comunicación directa, espontánea.

—¿Por qué te molesta tanto hablar de esas cosas? —preguntó.

Le dije que una vez había tenido un pequeño al que había amado inmensamente. Experimenté la necesidad compulsiva de hablarle de él. Una exigencia extrava­gante, más allá de mi razón, me llevaba a abrirme a aquella mujer, una completa desconocida para mí.

Cuando comencé a hablar del niño, una oleada de nostalgia me envolvió; quizás se debiera al lugar, o a la situación, o a la hora. Por algún motiva, mis recuerdos del pequeño se mezclaban en mí con los de don Juan: por primera vez en todo el tiempo que había pasado sin verle, lo extrañé. Lidia había dicho que ella nunca lo ex­trañaba porque siempre estaba con él; él era sus cuer­pos y sus espíritus. Había comprendido de inmediato el sentido de sus palabras. Yo mismo me sentía así. En aquel barranco, sin embargo, un sentimiento desconoci­do había hecho presa en mí. Hice saber a la Gorda que hasta aquel momento no había extrañado a don Juan. No respondió. Desvió la mirada.

Es probable que mi nostalgia por aquellas dos personas tuviese que ver con el hecho de que ambas habían dado lugar a situaciones catárticas en mi vida. Y ambas se habían ido. Hasta ese momento, no había tenido cla­ro el carácter definitivo de esa separación. Comenté a la Gorda que el pequeño había sido, por sobre todo, mi ami­go, y que un día fuerzas que se hallaban fuera de mi control le había apartado bruscamente de mí. Tal vez fuese uno de los golpes más fuertes recibidos en mi vida. Había incluso ido a ver a don Juan para pedir su auxilio. Fue la única oportunidad en que le solicité apo­yo. Escuchó mi petición y rompió a reír estrepitosamen­te. Su reacción me resultó tan insólita que ni siquiera me enfadé. Lo único que pude hacer fue un comentario acerca de lo que yo consideraba falta de sensibilidad.

—¿Qué quieres que haga? —me había preguntado don Juan.

Le respondí que, puesto que era un brujo, podría ayudarme a recuperar a mi amiguito, cosa que me consolaría.

—Estás equivocado; un guerrero no busca nada que le consuele —había afirmado, en un tono que no admitía réplica.

Luego se dedicó a aniquilar mis argumentos. Dijo que un guerrero no debía dejar nada librado al azar, que un guerrero era realmente capaz de alterar el curso de los sucesos, valiéndose del poder de su conciencia y de la inflexibilidad de su propósito. Dijo que si mi intención de conservar y auxiliar a ese niño hubiese sido inflexi­ble, me las habría arreglado para tomar las medidas necesarias para que no se fuese de mi lado. Pero, tal como estaban las cosas, mi cariño no pasaba de ser una palabra, un arranque inútil de un hombre vacío. Llega­do a ese punto, me informó acerca de la vaciedad y la plenitud, pero opté por no oírle. Me limité a experimen­tar un sentimiento de pérdida, la carencia que él había mencionado, según me parecía evidente, al referirse a la sensación de extravío de algo irreemplazable.

—Lo amaste, reverenciaste su espíritu, deseaste su bien; ahora debes olvidarlo —dijo.

Pero yo no había sido capaz de hacerlo. Se trataba de algo terriblemente vigente en mis emociones, a pe­sar de que el tiempo se había encargado de suavizar­las. En cierto momento, creí haber logrado olvidar; pero una noche, un incidente desencadenó un profundo cataclismo en mi interior. Me dirigía a mi despacho cuando una joven mexicana me abordó. Estaba senta­da en un banco, aguardando un autobús. Quería saber si ese autobús la llevaría a un hospital de niños. Yo no lo sabía. Explicó que su pequeño tenía una temperatu­ra muy elevada desde hacía tiempo, y ella estaba preo­cupada porque no tenía dinero. Me acerqué y vi a un crío, de pie sobre el banco, con la cabeza apoyada en el respaldo. Vestía una chaqueta, pantalones cortos y go­rra. No tenía más de dos años. Debió de haberme visto, porque se arrimó al extremo del asiento y puso la fren­te contra mi pierna.

—Me duele la cabecita —me dijo.

Su voz era tan débil y sus ojos oscuros tan tristes, que una oleada de angustia irreprimible hizo presa en mí. Lo alcé y los llevé, a él y a su madre, al hospital más cercano. Allí los dejé, tras dar a la madre el dinero nece­sario para pagar lo requerido. Pero no quise quedarme, ni saber más de él. Deseaba creer haberle ayudado, sal­dando con ello mi deuda con el espíritu del hombre.

Había aprendido de don Juan la fórmula «saldar la deuda con el espíritu del hombre». En una ocasión, preo­cupado por el hecho de no haberle pagado por todo lo hecho por mí, le pregunté si había algo en el mundo que pudie­se hacer para reparar su esfuerzo. Salíamos de un ban­co, tras cambiar algunos dólares por moneda mexicana.

—No necesito que me pagues —dijo—, pero si quie­res saldar una deuda, haz tu depósito a nombre del espí­ritu del hombre. La suma es siempre muy pequeña, y, sea cual sea la cantidad que se aporte, es más que sufi­ciente.

Al auxiliar a aquel niño enfermo, no había hecho sino pagar al espíritu del hombre cualquier ayuda que mi pe­queño pudiese recibir de desconocidos en su camino.

Dije a la Gorda que mi cariño hacia él seguiría vivo durante el resto de mis días, aunque no volviera a verle nunca. Quise agregar que su recuerdo se hallaba tan profundamente enterrado que nada podía alcanzarlo, pero desistí de hacerlo. Entendí que hubiese sido super­flua la referencia. Además, oscurecía y yo quería salir de ese agujero.

—Es mejor que nos vayamos —dije—. Te llevaré a tu casa. Tal vez más tarde tengamos ocasión de hablar sobre estas cosas.

Se rió de mí, tal como don Juan solía hacerlo. Evi­dentemente, mis palabras debían de haberle parecido harto cómicas.

—¿Por qué ríes, Gorda? —pregunté.

—Porque sabes perfectamente que no podemos irnos de aquí con tanta facilidad —replicó—. Tienes una cita con el poder aquí. Y yo también.

Regresó a la cueva y entró en ella a gatas.

—Ven —chilló desde dentro—. No hay modo de irse.

Reaccioné de la manera más incongruente. Entré gateando y volví a sentarme cerca de ella. Resultaba ob­vio que me había tendido una trampa. Yo no había ido allí para tener enfrentamiento alguno. Debí haberme puesto furioso. En cambio, permanecí impasible. No po­día mentirme diciéndome que aquello era tan sólo un alto en mi camino hacia Ciudad de México. Me encon­traba en ese lugar porque una fuerza que sobrepasaba mi capacidad racional me había impelido a ir.

Me tendió la libreta y me instó a escribir. Me dijo que, si lo hacía, no sólo me relajaría, sino que además la relajaría a ella.

—¿En qué consiste esa cita con el poder? —pregunté.

—El Nagual me dijo que tú y yo teníamos una cita con algo allí fuera. Antes tuviste una cita con doña Soledad y otra con las hermanitas. Era de suponerse que acabaran contigo. El Nagual dijo que, si sobrevivías a esos asaltos, debía traerte aquí, para concurrir juntos a la tercera cita.

—¿De qué clase de cita se trata?

—A decir verdad, no lo sé. Como todo, depende de no­sotros. En este mismo instante hay allí fuera algunas co­sas que te han estado aguardando. Lo dijo porque he ve­nido aquí sola muchas veces y no ocurrió nada. Pero esta noche la situación es distinta. Tú estás aquí y vendrán.

—¿A qué se debe que el Nagual trate de destruirme? —pregunté.

—¡Pero sin no trata de destruir a nadie! —protestó la Gorda—. Tú eres su hijo. Ahora quiere que seas él mismo. Más él mismo que el resto de nosotros. Pero para ser un verdadero Nagual debes exigir tu poder. De otro modo no hubiese puesto tanto cuidado en que Sole­dad y las hermanitas te acechasen. Él enseñó a Soledad la forma de cambiar su aspecto y rejuvenecer. La indujo a instalar un piso diabólico en su habitación. Un piso al que nadie puede oponerse. Como sabes, Soledad está vacía, así que el Nagual le prestó ayuda para realizar algo gigantesco. Le destinó una misión, una misión su­mamente difícil y peligrosa, pero que era la única ade­cuada para ella: acabar contigo. Le expuso que no había nada más difícil para un brujo que eliminar a otro. Es más fácil que un individuo corriente mate a un brujo, o que un brujo mate a un hombre corriente. El Nagual explicó a Soledad que lo más conveniente para ella era sorprenderte y asustarte. Y eso fue lo que ella hizo. El Nagual la convirtió en una mujer apetecible, con la fi­nalidad de que pudiese arrastrarte a su habitación; una vez allí, el suelo te hechizaría. Por lo que yo sé, nadie, lo que se dice nadie, se le puede resistir. Ese suelo fue la obra maestra del Nagual, por lo que hace a Soledad. Pero algo hiciste con el suelo que obligó a Soledad a va­riar sus tácticas, según las instrucciones del Nagual. Él le dijo que si el suelo fallaba y no conseguía tomarte por sorpresa y atemorizarte, debía hablarte y contarte todo lo que desearas saber. El Nagual la adiestró para que se expresara correctamente, como último recurso. Pero Soledad no logró superarte siquiera por ese medio.

—¿A qué se debía el que fuese tan importante supe­rarme?

Se detuvo y me estudió detenidamente. Se aclaró la garganta y se puso rígida. Alzó la vista hacia el bajo techo de la cueva y exhaló el aire ruidosamente por la nariz.

—Soledad es mujer, como yo —dijo—. Te diré algo referente a mi propia vida y tal vez llegues a comprend­erla.

—Una vez tuve a un hombre. Me dejó embarazada cuando yo era muy joven y tuve dos hijas de él. Una tras otra. Mi vida era un infierno. Se emborrachaba y me pegaba día y noche. Y lo odiaba y me odiaba. Y me puse gorda como un cerdo. Un día llegó otro hombre y me dijo que yo le gustaba y que deseaba que me fuese con él a trabajar como criada en la ciudad. Era cons­ciente de mi capacidad de trabajo y lo único que preten­día era explotarme. Pero mi vida era tan miserable que me dejé engañar y me marché con él. Era peor que el primero, mezquino y temible. Al cabo de una semana, más o menos, no podía soportarme. Y solía darme las peores palizas que puedas imaginar. Pensé que me iba a matar, sin estar siquiera borracho; todo ello porque yo no había encontrado trabajo. Entonces me envió a pedir a las calles con un niño enfermo. Él pagaba a la madre con una parte del dinero que yo recaudaba. Y luego me pegaba por no haber reunido lo suficiente. El niño se ponía cada vez más enfermo; yo sabía que si moría mientras yo estuviese pidiendo, él me asesinaría. De modo que un día, sabiendo que él no estaría, fue a la casa de la madre del niño y se lo entregué, junto con algo del dinero hecho ese día. Había sido una jornada afortunada para mí; una amable extranjera me había dado cincuenta pesos para medicinas para el crío.

—Había pasado con ese hombre horrible tres meses, y tenía la impresión de que habían sido veinte años. Em­pleé el dinero que había conservado para regresar a casa. Estaba nuevamente embarazada. El pretendía que tuviese el hijo como soltera; de modo de no responsabili­zarse de él. Al volver a mi pueblo, intenté ver a mis hi­jas, pero se las había llevado la familia de su padre. Ésta se reunió conmigo, alegando que deseaban hablarme; en cambio, me llevaron a un lugar desierto y me pegaron con palos y piedras y me dejaron por muerta.

La Gorda me mostró las numerosas cicatrices que llevaba en el cuero cabelludo.

—Hasta este día ignoro cómo regresé al poblado. In­cluso, perdí el hijo que llevaba en el vientre. Fui a casa de una tía que aún vivía; mis padres ya habían muerto. Me dio un lugar en el cual descansar y me atendió. La pobre me alimentó durante dos meses, hasta que estuve en condiciones de levantarme.

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