Authors: Garci Rodríguez de Montalvo
—Eso no puede ser —dijo el rey—, que ya les he el don otorgado, y tales son que a mayor hecho que éste darán buen fin.
—Bien pueda ser —dijo don Grumedán—, mas yo haré que las doncellas a que esto atañe no lo otorguen.
—Dejaos de eso —dijo el rey—, que todo lo que yo hago por las doncellas de mi casa hecho es, de más esto que a mí es demandado.
Salustanquidio fue besar las manos al rey, y dijo a don Grumedán:
—Yo pasaré esta batalla a mi honra y de las doncellas, y pues vos, don Grumedán, en tanto tenéis esos caballeros que decís y a vos, creyendo que mejor ellos que nosotros lo pasarían, si tal de la batalla saliere que armas pueda tomar, yo tomaré dos compañeros y me combatiré con ellos y con vos, y si yo no pudiere, daré otro en mi lugar, que ligeramente me podrá excusar.
—En el nombre de Dios —dijo don Grumedán—, yo tomo esta batalla por mí y por aquéllos que conmigo entrar quisieren, y sacando un anillo del dedo lo tendió contra el rey y díjole:
—Señor, veis aquí mi gaje por mí y por los que conmigo metiere en la batalla, y pues esto por ellos se demandó no lo podéis negar de derecho si se nos otorgan por vencidos.
Salustanquidio dijo:
—Antes las mares serán secadas que palabra de Roma se torne atrás, sino a su honra, y si a vuestra vejez se os quitó el seso, el cuerpo lo pagará si en la batalla lo metiereis.
—Ciertamente —dijo don Grumedán—, no soy tan mancebo que no haya asaz de días, y esto que vos pensáis que me será contrario, esto tengo por mayor remedio, que con ellos he visto muchas cosas, entre las cuales sé que la soberbia nunca hubo buen fin, y así espero yo que os acaecerá, pues que según vuestra alabanza sois capitán y caudillo de ella.
El rey Arbán de Norgales se levantó para responder a los romanos, y bien treinta caballeros que las venturas demandaban con él, y más otros cientos; mas el rey, que lo conoció, tendió una vara y mandóles que en aquello no hablasen, y así lo mandó a don Grumedán.
El conde Argamonte dijo al rey:
—Mandad, señor, a los unos y a los otros que se vayan a sus posadas, que mengua es vuestra pasar ante vos tales razones.
Y el rey así lo hizo, y el conde le dijo:
—¿Qué os parece, señor, de la locura de esta gente romana que así menguan a los de vuestra corte? No os teniendo ningún acatamiento, pues, ¿qué harán estando en su tierra, o en qué vuestra hija será tenida? Que me dicen, señor, que se la habéis ya prometido. No sé qué engaño es éste, hombre tan cuerdo y que tantas buenas venturas por el querer de Dios ha habido y por el vuestro buen seso, en lugar de le dar gracias por ello queréis le tentar y enojar. Catad que muy presto podría hacer que la fortuna su rueda revolviese, y cuando así es enojada de aquéllos que muchos bienes hizo, no con un azote sólo, mas con muchos muy crueles los castiga. Y como las cosas de este mundo sean transitorias y perecederas, no dura más la gloria y la fama de ellas de cuanto ante los ojos andan, ni es juzgado cada uno sino como al presente le ven, que todas aquellas buenas venturas vuestras y grande alteza en que sois ahora serían en olvido puestas, sumidas so la tierra si la fortuna os fuese contraria, y si alguna recordación de ellas se hubiese no sería sino para que, culpándoos en lo pasado, os amenguasen en lo presente. Acuérdeseos, señor, del yerro tan grande que sin causa ninguna hicisteis en apartar de vuestra casa tan honrada caballería como lo era Amadís de Gaula y sus hermanos y los de su linaje y otros muchos caballeros que por causa suya os dejaron, con que tal honrado y temido por todo el mundo erais, y casi no siendo aún salido de aquel yerro queréis entrar en otro peor, pues esto no os viene sino de gran parte de soberbia, que si así no fuese temeríais a Dios y tomaríais consejo de los que os han de servir lealmente, y yo, señor, con esto descargo aquella fe y vasallaje que os debo y quiérome ir a mi tierra, que si Dios quisiere no veré yo llantos y amarguras que vuestra hija Oriana hará al tiempo que la entreguéis, que me han dicho que para ello la mandáis venir de Miraflores.
