Authors: Garci Rodríguez de Montalvo
Don Grumedán, que casi fuera de sentido estaba oyendo aquello, levantóse para responder. Mas el rey, que lo conocía ser muy sensible en las cosas de honra, tuvo recelo de él y dijo:
—Don Grumedán, ruégoos por mi servicio que no habéis en esto y aparejaos a la batalla, pues que vos mejor que ninguno sabéis que semejantes actos más consisten en obras que en palabras.
—Señor —dijo él—, haré lo que mandáis por vuestro acatamiento, y mañana yo seré en el campo con mis compañeros y allí parecerá la bondad o maldad de cada uno.
Los romanos se fueron a sus posadas, y el rey llamó aparte a don Grumedán y díjole:
—¿Quién tenéis que os ayude contra estos caballeros, que me parecen recios y valientes?
—Señor —dijo él—, yo he por mí a Dios y este cuerpo y corazón y manos que él me dio, y si don Galaor viniere mañana hasta la tercia haberlo he, que soy cierto que mantendrá él mi razón y no me quejaría por el tercero, y si no viniere, con batirme con ellos uno a uno si de derecho hacer se puede.
—No veis —dijo el rey— que la batalla fue demandada de tres por tres y vos así lo otorgasteis, y no la querrán mudar, porque así lo tienen puesto y jurado en las manos de Salustanquidio. Don Grumedán —dijo el rey—, así Dios me salve, mucho he gran pesar en el mi corazón, porque os veo menguado de tales compañeros cuales habéis menester en tal afrenta y mucho me temo de cómo esta vuestra hacienda irá.
—Señor —dijo él—, no temáis en poca hora, hace Dios gran merced y acorre a quien le place, y yo voy contra la soberbia con la mesura y buen talante ello, y si don Galaor no viniere, ni otro de los buenos caballeros de vuestra casa meteré conmigó dos de estos míos cuales mejor viniere.
—No es eso nada —dijo el rey—, que lo habéis con fuertes hombres y usados de tal menester, y no os cumple tales compañeros, mas, mi amigo don Grumedán yo os daré mejor consejo, yo quiero secretamente meter mi cuerpo con el vuestro en esta batalla, que muchas veces lo aventurasteis vos en mi servicio y, mi amigo leal, mucho sería yo desagradecido si en tal sazón no supiese yo por vos mi vida y mi honra, en pago de cuantas veces pusisteis la vuestra en el extremo y filo de la muerte por me servir.
Y en todo esto lo tenía abrazado el rey, cayéndole las lágrimas de los ojos. Don Grumedán le besó las manos y le dijo:
—No plega a Dios que tan leal rey como vos lo sois cayese en tal yerro por aquel que siempre en crecer vuestra fama y honra será como quiera, señor, que eso tenga en una de las más señaladas mercedes que de vos he recibido, y mis servicios no puedan ser bastantes para lo servir, no se recibirá por mí, por ser vos el rey y señor y juez, que así a los extraños como a los vuestros justamente juzgar en tal caso debe. Bienaventurados los vasallos a quien Dios tales reyes da, que teniendo en más el amor que les deben que los servicios que les hacen, olvidando sus vidas, sus grandezas, quieren poner sus cuerpos a la muerte por ellos, como éste hacerlo quería por un pobre caballero, aunque muy rico y abastado de virtudes.
—Pues que así es —dijo el rey—, no puedo hacer ál sino rogar a Dios que os ayude.
Don Grumedán se fue a su posada y mandó a dos caballeros de los suyos que se aderezasen para otro día ser con él en la batalla, mas dígoos que aunque muy esforzado y fuerte era y usado en las armas, que tenía su corazón quebrantado, porque los que consigo metía en la batalla no eran cuales él había menester para tan gran hecho, que él era de tan alto y fuerte corazón que antes la muerte que cosa en que vergüenza se le tornase haría ni diría, pero esto no lo mostraba sino al contrario todo.
Aquella noche albergó en la capilla de Santa María, y a la mañana oyeron misa con mucha devoción, y don Grumedán, rogando a Dios que le dejase acabar aquella batalla a su honra, y si su voluntad fuese de ser allí sus días acabados le hubiese merced al ánima. Y luego, con gran esfuerzo, demandó sus armas, y desde que vistió su loriga fuerte y muy blanca vistió encima una sobreseñal de sus colores que era cárdena, y cisnes blancos, y aún no era acabado de armar cuando entró por la puerta la hermosa doncella que con mandado de Grasinda y del Caballero Griego allí había venido, y con ella venían dos doncellas y dos escuderos, y traía en su mano una muy hermosa espada y ricamente guarnida, y preguntaba por don Grumedán, y luego se lo mostraron. Ella le dijo por el lenguaje francés:
—Señor don Grumedán, el Caballero Griego que os mucho ama por las nuevas que de vos ha oído, después que en esta tierra es y porque ha sabido una batalla que con los romanos tenéis aplazada, déjaos dos caballeros muy buenos, que visteis que le aguardaban, y envíaos decir que no queráis otros para esta batalla y que sobre su fe los toméis sin otra cosa tener, y envíaos esta hermosa espada, que por muy buena es ya probada, según visteis en los grandes golpes que con ella dio en el padrón de piedra cuando el caballero le andaba huyendo.
Muy alegre fue don Grumedán cuando esto oyó, considerando en la necesidad que puesto estaba y que en compañía de tal hombre como el Caballero Griego no podía andar sino quien mucho valiese, y díjole:
—Doncel, haya buena ventura el buen Caballero Griego que tan cortés es contra quien no conoce, y eso causa la su gran mesura, a Dios plega de me llegar a tiempo que se lo pueda servir.
—Señor —dijo ella—, mucho lo preciaríais si lo conocieseis, y así lo haréis a estos compañeros suyos tanto que los hayáis probado, y cabalgad luego, que a la entrada del campo do habéis de lidiar os esperan.
Don Grumedán sacó la espada y católa cómo era muy limpia, y no parecía en ella señal alguna de los golpes que en el padrón diera y santiguándola la ciñó y dejó la suya, y cabalgando en el caballo que don Florestán le diera cuando lo ganó a los romanos, como ya oísteis, pareciendo en él hermoso viejo y valiente se fue a los caballeros que lo atendían, y todos tres se recibieron muy alegremente; mas don Grumedán nunca ninguno de ellos pudo conocer, y así entraron en el campo tan bien apuestos, que los que a don Grumedán bien querían hubieron gran placer. El rey, que ya venido era, fue maravillado cómo aquellos caballeros, sin causa ninguna, no conociendo a don Grumedán, se querían poner a tan gran peligro, y como vio la doncella, mandóla llamar; ella vino ante él, y díjole:
—Doncella, ¿por cuál razón estos dos caballeros de vuestra compaña han querido ser en batalla tan peligrosa no conociendo a aquel por quien la hacen?
—Señor —dijo, ella—, los buenos, así como los malos, por sus nuevas son conocidos. Y oyendo el Caballero Griego las buenas maneras de don Grumedán y la batalla que aplazada tenía, sabiendo que a esta razón son aquí pocos de los vuestros caballeros, tuvo por bien de dejar estos dos compañeros suyos que le ayudasen, que son de tan alta bondad y prez de armas que antes que el mediodía pasado sea será aún más quebrantada la gran soberbia de los romanos y la bondad de los vuestros muy guardada, y no quiso que don Grumedán lo supiese hasta los hallar en el campo como vos, señor, habéis visto.
Mucho fue alegre el rey con tal socorro, que el corazón tenía quebrantado temiendo alguna desventura que a don Grumedán, por falta de ayudarle en aquella batalla, le podría sobrevenir, y mucho le agradeció al Caballero Griego, aunque lo no mostraba tanto como en la voluntad tenía.
Los caballeros, yendo don Grumedán en medio, se pusieron a un cabo de la plaza, esperando a sus enemigos, que luego entraron en ella el rey Arbán de Norgales y el conde de Clara por su parte para los juzgar, y por parte de los romanos fueron Salustanquidio y Brondajel de Roca, todos por mandado del rey, y a poco rato llegaron los romanos que se habían de combatir, y venían en hermosos caballos y armas frescas y ricas, y .como eran membrudos y altos, mucho parecía que habían en si gran fuerza y valentía, y traían consigo gaitas y trompetas y otras cosas que gran ruido hacían, y todos los caballeros de Roma que los acompañaban, y así llegaron ante el rey y dijéronle:
—Señor, nosotros queremos llevar las cabezas de aquellos caballeros griegos a Roma, y no os pese que así lo hagamos en la de don Grumedán, que de vuestro enojo nos pesaría, o mandadle que se desdiga de lo que ha dicho y que otorgue ser los romanos los mejores caballeros de todas las tierras.
El rey no les respondió a aquello que decían, mas dijo:
—Id a hacer vuestra batalla, y los que ganaren las cabezas de los otros hagan de ellas lo que por bien tuvieren.
Ellos entraron en el campo, y Salustanquidio y Brondajel los pusieron a una parte de la plaza, y el rey Arbán y el conde de Clara pusieron a don Grumedán y a sus compañeros a la otra. Entonces llegó la reina con sus dueñas y doncellas a las finiestras por ver la batalla, y mandó venir allí a don Guilán el Cuidador, que flaco estaba de su dolencia, y a don Cendil de Ganota, que aún no era bien sano de su llaga, y dijo a don Guilán:
—Mi buen amigo, ¿qué os parece que será en esto que mi padre don Grumedán está puesto —que la reina siempre le llamaba padre, porque él la criara—, que veo aquellos diablos tan grandes y tan valientes que me ponen gran espanto?
—Mi señora —dijo él—, todo el hecho de las armas en la mano de Dios es, y en la razón que los hombres por sí toman, que es el conforme, y no en la gran valentía, y, señora, conociendo yo a don Grumedán por un caballero muy cuerdo, temeroso de Dios, y defendiendo justicia y a los romanos tan desmesurados. tan soberbios, tomando las cosas por sola voluntad, dígoos que si yo estuviese donde Grumedán está con aquellos dos compañeros, que no temería tres romanos que el cuarto a ellos se llegase.
Mucho fue la reina consolada y esforzada con lo que don Guilán le dijo, y rogaba a Dios de corazón que ayudase a su amo y le sacase con honra de aquel peligro.
Los caballeros que en el campo estaban enderezaron los caballos contra sí y movieron al más correr de ellos, y como ellos fuesen muy diestros en las armas y en las sillas parecían unos y otros muy apuestos, y encontráronse muy bravamente en los escudos, que ninguno falleció de su encuentro, así que las lanzas fueron quebradas, y acaeció entonces lo que se nunca viera en batalla, que en casa del rey se hiciese de tantos por tantos que todos tres romanos fueron lanzados de las sillas en el campo, y don Grumedán y sus compañeros pasaron muy apuestos y sin ser de las sillas movidos por ellos, y tornaron luego los caballos contra ellos y viéronlos cómo pugnaban de se levantar y juntar con ellos. Don Bruneo hubo una herida no grande en el costado siniestro, de la lanza de aquel con quien justara.
Muy grande fue el pesar que los romanos hubieron de la justa, y grande el placer de las otras gentes que los desamaban y amaban a don Grumedán.
El Caballero de las Armas Verdes dijo a don Grumedán:
—Pues que les habéis mostrado cómo saben justar, no es razón que a caballo los acometamos siendo ellos a pie.
Don Grumedán y el otro caballero dijeron que decía bien y fueron todos tres juntos contra los romanos, que ya no estaban tan bravos como antes, y el de las Armas Verdes dijo:
—Señores caballeros de Roma, dejasteis vuestros caballos; esto no debe ser sino por nos tener en poco, pues aunque no seamos de tal nombradía como la vuestra no quisimos que esta honra nos llevaseis y por eso descendimos de los nuestros.
Los romanos, que antes muy locos eran, estaban espantados de se ver tan ligeramente en el suelo, y no respondían ninguna cosa y tenían sus espadas en las manos y sus escudos ante sí, y luego se acometieron muy bravamente, y dábanse muy duros golpes, tanto que a todos los que miraban hacían maravillar, y en poco espacio pareció en sus armas la valentía y saña de ellos, que por muchas partes fueron rotas, y la sangre salía por ellas, y asimismo los yelmos y escudos eran maltratados; mas don Grumedán, con la grande enemistad y saña que tenía, quejóse mucho, y adelantábase de sus compañeros, de manera que recibiendo más golpes era mal herido, y sus compañeros, que. eran los que sabéis y que más temían vergüenza que muerte, viendo que los romanos se defendían probaron todas sus fuerzas y comenzaron a los cargar de grandes golpes que hasta allí se habían sufrido, así que los romanos se espantaron, creyendo que las fuerzas se les doblaban, y tanto fueron afrentados y apretados, que en otra cosa no entendían sino en se guardar, y tirábanse afuera tan desacordados que no tenían tiento para se juntar; mas los otros, que de vencida los llevaban, no los dejaban descansar, que entonces hacían en sus enemigos maravillas, como si en todo el día no hirieran golpe.
Maganil, que el mayor de los hermanos era y el más valiente, que en todo el día mucho de ellos se había señalado, viendo su escudo hecho piezas y el yelmo cortado y abollado en muchas partes y en la loriga que no había defensa, fuese cuanto pudo contra las finiestras de la reina, y el de las armas de los veros que los seguía no lo dejaba descansar, mas él daba voces diciendo:
—Señora, merced por Dios; no me dejéis matar, que yo otorgo ser verdad todo lo que don Grumedán dijo.
—Mal hayáis —dijo el de los veros—, que eso conocido es.
Y tomándole por el yelmo se lo sacó de la cabeza e hizo que se la quería cortar, y la reina que lo vio tiróse de la finiestra.
Don Guilán, que allí estaba a las finiestras de la reina, como ya oísteis, díjole:
—Señor Caballero de Grecia, no os tome codicia de llevar a vuestra tierra cabeza tan soberbia como ella; dejadla si os pluguiere volver a Roma, donde son preciadas sus maneras, y allá serán aborrecidas.
—Hacedle he —dijo él—, porque pidió merced a la señora reina, y por vos que lo queréis aunque no os conozca, yo os lo dejo; mandadle sanad las heridas, que de la locura curado es.
Y volviéndose a sus compañeros vio cómo don Grumedán tenía al uno de los romanos de espaldas en el suelo, y él las rodillas sobre sus pechos, y dábale en el rostro grandes golpes de la manzana de la espada, y el romano decía a grandes voces:
—¡Ay, señor Grumedán!, no me matéis que yo otorgo ser verdad todo lo que vos dijisteis en loor de los caballeros de la Gran Bretaña, y lo mío es mentira.
El caballero de las armas de los veros, que mucho placer había de cómo don Grumedán estaba, llamó los fieles que oyesen lo que el caballero decía, y como el de las Armas Verdes había echado del campo al otro que ya le huyera; mas Salustanquidio y Brondajel de Roca fueron tan tristes y tan quebrantados en ver aquel vencimiento tan aviltado, que sin hablar al rey se salieron del campo y se fueron a sus posadas y mandaron que les llevasen aquellos caballeros que se desdijeran, pues que su fuerte ventura les fuera tan contraria; y don Grumedán, viendo que no quedaba que hacer, con licencia de los fieles cabalgó él y sus compañeros y fueron a besar las manos al rey, y el de las Armas Verdes le dijo: