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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (30 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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Advertí una agitación nerviosa en su cuerpo, mien­tras le refería mi disposición de ánimo de aquel día.

—¿Qué hubiese ocurrido en el caso de que dieras conmigo? —pregunté.

—Todo habría cambiado —replicó—. Localizarte ha­bría significado para mí que contaba con el poder nece­sario para seguir adelante. Ese es el motivo por el cual me hice acompañar por las hermanitas. Tú, yo y ellas, juntos, habríamos partido ese día.

—¿Hacia dónde, Gorda?

—¿Quién sabe? Si mi poder hubiese bastado para encontrarte, también habría bastado para saberlo. Ahora te toca a ti. Quizás tengas el poder necesario para de­terminar a dónde debemos ir. ¿Me entiendes?

Me invadió entonces una profunda tristeza. Se me hizo presente, de modo más agudo que nunca, lo deses­perado de mi fragilidad y mi temporalidad humanas. Don Juan había sostenido siempre que lo único que po­nía límite a la desesperación era la conciencia de muer­te, clave del esquema de las cosas propio de los brujos. Estaba convencido de que la conciencia de muerte podía dotarnos de las fuerzas necesarias para resistir la pre­sión y el dolor de la vida y el temor a lo desconocido. No obstante, nunca había sido capaz de decirme cuál era el modo de hacer pasar a primer plano esa conciencia. Ha­bía insistido, cada vez que le interrogaba sobre el parti­cular, en que mi voluntad era el solo factor determinan­te; en otros términos, debía disponer mi mente para que fuese testigo de tales actos de conciencia. Creía haberlo hecho. Pero, enfrentado a la decisión de la Gorda de dar conmigo para marchar juntos, comprendí que si ella lo hubiese logrado aquel día, yo jamás habría regresado a mi hogar, ni vuelto a ver a aquellos a quienes afirmaba querer. No estaba preparado para ello. Me había adapta­do a la idea de la muerte, pero no a la de mi propia desa­parición por el resto de la existencia en plena lucidez, sin ira ni desilusión, dejando a un lado lo mejor de mis afectos.

Me azoraba decir a la Gorda que yo no era un gue­rrero digno de poseer la clase de poder que debía necesi­tarse para ejecutar un acto de esa naturaleza: partir para siempre y saber hacia dónde y qué hacer.

—Somos criaturas humanas —dijo—. ¿Quién sabe qué nos espera o qué clase de poder merecemos?

Le confesé que me entristecía demasiado la idea de irse así. Los cambios sufridos por los brujos eran excesi­vamente drásticos y definitivos. Le referí la insoporta­ble tristeza de Pablito ante la pérdida de su madre.

—La forma humana se alimenta de esos sentimien­tos —respondió secamente—. Me compadecí de mí misma y de mis pequeños durante años. No comprendía cómo el Nagual podía ser tan cruel como para pedirme que hiciera lo que hice: abandonarlos, destruirlos y olvi­darlos.

Afirmó que le había llevado muchísimo tiempo en­tender que el Nagual también había tenido que abando­nar la forma humana. No era cruel. Sencillamente, ya no experimentaba sentimientos humanos. Todo era igual para él. Había aceptado su destino. El problema de Pablito, y el mío propio, consistía en que ninguno de los dos había aceptado su destino. Agregó con desdén que Pablito lloraba al recordar a su madre, su Manueli­ta, especialmente cuando tenía que prepararse él mis­mo la comida. Me instó a rememorar a la madre de Pa­blito tal como era: una vieja estúpida que no sabía hacer otra cosa que servir a su hijo. Sostuvo que la ra­zón por la cual todos ellos consideraban a Pablito un co­barde era su incapacidad para ser feliz al pensar que su sirvienta Manuelita se había convertido en la bruja So­ledad, que podía matarlo como si aplastara un bicho.

La Gorda se puso en pie en actitud dramática y se inclinó sobre la mesa hasta que su frente estuvo a pun­to de rozar la mía.

