Authors: Garci Rodríguez de Montalvo
—Señor, a Dios quedéis encomendado que no vayamos al Caballero Griego en cuya compañía somos muy honrados y bienaventurados.
—Dios os guíe —dijo él—, que bien nos habéis mostrado él y vosotros que sois de alto hecho de armas.
Así se despidieron de él, y la doncella que allí con ellos viniera llegó al rey y dijo:
—Mi señor, oídme a poridad si vos pluguiere antes que me vaya.
El rey hizo apartar a todos, y díjole:
—Ahora decid lo que vos pluguiere.
—Señor —dijo ella—, vos fuisteis hasta aquí el más preciado rey de los cristianos y siempre vuestro buen prez llevasteis adelante, y entre las vuestras buenas maneras tuvisteis siempre en la memoria el hecho de las doncellas haciéndolas mercedes, y cumpliéndoles de derecho, siendo muy cruel contra aquéllos que tuerto les hacían, ahora perdida aquella grande esperanza que en vos tenían, tiénense todas por desamparadas de vos, viendo lo que contra vuestra hija Oriana hacéis queriéndola tan sin causa ni razón desheredar de aquello que Dios heredera la hizo, mucho son despavoridas y espantadas como aquella vuestra noble condición, así están al contrario en este caso tomada, que muy poca fucia tendrán en su remedio cuando así contra Dios y contra vuestra hija, y de todos vuestros naturales usáis de tanta crueldad, siendo más que otro ninguno obligado no como rey, que a todos derecho ha de guardar, mas como padre, que aunque de todo el mundo ella fuese desamparada, de vos había con mucho amor ser acogida y consolada, y no solamente al mundo es mal ejemplo, mas ante Dios sus llantos, sus lágrimas, reclamarán. Miradlo, señor, y conformad el fin de vuestros días con el principio de ellos, pues que más gloria y fama os han dado que a ninguno de los que viven, y mi señor a Dios seáis encomendado, que me voy a aquellos caballeros que me atienden.
—A Dios vayáis —dijo el rey—, que así Dios me salve, yo os tengo por buena y de buen entendimiento.
Ella se fue para sus guardadores, y tomándola entre sí se fueron a la galera que el tiempo les hacía enderezado para su viaje, pues luego movieron del puerto, y como sabían que el rey Lisuarte había de entregar su hija Oriana a los romanos y que día había de ser, apresuráronse mucho de andar porque lo supiese el Caballero Griego. Así que en dos días y dos noches le alcanzaron, porque él los iba esperando.
Mucho bien se recibieron y con gran placer por así haber acabado aquellas venturas tanto a su honra. La doncella les contó cómo la batalla pasara y lo que se había hecho en ayuda de don Grumedán y la necesidad tan grande que tenía por falta de companeros, y el placer que con ella hubo, y las gracias que enviaba al Caballero Griego por tal socorro, todo lo contó que no faltó nada.
Grasinda dijo:
—¿Supisteis lo que el rey ordena de hacer de su hija?
—Sí, señora —dijo la doncella—, que en cuatro días después que de allí partisteis la han de meter en la mar en poder de los romanos para que la lleven; mas ver, señora, los llantos que ella y sus doncellas hacen, y todos los del reino; no hay persona que lo pueda contar.
A Grasinda le vinieron las lágrimas a los ojos, y rogaba a Dios que mostrando la su misericordia en esta gran sin razón le enviase algún remedio. Mas el Caballero Griego fue muy alegre de aquellas nuevas, porque ya tenía él, en su corazón, de la tomar y no veía la hora de estar envuelto con los romanos, y que esto hecho gozaría de su señora con descanso de su triste corazón, que por otra guisa no la podía haber, que lo del rey Lisuarte ni del emperador no lo tenía en mucho, que bien pensaba de les dar harto que hacer, y lo que más a su ánimo alegría daba era pensar que sin culpa de su señora esto se hacía.
Pues así, hablando y holgando como oís, llegaron un día a hora de tercia al gran puerto de la Ínsula Firme, y los de la Ínsula, que ya por Gandalín sabían el tiempo de su venida, vieron de muy lejos las fustas y conociéronle según las señas que él diera, y alegría fue muy grande en todos ellos, que mucho lo amaban, y acudieron con mucha prisa a la ribera y con ellos todos los grandes hombres de su linaje y amigos que lo atendían, y cuando Grasinda llegó al puerto y vio tanta gente y el alegría que en todas partes hacían, mucho fue maravillada, y más cuando oyó decir a todos:
—Bien venga el nuestro señor, que tanto tiempo de nos ha sido alongado.
Y dijo contra el Caballero Griego:
—Señor, ¿por qué causa os hacer estas gentes tanto acatamiento y honra diciendo; bien venga nuestro señor?
Él le dijo:
—Señora, demándoos perdón porque tan luengamente de vos me encubrí, que no pude menos hacer sin más peligro de mi vergüenza, y así lo he hecho por todas las tierras extrañas que anduve, que mi nombre ninguno saber pudo; y ahora quiero que sepáis que yo soy el señor de esta Ínsula y soy aquel Amadís de Gaula de que algunas veces oiríais hablar, y aquellos caballeros que allí veis son de mi linaje, y mis amigos y las otras gentes mis vasallos, y a duro se hallarían en el mundo otros tantos caballeros que en gran valor se les igualasen.
—Si yo, señor —dijo Grasinda—, placer siento en saber vuestro nombre, así mi corazón es triste en no nos haber hecho aquel servicio que hombre tan alto y de tal linaje merecía, y habiéndoos tratado como un pobre caballero andante, siéntome por muy desdichada, y si alguna cosa me consuela no es ál salvo que la honra que en mi tierra se os hizo, si alguna fue, que os agradase; se puede atribuir al valor de vuestra sola persona, sin dar parte ninguna al vuestro grande estado ni alto linaje, ni tampoco a estos caballeros que tanto me loáis.
Amadís le dijo:
—Señora, no se hable más en esto, que las honras y mercedes que de vos recibí fueron tantas y tales y en tal sazón que conmigo ni con aquéllos que allí veis, que más que yo valen, no las podría pagar.
Entonces se llegaron al puerto, donde todos los atendían, y allí era don Gandales con veinte palafrenes, en que las mujeres subiesen arriba al castillo; mas para Grasinda sacaron de las naos un palafrén muy hermoso con guarniciones de oro y plata esmaltados, y ella se vistió de paños ricos a maravilla, y desde el batel donde ella y Amadís venían echaron tablas muy fuertes hasta el arena, por donde salieron, y a la ribera los atendían Agrajes, y don Cuadragante, y don Florestán, y Gavarte de Val Temeroso, y el bueno de don Dragonís, y Orlandín, y Ganjes de Sadoca, y Argomón el valiente, y Sardanán, hermano de Angriote de Estravaus, y sus sobrinos Pinores y Sarquiles, y Madansil de la fuente de plata y otros muchos hombres buenos que las aventuras demandaban, más de treinta, y Enil el bueno y entendido estaba ya dentro en el batel hablando con Amadís, Ardián el Enano y Gandalín con las doncellas de Grasinda. Entonces tomó Amadís a Grasinda por el brazo y sacóla del batel hasta la poner en tierra, donde con mucho acatamiento y cortesía de todos aquellos señores fue recibida, y diola a Agrajes y a Florestán, que en el palafrén la pusieron. Mucho fueron todos pagados de su gran hermosura y rico atavío, así que la llevaron como oís a sus dueñas y doncellas a la Ínsula donde en las hermosas casas que Amadís y sus hermanos albergaron cuando fue la ínsula ganada, la hicieron estar, y allí por le hacer mayor fiesta comieron con ella todos los más de aquellos caballeros, que don Gandales lo hiciera tener muy bien aparejado, siendo maestresala Ardián el Enano, que de placer no cabía consigo, diciendo muchas cosas con que les hacía reír; mas Amadís, en toda esta revuelta, nunca de sí tiró al maestro Helisabad, antes lo traía por la mano, y mostrándolo a todos les decía que Dios y aquél le hicieron vivir, y a la mesa lo hizo sentar entre él y don Gavarte de Val Temeroso; pero todos estos placeres y la vista de aquellos caballeros que Amadís tanto amaba no podían tanto que su corazón no fuese en grande apretura puesto, pensando que los romanos podrían con Oriana pasar por la mar antes que él los encontrase, y no podía sosegar ni haber descanso con otra ninguna cosa, porque en comparación de aquélla que él tanto amaba todo lo otro le era causa de gran soledad.
Pues habiendo todos con gran placer comido y levantado los manteles, Amadís les rogó que ninguno de su lugar se moviese, que les quería hablar, y ellos lo hicieron así.
Viendo, pues, Amadís sosegados aquellos caballeros que a las mesas estaban atendiendo lo que él diría, hablóles en esta guisa:
—Después que no me visteis, mis buenos señores, muchas tierras extrañas he andado y gran desventuras han pasado por mí, que larga sería de contar, pero las que más me ocuparon y mayores peligros me trajeron fue socorrer dueñas y doncellas en muchos tuertos y agravios que les hacían, porque así como éstas nacieron para obedecer con flacos ánimos, y las más fuertes armas suyan sean lágrimas y suspiros, así los de fuertes corazones extremadamente entre las otras cosas las suyas deben tomar, amparándolas, defendiéndolas de aquéllos que con poca virtud las maltratan y deshonran, como los griegos y los romanos en los tiempos antiguos lo hicieron, pasando los mares, destruyendo las tierras, venciendo batallas, matando reyes y de sus reinos los echando, solamente por satisfacer las fuerzas e injurias a ellas hechas, por donde tanta fama y gloria de ellos en sus historias ha quedado y quedará en cuanto el mundo durare, pues lo que en nuestros tiempos pasa, ¿quién mejor que vosotros, mis buenos señores, lo sabe? Que sois testigos por quien muchas afrentas y peligros por esta causa cada día pasan, no os hago tan luenga habla poniendo delante los ejemplos antiguos verdaderos, pensando con ellos esforzar vuestros corazones, que ellos son en sí tan fuertes que si lo que les sobre en el mundo repartirse pudiese ningún cobarde en él quedaría. Mas porque las buenas hazañas pasadas acordasen las memorias con mayor cuidado y con mayor deseo las presentes se procuran y toman. Pues viniendo al caso, yo he sabido después que a esta tierra vine el gran tuerto y agravio que el rey Lisuarte a su hija Oriana hacer quiere, que siendo ella la legítima sucesora de su reino, él contra todo derecho, desechándola de ellos, al emperador de Roma por mujer le envía, y, según me dicen, mucho contra la voluntad de todos sus naturales, y más de ella, que con grandes llantos, grandes querellas a Dios y al mundo, reclamando de tan gran fuerza se querella. Pues si es verdad que este rey Lisuarte, sin temor de Dios ni de las gentes tan crueldad hace, dígoos que en fuerte punto acá nacimos, si por nosotros remediada no fuese, pues que dejándola pasar se pasaban y ponían en olvido los grandes peligros y trabajos que por ganar honra y prez hasta aquí tomado habemos. Ahora diga cada uno, si os pluguiere, su parecer, que el mío ya os he manifestado.
Luego respondió Agrajes por ruego de todos aquellos caballeros, y dijo:
—Aunque vuestra presencia, mi señor y buen primo, nuestras fuerzas doblado haya, y las cosas que antes mucho dudábamos, con ella livianas y de poca sustancia parezcan, nosotros con poca esperanza de vuestra venida, habiendo sabido esto, que el rey Lisuarte hacer quiere, determinados éramos al remedio y socorro de ella, no dejando tan gran fuerza pasar, antes ellos o nosotros ser pasados de la vida a la muerte, y pues que en la voluntad conformes somos, seámoslo en la obra y tan presto que aquella gloria que deseamos alcanzarse pueda, sin que nuestra negligencia se pierda.
Oído por aquellos caballeros la respuesta de Agrajes, todos a una voz teniéndola por buena, dijeron que el socorro de Oriana se debía hacer, y que se no tardase, que si era verdad que por muchas cosas livianas sus vidas aventuraban, con más voluntad lo debían hacer en esta tan señalada que perpetua gloria en este mundo les daría.
Como Grasinda vio el concierto, abrazando a Amadís le dijo:
—¡Ay, Amadís, mi señor! Ahora parece bien el vuestro gran valor y el de los vuestros amigos y parientes en hacer el mejor socorro que nunca caballeros hicieron, que no solamente a esta tan buena señora, mas a todas las dueñas y doncellas del mundo se hace, porque los buenos y esforzados caballeros de otras tierras, tomando ejemplo en esto, con mayor cuidado y osadía se pondrán en lo que con razón por ellas deben hacer, y los desmesurados y sin virtud habiendo temor de ser tan duramente constreñidos, refrenarse han de les hacer tuertos y agravios, y mi señor, id con la bendición de Dios y Él os guíe y enderece; yo os atenderé aquí hasta ver el cabo, y después haré lo que mandareis.
Amadís se lo agradeció mucho y dejóla en guarda de Ysanjo, el gobernador de la ínsula, que la hiciese servir y le mostrase todas las cosas sabrosas que por la ínsula eran e hiciese mucha honra a su grande amigo maestro Helisabad; mas el maestro le dijo:
—Buen señor, si yo en algo os puedo servir, no es sino en semejantes cosas que estas a que vais, que con las armas según mi hábito excusado me habréis, así que por ninguna guisa quedaré, antes quiero ser en socorro vuestro con esto que Dios me dio, si a vos, señor, pluguiere, que bien sé, según la gran locura de los romanos y la porfía de vosotros, que seréis de mí bien servidos y ayudados.
Amadís lo abrazó, y dijo:
—¡Ay, maestro, mi verdadero amigo! A Dios plega por la su merced, que lo que por mí habéis hecho y hacéis de mí os sea galardonado, y pues os place de ir, entremos luego en la mar con la ayuda de Dios.
Como la flota aparejada estuviese de todo lo necesario al viaje, y la gente apercibida, a la prima noche, mandando Amadís que todos los caminos se tomasen porque nuevas algunas de ellos no fuesen sabidas, entraron todos en la flota y sin hacer ruido ni bullicio comenzaron a navegar contra aquella parte que los romanos habían de acudir, según el camino que les pertenecía llevar para que en la delantera los hallasen.
Cómo el rey Lisuarte entregó su hija muy contra su gana, y del socorro que Amadís, con todos los otros caballeros de la Ínsula Firme, hicieron a la muy hermosa Oriana.
Como determinado estuviese el rey Lisuarte en entregar a su hija Oriana a los romanos, y el pensamiento tan firme en ello que ninguna cosa de las que habéis oído le pudo remover, llegado el plazo por él prometido habló con ella, tentando muchas maneras para la traer que por su voluntad entrase en aquel camino que a él tanto le agradaba; mas por ninguna guisa pudo sus llantos y dolores amansar. Así que, yendo muy sañudo, se apartó de ella y se fue a la reina, diciéndole que amansase a su hija, pues que poco le aprovechaba lo que hacía que no se podía excusar aquello que él prometiera. La reina, que muchas veces con él hablara sobre ello, pensando hallar algún estorbo y siempre en su propósito le halló sin le poder ninguna cosa mudar, no quiso decirle otra cosa sino hacer su mandado, aunque tanta angustia su corazón sintiese que más ser no podía, y mandó a todas las infantas y otras doncellas que con Oriana habían de ir, que luego a las barcas se acogiesen; solamente dejó con ella a Mabilia y Olinda, y la doncella de Dinamarca, y mandó llevar a las naves todos los paños y atavíos ricos que ella le daba. Mas Oriana, cuando vio a su madre y a su hermana, fuese para ellas haciendo muy gran duelo, y trabando de la mano a su madre comenzósela de besar, y ella le dijo: