Authors: Garci Rodríguez de Montalvo
—¡Ay, Santa María!, ¿qué es esto que veo? ¡Ay, Señor!, vos sois aquél por quien mucho afán he tomado.
Y cayó de bruces sobre el lecho, e hincando los hinojos le besó las manos muchas veces, y díjole:
—Señor, aquí es menester piedad y perdón contra aquélla que os erró, que si por su mala sospecha os ha puesto injustamente en tal estrecho, ella, con mucha causa y razón, padece la vida más amarga que la propia muerte.
Beltenebros la temó entre sus brazos y juntóla consigo sin ninguna cosa le poder hablar. Ella, dándole la carta, le dijo:
—Ésta os envía vuestra señora, y por mí os hace saber que si vos sois aquel Amadís que ser solía, a quien ella tanto ama, que poniendo en olvido lo pasado, luego seáis con ella en el su castillo de Miraflores, donde con mucho vicio serán enmendados los dolores y angustias a que el sobrado amor que os tiene han causado.
Él tomó la carta, y después de la besar muchas veces, púsola encima del corazón, y dijo:
—¡Oh, atribulado corazón que tanto tiempo, con tan grandes angustias, derramando tantas lágrimas, te has podido sostener hasta ser llegado en el estrecho de la cruel muerte, recibe esta medicina, que para la tu salud ninguna otra bastar pudiera, quita aquellas nieblas de gran tenebrura que hasta aquí cubierto estabas; toma esfuerzo con que pudieras servir a aquélla tu señora la merced que en te quitar de la muerte te hace.
Entonces abrió la carta por la leer, que así decía:
CARTA DE ORIANA A AMADÍS
—Si los grandes yerros que con enemistad se hacen, vueltos en humildad son dignos de ser perdonados, pues qué será de aquéllos que con gran sombra de amor se causaron, ni por eso niego yo, mi verdadero amigo, no merece mucha pena, porque debiera considerar que en las prósperas y alegres cosas son las asechanzas de la fortuna para en mezquindad las poner, y con razón debiera yo considerar vuestra discreción y vuestra honestidad, que hasta aquí en ninguna cosa erró, y sobre todo la gran sujeción de mi triste corazón, que no le vino sino de aquélla en que el vuestro es encerrado, que si por ventura algo de sus encendidas llamas resfriadas fueran, el mío, lo sintiendo, algún descanso a los mortales deseos por él deseados fueran causa de acarrear, mas yo erré como aquéllas que estando en mucha buena ventura y con gran certenidad de aquéllos que aman, no cabiendo en ellas tanto bien, por sospechas, más por voluntad que con razón, tomadas por palabras de personas inocentes, o maldicientes de poca verdad y menos virtud, quieren aquella grande alegría oscurecer con niebla de poco sufrimiento; así que, muy leal amigo, como de persona culpada que con humildad su yerro conoce, sea recibida esta mi doncella, que más de la carta le hará saber en el extremo que mi vida queda, de la cual, no porque ella lo merezca, mas por el reparo de la vuestra, se debe haber piedad.
Leída la carta, la alegría de Beltenebros fue tan sobrada, que, así como con la pasada tristeza, con ella desmayado fueron cayendo las lágrimas por sus mejillas sin las sentir. Y luego fue acordado por ellos que dando a entender a todos los que allí venían que la doncella, por servicio de Dios, le sacaba de aquel lugar, donde para su salud aparejo ninguno no había, que en la hora, tornados a la nave, saliesen en tierra, lo cual así se hizo.
Pero antes, Beltenebros se despidió del ermitaño, haciéndole saber cómo aquella doncella, por la piedad de Dios, por grande aventura allí por su salud era aportada, y rogándole mucho que él tomase cargo de le reformar el monasterio que al pie de la Pena de la Ínsula Firme prometiera de hacer, y por él otorgado se metió en la mar sin que de otro, sino de la doncella sola, conocido fuese. Pues salidos en tierra y despedidos los mareantes de la doncella y ella quedando en su compaña, la vía donde su señora estaba comenzó a caminar, y hallando un lugar metido en una ribera de agua mucho sabrosa y hermosos árboles, porque la gran flaqueza de Beltenebros en alguna manera reparada fuese, a su ruego de ella allí se hizo reposar. Donde ni la soledad que de su señora tenía tanto no le atormentase, tuviera la más gentil vida para su salud que en ninguna otra parte que en el mundo fuese, porque debajo de aquellos árboles, al pie de los cuales las fuentes nacían, les daban de comer y cenar, acogiéndose en las noches a su albergue que en el lugar tenían.
Así hablaban entrambos en las cosas pasadas. Allí le contaba la doncella los llantos y los dolores que su señora Oriana hiciera cuando Durín la nueva le trajo y cómo nunca ella ni Mabilia habían sabido de lo que ella hizo en la carta que le envió, y Beltenebros asimismo le contaba las fortunas por que pasó y la vida que en la Peña Pobre tuviera y los muchos y diversos pensamientos que a su memoria cada día le acorrían y cómo viniera por allí Corisanda, la amiga de don Florestán, su hermano, y la gran cuita de amor que por él sufría, que fue causa, viendo cómo aquélla moría por su amigo, y él a tan sin razón ser de la suya desechado y aborrecido de le llegar más presto a la muerte y cómo le mostró a sus doncellas la canción que hiciera y otras muchas cosas, que largas serían de contar, de las cuales, siendo ya libre de la cruel muerte que esperaba, recibía muy gran gloria, tanto que en diez días que allí se detuvieron fue tan mejorado, que ya su corazón le demandaba que a las armas tornase, pues allí se hizo conocer a Durín y tomó por su escudero a Enil, sobrino de don Gandales, su amo, sin que él supiese quién era ni a quién servía, mas de ser contento de él por la su graciosa palabra, y partiendo de allí en cabo de cuatro días que caminaron, llegaron a un monasterio de monjas que cerca de una buena villa estaba, donde fue acordado que la doncella y Durín se fuesen, y él, quedando allí con Enil, atendiese el mandato de su señora, y así se hizo, que dejando ella a Beltenebros tanto dinero cuanto para armas y caballo y cosas de vestir necesario era y alguna parte de los dones que llevaba a sabiendas como olvidadas para que, con achaque de ellas, Durín le volviese con la respuesta, se fue su camino derecho de Miraflores, donde su señora Oriana hallar pensaba, según antes que de allá se partiese le había oído decir.
De cómo don Galaor y Florestán y Agrajes se partieron de la Ínsula Firme en busca de Amadís, y de cómo anduvieron gran tiempo sin poder haber rastro de él, y así se vinieron con todo desconsuelo a la corte do el rey Lisuarte estaba.
Contado se os ha cómo don Galaor y don Florestán y Agrajes partieron de la Ínsula Firme en la demanda de Amadís y cómo anduvieron muchas tierras, partidos cada uno a su parte, haciendo grandes cosas en armas, así en los lugares poblados como por las florestas y montañas, de las cuales porque la demanda no acabaron no se hace mención, como ya dijimos.
Pues en cabo de un año que ninguna cosa saber pudieron, tomáronse al lugar donde acordado tenían, que era una ermita a media legua de Londres, donde el rey Lisuarte era, creyendo que allí, antes que en otra parte, por las muchas y diversas gentes que continuo ocurrían, podrían saber algunas nuevas de su hermano Amadís, y el primero que a la ermita llegó fue don Galaor, y luego, Agrajes, y a poco rato, don Florestán, y Gandalín con él. Cuando se vieron juntos, con gran placer se abrazaron, mas sabiendo unos de otros el poco recaudo que hallado habían, comenzaron fieramente a llorar, considerando que pues ellos, siendo tan bienaventurados en acabar todas las cosas, haber en aquélla fallecido que muy poco remedio ni esperanza en lo venidero les quedaba; mas Gandalín, a quien no menos le dolía, esforzábalos que dejaba el llanto, que poco o nada aprovechaba a la demanda comenzada, tornasen, trayéndoles a la memoria lo que su señor por cada uno de ellos haría viéndolos en cuita y cómo perdiéndolo perdían hermano y el mejor caballero del mundo.
Así que, teniéndolo por bien, acordaron de primero entrar en la corte, y si allí recaudo de alguna nueva no hallasen, de buscar todas las partes del mundo de tierras y mares hasta saber su muerte o su vida. Pues con este acuerdo, habiendo oído la misa que el ermitaño les dijo, cabalgaron y fuéronse el camino de Londres. Esto era el día de San Juan, y llegando cerca de la ciudad, vieron a la parte donde ellos iban al rey que aquella fiesta, con muchos caballeros cabalgando por el cambio, honraba, así por el Santo ser tal como porque en semejante día fuera él por rey alzado. Y como el rey vio los tres caballeros, bien cuidó que serían andantes, y fue contra ellos por los honrar, como aquél que a todos honraba y preciaba, y como lo vieron contra sí ir, desarmaron las cabezas y mostraron a don Florestán cuál era el rey, que hasta entonces nunca lo viera, y llegando más cerca, mucho hubo que conocieron a don Galaor y Agrajes, mas no conocieron a don Florestán, pero que muy hermoso les pareció, y antes que llegasen por Amadís lo tenían, y el rey así lo pensó, que éste semejaba a Amadís en la cara más que ninguno de sus hermanos, y cuando llegaron, al rey pusieron a don Florestán delante por le dar honra, y el rey dijo a Galaor:
—Entiendo que éste es vuestro hermano don Florestán.
—Sí es, señor, dijo él. Y queriéndole besar las manos, no se las quiso dar, antes con mucho amor lo abrazó y después a los otros, y con gran placer se metió entre ellos y se fue a la ciudad.
Gandalín y el enano, que aquel recibimiento vieron donde su señor con tanta honra de todos recibido y mirado era, habiéndolo perdido, hacían muy gran duelo, tanto que así el rey como a todos los otros ponían en haber de ellos gran piedad y más de su señor, a quien mucho amaban. El rey iba preguntando a los tres compañeros si habían sabido algunas nuevas de Amadís, su hermano; mas ellos, con lágrimas en los ojos, le decían que no, aunque grandes tierras habían andado en su busca. El rey los consolaba diciendo que las cosas del mundo tales eran, aunque a aquéllos que huyendo de las afrentas y peligros con gran cuidado sus personas guardar de ellas pensaban, cuanto más a los que su estilo y oficio era buscarlas, ofreciendo sus vidas hasta las poner mil veces al punto de la muerte, y que tuviesen esperanza en Dios, que no le había hecho a Amadís tan bienaventurado en todas las cosas para así le desamparar.
Las nuevas de la venida de estos caballeros sonaron en casa de la reina, de que así ella como todas las otras fueron muy alegres, especialmente Olinda la mesurada, amiga de Agrajes, sabiendo ya cómo él había acabado la ventura del Arco de los leales amadores, y Corisanda, la amiga de don Florestán, que allí lo atendía como antes se os contó.
Mabilia, que muy alegre estaba con la venida de Agrajes, su hermano, fuese a Oriana, que estaba muy triste a una finiestra de su cámara, leyendo en un libro y díjole:
—Señora, idos a vuestra madre, que vendrá ende ahora don Galaor y Agrajes y Florestán.
Ella le respondió, llorando y suspirando como si las cuerdas del corazón le quebraran:
—Amiga, ¿dónde queréis que vaya?; que estoy fuera de mi entendimiento, en manera que más soy muerta que viva, y tengo el rostro y los ojos, de llorar, tales como ves. Y de más de esto, ¿cómo podré yo ver aquellos caballeros, en compañía de los cuales solía ver a mi señor Amadís y mi amigo? ¡Por Dios!, ¿queréis me matar?, que más grave es pasar la muerte demás de esto —dijo llorando—. ¡Ay, Amadís!, mi buen amigo, ¿qué hará la cautiva desventurada cuando os no viere entre vuestros hermanos y amigos que vos tanto amas; con quien os solía ver? Por Dios, mi señor, la vuestra soledad será causa de mi muerte, y esto será con gran razón, que yo hice por donde ambos muriésemos, y no pudiendo estar en pie, cayó en un estrado.
Mabilia la esforzaba cuanto podía, poniéndola en esperanza que la doncella le traería buenas y alegres nuevas. Oriana le dijo:
—Cuando estos caballeros tan bien andantes en sus demandas, habiéndolo buscado tanto tiempo con tanta afición de él no han sabido, ¿cómo la doncella, que no irá sino a una parte, lo podrá hallar?.
—Esto no penséis —dijo Mabilia—, que según él iba a todos los del mundo huirá, y vuestra doncella saldrá él a se de ella conocer donde escondido estuviere, como a persona que todo el secreto de vos y de él sabe y que el reparo de su vida le puede llevar.
Oriana, algo con esto esforzada y consolada, levantóse como mejor pudo y lavó sus ojos y mandó llamar a Olinda que fuese con ellas donde la reina, su madre, estaba. Y cuando los tres caballeros compañeros la vieron hubieron gran placer y fueron a ella y recibiéronse muy bien. El rey dijo entonces a don Galaor:
—Veis cómo anda maltrecha y muy doliente vuestra amiga Oriana.
—Señor —dijo él—, mucho pesar he yo de ello y gran razón es que todos la sirvamos en aquellas cosas que más salud le pueden atraer.
Oriana le dijo, riendo:
—Mi buen amigo don Galaor, Dios, aquél que repara las dolencias y las fortunas, y así le pluguiere hará lo mío y lo de vosotros, que tan gran pérdida os ha venido en perder a vuestro hermano, que si Dios me salve, mucho me pluguiera que los trabajos y peligros que nos dicen que por le buscar habéis pasado, que sacarán algún fruto que lo que deseabais, así por vosotros como porque el rey mi señor era siempre muy servido de él.
—Señora —dijo don Galaor—, yo fío en Dios que presto habremos de él buenas nuevas, que él no es hombre que desmaya por gran cuita, que no hay caballero en el mundo que mejor contra todo peligro mantenerse sepa.
Mucho fue Oriana consolada con aquello que le oyó a don Galaor, y tomando a él y a don Florestán consigo, se sentó en un estrado y había gran sabor de mirar a don Florestán, que mucho a Amadís parecía; pero hacíale gran soledad de otro tanto que el corazón le quebraba. Mabilia llamó a Agrajes, su hermano, y sentóle cabe sí y cabe Olinda, su amiga, que muy leda y alegre estaba en saber que por su amor había sido so el Arco encantado de los amadores, que bien se lo dio a entender con el amoroso recibimiento que le hizo, mostrándole muy buen talante; mas Agrajes, que más que a sí la amaba, agradecióselo con mucha humildad, no le pudiendo besar las manos, porque el secreto de sus amores manifiesto no fuese.
Y estando así hablando, oyeron unas voces y ruido que en el palacio se hacía, y preguntando el rey qué era aquello, dijéronle que Gandalín y el enano, habiendo visto el escudo y las sus armas de aquel famoso caballero Amadís, hacían muy gran duelo y que los caballeros los consolaban.
—¿Cómo —dijo el rey—, aquí es Gandalín?.
—Sí, señor —dijo Florestán—; que bien ha dos meses que le hallé al pie de la montaña de Sanguín, que andaba por saber algunas nuevas de su señor, y díjele que yo había ya andado toda la montaña a todas partes y que no hallaba nuevas ningunas, y tuvo por bien de se andar conmigo porque se lo rogué.