Amadís de Gaula (114 page)

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Authors: Garci Rodríguez de Montalvo

BOOK: Amadís de Gaula
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Ahora sabed que habiéndola ya el rey su padre prometido a los romanos, acordó de enviar por ella para dar orden como la llevasen, y mandó a Giontes, su sobrino, que tomase consigo otros dos caballeros y algunos sirvientes y la trajesen y no consintiesen que ningún caballero con ella hablase.

Giontes tomó a Gangel de Sadoca y a Lasamor y otros servidores y fuese donde Oriana estaba, y tomándola en unas andas, que de otra guisa venir no podía según estaba desmayada del mucho llorar, y sus doncellas y la reina Sardamira con su compaña partieron de Miraflores, y veníanse camino de Tagades, donde el rey estaba, y al segundo día acaeció lo que ahora oiréis, que cerca del camino, debajo de unos árboles, cabe una fuente estaba un caballero en un caballo pardo, y él muy bien armado, y sobre su loriga vestida una sobreseñal verde, que de una parte y otra se abrochaba con cuerdas verdes y ojales de oro, así que les pareció en gran manera hermoso, y tomó un escudo y echólo al cuello y tomó una lanza con un pendón verde y blandióla un poco y dijo a su escudero:

—Ve y dile a aquellos guardadores de Oriana que les ruego yo que me den lugar como yo la hable, que no será daño de ellos ni de ella, y si lo hicieren que se lo agradeceré, si no que me pesará, pero será forzado de probar lo que puedo.

El escudero llegó a ellos y díjoles el mensaje, y cuando les dijo que haría su poder por la hablar, riéronse de ello y dijéronle:

—Decid a vuestro señor que la no dejaremos ver y que cuando su poder probare no habrá hecho nada.

Mas Oriana, que lo oyó, dijo:

—¿Qué os hace a vosotros que el caballero me hablen Quizá me trae algunas nuevas de mi placer.

—Señora —dijo Giontes—, el rey, vuestro padre, nos mandó que no consintiésemos que ninguno se llegase a os hablar.

El escudero se fue con esta respuesta, y Giontes se aparejó para la batalla, y como el caballero de las armas verdes la oyó, fue luego contra él y diéronse grandes encuentros en los escudos así que las lanzas fueron en piezas, mas el caballo de Giontes, con la gran fuerza del encuentro, hubo la una pierna salida de su lugar y cayó con su señor y tomándole el un pie debajo con la estribera, donde le tenía, no se pudo levantar.

El caballero de las Armas Verdes pasó por el hermoso cabalgante y tomó luego y dijo:

—Caballero, ruégoos que me dejéis hablar con Oriana.

Él le dijo:

—Ya por mi defensa no la perderéis, aunque mi caballo ha la culpa.

Entonces Gangel de Sadoca le dio voces que se guardase y no pusiese las manos en el caballero, que moriría por ello.

—Ya os tuviese a vos en tal estado—, dijo él, y movió contra él cuanto el caballo lo pudo llevar con otra lanza que su escudero le dio, y erró el encuentro, y Gangel de Sadoca lo encontró en el escudo, donde quebró la lanza, mas otro mal no le hizo, y el caballero tomó a él, que le vio entrar con su espada en la mano, y encontróle tan fuertemente que la lanza voló en piezas y Gangel fue fuera de la silla y dio gran caída, y luego sobrevino Lasamor.

Mas el caballero, que muy diestro era en aquel menester, guardóse tan bien que le hizo perder el golpe de la lanza, así que Lasamor la perdió de la mano, y juntáronse tan bravamente uno con otro que los escudos fueron quebrados, y Lasamor hubo el brazo en que lo tenía quebrado, y el de las Armas Verdes, que a él volvió con la espada en la mano, vio cómo estaba desacordado y no lo quiso herir, mas desenfrenóle el caballo y diole de llano con la espada en la cabeza e hízole ir huyendo por el campo con su Señor, y como así lo vio ir no pudo estar que no riese. Entonces tomó una carta que traía y fuese contra donde Oriana en sus andas estaba, y ella que así lo vio vencer a aquellos tres caballeros tan buenos en armas, cuidó que era Amadís y estremeciósele el corazón, mas el caballero llegó a ella con mucha humildad y tendió la carta y dijo:

—Señora, Agrajes y don Florestán os envían esta carta, en la cual hallaréis tales nuevas que os darán placer, y a Dios quedéis, señora, que yo me vuelvo a aquéllos que a vos me enviaron, que sé cierto que me habrán menester, aunque sea de poco valor.

