Authors: Garci Rodríguez de Montalvo
Cuando él oyó decir de la casa del rey Lisuarte y que la dueña moría de amor así como él, las lágrimas le vinieron a los ojos y díjole:
—Ruégoos, señora, que me digáis el que ama ¿cómo ha nombre?.
—Este caballero —dijeron ellas—, que os decimos no es de esta tierra y es uno de los mejores caballeros del mundo, salvando dos solos que mucho preciados son.
—Ahora os ruego —dijo él—, por la fe que a Dios debéis que me digáis su nombre y de esos dos que decís.
—Decíroslo hemos por pleito que nos digáis si sois caballero que en todo lo parecéis y cómo habéis nombre.
—Hacerlo he —dijo él— por saber lo que os pregunto.
—En el nombre de Dios —dijeron ellas—. Ahora sabed que el caballero que la dueña ama ha nombre Florestán, hermano del buen caballero Amadís de Gaula y de la condesa de Selandia.
—¡A Dios gracias, ahora sé que decís verdad de su hacienda y de su bondad, y creo que no diréis tanto de bien de él que más no haya!.
—¿Cómo —dijeron ellas— conocéislo vos?.
—Yo lo vi no ha mucho tiempo —dijo él— en casa de Briolanja y vi la batalla que Amadís hubo y su primo Agrajes con Abiseos y sus hijos y vi el fin que hubieron hasta que llegó Florestán, y parecióme muy mesurado y de su gran bondad de armas oí hablar mucho a don Galaor, su hermano, que con él se combatiera, según decía.
—Por esa batalla de ellos —dijeron las doncellas— se partió de allí Florestán, que en ella se conocieron por hermanos.
—¿Cómo —dijo él—, ésta es la dueña, señora de la Ínsula donde la batalla de ambos fue?.
—Ésta es, dijeron ellas.
—Entiendo —dijo él— que ha nombre Corisanda.
—Verdad decís, dijeron ellas.
—Ahora no he tanto duelo de su mal —dijo él—, que bien sé que él es tan mesurado y de tan buen talante que siempre hará lo que ella mandare.
—Pues ahora nos decid —dijeron las doncellas—, ¿quién sois?.
—Buenas señoras —dijo—, yo soy caballero y me fue mejor que ahora me va en las cosas vanas de este mundo, lo cual ahora estoy pagando, y mi nombre es Beltenebros.
—A Dios merced —dijeron ellas—, ahora quedad con Dios y nos iremos consolar nuestra señora con estos instrumentos.
Y así lo hicieron, que entrando donde ella estaba y habiendo tañido y cantado una pieza, dijéronle todo lo que a Beltenebros oyeran de don Florestán.
—¡Ay! —dijo ella—, llamádmelo luego, que algún buen hombre debe ser, pues a don Florestán vio y lo conoció.
Y la una de las doncellas lo trajo consigo, y la dueña le dijo:
—Estas doncellas me dicen que visteis a don Florestán y lo amáis; ruégoos, por la fe que a Dios debéis, que me digáis lo que de él sabéis.
Y le contó todo lo que a las doncellas dijera, y que sabía que él y sus hermanos y su primo Agrajes se fueron a la Ínsula Firme y que después no lo viera más.
—Ahora me decid —dijo Corisanda—, si os pluguiere, si le habéis algún deudo, que a mi me parece que lo amáis.
—Señora —dijo él—, yo le amo por su valor y porque su padre me hizo caballero, por donde a él y a sus hijos soy obligado, y soy muy triste por unas nuevas que de Amadís oí antes que aquí viniese.
—Y ¿qué es eso?, dijo ella.
—Cuando yo me venía a este lugar vi una doncella —dijo él— en una floresta, cabe el camino que yo andaba, y decía una canción muy sabrosa de oír y preguntéle quién la había hecho.
—Hízola —dijo ella— un caballero a quien Dios dé más alegría que al tiempo que la hizo tuvo.
—Que, según las palabras de ella, grande agravio de amor recibía y mucho de él y en ella se queja. Yo moré con la doncella dos días, hasta que la aprendí, y decíame que Amadís se la mostraba llorando y haciendo gran duelo.