—El Nagual decía que la buena suerte de Pablito era extraordinaria —dijo—. Madre e hijo luchan por lo mismo. Si no fuera tan cobarde, habría aceptado su des­tino y enfrentado a Soledad como un guerrero, sin mie­do y sin odio. Al final, habría triunfado el mejor, alzán­dose con todo. Si Soledad hubiera sido la vencedora, Pablito habría debido sentirse feliz y desear su bien. Pero sólo un auténtico guerrero puede sentir ese tipo de felicidad.

—¿Y qué siente doña Soledad al respecto?

—No se abandona a sus sentimientos —replicó la Gorda, sentándose nuevamente—. Ha aceptado su des­tino con más prontitud que cualquiera de nosotros. An­tes de recibir la ayuda del Nagual, se encontraba peor que yo. Yo, al menos, era joven; ella era una vaca vieja, gorda y cansada, que sólo pedía morir. Ahora la muerte tendrá que dar batalla para llevársela.

El elemento temporal era un factor confuso para mí en relación con la transformación de doña Soledad. Ex­pliqué a la Gorda que no hacía más de dos años que la había visto y seguía siendo la misma anciana que cono­cía desde un principio. La Gorda me aclaró entonces que la última vez que yo había estado en casa de Sole­dad, convencido de que aún era la madre de Pablito, el Nagual los había instado a actuar como si nada hubiese ocurrido. Doña Soledad me saludó, como siempre desde la cocina, pero en realidad no llegué a verla. Lidia, Rosa, Pablito y Néstor representaron sus papeles a la perfección para evitar que me diese cuenta de cuáles eran sus verdaderas actividades.

—¿Por qué el Nagual se dio todo ese trabajo, Gorda?

—Te protegía de algo que aún no estaba claro. Te apartaba de nosotros de una manera deliberada. Tanto él como Genaro me ordenaron no mostrar mi rostro mientras estuvieses cerca.

—¿Le dieron la misma orden a Josefina?

—Sí. Ella está loca y no puede contenerse. Pretendía hacerte una broma. Solía seguirte sin que tú te entera­ses. Una noche en que el Nagual te llevó a las monta­ñas estuvo a punto de empujarte a un barranco. El Na­gual la descubrió en el momento crítico. No hace esas cosas por maldad, sino porque le divierte ser así. Esa es su forma humana. No cambiará hasta que la pierda. Te he dicho que los seis están un poco idos. Debes ser cons­ciente de ello si no quieres caer en su telaraña. Si te atrapan, no los culpes. No pueden evitarlo.

Guardó silencio por un rato. Capté un signo casi imperceptible de alteración en su cuerpo. Su mirada pa­reció desenfocarse y su mandíbula cayó como si los músculos de sostén hubiesen cedido. Quedé absorto contemplándola. Sacudió la cabeza dos o tres veces.

—Acabo de
ver
algo —dijo—. Eres idéntico a las her­manitas y a los Genaros.

Se echó a reír en silencio. No dije nada. Deseaba que se explicara sin mi intromisión.

—Todos se enfadan contigo porque aún no han caído en la cuenta de que no eres distinto de ellos —prosi­guió—. Te consideran el Nagual y no comprenden que te complaces en ti mismo al igual que ellos.

Me comunicó que Pablito gimoteaba y se quejaba y representaba el papel de cobarde. Benigno se fingía tími­do, incapaz de abrir los ojos. Néstor jugaba el rol del sa­bio, el que lo sabe todo. Lidia hacía las veces de la mujer dura, capaz de aplastar a cualquiera con una mirada. Josefina era la loca en quien no se podía confiar. Rosa era la muchacha de mal carácter que se comía a los mos­quitos que la mordían. Y yo era el loco que venía de Los Angeles con una libreta y un montón de preguntas desa­tinadas. Y a todos nos gustaba ser como éramos.

—En una época yo era una mujer gorda y maloliente —siguió tras una pausa—. No me importaba que me patearan como a un perro, con tal de no encontrarme sola. Esa era mi forma.

