Authors: Garci Rodríguez de Montalvo
—Buenas doncellas —dijo él—, querría yo ser tal caballero que me quisiesen en su compañía, mas vosotras, ¿dónde vais?.
—A Miraflores —dijeron ellas—, a ver una nuestra tía que es abadesa de un monasterio y por ver a Oriana, hija del rey Lisuarte, y acordamos de holgar aquí hasta que el calor pase.
—En el nombre de Dios —dijo él— que yo os haré compañía hasta tanto que sea tiempo de andar.
Y preguntóles cómo había nombre aquella fuente.
—No sabemos —dijeron ellas—, ni de otra ninguna que en esta floresta haya, sino de aquélla que en aquel valle está, cabe aquellos grandes árboles, que se llama la Fuente de los Tres Caños.
Y mostráronle el valle que cerca de allí estaba, pero mejor lo sabía él, que muchas veces por allí anduviera a caza y aquella fuente quería él por señal donde Enil viniese, que lo quería partir de sí en tanto que iba a ver a su señora.
Pues estando hablando como oís, no tardó mucho que vieron venir por el mismo camino que Beltenebros viniera una carreta que doce palafrenes tiraban y dos enanos encima de ella que la guiaban, en la cual vieron muchos caballeros armados y en cadenas metidos y sus escudos en las varas colgados, y entre ellos doncellas y niñas hermosas que muy grandes gritos daban, y delante de la carreta venía un gigante tan grande que muy espantable cosa era de ver encima de un caballo negro y armado de unas hojas muy fuertes y un yelmo que mucho relucía, y traía en su mano un venablo que en el hierro había una gran brazada, y en pos de la carreta venía otro gigante que muy más espantable y más grande que el primero parecía. Las doncellas se quedaron todas espantadas y se escondieron entre los árboles del gran miedo y espanto que hubieron, y el gigante, que delante venía, volvióse a los enanos y dijoles:
—Yo os haré mil pedazos si no guardáis que esas niñas derramen su sangre, porque con ella tengo yo de hacer sacrificio al mi Dios en que adoro.
Cuando esto oyó Beltenebros conoció ser aquél Famongomadán, que tal costumbre era la suya, que de ella jamás partirse quería de degollar muchas doncellas delante de un ídolo que en el Lago Ferviente tenía, por consejo y habla del cual se guiaba en todas sus cosas, y con aquel sacrificio le tenía contento, como aquél que siendo el enemigo malo con tan gran maldad había de ser satisfecho. Y comoquiera que en su voluntad tuviese puesto de se combatir con él, por lo que de Oriana dijera, no le quisiera encontrar aquella hora hasta haber pasado aquella noche con su señora Oriana, como estaba concertado, y también porque quedara de la justa de los diez caballeros muy quebrantado.
Mas conociendo los caballeros que en la carreta venían y a Leonoreta y sus doncellas con ellos, hubo gran duelo de los ver y más del pesar que su señora habría si tal desventura por aquélla su hermana pasase, que parece ser que partiéndose el día de la justa, que ya oísteis, dejando aquellos caballeros maltrechos, a poco rato llegaron aquellos dos gigantes, padre e hijo, que al rey Lisuarte desafiado tenían. Y tomándolos a todos y a todas, los pusieron, como oísteis, en aquella carreta que consigo traían para llevar los presos que haber pudiesen; y cabalgando luego en su caballo demandó a Enil que le diese las armas. Mas él le dijo:
—¿Para qué las queréis? Dejad primero pasar estos diablos que aquí vienen.
—Dámelas —dijo Beltenebros—, que antes que pasen quiero tentar la misericordia de Dios si le placerá que por mí sea quitada tan gran fuerza que estos sus enemigos hacen.
—¡Oh, señor! —dijo él—, ¿por qué queréis haber mal gozo de vuestra juventud, que si aquí se hallasen los mejores veinte caballeros que el rey Lisuarte tiene, no osarían esto acometer?.
—No te cures —dijo él—, que si ante mí dejase tal cosa pasar sin hacer todo lo que puedo, no sería para aparecer ante hombres buenos, y verás mi aventura qué tal será.
Enil le dio las armas, llorando muy fuertemente. Beltenebros descendió por un recuesto ayuso contra el gigante, y antes que a él llegase miró el lugar donde Miraflores era, y dijo:
—¡Oh, mi señora Oriana!, nunca comencé yo gran hecho en mi esfuerzo donde quiera que me hallase, sino en el vuestro, y ahora, mi buena señora, me acorred, pues que es tanto menester.
Con esto le pareció que le vino tan gran esfuerzo que perderle hizo todo pavor, y dijo a los enanos que estuviesen quedos. Cuando esto oyó el gigante tornó contra él con gran saña, que el humo le salía por el visal del yelmo y meneaba el venablo en la mano, que todo lo hacía doblar, y dijo:
—¡Cautivo sin ventura!, ¿quién te puso tal osadía que ante mí osases aparecer?.
—Aquel Señor —dijo Beltenebros— a quien tú ofendes, que me dará hoy esfuerzo con que tu gran soberbia quebrada sea.
—Pues llégate, llégate —dijo el gigante— y verás si tu poder basta para te defender del mío.
Beltenebros apretó la lanza so el brazo, y al más correr de su caballo fue contra él, y encontróle en las fuertes hojas, debajo de la cinta tan reciamente que por fuerza le quebrantó las lamas y entró la lanza por la barriga, que le pasó de la otra parte, y fue el encuentro tan fuerte, que topando en los arzones de la silla hizo las cinchas quebrantar, así que trastornó la silla con él debajo del caballo y al gigante quedó un trozo de la lanza metido en el cuerpo, pero antes que cayese se tiró el venablo y diole por la aguja del caballo y salió entre las piernas, y Beltenebros salió de él lo más presto que pudo y puso mano a su espada; mas el gigante era herido de muerte y traíalo el caballo arrastrando debajo de sí, gran daño suyo; mas con la fuerza que él tenía luego salía de él y quitando el trozo de la lanza lo arrojó a Beltenebros y diole con él tal golpe en el yelmo a vueltas del escudo que lo hubiera derribado en tierra, y con la fuerza que en esto puso saliéronsele todo lo más de las tripas por la herida y cayó en el suelo dando voces diciendo:
—Acorred, mi hijo Basagante, y llega, que muerto soy.
A estas voces llegó Basagante al más correr de su caballo, y traía una hacha de acero muy pesada y fue a Beltenebros por le dar con ella que pensó hacerle dos pedazos; mas con la su grande ardideza guardóse del golpe, y al pasar quísole herir el caballo y no pudo, y alcanzóle con la punta de la espada y cortóle el arzón y la mitad de la pierna, y el gigante, con la gran saña, no lo sintió, aunque él halló menos estribo, y tornó contra él, y Beltenebros quitara el escudo del cuello tendiéndole por las embrazaduras, y diole con la hacha en él tan gran golpe que se lo derribó en tierra, y Beltenebros le dio con la espada en el brazo y cortóle la loriga y en la carne, y corrió la espada hasta abajo por las hojas, que eran de fino acero, y quebrantóla de manera que otra cosa, si la empuñadura no, no le quedó, mas por esto no se desmayó ni perdió él su gran corazón, antes, como vio que el gigante pugnaba por sacar el hacha del escudo y no podía, fue cuanto más pudo y trabó de ella, y su buena dicha, que así lo guió, en estar él a la parte donde el estribo saltaba y tirando el uno y el otro trastornóse al gigante y su caballo salió recio, así que dio con él en tierra y el hacha quedó en las manos de Beltenebros. El gigante se levantó con gran afán y sacó una espada que traía muy grande, y queriendo ir contra Beltenebros no pudo por los nervios que de la pierna cortados tenía, e hincó la una rodilla en el suelo y Beltenebros le dio con la hacha .por encima del yelmo un tan gran golpe, que por fuerza se le quebrantaron todos los lazos, e hízoselo saltar de la. cabeza, y Basagante, que tan cerca lo vio, pensóle cortar la cabeza, mas hirióle en lo alto del yelmo, así que le cortó la corona a cercén y los cabellos a vueltas sin le llegar a la carne, y Beltenebros se tiró afuera, y el yelmo, que no tenía en qué se sufrir, cayósele sobre los hombros y la espada de Basagante dio en tierra en unas piedras y fue quebrada por medio. Los que miraban cuidaron que la media cabeza le cortara, e hicieron muy grande duelo, especialmente Leonoreta con sus niñas y doncellas, que de rodillas en la carreta estaban, alzadas las manos al cielo, rogando a Dios que de aquel peligro las librase, mesaron sus cabellos y dieron muy grandes gritos y voces llamando a la Virgen María; mas Beltenebros, quitándose el yelmo y tentándose con la mano la cabeza por ver si era de muerte herido, y no sintiendo nada, fue con la hacha contra, el gigante, y aunque él era muy fuerte cuando así le vio venir, enflaquecióle el corazón que no se pudo guardar y diole un tal golpe por cima de la cabeza, que la una oreja con la quijada le derribó en tierra. El gigante le dio con la media espada y cortóle un poco en la pierna, y cayó a la otra parte revolviéndose por el campo con la cuita de la muerte. A esta razón Famongomadán se había quitado el yelmo de la cabeza y ponía las manos en las heridas por detener la sangre, y cuando vio su hijo muerto comenzó a blasfemar de Dios y de Santa María su madre, diciendo que no le pesaba morir sino porque no había destruido sus iglesias y monasterios porque consentían que él y su hijo fuesen vencidos y muertos por un solo caballero, que no lo esperaban ser por ciento.
Beltenebros hincó los hinojos en tierra dando gracias a Dios por la merced grande que le hizo, y dijo a Famongomadán:
—Desesperado de Dios y de la su bendita Madre, ahora padecerás las grandes crudezas tuyas, e hízole quitar las manos de la herida y dijo:
—Ruega al tu ídolo que por cuanta sangre inocente que le ofreciste, que te guarde no salga esa que la vida te quita.
El gigante no hacía sino maldecir a Dios y a sus santos, y Beltenebros sacó el venablo del caballo y metióselo por la boca, así que bien un palmo le pasó de la otra parte, que entró por el suelo, y tomó el yelmo de Basagante y púsolo en su cabeza porque le no conociesen, y cabalgando en el caballo de Famongomadán, que Enil le diera, se fue a la carreta, y los caballeros y doncellas y ninas se humillaron agradeciéndole mucho el socorro que les había hecho. Mas él los hizo sacar de las cadenas y rogóles que cabalgasen en sus caballos, que allí trabados venían, y que llevasen en la carreta aquellos dos gigantes, y a Leonoreta y sus doncellas en los palafrenes que los sus escuderos, que también presos venían, traían, y los diesen al rey Lisuarte de parte de un caballero extraño que se llamaba Beltenebros que servirle deseaba, y le contasen la razón porque los matara, y rogóles que de su parte le diesen el caballo de Basagante, que muy grande y hermoso era, en que entrase en la batalla que con el rey Cildadán aplazada tenía. Los caballeros con mucho placer hicieron su mandato y pusieron en la carreta los gigantes que, comoquiera que ella grande fuese, llevaban de las rodillas abajo colgadas las piernas, tan grandes eran, y Leonoreta y las niñas doncellas hicieron de las flores de la floresta guirnaldas, y en sus cabezas puestas con mucha alegría, riendo y cantando se fueron a Londres, donde todos fueron maravillados cuando de tal guisa los vieron entrar por la villa y de ver tan desemejada cosa como los gigantes eran. Cuando el rey supo el gran peligro de su hija y cómo Beltenebros la librara con tan gran afrenta y peligro, y habiendo ya llegado allí don Cuadragante, presentándose como quien era vencido ante él de parte de Beltenebros, mucho fue maravillado quién sería aquel caballero que nuevamente con extrañas cosas en armas sobre todos los otros en su tierra había aportado, y estúvolo loando una gran pieza preguntando a todos si alguno lo conociese, mas no hubo quien de él supiese decir otras nuevas sino cómo Corisanda, amiga de don Florestán, había dicho que en la Peña Pobre hallara un caballero doliente que Beltenebros se llamaba.
—Ahora pluguiese a Dios —dijo el rey— que tal hombre fuese entre nos, que no lo dejaría por cosa que él me demandase y yo cumplir pudiese.
De cómo Beltenebros, acabadas las dichas aventuras, se fue para la Fuente de los Tres Caños, de donde concertó la ida para Miraflores, donde su señora Oriana estaba, y de cómo un caballero extraño trajo unas joyas de pruebas de leales amadores a la corte del rey y Amadís concertó con su señora Oriana que ambos fuesen, desconocidos, a las probar.
Beltenebros, con mucho placer de su ánimo por haber acabado una tal afrenta y, despedido de las doncellas y caballeros, se tornó a las otras doncellas, que a la fuente hallara, que ya salidas de entre los árboles para él se venían, y mandó a Enil que a Londres se fuese a ver a Gandalín, su primo, y le hiciese hacer otras tales armas como en aquellas batallas trajera, que todas eran rotas sin que alguna defensa en ellas hubiese, y le comprase una buena espada y en cabo de ocho días se viniese a él a aquella Fuente de los Tres Caños, que allí lo hallaría. Él se despidió de ellas y metióse por lo más espeso de la floresta, y Enil se fue a cumplir su mandado, y las doncellas a Miraflores, donde contando a Oriana y a Mabilia lo que habían visto y diciéndoles cómo un caballero que Beltenebros se llamaba lo había todo reparado. Su placer y alegría fue sin comparación sabiendo ya cómo Beltenebros era tan cerca de ellas con tanta honra y prez de su persona cual otro ninguno alcanzar podía.
Beltenebros, metido por la floresta, como oís, fuese acostado a la parte, de Miraflores y halló una ribera que debajo de los grandes árboles corría, y porque aún era temprano apeóse del caballo y dejólo pacer la verde hierba, y quitándose el yelmo se lavó el rostro y las manos y bebió agua, y sentóse pensando en las movibles cosas del mundo, trayendo a su memoria la gran desesperación en que fuera y cómo de su propia voluntad la muerte muchas veces había demandado, no esperando ningún remedio a su gran cuita y dolor, y que Dios, más por la su misericordia que por sus merecimientos, lo había todo remediado, no solamente en le dejar como antes estaba, mas con mucha más gloria y fama que nunca lo fue y sobre todo ser tan cerca de ver y gozar aquélla su muy amada señora Oriana, por quien su corazón ausente se hallando en gran tristura y tribulación era puesto, lo cual le trajo a conocer qué poca fucia los hombres en este mundo deberían tener en aquellas cosas tras que mueren y trabajan, poniendo en ellas tanta afición y tanto amor, no teniendo en sus memorias cuán presto se ganan y se pierden, olvidando el servicio de aquel Señor en todo poderoso que las da y firme las puede hacer. Y cuando más a su pensar seguras las tienen, entonces les son con grande angustia de sus ánimos quitadas, y algunas veces las vidas no se partiendo las ánimas de ellas, mas con mucha seguridad de su salvación. Y muchas veces, siendo así perdidas sin esperanza ninguna de ser recobradas, aquel Señor del mundo las torna como con él lo había hecho, dando a entender que ni en las unas ni en las otras ninguno fiarse debe, sino que haciendo lo que son obligados, las dejen en aquél que sin ninguna contradicción las manda y señorea, como aquél que sin su mano ninguna cosa hacerse puede.