—Mucho os ruego —dijo la dueña— que esta canción que decís la mostréis a mis doncellas, porque en los instrumentos la canten y tañan.
—Pláceme —dijo él— de lo hacer por vuestro amor y aquél que vos más amáis, aunque ahora no esté en tiempo de cantar ni de hacer cosa que de alegría ni placer sea.
Entonces se fue con las doncellas a la capilla, mostróles la cántica, que él tenía muy extraña voz, y la gran tristeza y pena suya se la hacia más dulce y acordada. Las doncellas la aprendieron muy bien y la cantaban a su señora, que gran placer había de la oír. Pues allí estuvo Corisanda cuatro días, y al quinto se despidió del ermitaño y de Beltenebros, y díjole si estaría allí mucho tiempo.
—Señora —dijo él—, hasta que muera.
Entonces entráronse en su nao y fuéronse su camino a Londres, donde el rey Lisuarte era, que allí esperaba saber nuevas, antes que en otra parte, de don Florestán. Mucho fue bien recibido del rey y de la reina y de todos, sabiendo que era dueña de alta guisa, e hiciéronla aposentar en su palacio. La reina le preguntó la razón de su venida y que ella sería en la ayudar con el rey, si a él con alguna necesidad era llegada.
—No, señora —dijo Corisanda—; yo os lo tengo en merced, mas mi demanda en buscar a don Florestán, y porque en esta su corte venían nuevas de todas partes, querría en ella estar algún tiempo, hasta que algo de él supiese.
La reina le dijo:
—Buena amiga, eso podéis hacer vos cuando os pluguiere, pero hasta ahora no se sabe de él otra cosa sino que es ido en busca de Amadís, su hermano, que no sabe por cuál razón es ido a perder.
Y contóle cómo don Guilán le trajera las armas y que de él no pudiera saber ninguna cosa. Oído esto por Corisanda, comenzó a llorar fieramente, diciendo:
—¡Oh, Dios Señor!, ¿qué será de mi amigo y mi señor don Florestán?, que, según él, ama aquel hermano; si no le halla, también será él perdido, que yo nunca jamás lo veré.
La reina la consoló y pesóle con las nuevas que le dijera. Oriana, que cabe su madre estaba oyendo la razón de la dueña cómo amaba a don Florestán, hermano de Amadís, hubo sabor de la honrar, y haciéndola compaña, la llevó a su aposentamiento, donde supo toda su hacienda enteramente. Pues hablando con ella en muchas cosas, Corisanda les contó a ella y a Mabilia cómo estuviera en la Peña Pobre y hallara un caballero haciendo penitencia, que a sus doncellas mostrara una canción que Amadís había hecho en tiempo de gran cuita que en sí tenía y que así debía ello ser, según las palabras de la canción. Mabilia le dijo:
—Mi buena amiga y señora, mucho por merced os ruego que la mandéis cantar a vuestras doncellas, que muy gran placer habré de la oír por la haber hecho aquel caballero cuya prima yo soy.
—Eso haré yo de grado —dijo ella—, que no menos alegría mi corazón siente en la oír, por el gran deudo que con mi señor don Florestán tiene.
Entonces vinieron las doncellas y cantáronla con sus instrumentos, muy dulcemente, que era muy grande alegría de la oír, según con la gracia que dicha era, más dolor a quien la oía.
Oriana paró mientes en aquellas palabras, y bien vio, según ella le había errado, que con gran razón Amadís se quejaba, y vínole muy gran queja al corazón, de manera que allí no pudiendo estar, se fue a su cámara con vergüenza de las muchas lágrimas que a los ojos le venían. Mabilia dijo a Corisanda:
—Amiga, ya veis cómo Oriana es doliente y por os hacer placer y honra está aquí más de lo que le convenía; quiero ir a la poner remedio y ruégoos que me digáis qué hombre es ése que en la Peña Pobre está, que la canción mostró a vuestras doncellas y si sabe algunas nuevas de Amadís.
Ella le contó cómo lo hallara y cuanto le dijera y que nunca viera hombre doliente y flaco tan hermoso, ni tan apuesto en su pobreza y que nunca viera un hombre tan mancebo que tan entendido fuese. Mabilia pensó luego que aquél era Amadís, que con su gran desesperación en lugar tan estrecho y apartado se pusiera, huyendo de todos los del mundo, y fuese a Oriana, y estaba en su cámara muy pensativa y llorando de sus ojos muy reciamente, y llegó riendo y de buen talante, y díjole:
—Señora, en preguntar hombre algunas veces saber más de lo que piensa, sabed que, según lo que he sabido de Corisanda, aquel caballero doliente que se llama Beltenebros y está en la Peña Pobre por razón debe ser Amadís, que se apartó allí de todos los del mundo y quiso cumplir vuestro mandato en no aparecer ante vos ni ante otro ninguno; por ende, sed alegre y consolaos, que mi corazón me dice ser aquél sin duda ninguna.
Oriana alzó las manos, y dijo:
—¡Oh, Señor del mundo!, plegaos que así sea verdad, y vos, mi buena amiga, aconsejadme lo que haga, que en tal estado soy que no tengo juicio ni seso ninguno, y por Dios habed de mi duelo, así como de aquella cautiva desaventurada que por su locura y airada saña perdió todos sus bienes y placeres.
Mabilia hubo de ella duelo, así que las lágrimas a los ojos le vinieron, y volvió el rostro porque se las no viese, y díjole:
—Señora, el consejo es que esperemos a la vuestra doncella, y si ésta no se halla, dejad a mí el cargo, que yo tendré manera como de él sepamos, que todavía me esfuerzo que es aquél que Beltenebros se llama.
De cómo la doncella de Dinamarca fue en busca de Amadís, y acaso de ventura, después de mucho trabajo, aportó a la Peña Pobre, donde estaba Amadís, que se llamaba Beltenebros.
La doncella de Dinamarca estuvo con la reina de Escocia diez días, y no tanto por su placer como que de la mar enojada y maltrecha estaba, y más en no haber hallado nuevas de Amadís en aquella tierra, donde con mucha esperanza de las saber viniera, creyendo que la muerte de su señora en el mal recaudo que ella llevaba estaba, y despidiéndose de la reina, llevando los dones que para la reina Brisena y Oriana y Mabilia, su hija, le dio, se tomó a la mar para no volver con aquel despacho sin ventura, no sabiendo más que hacer. Mas aquel Señor del mundo, que cuando las personas sin esperanza, sin reparo les parece estar, queriendo mostrar algo de su poder, dando a entender a todos que ninguno, por sabio ni discreto que sea, sin su ayuda, ayudado ser no puede, mudó su viaje, con gran miedo y tribulación de ella y de todos los de la nave, dándoles al fin con aquella alegría y buena ventura que ella buscaba; y esto fue que la mar embravecida, la tormenta sin comparación les ocurrió, así que andando por la mar sin gobernalle, sin concierto alguno, perdido de todo el tino de los mareantes, no teniendo fucia alguna de sus vidas, en la fin, una mañana, al punto del alba, al pie de la Peña Pobre, donde Beltenebros era, arribaron, la cual fue luego conocida de los de la nave, que algunos de ellos sabían ser allí Anadalod el santo ermitaño, que en la ermita suso su vida hacía. Lo cual dijeron a la doncella de Dinamarca, y ella, como salida de tal peligro, tornada así de muerte a vida, mandó que suso a la Pena la subiesen, porque oyendo misa de aquel hombre bueno pudiese a la Virgen María dar gracias de aquella merced que su glorioso Hijo les había hecho.
A esta sazón, Beltenebros estaba en la fuente debajo de los árboles que ya oísteis, donde aquella noche albergara, y era ya su salud tan allegada al cabo que no esperaba vivir quince días, y del mucho llorar, junto con la su gran flaqueza, tenía el rostro muy descamado y negro, mucho más que si de gran dolencia agraviado fuera, así que no había persona que conocerlo pudiese, y desde que hubo mirado una pieza la nave y vio que la doncella y los dos escuderos subían suso la Peña, como ya su pensamiento en ál no estuviese sino en demandar la muerte, todas las cosas que hasta allí había tratado con mucho placer, que era ver personas extrañas, así para las conocer como para las remediar en sus fortunas aquéllas y todas las semejantes de él con mucha desesperación eran aborrecidas, y partiéndose de allí a la ermita se fue, y dijo al ermitaño:
—Gente me parece que de una fusta salen y se vienen para vos.