—Tendré que contar a todos lo que he
visto
acerca de ti, para que nadie se sienta ofendido por tus actos.

No sabía que decir. Comprendía que tenía toda la razón. Lo más importante para mí era —más que la ex­actitud de su observación— el haber sido testigo de su arribo a tan incuestionable conclusión.

—¿Cómo
viste
todo eso? —pregunté.

—Llegó a mí —replicó.

—¿Cómo llegó a ti?

—Tuve la sensación de que el
ver
llegaba a mi coro­nilla, y entonces supe lo que acabo de decirte.

Insistí en que me describiera detalladamente la sen­sación del
ver
a la cual acababa de aludir. Accedió a ello tras un momento de vacilación y pasó a definir una im­presión similar a aquella de cosquilleo de la que yo ha­bía sido tan consciente en el curso de mis enfrentamien­tos con doña Soledad y las hermanitas. Me explicó que las sensación se iniciaba en la coronilla, bajaba por la espalda y rodeaba la cintura en dirección al útero. Sen­tía un intenso cosquilleo interior que se convertía en el conocimiento de que yo me estaba aferrando a mi forma humana, como todos los demás, sólo que el modo como yo lo hacía resultaba incomprensible para ellos.

—¿Oíste alguna voz que te lo dijera? —pregunté.

—No. Sólo
vi
todo lo que te he dicho acerca de ti mismo.

Deseaba preguntarle si me había visto aferrado a algo, pero desistí de hacerlo. No quería caer en mis pau­tas habituales de conducta. Además, sabía lo que quería decir al emplear la palabra «ver». Lo mismo que había ocurrido con Rosa y Lidia. «Supe» súbitamente dónde vivían; no había tenido una visión de la casa. Pero sentí que la conocía.

Le pregunté si también había oído un sonido seco en la base del cuello, semejante al de la quebradura de un tubo de madera.

—El Nagual nos enseñó a todos lo relativo a la sensa­ción en la coronilla —dijo—. Pero no todos alcanzamos a tenerla. En cuanto al sonido en la base del cuello, es aún menos corriente. Ninguno de nosotros lo oyó. Es raro que lo hayas percibido tú, cuando todavía estás vacío.

—¿Qué efecto produce ese sonido? —pregunté—. Y, ¿qué es?

—Lo sabes mejor que yo. ¿Qué más puedo decirte? —replicó en tono áspero.

Su propia impaciencia pareció sorprenderla. Sonrió tímidamente y bajó la cabeza.

—Me siento una idiota al decirte cosas que ya sabes —dijo—. ¿Me haces esa clase de preguntas para com­probar si he perdido la forma?

Le hice saber que estaba confundido por cuanto te­nía la impresión de saber qué era ese sonido y, sin em­bargo, ignorarlo todo acerca de él, debido a que para mí conocer algo suponía ser capaz de verbalizarlo. En ese caso, no sabía siquiera por dónde empezar. Por lo tanto, lo único que me cabía hacer era formularle preguntas, en la esperanza de que sus respuestas me ayudasen.

—Por lo que hace a ese sonido, no puedo ayudarte —dijo.

Experimenté una súbita y tremenda incomodidad. Le expliqué que estaba habituado a tratar con don Juan y que en ese momento le necesitaba más que nunca para que me aclarase todo.

—¿Extrañas al Nagual? —quiso saber.

Le confié que sí, y que no me había percatado de lo mu­cho que le echaba de menos hasta regresar a su tierra.

—Sientes su falta porque sigues aferrado a tu forma humana —dijo, y rió tontamente, como si le complaciera mi tristeza.

—¿Y tú no lo extrañas, Gorda?

—No. Yo no. Yo soy él. Toda mi luminosidad ha sido cambiada. ¿Cómo podría echar de menos una cosa que forma parte de mí misma?

—¿En qué ha variado tu luminosidad?

—Un ser humano, al igual que cualquier otra criatu­ra viviente, emite un resplandor de un amarillo desvaí­do. En los animales tiende al amarillo, en las personas, al blanco. Pero en los brujos es ambarino, de un color si­milar al de la miel clara a la luz del sol. En algunas brujas es verdoso. El Nagual decía que ésas eran las más poderosas y difíciles.

—¿De qué color eres tú, Gorda?

—Ambar, como tú y nosotros. Eso es lo que el Na­gual y Genaro me dijeron. Yo nunca me
vi
. Pero
vi
a to­dos los demás. Somos todos ámbar. Y todos, menos tú, semejamos una lápida. Los seres humanos corrientes tienen el aspecto de huevos; por eso el Nagual se refería a ellos como «huevos luminosos». Los brujos cambian no sólo el color de su luminosidad, sino también su forma. Somos como lápidas; sólo que redondeados en ambos ex­tremos.

—¿Conservo la forma de un huevo, Gorda?

—No. Tienes la forma de una lápida, pero con un feo, sombrío remiendo en el centro. Mientras lo lleves no podrás volar como lo hacen los brujos, como yo lo hice anoche ante ti. Ni siquiera podrás deshacerte de tu forma humana.

Me enzarcé en una apasionada discusión, no tanto con ella como conmigo mismo. Insistí en que su declara­ción acerca de cómo recobrar la supuesta plenitud era sencillamente ridícula. Le dije que no debía dar la es­palda a los propios hijos para tratar de alcanzar la más remota de las metas: entrar en el mundo del Nagual. Estaba tan convencido de tener la razón que me dejé llevar y le grité, enfadado. Mi estallido no la conmovió en lo más mínimo.

—No todo el mundo está obligado a hacerlo —dijo—. Sólo los brujos que desean entrar en otro mundo. Hay buen número de otros brujos que
ven
y están incomple­tos. El estar completo es cuestión exclusivamente nues­tra, de los toltecas.

—Mira a Soledad, por no ir más lejos. Es la mejor bru­ja que puedas encontrar y está incompleta. Vivo dos hi­jos; uno de ellos fue niña. Afortunadamente para Sole­dad, su hija murió. El Nagual decía que la fuerza del espíritu de la persona que muere regresa a sus dadores, refiriéndose con ello a los padres. Si los dadores ya no vi­ven y el individuo tiene hijos, la fuerza va a parar a ma­nos de aquel de entre ellos que esté completo. Si todos ellos están completos, la fuerza corresponderá a quien tenga poder, que no necesariamente es el mejor ni el más diligente. Te diré a guisa de ejemplo que Josefina, al mo­rir su madre recibió su fuerza, a pesar de ser la más loca de todas. Debería haber ido a parar a su hermano, un hombre trabajador y responsable, pero Josefina tiene más poder que él. La hija de Soledad murió sin descen­dencia, lo cual le permitió a la madre cerrar parcialmen­te su agujero. La única posibilidad que tiene de acabar de taparlo reside en la muerte de Pablito. Y de igual for­ma, la única esperanza que tiene Pablito de tapar su propio agujero depende de la muerte de Soledad.

Le espeté, en términos muy violentos, que sus pala­bras me parecían repugnantes y horribles. Me dio la razón. Aseveró que en una época ella misma había consi­derado la posición de los brujos como la cosa más fea po­sible. Me miraba con ojos fulgurantes. Había algo malé­volo en su sonrisa.

—El Nagual me dijo que tú lo entendías todo, pero te negabas a hacer nada al respecto —afirmó en voz muy queda.

Volví a lanzarme a la discusión. Le hice saber que lo que el Nagual le hubiese dicho de mí nada tenía que ver con el asco que experimentaba frente al tema que está­bamos tocando. Le expliqué que amaba a los niños y sentía el más profundo respeto por ellos, así como tam­bién una gran simpatía por su desamparo en el espan­toso mundo que les rodeaba. No concebía la posibilidad de hacer daño a un pequeño, por razón alguna.

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