Authors: Garci Rodríguez de Montalvo
El rey Lisuarte era en Tagades, aquélla su villa, y estaban con él juntos muchos grandes, y otros hombres buenos de su reino que los hiciera llamar para aconsejarse con ellos lo que haría del casamiento de Oriana, su hija, que aquel emperador de Roma para se casar con ella le enviaba muy ahincadamente a demandar, y todos le decían que no lo hiciese, que era cosa en que mucho contra Dios erraría quitando a su hija aquel señorío de que heredera había de ser y ponerla en sujeción de hombre extraño, de condición liviana muy mudable, que así como por el presente aquello mucho deseaba, allí a poco espacio de tiempo otra cosa se le antojaría y muy cierto es que esta es la manera de los hombres livianos. Pero el rey, pesándole de este tal consejo siempre en su propósito firme estaba, permitiéndolo Dios que aquel Amadís que tantas veces le aseguró su reino y su vida, haciéndole tan señalados servicios, poniéndole en la mayor fama, en la mayor alteza que ningún de su tiempo estaba, y tan malas gracias de ello sacó sin lo merecer de aquel mismo, su grandeza, su gran honra menoscabada y abatida fuese, como en el cuarto libro más largo se dirá. Pero aun este rey Lisuarte no parece volver de su propósito, mas porque su porfía y rigurosidad más clara a todos manifiesta fuese, tuvo por bien que al mismo consejo fuese llamado el conde Argamón, su tío, que muy viejo y doliente de gota estaba. Él a sabiendas no quería salir de su casa, conociendo la voluntad errada que el rey en aquel caso tenía, pues que en todo le había de contradecir, mas como el mandado del rey vio fue luego para allá y llegando a la puerta del palacio allí salió el rey a lo recibir, y tomándole por la mano se fue con él a su estrado e hízole sentar cabe sí, y díjole:
—Buen tío, yo os hice llamar y a estos hombres buenos que aquí veis, por haber consejo de lo que hacer debo en este casamiento de mi hija con el emperador de Roma, y mucho os ruego que me digáis vuestro parecer y ellos asimismo.
—Mi señor —dijo él—, muy grave cosa me parece aconsejar en esto que mandáis, porque aquí hay dos cosas: la una, queriendo seguir vuestra voluntad, y la otra queriéndola contradecir. Que si la contradecimos tomaréis enojo, así como por la mayor parte de los reyes lo hacen, que con el su gran poder querían contentar y satisfacer sus opiniones no siendo increpados ni contrariados de aquéllos que mandar pueden. La otra que si la otorgamos, ponéisnos a todos en gran condición con Dios y con su justicia y con el mundo en gran deslealtad y aleve que por nos se ha otorgado que vuestra hija siendo heredera de estos reinos, después de vuestros días los pierda porque aquel mismo derecho y aún más fuerte tiene ella a ellos que vos tuvisteis de los haber del rey vuestro hermano.
—Pues, señor, mirad bien que tanto sentiríais vos al tiempo que vuestro hermano murió, si haciendo a vos extraño de lo que de razón haber debíais, lo diera a otro que no le pertenecía, y si por ventura vuestra intención es haciendo a Oriana emperatriz y a Leonoreta, señora de estos vuestros reinos a entrambas las dejáis muy grandes y muy honradas, si lo miráis todo por razón, puede al contrario salir, que no pudiendo vos de derecho remover la orden de vuestros antecesores, que fueron señores de estos reinos, quitando ni acrecentando. El emperador, teniendo por mujer Oriana vuestra hija, tendrá por si el derecho de los heredar con ella, y como es poderoso, si vos faltaseis, no con mucho trabajo los podría tomar, así que entrambas siendo desheredadas, sería esta tierra tan honrada y señalada en el mundo, sujeta a los emperadores de Roma, sin que Oriana en ella más mando tuviese de lo que fuese otorgado por el emperador, de manera que de señora la dejáis sujeta. Y por esto, mi señor, si Dios quiere, yo me excusaré de dar consejo a quien muy mejor que yo sabe lo que hacer debe.
—Tío —dijo el rey—, bien entiendo lo que me decís, pero más me pluguiera que me loareis vos y ellos esto que tengo dicho y prometido a los romanos, pues que en ninguna guisa de ello no me puedo retraer.
—En esto no os detengáis —dijo el conde—, que todas las cosas consisten en el cómo se han de hacer y asegurar y allí, guardando vuestra vergüenza y palabra honestamente podéis desviar o allegar lo que mejor os estuviere.
—Bien decís —dijo el rey—, y por ahora no me hable más.
Así se desbarató aquel consistorio y fueron a sus posadas.
Y los marineros que en las fustas de la hermosa Grasinda venían donde estaba el Caballero Griego y don Bruneo de Bonamar y Angriote de Estravaus, que por la mar navegaban, como ya oísteis, divisaron una mañana la montaña que Tagades había nombre, por donde se llamó así la villa do era el rey Lisuarte, que al pie de la montaña estaba y fueron donde su señora estaba hablando con el Caballero Griego y con sus compañeros, y dijéronles:
—Señores, dadnos albricias, que si este viento no se cambia, antes de una hora seréis arribados en el puerto de Tagades, donde ir queréis.
Grasinda fue muy alegre, y el Caballero Griego asimismo, y fuéronse todos al borde de la nao, y miraban con gran gozo aquella tierra que tanto ver deseaban, y Grasinda daba muchas gracias a Dios por la haber así guiado, y con mucha humildad le rogaba que enderezasen su hacienda y la hiciese ir de allí con la honra que deseaba. Mas del Caballero Griego os digo, que mucho holgaban sus ojos en ver aquella tierra donde era su señora de quien tanto tiempo tan alongado anduviera, y no pudo tanto resistir que las lágrimas no le viniesen y volvió el rostro de Grasinda porque no se las viese y limpiólas lo más cubierto que pudiese, y haciendo buen semblante se volvió a ella y díjole:
—Mi señora, tened esperanza que iréis de esta tierra con la honra que, deseáis, que yo muy esforzado estoy viendo la vuestra gran hermosura que me hace cierto de tener el derecho y razón de mi parte, y pues Dios es el juez querrá que así lo sea la honra.
Grasinda, que temerosa estaba como quien ya al estrecho era llegada, esforzóse mucho y díjole:
—Caballero Griego, mi señor, mucha más fucia tengo yo en vuestra buena ventura y buena dicha que en la hermosura que decís y aquello teniendo vos en la memoria hará que vuestro buen prez se adelante como en todas las otras grandes cosas que con ello habéis acabado y a mí la más alegre de cuantas viven.
—Dejémoslo a Dios —dijo él—, hablemos en lo que conviene que se haga.
Entonces llamaron a Grinfesa, una doncella hija del mayordomo, que era buena y entendida y sabía ya cuanto del lenguaje francés, la cual el rey Lisuarte entendía y diéronle un escrito en latín que de antes tenían hecho para que le diese al rey Lisuarte y la reina Brisena, y mandáronle que no hablase ni respondiese sino por el lenguaje francés en tanto que entre ellos estuviese, y que tomando la respuesta se volviese a las fustas. La doncella tomando el escrito se fue a la cámara de su señora y vistióse unos paños muy ricos y hermosos y como ella era en floreciente edad y asaz hermosa, pareció muy bien y apuesta a los que la miraban. Y su padre el mayordomo mandó sacar de una fusta palafrenes y caballos muy bien guarnecidos, y los marineros lanzaron un batel en el agua y tomaron la doncella y dos sus hermanos, buenos caballeros, y dos escuderos que las armas les llevaban y pasáronlos prestamente en tierra contra la villa, y el Caballero Griego mandó sacar de la mar en otro batel a Lasindo, escudero de don Bruneo, y díjole que se fuese por otro camino a la villa y preguntase allá si sabían nuevas de su señor, diciendo que él quedara doliente de su tierra al tiempo que don Bruneo se metió en la demanda de Amadís y que con este achaque pugnase mucho en saber que recaudo se le daba a su señora y que en todo caso se volviese a él a la mañana, que él haría que con un batel lo atendiesen. Lasindo se partió de él y se fue a recaudar su mandado. Y dígoos de la doncella cuando entró por la villa, que todos habían placer de la mirar y decían que a maravilla venía bien guarnida y acompañada de aquellos dos caballeros y ella iba preguntando dónde eran los palacios del rey. Pues así acaeció, que el hermoso doncel Esplandián y Amborde Padel, hijo de Angriote, que por mandado de la reina allí estaban para la servir en tanto que aquella gente extraña allí estuviese, salían ambos a caza de esmejerones y encontraron la doncella, y como viesen que preguntaba por los palacios del rey, dio Esplandián el esmerejón a Sargil y fuese para ella, que la vio extrañamente vestida, y díjole por lenguaje francés:
—Mi buena señora, yo os guiaré si os pluguiere y os mostraré al rey si no lo conocéis.
La doncella lo miró y fue muy maravillada de su gran hermosura y buen donaire, tanto que a su parecer nunca en su vida viera hombre ni mujer tan hermoso, y dijo:
—Gentil doncel, a quien Dios haga tan bienaventurado como hermoso, mucho os lo agradezco lo que me decís y a Dios que con tan buen guardador me hizo encontrar.
Entonces su hermano dio la rienda al doncel, y él, tomándola, se fue con ellos hasta llegar al palacio. Y a esta sazón estaba el rey en el corral debajo de unos portales muy bien labrados y con él muchos hombres buenos y todos los de Roma, y entonces acababa de les prometer a su hija Oriana para que la llevasen al emperador y ellos de la recibir por su señora.
Y la doncella, siendo ya apeada de su palafrén, entró por la puerta, llevándola de la mano Esplandián, y sus hermanos con ella. Y como llegó al rey hincó los hinojos y quísole besar las manos, mas él no se las dio, porque no lo acostumbraba sino cuando hacía merced señalada a alguna doncella, y dándole la carta le dijo:
—Señor, menester es que la oiga la reina y todas sus doncellas, y si por ventura las doncellas se enojaren de oír lo que ende viene, procuren de haber de su parte algún buen caballero, como mi señora lo trae, por cuyo mandado aquí vengo.
El rey mandó al rey Arbán de Norgales y a su tío, el conde Argamón, a que fuesen por la reina y trajesen consigo todas las infantas y doncellas que en su palacio eran. Esto fue así hecho, que la reina vino con tanta compaña de señoras, así de hermosura como guarnidas ricamente, cual en todo el mundo a duro se podría hallar, y sentóse cerca del rey y de las infantas, y todas las otras enderredor de ella. La doncella mandadera fue a besar las manos de la reina y díjole:
—Señora, si mi demanda extraña os pareciese, no os maravilléis, pues que para semejantes cosas extremó Dios esta vuestra corte de todas las del mundo y esto causa la gran bondad del rey y vuestra, y pues aquí se halla el remedio que en otras partes fallece, oíd esta carta y otorgadlo que por ella se os pide y vendrá a vuestra corte una hermosa dueña y el valiente Caballero Griego que la aguarda.
El rey mandóla leer, y decía así:
«Al muy alto y honrado Lisuarte, rey de la Gran Bretaña:
»Yo, Grasinda, señora de la hermosura de todas las dueñas de Romania, mando besar las vuestras manos y hágoos saber, mi señor, cómo yo soy venida en vuestra tierra en guarda del Caballero Griego, y la causa de ello es, porque así como yo fui juzgada por la más hermosa dueña de todas las de Romania, así siguiendo aquella gloria que mi corazón tan alegre hizo, lo quiero ser más que ninguna de cuantas doncellas de vuestra corte son, porque con el vencimiento de las unas y de las otras yo pueda quedar en aquella holganza que tanto deseo, y si tal caballero hubiere que por alguna de vuestras doncellas esto quiera contradecir, aparéjese a dos cosas: la primera, a la batalla con el Caballero Griego, y la otra, a poner en el campo una rica corona, como yo la traigo, para que el vencedor la pueda, en señal de haber ganado aquella victoria, dar a aquélla por quien se combatiere. Y, muy alto rey, si esto a que yo vengo os place que en efecto venga, mandadme asegurar con toda mi compaña y al Caballero Griego, sino solamente de aquéllos que con él la batalla querrán haber, y si e1 caballero fuese vencido, venga el segundo así y así el tercero, que a todos mantendrá campo con la su alta bondad.»
Leída la carta, el rey dijo:
—Así Dios me salve, yo creo que la dueña es muy hermosa, y el caballero no se precia poco de armas, mas comoquiera que ello sea, ellos han comenzado gran fantasía de que sin su daño se podrían excusar, pero las voluntades de las personas son en diversas maneras y en ellas ponen sus corazones y no dudan las venturas que les podrán venir, y vos, doncella, podréis ir, y yo mandaré pregonar la aseguranza como lo pide vuestra señora, así que ella podrá venir cuando le plazca, y si no hallare quien su demanda contradiga, habrá satisfecho su voluntad.
—Mi señor —dijo ella—, vos respondéis así, como lo atendíamos, que de vuestra corte ninguno con razón puede ir con querella y porque el Caballero Griego trae consigo dos compañeros que justas demandan es menester que la misma aseguranza hallan.
—Así sea, dijo el rey.
—En el nombre de Dios —dijo la doncella—, pues mañana los veréis en vuestra corte, y vos, mi señora —dijo a la reina—, mandad estar vuestras doncellas donde vean cómo su honra se adelanta o menoscaba por sus aguardadores, que así lo hará mi señora, y a Dios seáis encomendada.
Entonces se despidió de ellos y se fue a las barcas, donde con placer fue recibida, y contándoles cómo había su mensaje librado, mandaron luego sacar de las fustas sus armas y caballos e hicieron armar una muy rica tienda y dos tendejones en la ribera de la mar, mas aquella noche no salió en tierra sino el mayordomo con algunos sirvientes para la guarda de ello. Y ahora sabed que, al tiempo que la doncella mandadera de Grasinda se partió del rey Lisuarte y de la reina con el recaudo que ya oísteis, Salustanquidio, cohermano del emperador de Roma, que presente estaba, se levantó en pie, y cien caballeros romanos con él, y dijo al rey en alta voz, así que todos lo oyeron:
—Mi señor, yo y estos hombres buenos de Roma que aquí ante vos somos os queremos pedir un don, que será vuestro pro y honra nuestra.
—Mucho me place de os dar cualquier don que demandareis —dijo el rey—, ende más tal como el que decís.
—Pues dadnos —dijo Salustanquidio— que podamos tomar la demanda por las doncellas, que muy mejor recaudo daremos de ella que los caballeros de esta vuestra tierra, porque nosotros y los griegos nos conocemos bien, y más nos temerán solamente por el nombre de romanos que por el hecho y obra de los de acá.
Don Grumedán, que allí estaba, se levantó en pie y fue ante el rey y dijo:
—Señor, como quiera que grande honra sea a los príncipes venir las extrañas venturas a sus cortes y mucho sus honras y reales estados acreciente, muy presto se podrían tornar en deshonras y menguas, si no son con buena discreción recibidas y gobernadas. Y digo yo, señor, por este Caballero Griego que nuevamente en tal demanda es venido, y si su gran soberbia hubiese lugar a que por él fuesen vencidos aquéllos que en vuestra corte contradecirle quisiesen, aunque el peligro y daño fuese suyo de ellos, la honra y mengua vuestra sería, así que, señor, paréceme que sería bien, antes que por vos ninguna cosa se determine, que esperéis a don Galaor y a Norandel, vuestro hijo, que, según y sabido, serán aquí dentro de cinco días, y en este tiempo será mejorado don Guilán el Cuidador y podrá tomar armas, y éstos tomarán la empresa de forma que vuestra honra y la suya sean guardadas.