Y púsose de rodillas ante el altar, haciendo su oración rogando a Dios que del alma le hubiese merced, que presto sería a dar la cuenta. El ermitaño se vistió para decir misa, y la doncella, con Durín y Enil, entró por la puerta, y haciendo oración le quitaron los antifaces que delante el rostro traía. Beltenebros, habiendo estado una pieza, levantóse y volvió el rostro contra ellos, y mirando los conoció luego a la doncella y a Durín, y la alteración fue tan grande que, no pudiendo estar en pie, cayó en el suelo como si muerto fuese. Cuando el ermitaño esto vio, pensó que ya estaba en el postrimero punto de su vida, y dijo:
—¡Oh, Señor poderoso!, ¿por qué no has querido haber piedad de éste, que tanto en tu servicio pudiera hacer?, y las lágrimas le caían en mucha cantidad por las blancas barbas, y dijo:
—Buena doncella, haced a esos hombres que me ayuden a llevar a este hombre a su cámara, que entiendo que éste será el postrimero beneficio que hacérsele puede.
Entonces, Enil y Durín, con el ermitaño, lo llevaron a la casa donde albergaba y lo pusieron en una cama asaz pobre, que por ninguno de ellos nunca fue conocido.
Pues la doncella oyó la misa, y queriéndose ir a comer en tierra, que de la mar muy enojada andaba acaso, preguntó al ermitaño qué hombre era aquél que de tan gran dolencia agraviado era. El hombre bueno le dijo:
—Es un caballero que aquí hace penitencia.
—Mucho culpado debe ser —dijo ella—, pues en parte tan áspera hacerla quiso.
—Así es que vos decís —dijo él—, pues que más por las cosas vanas y perecederas de este mundo que por servicios de Dios lo hace.
—Quiero le ver —dijo la doncella—, pues me decís que es caballero, y de las cosas que en la nave traigo le dejaré con algo que pueda ser reparado.
—Hacedlo —dijo el buen hombre—; pero entiendo que su muerte, a que tanto llegado es, os quitará de ese cuidado.
La doncella entró sola en la cámara donde Beltenebros estaba, el cual pensando qué hiciese no se sabía determinar, que si se le hiciese conocer pasaba el mandamiento de su señora, y si no, si aquélla quiera todo el reparo de su vida de allí se fuese no le quedaba esperanza ninguna. En la fin, creyendo que muy más duro para él sería enojar a su señora que padecer la muerte, acordó de se le no hacer conocer en ninguna manera.
Pues la doncella, llegada cerca de la cama, dijo:
—Buen hombre, del ermitaño he sabido cómo sois caballero, y porque las doncellas a todos los más caballeros somos muy obligadas por los grandes peligros que en nuestra defensa se ponen, acorde de os ver y dejar aquí del bastimento de la nao todo lo que para vuestra salud en ella se hallare.
Él no respondió ninguna cosa, antes estaba con grandes sollozos y gemidos llorando. Así que la doncella pensó que el alma de las carnes se le partía, de que hubo gran piedad y porque en la cámara poca luz había, abrió una lumbrera que cerrada estaba y llegóse a la cama por ver si era muerto, y comenzóle a mirar, y él a ella, todavía llorando y sollozando, y así estuvo por una pieza que la doncella nunca le conoció, porque su pensamiento bien descuidado era de hallar en tal parte aquél que buscaba; mas viéndole en el rostro un golpe que Arcalaus el Encantador le hizo con la cuchilla de la lanza cuando le fue por él quitada Oriana, como se os ha dicho en el libro primero, hízola recordar en lo que antes ninguna sospecha tenía y claramente conoció ser aquél Amadís y dijo: