Amadís de Gaula (61 page)

Read Amadís de Gaula Online

Authors: Garci Rodríguez de Montalvo

BOOK: Amadís de Gaula
4.32Mb size Format: txt, pdf, ePub

A Beltenebros vino gran saña, y díjole:

—¿Vos sois de aquéllos que le desafiaron?.

—Soy —dijo él—, y el que él hará a él y a los suyos todo el mal que pudiere.

—¿Y cómo habéis nombre?, dijo Beltenebros.

—He nombre don Cuadragante, dijo él.

—Ciertamente, Cuadragante, comoquiera que vos seáis de gran linaje y de alto hecho de armas, gran locura es la vuestra desafiar al mejor rey del mundo, porque los caballeros deben tomar las cosas que les convienen, y cuando de allí pasan más a locura que esfuerzo se debe tomar. Yo no soy vasallo de este rey que decís, ni natura] de su tierra, pero por lo que él merece es mi corazón otorgado a lo servir, así que con razón me puedo contar por vuestro desafiado, y si queréis la batalla haberla habéis, y si no, andad vuestro camino.

Don Cuadragante le dijo:

—Bien creo, caballero, que la poca noticia que de mí tenéis os causa hablar tan osado y con tanta locura, y ruégoos mucho que me digáis vuestro nombre.

—A mí llaman Beltenebros —dijo él—, y así por el nombre como por ser de poca nombradla no me conoceréis más que antes, mas comoquiera que yo sea de extraña y apartada tierra, oído he que andáis buscando a Amadís de Gaula, y según sus nuevas entiendo que no es vuestro daño no lo hallar.

—¿Cómo —dijo don Cuadragante—, aquél que yo tanto desamo precias más que a mí? Sábete que eres llegado a la muerte y toma tus armas si con ellas osares defender.

—Aunque contra otros —dijo Beltenebros— dudase de las tomar, no contra vos, que tantas soberbias y amenazas me hacéis.

Entonces, tomando sus armas con gran saña, corrieron los caballos el uno contra el otro y diéronse tan grandes encuentros que el caballo de Beltenebros estuvo por caer, mas don Cuadragante fue fuera de la silla y cada uno se sintió mucho de aquel encuentro, y Beltenebros hubo el pico de la teta hendido de la cuchilla de la lanza y el otro fue herido en el costado, mas la llaga pequeña fue y levantóse luego como aquél que muy valiente y ligero era, y metiendo mano a la espada se fue a Beltenebros, que estaba enderezando el yelmo en la cabeza, así que no le vio e hirióle el caballo con la punta de la espada, que la media de ella por las ancas le metió, el cual con la herida fue por el campo lanzando las piernas por caer, mas Beltenebros descendió y embrazando su escudo, la espada en la mano, se fue contra don Cuadragante con gran saña y braveza porque el caballo le matara, y dijo:

—Caballero, no mostráis buen esfuerzo en lo que hicisteis, pero bien bastará el vuestro para el que la victoria de la batalla alcanzase.

Entonces se acometieron tan bravamente, que espantado era de lo ver, que el ruido que con las espadas se hacían en se cortar las armas era tal como si allí se combatiesen diez caballeros. Y algunas veces se trataban a brazos por se derribar, así que cada uno probaba toda su fuerza y valentía contra el otro. Unos escuderos que los miraban, teniendo por gran espanto ver tal crudeza en dos caballeros, no esperaban que ninguno de ellos vivo quedar pudiese. Y así anduvieron en su batalla desde la tercia hasta hora de vísperas, que nunca holgaron, ni se hablaron palabra, pero a esta sazón fue don Cuadragante tan ahogado del cansancio y maltrecho de un golpe que Beltenebros encima del yelmo le diera, que cayó desapoderado, sin ningún sentido en el campo, como si muerto fuese, y Beltenebros le tiró el yelmo de la cabeza por ver si era muerto, mas dándole el aire tornó casi en su acuerdo y púsole la punta de la espada en el rostro y díjole:

—Cuadragante, miémbrate de tu alma, que muerto eres.

Y él, que ya más acordado estaba, dijo:

—¡Ay, Beltenebros, ruégoos por Dios que me dejéis vivir por el reparo de mi ánima!.

Y dijo:

—Si quieres vivir, otórgate por vencido y que harás lo que yo te mandare.

—Vuestra voluntad —dijo él— haré yo por salvar la vida, pero por vencido no me debo otorgar con razón, que no es vencido aquél que sobre su defendimiento, no mostrando cobardía, hace todo lo que puede hasta que la fuerza y el aliento le faltan y cae a los pies de su enemigo, que el vencido es aquél que deja de obrar lo que hacer podría por falta de corazón.

—Cierto —dijo Beltenebros—, vos decís derecha razón, y mucho me place de lo que ahora de vos aprendí, dadme la mano y hacedme fianza que haréis lo que yo mandare.

Y él se la dio como mejor pudo.

Entonces llamó a los escuderos que lo viesen, y díjole:

—Yo os mando, por el pleito que me hacéis, que luego seáis en la corte del rey Lisuarte y que os no partáis dende hasta que Amadís allí sea, aquél que vos andáis buscando, y venido os metáis en su poder y perdonéis la muerte de vuestro hermano el rey Abies de Irlanda, pues que, según yo he sabido, ellos de su propia voluntad se desafiaron y solos entraron en la batalla, así que tal muerte como ésta no debe ser demandada aun entre las bajas personas, cuanto más en los semejantes que vos, según las grandes cosas que en armas habéis pasado y sido muy dichoso en ellas, y asimismo os mando que tornéis el desafío al rey y a todos los suyos, ni toméis armas contra lo que su servicio fuere.

Todo lo otorgó don Cuadragante, mucho contra su voluntad, mas hízolo con el gran temor de la muerte, que muy cercana la tenía, y mandó luego a sus escuderos que le hiciesen unas andas y lo llevasen adonde Beltenebros mandaba, porque pudiese quitar su promesa.

Beltenebros vio a Enil, su escudero, que tenía el caballo de don Cuadragante y estaba muy alegre, con gran alegría de la buena ventura que Dios diera a su señor. Beltenebros cabalgó en el caballo y dio las armas a Enil y tornóse a su camino, y no anduvo mucho por él, que halló una doncella cazando con un esmerejón y otras tres doncellas con ella que vieran la batalla y oyeran todo .lo más de las palabras que pasaron, y como vieron que tan maltratado quedara y que había menester de holgar, rogáronle ahincadamente que con ellas se fuese a un castillo suyo donde se le haría todo servicio por aquella voluntad, que de servir al rey su señor en él conocían. Él lo tuvo por bien porque estaba muy atormentado del gran afán que pasara, mas desde allí llegaron catándole si estaba herido, no le hallaron otra llaga, sino aquella pequeña de la teta de que mucha sangre se le fue, y a cabo de tres días partió de allí y anduvo todo aquel día sin aventura hallar. Esa noche albergó en casa de un, hombre bueno, que cerca del camino moraba, y otro día anduvo tanto que al mediodía, subiendo encima de un cerro, vio la ciudad de Londres y a la diestra mano el castillo de Miraflores, dónde su señora Oriana estaba, y él cuando le vio grande alegría su ánimo sintió.

Pues allí estuvo una gran pieza pensando cómo partiría de si a Enil y díjole:

—¿Conoces esta tierra donde estamos?.

—Sí, conozco —dijo él— que en aquel valle está Londres, donde es el rey Lisuarte.

—¿Tan llegado somos a Londres? —dijo él—. Pues yo no me quiero ahora hacer conocer al rey ni a otro alguno hasta que mis obras lo merezcan, que, como tú ves, soy mancebo y no he hecho tanto que por ello pueda ser tenido en mucho, y pues cercanos somos de Londres, ve a ver aquel escudero Gandalín de que Durín te dio las encomiendas y lo que en la corte dicen de mí y cuándo será la batalla del rey Cildadán.

—¿Cómo os dejaré solo?, dijo Enil.

—No te cures —dijo él—, que algunas veces suelo yo andar sin otro alguno, pero antes quiero que sepamos algún lugar señalado adonde me halles.

Y fuéronse adelante por aquella vía y no tardó que vieron cabe una ribera dos tiendas armadas y en medio de ellas otra muy rica, y entre ellas, caballeros y doncellas que andaban trebejando, y vio a la puerta de la una tienda cinco escuderos y a la otra otros cinco y diez caballeros armados, y por no haber razón de justar con ellos, apartóse del camino que llevaba. Los caballeros de las tiendas lo llamaron que viniese a la justa.

—No me place de justar ahora —dijo él—, que vosotros sois muchos y holgados y yo solo y cansado.

—Mas yo creo —dijo el uno de ellos— que lo dejáis con temor de perder el caballo.

—¿Y por qué lo perdería?, dijo él.

—Porque sería de aquél que os derribase —dijo el caballero—, lo que está más cierto que ser vuestros los que vos pudieseis ganar de nos.

—Pues que así ha de ser —dijo Beltenebros—, antes quiero yo ir en él que meterlo en esa ventura.

Y comenzóse de ir así desviado como antes. Los caballeros le dijeron:

—Parécenos, caballero, que estas vuestras armas muy más son defendidas con palabras hermosas que con esfuerzo del corazón, así que bien podrían quedar para se poner sobre vuestra sepultura, aunque viváis cien años.

—Vos me tened por cual quisiereis —dijo él—, que por cosa que digáis no me quitáis la bondad, si alguna en mí hay.

—Ahora Dios quisiese —dijo el uno de ellos— que se os antojase de justar conmigo, que no iríais hoy a buscar posada encima de ese caballo, a pena de traidor, o que en este año yo no hubiese en otro.

Beltenebros dijo:

—Buen señor, eso es lo que yo dudo y por eso dejo yo mi camino.

Todos ellos comenzaron a decir:

—¡Oh,. Santa María, val!, qué medroso caballero.

Mas por esto no dio ninguna cosa y fuese su vía, y llegando a un vado del rio que quería pasar oyó que le decían:

—Atended, caballero.

Y él mirando quién sería, vio una doncella muy bien guarnida en un hermoso palafrén, y llegando a él le dijo:

—Señor caballero, en aquella tierra está Leonoreta, la hija del rey Lisuarte, y ella y todas las doncellas os mandan rogar que mantengáis la justa a aquellos caballeros, y esto que lo hagáis por su amor, en cuanto más sois obligado al ruego de ellas que al suyo de ellos.

—¿Cómo —dijo él—, la hija del rey es aquélla que allí está?.

—Señor, sí, dijo ella.

—Pésame —dijo él— de haber enemistad con sus caballeros, que antes la querría servir, mas pues que lo manda hacer, lo he por pleito, que los caballeros no me demanden más de justar.

La doncella se fue con la respuesta y Beltenebros tomó sus armas, y tornando contra las tiendas, halló un campo llano y bueno y allí atendió, y no tardó mucho que vio venir al caballero que le dijera que le no dejaría ir en el caballo si con él justase, que bien había en él parado mientes y plúgole mucho que aquél fuese el primero, y llegando más cerca dejaron correr los caballos contra sí cuanto más recio pudieron y el caballero quebrantó su lanza y Beltenebros lo hirió tan duramente que lo lanzó de la silla rodando por el campo y mandó tomar a Enil el caballo, y el caballero quedó así quebrantado de la caída, que no sabía de sí parte y acordó, gimiendo y revolviéndose por el campo, como aquél que tenía tres costillas y una cadera quebrada. Beltenebros dijo:

—Señor caballero, si vuestra palabra es verdadera, de aquí a un año no caeréis otra vegada del caballo, que así lo prometisteis si el mío no ganaseis.

Y estando en esto vio que venía otro caballero a la justa, dando voces que de él se guardase, y Beltenebros le dejó correr a él y derribólo como al primero, y así lo hizo al tercero y al cuarto, y en aquél quebró la lanza, mas el caballero quedó mal llagado, que la lanza le quebró el escudo y el brazo, y de todos hizo tomar los caballos y atarlos a las ramas de los árboles, y desde que hubo derribado aquellos cuatro caballeros quísose ir y vio venir otro caballero a guisa de justar y traía un escudero con cuatro lanzas, y díjole:

—Señor caballero, Leonoreta os envía estas lanzas y mándaos decir que hagáis con ellas lo que debéis con los caballeros que quedan, pues que a sus compañeros derribasteis.

Beltenebros dijo:

—Por amor de Leonoreta, que es hija de tan buen rey, haré lo que me mandare, mas por los caballeros dígoos que no haría ninguna cosa, que los tengo por muy desmesurados en hacer que los caballeros que van su camino se combatan contra su voluntad.

Y tomando una lanza se dejó ir al caballero y derribóle como a los otros todos, salvo el que a la postre vino, que justó con él dos veces y quebró en él dos lanzas, que le pudo mover de la silla, mas a la otra derribóle como a los otros, y si alguno preguntase quién sería éste, digo que ni Corazón el de la Puente Medrosa, que a la sazón era uno de los buenos justadores del señorío de Gran Bretaña.

Acabadas estas justas por Beltenebros, como habéis oído, envió todos los caballos que de los caballeros ganó a Leonoreta y mandó que le dijesen que mandase a sus caballeros que fuesen más corteses contra los que por el camino pasasen, o que justasen mejor, que tal caballero ende podría venir que los haría ir a pie, Y los caballeros estaban tan avergonzados de lo que les aconteciera, que no respondieron ninguna cosa y maravillándose en ser así derribados por un solo caballero, y no podían pensar quién fuese que nunca vieran caballero que trajese tales señales en las armas. Nicorán dijo:

—Si Amadís vivo fuese y sano, verdaderamente diría yo que éste era, que no siento otro caballero que así de nosotros se partiese.

—Ciertamente —dijo Galiceo—, no debe ser él, que alguno de nos lo conoceríamos, cuanto más que él no quisiese justar, pues que a todos nos conocía por sus amigos.

Giontes, el sobrino del rey que allí estaba, dijo:

—Así a Dios pluguiese que fuese Amadís, por bien empleada daríamos nuestra vergüenza; mas cualquiera que él sea. Dios le dé buena ventura por doquier que vaya, que mucho ha guisa de bueno ganó nuestros caballos y como bueno nos los envió.

—Maldito vaya —dijo Lasamor—, que cuanto yo con mal ando quebradas las costillas y la cadera, mas la culpa mía es, que fui el demandador más ningún otro de mi daño.

Y éste fue el primero de la justa.

Beltenebros se partió de ellos muy alegre de cómo la aviniera, y fuese por su camino hablando con Enil e iba mirando la lanza que le quedara, que le parecía muy buena, y con el gran calor que hacia y con el justar había gran sed; siendo de allí alongado cuanto un cuarto de legua vio una ermita cubierta de árboles, y así por hacer en ella oración como por beber del agua, se fue a ella y vio a la puerta tres palafrenes de doncellas ensillados y otros dos de escuderos. Él descendió de su caballo y entró dentro, mas no vio a ninguno e hizo su oración encomendándose a Dios y la Virgen María muy de corazón, y saliendo de la ermita vio tres doncellas debajo de unos árboles a una fuente y los escuderos con ellas, y él llegó a beber del agua, mas no conoció ninguna de ellas, y dijéronle:

—Caballero, ¿sois de la casa del rey Lisuarte?.

Other books

Cut to the Quick by Joan Boswell
Cupid's Dart by David Nobbs
Upholding the Paw by Diane Kelly
Hold On by Hilary Wynne
In My Arms Tonight by Bailey Bradford
The Wormwood Code by Douglas Lindsay
Last Orders by Graham Swift
Held: A New Adult Romance by Pine, Jessica
Skellig by David Almond