—Tío —dijo el rey—, no habléis más en esto que es hecho y que deshacer no se puede, y ruégoos que os detengáis hasta tercero día, por ver a qué fin vendrán estas batallas que aquí son puestas, y seréis juez de ellas con otros caballeros cuales quisiereis. Esto haced, porque mejor que hombre de mi tierra entendéis el lenguaje griego, según el tiempo que en Grecia morasteis.
Argamón le dijo:
—Pues así os place, yo lo haré; pero pasadas las batallas no me detendré más, que no lo podría sufrir.
Quedando la habla se fue el conde a su posada y el rey quedó en su palacio.
Lasindo, el escudero de don Bruneo, que por mandado del Caballero Griego allí viniera, aprendió bien todo lo que ante el rey pasara después que la doncella de allí partiera, y fuese luego a las naos y contó cómo los romanos pidieron al rey las batallas y él se las otorgara y las palabras que Grumedán pasó con Salustanquidio y cómo tenían su batalla aplazada y todas las otras que ya oísteis que así pasaron. Y asimismo dijo cómo el rey había enviado por su hija Oriana para la entregar a los romanos tanto que las batallas pasasen.
Cuando el Caballero Griego oyó decir que los romanos habían de haber las batallas y se habían de combatir por las doncellas, fue muy alegre, porque lo que él más dudaba en aquella afrenta era pensar que su hermano don Galaor tomaría aquella batalla por las doncellas, que esto tenía él en más que otra afrenta que venirle pudiese, porque don Galaor fue el caballero que en más estrecho le puso que ninguno con quien él se combatiera, aunque gigante fuese. Así como lo cuenta el primer libro de esta historia, que bien creía que si en la corte se hallara que como el más preciado en armas de todos los que en ella había tomara esta recuesta, de la cual no podía redundar sino dos cosas: la una, o morir él, o matar a su hermano don Galaor, que antes sufriera la muerte que otorgar cosa que mengua le tomase, y por esto fue alegre el saber que en la corte no era, y más de esto porque no se había de combatir con ninguno de sus amigos que en la corte eran. Y dijo a Grasinda:
—Señora, en la mañana oigamos misa en aquella tienda y guisaos muy apuestamente y llevad las doncellas que os pluguieren bien ataviadas, e iremos a dar cabo en esto en que estamos, que fio en la merced de Dios alcanzaréis aquella honra por vos tanto deseada y porque a esta tierra vinisteis.
Con esto se acogió Grasinda a su cámara y el Caballero Griego y sus compañeros a la fusta.
De cómo el Caballero Griego y sus compañeros sacaron del mar a Grasinda y la llevaron con su compaña a la plaza de las batallas, donde su caballero había de defender su partido cumpliendo su demanda.