—Al contrario de eso me parece a mí —dijo Oriana—, según lo que he visto, y ruégoos que me digáis vuestro nombre que tanto afán pasasteis por me dar placer.

—Señora —dijo él—, yo soy Gavarte de Val Temeroso, a quien mucho pesa de lo que el rey vuestro padre contra vos hace, mas yo confío en Dios, que muy duro le será de acabar, antes morirán tantos de vuestros naturales y de otros que por todo el mundo será sabido.

—¡Ay, don Gavarte, mi buen amigo, a Dios plega por la su merced de me llegar a tiempo que esta vuestra gran lealtad de mí os sea galardonada!

—Señora —dijo él—, siempre fue mi deseo de os servir en todas las cosas como a mi señora natural, y en ésta mucho más, conociendo la gran sinrazón que os hacen, y yo seré en vuestro socorro con aquéllos que la servir quisieren.

—Mi amigo —dijo ella—, ruégoos mucho que así lo razonéis donde os halléis.

—Así lo haré —dijo él—, pues que con lealtad hacerlo puedo.

Entonces se despidió de ella, y Oriana se fue a Mabilia, que estaba con la reina Sardamira, y la reina le dijo:

—Paréceme, mi señora, que iguales hemos sido en nuestros guardadores, no sé si lo ha hecho su flaqueza o la desdicha de este camino, que aquí donde los vuestros los míos fueron vencidos y maltratados.

De esto que la reina dijo rieron todas mucho, mas los caballeros estaban avergonzados y corridos que no osaban ante ellas aparecer. Oriana estuvo allí una pieza, en tanto que los caballeros se remediaban que el caballo que llevaba Lasamor no lo pudo volver hasta gran pieza, y apartóse con Mabilia y leyeron la carta, en la cual hallaron cómo Agrajes y don Florestán y don Gandales le hacían saber cómo era ya en la Ínsula Firme Gandalín y Ardián el Enano, y que en esos ocho días sería con ellos Amadís, y cómo por ellos les enviaba decir que tuviesen una gran flota aparejada que la había menester para ir a un lugar muy señalado, y que así la tenían ellos que hubiese placer y tuviese esperanza, que Dios sería por ella.

Mucho fueron alegres de aquellas nuevas sin comparación, como quien por ellas esperaban vivir, que por muertas se tenían, si aquel casamiento pasase, y Mabilia confortaba a Oriana y rogábala que comiese, y ella hasta allí con la gran tristeza no podía ni quería comer, ni con la mucha alegría. Así fueron por su camino hasta que llegaron a la villa donde el rey era, pero antes salió el rey y los romanos a las recibir y otras muchas gentes.

Cuando Oriana los vio comenzó a llorar fuertemente e hízose descender de las andas y todas sus doncellas con ella, y como la veían hacer aquel llanto tan dolorido lloraban ellas y mesaban sus cabellos y besábanle las manos y los vestidos como si muerta ante si la tuviesen, así que a todos ponían gran dolor.

El rey, que así las vio, pesóle mucho, y dijo al rey Arbán de Norgales:

—Id a Oriana y decidle que siento el mayor pesar del mundo en aquello que hace y que la envío a mandar que se acoja a sus andas y sus doncellas y haga mejor semblante y se vaya a su madre, que yo le diré tales nuevas que será alegre.

El rey Arbán se lo dijo como le fue mandado, mas Oriana respondió:

—¡Oh, rey de Norgales, mi buen primo, pues que mi gran desventura me ha sido tan cruel, que vos y aquéllos que por socorrer las tristes y cuitadas doncellas muchos peligros habéis pasado no me podéis con las armas socorrer ahora, acorrerme siquiera con vuestra palabra, aconsejando al rey mi padre que no me haga tanto mal, y no quiera tentar a Dios porque las sus buenas venturas que hasta aquí le ha dado al contrario no se las torne, y trabajar vos mi primo cómo aquí me lo hagáis llegar, y vengan con él el conde Argamón y don Grumedán, que en ninguna guisa de aquí no partiré hasta que esto se haga.

El rey Arbán en todo esto no hacía sino llorar muy fuertemente, y no la pudiendo responder, se tornó al rey, y díjole el mandado de Oriana, mas a él se le hacía grave ponerse con ella en la plaza en aquella afrenta, porque mientras más sus dolores y angustias eran a todos notorias, más la culpa de él era crecida. El conde Argamón, viéndole dudar, rogóselo mucho que lo hiciese y tanto le ahincó que venido don Grumedán, el rey con ellos tres se fue a su hija, y cuando ella le vio fue contra él, así de hinojos como estaba, y sus doncellas con ella, pero el rey se apeó luego, y alzándola por la mano le abrazó, y ella le dijo:

—Mi padre y mi señor, habed piedad de esta hija que en fuerte punto de vos fue engendrada, y oídme ante estos hombres buenos.

—Hija —dijo el rey—, decid lo que os pluguiere, que con el amor de padre que os debo os oiré.

Ella se dejó caer en tierra por le besar los pies, y él se tiró afuera y levantóla suso. Ella dijo:

—Mi señor, vuestra voluntad es de me enviar al emperador de Roma y partirme de vos y de la reina mi madre y de esta tierra donde Dios natural me hizo, y de esta ida yo no espero sino la muerte o que ella me venga, o que yo misma me la dé, así que por ninguna guisa se puede cumplir vuestro querer, de lo que a vos se sigue gran pecado en dos maneras. La una ser yo a vuestro cargo desobediente. Y la otra morir a causa vuestra, y porque todo esto sea excusado y Dios sea de nosotros servido yo quiero ponerme en orden y allí vivir, dejándoos libre para que de vuestros reinos y señoríos dispongáis a vuestra voluntad y yo renunciaré todo el derecho que Dios me dio en ellos a Leonoreta, mi hermana, y a vos cual vos quisiereis, y, señor, mejor seréis servido del que con ella casare que de los romanos que por causa mía allá me teniendo luego vuestros enemigos serán. Así que por esta vida que los ganar cuidáis, por esta misma no solamente los perdéis, mas, como dicen, los hacéis enemigos mortales vuestros, que nunca en ál pensarán, sino en cómo habrán esta tierra.

—Mi hija —dijo el rey—, bien entiendo lo que me decís y yo os daré la respuesta ante vuestra madre. Acogeos a vuestras andas e idos por ella.

Entonces aquellos señores la pusieron en las andas y la llevaron a la reina su madre, y a la llegada recibióla con mucho amor, pero llorando, que mucho contra su voluntad se hacía aquel casamiento. Mas ni ella, ni todos los grandes del reino, ni los otros menores nunca pudieron mudar al rey de su propósito, y esto causó que ya la fortuna, enojada y cansada de le haber puesto en tan gran alteza y buenas venturas, por causa de las cuales mucho más que solía de la ira y de la soberbia se iba haciendo sujeto, quiso más por reparo de su ánima que de su honra mudársela al contrario, como en el cuarto libro de esta grande historia os será contado, porque ahí se declara más largamente. Mas la reina, con mucha piedad que tenía, consolaba a la hija, y la hija, con muchas lágrimas, con mucha humildad, hincados los hinojos, le demandaba misericordia, diciendo que pues ella señalada en el mundo fuese para consolar las mujeres tristes y para buscar remedio a las atribuladas que, ¿cuál más que ella ni tanto en todo el mundo hallarse podría? En esto y en otras cosas de gran piedad a quien las veía estuvieron abrazadas la madre y la hija, mezclando con los grandes deleites pasados las angustias y grandes dolores que muchas veces a las personas les son sobrevenidos sin que ninguno, por grande, por discreto que sea, los puede huir.

Y el conde Argamón y el rey Arbán de Norgales y don Grumedán apartaron al rey debajo de unos árboles, y el conde le dijo:

—Señor, por dicho me tenía de vos no hablar más este caso, porque siendo vuestra gran discreción tan extremada entre todos, conociendo mejor lo bueno y lo contrario, bien y honestamente me podría excusar, pero como yo sea de vuestra sangre y vuestro vasallo, no me contento ni satisfago con lo dicho, porque veo, señor, que así como los cuerdos muchas veces aciertan, así cuando una vez yerran es mayor que de ningún loco, porque atreviéndose en su saber no tomando consejo, cegándoles amor, desamor, codicia o soberbia, caen donde muy a duro levantarse puede. Catad, señor, que hacéis gran crueldad y pecado, y muy presto podríais haber tal azote del señor muy alto con que la vuestra gran claridad y gloria en mucha oscuridad puesta fuese, acogeos a consejo esta vez, considerando cuantos cuerdos desechando los suyos, doblando sus voluntades, los vuestros y la vuestra siguieron, porque si de ello mal os viniere, de ellos más que de vos quejaros podáis, que éste es un gran remedio y descanso de los errados.

—Buen tío —dijo el rey—, bien tengo en la memoria todo lo que antes me habéis dicho, mas yo no puedo más hacer, sino cumplir lo que a éstos tengo prometido.

—Pues, señor —dijo el conde—, demándoos licencia para que a mi tierra me vaya.

—Adiós vayáis, dijo el rey.

Así se partieron de aquella habla, y el rey se fue a comer, y los manteles alzados mandó llamar a Brondajel de Roca y díjole:

—Mi amigo, ya veis cuánto contra voluntad de mi hija y de todos mis vasallos, que la mucho aman, se hace este casamiento; pero yo, conociendo darla a hombre tan honrado y ponerla entre vosotros, no me quitaré de lo que os he prometido, por ende, aparejad las fustas, que dentro en tercero día os entregaré a Oriana con todas sus dueñas y doncellas, y poned en ella recaudo que no salga de una cámara porque no acaezca algún desastre.

Brondajel le dijo:

—Todo se hará, señor, como lo mandáis, y aunque se le haga grave a la emperatriz mi señora salir de su tierra donde a todos conoce, viendo las grandezas de Roma y el su gran señorío, como los reyes y príncipes ante ella para la servir se humillaren, no pasará mucho tiempo que su voluntad con mucho contentamiento será satisfecha, y tales nuevas, antes de mucho, os serán, señor, escritas.

El rey le abrazó, riéndole, y díjole:

—Así Dios me salve, Brondajel, mi amigo, yo creo que tal sois vosotros que muy bien sabréis hacer como ella sea en su alegría cobrada.

Y Salustanquidio, que ya se levantara, le pidió por merced que mandase ir con su hija a Olinda y que él le prometía que siendo él rey, como el emperador se lo prometiera en llegando con Oriana, él la tomaría por su mujer. Al rey plugo de ello y estúvosela loando mucho, diciendo que según su discreción y honestidad y gran hermosura, que muy bien merecía ser reina y señora de gran tierra.

Así como oís pasaron aquella noche, y otro día pusieron en las barcas todo lo que habían de llevar, y Maganil y sus hermanos parecieron ante el rey y con gran orgullo dijeron a don Grumedán:

—Ya veis cómo se acerca el día de vuestra vergüenza, que mañana se cumple el plazo en que la batalla que con locura demandasteis se ha de hacer. No penséis que la partida la ha de estorbar ni otra cosa ninguna que necesario es, si no os otorgáis por vencido, que paguéis los desvaríos que dijisteis, como hombre de muy mayor edad que seso ni tiento.

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