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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (31 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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—El Nagual no estableció las reglas —dijo—. Las reglas fueron establecidas en alguna parte, allí fuera; no por un hombre.

Me defendí arguyendo que no estaba enfadado con ella ni con el Nagual, sino que hablaba en abstracto, puesto que no alcanzaba a percibir la importancia de todo aquello.

—La importancia viene dada por el hecho de que ne­cesitamos de toda nuestra fuerza; hemos de estar com­pletos para entrar en ese otro mundo —respondió—. Yo era una mujer religiosa. Puedo decirte lo que solía repe­tir sin conocer el significado de las palabras. Deseaba que mi alma entrase en el reino de los cielos. Es lo que sigo buscando, aunque ahora lo haga por un camino dife­rente. El mundo del Nagual es el reino de los cielos.

Protesté por principio ante la connotación religiosa que pretendía atribuir a la cuestión. Don Juan me ha­bía acostumbrado a no explayarme nunca sobre el tema. Con mucha serenidad me expuso que ella no veía diferencia alguna en cuanto al tipo de vida, entre noso­tros y los verdaderos sacerdotes. Destacó que no sólo los auténticos sacerdotes eran completos por norma, sino que ni siquiera se debilitaban con actos sexuales.

—El Nagual decía que esa es la razón por la cual nunca serían exterminados, no importa quién trate de hacerlo —dijo—. Sus seguidores siempre están vacíos; carecen del vigor de los pastores. Me gustó que el Na­gual dijera eso. Siempre le tuve cariño. Nosotros somos como ellos. Hemos dejado el mundo y, sin embargo, nos mantenemos en medio de él. Los sacerdotes serían grandes brujos voladores si alguien les dijera que pue­den serlo.

Recordé la admiración de mi padre y abuelo hacia la Revolución mexicana. Lo que más les entusiasmaba de ella era el intento por exterminar al clero. Ese entusias­mo, transmitido de padres a hijos, llegó hasta mí. Todos coincidíamos de alguna manera en ello. Tales conviccio­nes formaban parte de las primeras cosas que don Juan había desterrado de mi personalidad.

En una ocasión le dije, como si estuviera expresando una opinión propia, algo que había estado oyendo du­rante toda mi vida: que la estratagema clásica de la Iglesia consistía en mantenernos en la ignorancia. Don Juan se puso muy serio. Parecía que mis palabras ha­bían tocado una fibra muy profunda dentro de él. Pensé inmediatamente en los siglos que había durado la ex­plotación de los indios.

—Esos sucios bastardos —dijo don Juan—. Me han mantenido en la ignorancia, y a ti también.

Capté su ironía de inmediato y ambos reímos. Nun­ca me había detenido a examinar esa conversación. Yo no pensaba como él, pero tampoco me oponía a su con­cepción. Le hablé de mi padre y de mi abuelo y de sus puntos de vista frente a la religión, como hombres de talante liberal.

—No importa lo que nadie diga ni haga —afirmó. Tú debes ser impecable. La lucha se libra en nuestro pecho.

Me dio unos ligeros golpes en el pecho.

—Si tu padre o tu abuelo se hubiesen propuesto ser guerreros impecables —prosiguió don Juan—, no habrían perdido el tiempo en discusiones bizantinas. Hay que dedicar todo el tiempo y toda la energía para poder superar la propia estupidez. Y eso es lo importante. El resto no vale la pena. Nada de lo que tu padre y tu abuelo dijeron acerca de la Iglesia les proporcionó bie­nestar. En cambio, el ser un guerrero impecable te dará vigor y juventud y poder. De modo que lo que debes ha­cer es escoger sabiamente.

Mi opción era la impecabilidad y sencillez de una vida de guerrero. Debido a ello me resultaba evidente que debía tomar las palabras de la Gorda con la mayor seriedad, lo cual me parecía aún más amenazador que los actos de don Genaro. Él solía asustarme profunda­mente. Sus acciones, aunque terroríficas, eran asimila­das, sin embargo, en la continuidad coherente de sus enseñanzas. Tanto las afirmaciones como los hechos de la Gorda significaban una amenaza de diferente clase para mí, en cierto sentido más concreta y real.

La Gorda se estremeció. Un escalofrío recorrió su cuerpo, obligándola a contraer los músculos de hombros y brazos. Se aferró al borde de la mesa, rígida y torpe. Luego se relajó, y volvió a ser la de siempre.

Me sonrió. Sus ojos y su sonrisa eran deslumbrado­res. Dijo en tono despreocupado que acababa de ver mi dilema.

—Es inútil que cierres los ojos y finjas que no quie­res hacer ni saber nada —afirmó—. Podrás hacerlo con los demás, pero no conmigo. Ahora comprendo por qué el Nagual me encargó transmitirte todo esto. Yo no soy nadie. Tú admiras a los grandes personajes; el Nagual y Genaro eran los más grandes de todos.

Calló y me estudió. Parecía esperar mi reacción ante su discurso.

—Luchaste contra todo lo que el Nagual y Genaro te enseñaron, constantemente —prosiguió—. Es por eso que estás retrasado. Y luchaste contra ellos porque eran grandes. Ese es tu modo de ser. Pero no puedes luchar conmigo porque te es imposible levantar la vista hacia mí. Soy tu par; formo parte de tu ciclo. A ti te agrada enfrentar a quienes son mejores que tú. Yo no constitu­yo un desafío. De modo que aquellos dos demonios aca­baron por atraparte a través de mí. Pobre Nagualito, has perdido la batalla.

Se me acercó y me susurró en el oído que el Nagual también le había dicho que nunca debía intentar arran­carme la libreta de las manos porque ello era tan peli­groso como quitarle un hueso de la boca a un perro hambriento.

Me rodeó con sus brazos, apoyando la cabeza sobre mi hombro y rió queda y suavemente.

Su «ver» me había dejado entumecido. Sabía que te­nía toda la razón. Me había cogido por entero. Permane­ció un largo rato con su cabeza junto a la mía. En cierto modo, la proximidad de su cuerpo resultaba tranquili­zadora. En eso se parecía a don Juan. Rezumaba fuerza y convicción y firmeza de propósitos. Se había equivoca­do al decir que no podía admirarla.

—Olvidemos esto —dijo de pronto—. Hablemos acer­ca de lo que debemos hacer esta noche.

—¿Qué es exactamente lo que vamos a hacer, Gorda?

—Tenemos una última cita con el poder.

—¿Se trata de otra espantosa batalla con alguien?

—No. Las hermanitas se limitarían a mostrarte algo que completará tu visita. El Nagual me dijo que des­pués de eso podías marcharte para no retornar jamás, o tomar la decisión de quedarte con nosotros. De todos modos, lo que ellas deben exponerte no es sino su arte, el arte del soñador.

—¿Y en qué consiste ese arte?

—Genaro me contó que ha intentado innumerables veces darte a conocer el arte del soñador. Exhibió ante ti su otro cuerpo: el del
soñar
; en una ocasión te hizo es­tar en dos sitios simultáneamente, pero tu vaciedad no te permitió
ver
lo que te indicaba. Aparentemente, to­dos sus esfuerzos escapaban a través del agujero que tienes en tu centro.

—Ahora parece que es diferente. Genaro hizo de las hermanitas las extraordinarias soñadoras que son; esta noche te revelarán el arte de Genaro. En ese aspecto, son sus verdaderas hijas.

Ello me recordó lo que Pablito había dicho poco an­tes: que éramos hijos de los dos, y que éramos toltecas. Le pregunté qué había querido decir con eso.

—El Nagual me dijo que los brujos solían ser llama­dos toltecas en el lenguaje de su benefactor —respondió.

—¿Y cuál era ese lenguaje, Gorda?

—Nunca me lo dijo. Pero Genaro y él hablaban en un idioma que ninguno de nosotros entendía. Y conoce­mos cuatro lenguas indígenas.

—¿También decía don Genaro que él era tolteca?

—Su benefactor había sido el mismo hombre, de modo que ambos decían lo mismo.

Cabía suponer, dadas sus respuestas, que o la Gor­da no sabía gran cosa sobre el tema, o no quería comunicármelo. Le expuse esa conclusión. Me confesó que nunca había prestado gran atención al asunto y se pre­guntaba por qué yo le atribuía tanto valor. Práctica­mente le di una conferencia sobre la etnografía de Mé­xico Central.

—Un brujo es un tolteca cuando ha sido iniciado en los misterios del acechar y el
soñar
—dijo con mucha tranquilidad—. El Nagual y Genaro fueron iniciados por su benefactor y retuvieron esos misterios en sus cuerpos. Nosotros hacemos lo mismo, y por eso somos toltecas, como el Nagual y Genaro.

—El Nagual nos enseñó, a ti y a mí, a ser desapasio­nados. Yo soy más desapasionada que tú por cuanto ca­rezco de forma. Tú aún la conservas y estás vacío. Es decir, que tienes toda clase de problemas. Algún día, sin embargo, volverás a estar completo y te darás cuenta de que el Nagual tenía razón. Afirmaba que el mundo de las gentes sube y baja y las gentes suben y bajan con su mundo; como brujos, no tenemos por qué seguirlas en sus subidas y bajadas.

—El arte de los brujos consiste en estar fuera de todo y pasar desapercibido. Y, sobre todo, en no malgastar el poder. El Nagual me informó de que tu problema es que siempre te enredas en idioteces, como ahora. Estoy segu­ra de que nos preguntarás a todos por los toltecas, pero no harás lo propio respecto de nuestra atención.

Su risa era clara y contagiosa. Hube de reconocerle que tenía razón. Los pequeños problemas siempre me habían fascinado. No le oculté que el empleo que hacía del término «atención» me desconcertaba.

—Ya te he hecho saber lo que el Nagual me transmi­tió acerca de la atención —dijo—. Captamos las imáge­nes del mundo mediante nuestra atención. Es muy difícil enseñar a un varón el arte de los brujos porque su atención siempre está bloqueada, dirigida hacia algo. Una hembra, por el contrario, se halla siempre abierta, puesto que durante la mayor parte del tiempo no con­centra su atención sobre nada específico. En especial cuando tiene la regla. El Nagual insistía en ello; ade­más, me demostró que en ese período mi atención esca­paba de las imágenes del mundo. Si no lo atiendo, el mundo se desploma.

—¿Cómo es eso, Gorda?

—Es muy sencillo. Mientras una mujer menstrúa, le es imposible concentrar su atención en nada. Esa es la fractura a la cual se refería el Nagual. En vez de luchar por focalizarla, la mujer debe dejarse ir de las imágenes fijando la vista en las colinas distantes, o en el agua de los ríos, o en las nubes.

—Si miras con los ojos abiertos, te confundes y la vis­ta se te nubla; pero si los entornas y parpadeas constan­temente y observas las cimas de una en una, o las nu­bes de una en una, puedes pasar horas haciéndolo, o días, si es necesario.

—El Nagual tenía por costumbre hacernos sentar ante la puerta y contemplar las colinas redondeadas del otro lado del valle. A veces se sentaba a nuestro lado durante días enteros, hasta que la fractura se producía.

Me hubiera gustado que siguiera hablando, pero ca­lló y se apresuró a sentarse muy cerca de mí. Me indicó con un gesto que escuchase. Oí un crujido y, de pronto, Lidia entró en la cocina. Supuse que había estado dur­miendo en su habitación y que el rumor de nuestras vo­ces la había despertado.

Había cambiado su vestimenta occidental, que lleva­ba la última vez que la había visto, por un vestido largo, similar a los que usaban las mujeres indias de la zona. Cubría sus hombros con un chal e iba descalza. El vesti­do no la hacía aparecer más vieja ni más pesada sino que le daba un aspecto de niña enfundada en ropas de mujer mayor.

Se acercó a la mesa y saludó a la Gorda con un for­mal «Buenas noches, Gorda». Se volvió a mí y dijo: «Buenas noches, Nagual».

Su saludo fue tan inesperado y su tono tan serio que estuve al borde de la risa. Capté una advertencia disi­mulada en la Gorda. Fingía rascarse la cabeza con el dorso de la mano izquierda.

Respondí tal como lo había hecho la Gorda: «Buenas noches, Lidia».

Se sentó en el extremo de la mesa, a mi derecha. No sabía si debía iniciar una conversación. Estaba por decir algo cuando la Gorda me tocó la pierna con la rodilla y, con un sutil movimiento de cejas, me indicó que escuchara. Volví a oír el roce de una tela contra el suelo. Josefina se detuvo un momento en la puerta an­tes de aproximarse a la mesa. Nos saludó: a Lidia, a la Gorda y a mí, en ese orden. No logré verla de frente. También llevaba un vestido largo y un chal, e iba des­calza. Pero en su caso la ropa era tres o cuatro tallas más grande y había metido en ella un espeso relleno. Su aspecto era totalmente estrafalario; su rostro se veía delgado y joven, pero su cuerpo estaba grotescamente inflado.

Cogió un banco, lo llevó hasta la cabecera izquierda de la mesa y se sentó en él. Las tres parecían sumamente serias. Estaban sentadas con las piernas juntas y las espaldas rígidas.

Volví a percibir el rumor de ropas arrastradas y entró Rosa. Su vestimenta era similar a la de las otras y tam­poco estaba calzada. Su saludo fue igualmente formal y la lista previa a mí incluyó a Josefina. Todos le respondi­mos en el mismo tono. Se sentó a la mesa frente a mí. Permanecimos en total silencio por un buen rato.

La Gorda habló, de improviso. El sonido de su voz nos hizo dar un respingo. Dijo, señalándome, que el Na­gual iba a mostrarles a sus aliados, y que iba a valerse de su llamada especial para atraerlos a su habitación.

Intenté hacer una broma diciendo que el Nagual no estaba allí, de modo que no podía convocar aliado algu­no. Esperaba que rieran. La Gorda se cubrió el rostro y las hermanitas se quedaron mirando. La Gorda me tapó la boca con la mano y me susurró al oído que era im­prescindible que me abstuviera de decir idioteces. Me miró a los ojos y me ordenó invocar a los aliados me­diante la llamada de las polillas.

Comencé a hacerlo, no sin experimentar cierta resis­tencia. De inmediato me vi superado por las circunstan­cias; descubrí en cuestión de segundos, que había dedi­cado toda mi concentración a producir el sonido. Modulé su formación y controlé la salida de aire de mis pulmo­nes para dar lugar al sonsonete más prolongado posible. Resultó muy melodioso.

Aspiré profundamente para lanzarme a una nueve serie sonora. Me detuve al punto. Algo, fuera de la casa, respondía a mi llamada. Sones igualmente rítmicos llega­ban de todas partes de la casa, incluso desde el tejado. Las hermanitas se levantaron de sus asientos para acurrucar­se como niñas asustadas en torno de la Gorda y de mí.

—Por favor, Nagual, no dejes entrar nada en la casa —rogó Lidia.

Hasta la Gorda parecía un tanto sobresaltada. Me ordenó que me detuviera con un enérgico gesto. Yo no me proponía en modo alguno insistir. Los aliados, de cualquier manera, fuesen fuerzas informes, o seres que rondaban la casa, no dependían de mi expresión sonora. Volví a experimentar, al igual que dos noches antes en la casa de don Genaro, una presión insoportable, un peso descargado sobre toda la casa. Lo percibía en el ombligo como una comezón, una excitación que de pron­to se convirtió en un agudo dolor físico.

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