De la mar sacaron a Grasinda con cuatro doncellas y fuéronse a oír misa a la tienda y de allí cabalgaron ellos todos tres armados en sus caballos, y Grasinda, tan apuesta ella y su palafrén de paños de oro y de seda con perlas y piedras tan preciosas que la mayor emperatriz del mundo no pudiera más llevar, porque esperando ella siempre aquel día en que estaba, mucho antes se apercibía de tener para ello las más hermosas y ricas cosas que pudo haber, como gran señora que era, que no teniendo marido ni hijos ni gente y siendo abastada de gran tierra y renta, no pensaba en lo gastar, salvo en esto que oís, y sus doncellas, asimismo de preciosas ropas vestidas, y como Grasinda de su natural hermosura fuese, aquellas riquezas artificiales tanto la acrecentaban que por maravilla lo tenían todos los que la miraban y gran esfuerzo daba su parecer a aquel que por ella se había de combatir, y llevaba encima de su cabeza solamente la corona que en señal de ser más hermosa que todas las dueñas de Romania había ganado, como ya oísteis, y el Caballero Griego la llevaba de rienda y armado de unas armas que Grasinda le mandara hacer y la loriga, que era tan alba como la nieve, y las sobreseñales, de la misma librea y colores que Grasinda era vestida, y abrochábase de una y de otra parte con cuerdas tejidas de oro, y el yelmo y escudos eran pintados de las mismas señales de la sobrevista, y don Bruneo llevaba unas armas verdes y en el escudo había figurado una doncella y ante ella un caballero armado de ondas de oro y de cárdeno y semejaba que le demandaba merced, y Angriote de Estravaus iba en un caballo recio y ligero y llevaba unas armas de veros de plata y de oro y llevaba por la rienda a la doncella que ya oísteis que fuera al rey con el mensaje, y don Bruneo llevaba otra su hermana, y todos llevaban los yelmos enlazados, y el mayordomo y sus hijos con ellos en tal compaña, llegaron a una plaza, en cabo de la villa, donde las batallas se acostumbraban hacer. En medio de la plaza había un padrón de mármol, alto como estado de hombre, y los que justas y batallas allí venían a demandar ponían sobre él el escudo o yelmo o ramo de flores o guante, en señal de ello. Y llegando allí el Caballero Griego y su compaña vieron al rey al un cabo del campo, y al otro, los romanos, y entre ellos, a Salustanquidio con unas armas prietas y por ellas unas sierpes de oro y plata, y era tan grande que parecía un gigante y estaba en un caballo muy crecido a maravilla. La reina estaba a sus finiestras y las infantas cabe ella, y Olinda la hermosa, que entre sus ricos atavíos tenía encima de sus hermosos cabellos una rica corona. Cuando el Caballero Griego llegó al campo vio la reina y las infantas y otras dueñas y doncellas de gran guisa, y como no vio a su señora Oriana, que entre ellas ver solía, estremeciósele el corazón con soledad de ella, y cuando vio estar a Salustanquidio bravo y fuerte, tornó el rostro contra Grasinda y viola estar ya cuanto desmayada y díjole:
—Mi señora, no os espantéis por ver hombre tan desmesurado de cuerpo, que Dios será por vos, y yo os haré ganar aquello que a vuestro corazón holganza será.
—Así plega a Él por la su piedad, dijo ella.
Entonces le tomó él la rica corona que en la cabeza tenía y fue su paso en su caballo y púsola encima del padrón de mármol, y de ahí tornóse luego a do estaban sus escuderos, que le tenían tres lanzas muy fuertes, con pendones ricos de diversos colores, y tomando la que mejor le pareció, echó su escudo al cuello y fuese do el rey estaba, y díjole, habiéndosele humillado, en lenguaje griego:
—Sálvete Dios, rey; yo soy un caballero extraño que del Imperio de Grecia vengo con pensamiento de me probar con tus caballeros que tan buenos son, y no por mi voluntad, mas por la de aquélla que en este caso mandarme puede; ahora, guiándolo mi dicha, paréceme que la requesta será entre mí y los romanos; mandadles que pongan en el padrón la corona de las doncellas, así como vos mi doncella lo asentó.
Entonces blandió la lanza recio y arremetió su caballo cuanto pudo y púsose al un cabo del campo, y el rey no entendió lo que le dijo, que no sabía el lenguaje griego, pero dijo a Argamón, que cabe él estaba:
—Seméjame, mi tío, que aquel caballero no querrá la mengua para sí, según parece.
—Cierto, señor —dijo el conde—; aunque aquí alguna vergüenza pasaseis por estar esta gente de Roma en vuestra casa, muy ledo sería en que algo de su soberbia quebrantada fuese.
—No sé lo que será —dijo el rey—, mas creo que hermosa justa se apareja.
Los caballeros y la otra gente de la casa del rey, que vieron lo que el caballero hiciera, maravilláronse, y decían que nunca vieran tan apuesto ni tan hermoso caballero armado, sino Amadís. Salustanquidio, que cerca estaba y vio cómo toda la gente tenían los ojos en el Caballero Griego y lo loaban, dijo con gran saña:
—¿Qué es esto, gente de la Gran Bretaña? ¿Por qué os maravilláis en ver un caballero griego loco, que no sabe ál sino trebejar por el campo? Bien parece que los no conocéis como nosotros, que como al fuego el nombre romano temen, que señal de no haber visto ni pasado por vosotros grandes hechos de armas cuando de éste tan pequeño os espantáis, pues ahora veréis cómo aquel que tan hermoso armado y a caballo os parece, cuán frío y deshonrado en el suelo os parecerá.
Entonces se fue a la parte donde la reina estaba, y dijo contra Olinda:
—Mi señora, dadme esa vuestra corona, que vos sois la que yo amo y precio sobre todas; dádmela, mi señora, y no dudéis que yo os la tornaré luego con aquello que en el padrón está, y con ella entraréis en Roma, que el rey y la reina serán contentos que os yo con Oriana os lleve y os haga señora de mí y de mi tierra.
Olinda, que esto oía, no tuvo en nada sus locuras y estremeciósele el corazón y las carnes y vínole una color viva al rostro, pero no le dio la corona. Salustanquidio, que así lo vio, dijo:
—No temáis, mi señora, de me dar la corona, que yo haré que quedando vos con esta honra, sin ella vaya de aquí aquella dueña loca que la quiso poner en la fuerza de aquel griego cobarde.
Mas por todo esto Olinda nunca se la quiso dar, hasta que la reina se la tomó de la cabeza y se la envió, y tomándola en su mano la fue poner en el padrón cabe la otra y demandó sus armas a gran prisa, y diéronselas presto tres caballeros de Roma, y tomó su escudo y echóle al cuello y puso el yelmo en su cabeza, y tomando una lanza más gruesa que otra, con su hierro grande y agudo, se asosegó en su caballo, y como se vio tan grande y tan bien armado le miraban, crecióle el esfuerzo y la soberbia, y dijo contra el rey:
—Ahora quiero que vean vuestros caballeros la diferencia de ellos y de los romanos, que yo venceré aquel griego, y si él dijo que venciendo a mí se combatiría con dos, yo me combatiré con los dos mejores que él trae, y si el esfuerzo les faltare, entre el tercero.
Don Grumedán, que estaba hirviendo con saña en oír aquello y en ver la paciencia del rey, díjole:
—Salustanquidio, ¿olvídaseos la batalla que habéis de haber conmigo, si de ésta escapáis, que demandáis otra?
—Ligero es eso de pensar, dijo Salustanquidio.
Y el Caballero Griego dijo a altas voces:
—Bestia mala desemejada, ¿qué estáis hablando?, ¿cómo dejas pasar el día? Entiende en lo que has de hacer.
Cuando esto oyó, movió el caballo contra él, y movieron uno contra otro a gran correr de los caballos, las lanzas bajas y cubiertos de sus escudos; los caballos eran ligeros y corredores, y los caballeros, fuertes y sañudos; juntáronse en medio de la plaza, y ninguno saltó en su golpe, y el Caballero Griego le hirió so el brocal del escudo y saltóselo, y la lanza topó en unas hojas fuertes y no las pudo pasar, mas empujólo tan fuertemente que lo echó fuera de la silla, así que todos fueron maravillados y pasó por él muy apuesto, llevando la lanza de Salustanquidio metida por el escudo y por la manga de la loriga, así que todos pensaron que iba herido, mas no era asi, y tirando las lanzas del escudo la tomó a sobremano y fuese donde estaba Salustanquidio y viole que no bullía y yacía como muerto, y no era maravilla, que él era grande y pesado y cayera del caballo, que era alto, y las armas pesadas y el suelo duro, así que todo fue causa de le llegar cerca de la muerte, como lo estaba, y sobre todo hubo el brazo siniestro, sobre que cayera, quebrado cabe la mano y las más costillas movidas de su lugar. El Caballero Griego, que pensó que más esforzado estaba, paróse sobre él así a caballo y púsole el hierro de la lanza en el rostro, que el yelmo le cayera de la cabeza con la fuerza de la caída, y díjole: