Authors: Garci Rodríguez de Montalvo
Pues el día venido, el rey Arábigo y todos aquellos caballeros se aparejaron para el combate con muy gran esfuerzo y placer, y como armados fueron, llegaron todos al muro y a los portillos de la cerca, mas el rey Lisuarte con los suyos se les defendía muy bravamente, mas al cabo, como la gente era mucha y esforzada con la próspera fortuna y los del rey pocos y los más de ellos heridos y desmayados, no pudieron tanto resistir ni defender que los contrarios no los entrasen por fuerza con muy grande alarido, así que el ruido era muy grande por las calles, por las cuales el rey y los suyos se defendían reciamente, y desde las ventanas les ayudaban las mujeres y mozos y otros que no eran para más afrenta de aquélla. La revuelta de las cuchilladas y lanzadas y pedradas era tan grande, y el sonido de las voces, que no había persona que lo viese que mucho no fuese espantado. Como el rey Lisuarte y aquellos caballeros sus criados se vieron perdidos, como ya en más tuviesen ser presos que muertos, no se os podrían decir las maravillas grandes que allí hicieron y los duros golpes que daban que los contrarios no osaban llegar a ellos, sino con la fuerza de las lanzas y piedras los iban retrayendo. Pues el rey Cildadán, y Arquisil, y Flamíneo, y Norandel, que a la otra parte del rey Arábigo se hallaron, podéis bien creer que no estarían de balde, y con éstos fue una brava batalla que el rey Arábigo entró en la villa y Arcalaus con él, y llevaron consigo los seis caballeros de la Ínsula Sagitaria que ya decir oísteis, los cuales siempre el rey tenía cabe sí que le aguardasen, y como vio la cosa en tal estado envió los dos de ellos por una traviesa de una calle a la parte donde Barsinán y el duque de Bristoya peleaban, y los otros cuatro metió consigo por aquella parte del rey Cildadán, y díjoles:
—Ahora, mis amigos, es tiempo de vengar vuestras sañas y la muerte de aquel noble caballero Brontajar Danfania, que veis allí los que le mataron. Herid en ellos, que no tienen defensa ninguna.
Entonces estos cuatro caballeros, como se hallaron libres del rey ponen mano a sus cuchillos grandes y fuertes y con gran furia pasaron por todos los suyos, apartándolos y derribándolos por el suelo, hasta que llegaron a donde el rey Cildadán y sus compañeros estaban, el cual, como los vio tan grandes y desmesurados, no era tan ardid ni esforzado que mucho temor no hubiese, y luego dijo a los suyos:
—¡Ea, señores, que con éstos es la muerte bien empleada, pero sea de tal suerte que, si pudiere ser, ellos vayan ante nos!
Entonces van unos a otros tan cruda y bravamente como aquéllos que no deseaban otro medio sino morir o matar. El uno de éstos llegó al rey Cildadán y alzó el cuchillo por le dar por encima del yelmo, que bien pensó de hacerle dos pedazos la cabeza, y el rey, como vio el golpe venir, alzó el escudo en que lo recibió, y fue tan grande que la espada entró por él hasta en medio y le cortó el arco o cerco de acero, y al tirar del cuchillo no lo pudo sacar y llevó el escudo tras él. El rey Cildadán, como era de gran esfuerzo y muchas veces se había visto en tal menester, no perdió aquella hora el corazón ni el sentido, antes le dio con su espada en el brazo que con el peso del escudo no le pudo tan presto tirar a sí y cortóle la manga de la loriga y el brazo todo, sino en muy poco que quedó colgado, y cayó a sus pies el cuchillo metido por el escudo. Éste se tiró afuera como hombre tullido, y el rey ayudó a sus compañeros que con los tres se combatían bravamente, y así con el golpe que él dio como con su ayuda los otros desmayaron ya cuanto de manera que por aquella parte se defendía la calle muy bien sin recibir mucho daño, aunque el rey Arábigo estaba tras ellos dándoles voces que no dejasen hombre a vida. Los otros dos caballeros que por la otra parte fueron llegaron a la pelea; y en su llegada fuese el rey Lisuarte y los suyos retraídos hasta la traviesa de otra calle, donde algunas de sus gentes estaban sin pelear porque no cabían en la calle, y allí se detuvieron, mas todo no valía nada que tanta gente cargaba por todas partes sobre ellos y les tomaban las espaldas, que si Dios por su misericordia no socorriera con la venida de Amadís no tardaran media hora de ser todos muertos y presos, según las heridas tenían y las armas todas hechas pedazos, pero aunque todo estuviera sano y reparado, no montaba nada, que ya eran vencidos y muertos, que por tales ellos mismos se contaban; mas a esta hora llegó Amadís y sus compañeros con aquella gente que ya oísteis, que después que el día vino aguijó cuanto pudo porque antes que se apercibiesen los pudiesen tomar, y como llegó a la villa y vio la gente dentro y otros algunos que andaban de fuera, dio luego y tornó al derredor, e hirieron y mataron cuantos pudieron alcanzar, y él por una puerta y don Cuadragante por la otra entraron con la gente diciendo a grandes voces:
—¡Gaula, Gaula! ¡Irlanda, Irlanda!—, y como hallaban las gentes desmandadas y sin recelo, mataron muchos y otros se les encerraron en las casas. Los delanteros que peleaban oyeron las voces y el gran ruido que con los suyos andaban y los apellidos, luego pensaron que el rey Lisuarte era socorrido y desmayaron mucho, que no sabían qué hacer, si pelear con los que tenían delante o ir a socorrer los otros. El rey Lisuarte, como aquello oyó y vio que sus contrarios aflojaban, cobró corazón y comenzó a esforzar los suyos, y dieron en ellos tan bravamente que los llevaron hasta dar en los que venían huyendo de Amadís y de los suyos, así que no tuvieron otro medio sino poner espaldas con espaldas y defenderse.
El rey Arábigo y Arcalaus, como vieron la cosa perdida, metiéronse en una casa, que no tuvieron esfuerzo para morir en la calle, mas luego fueron tomados y presos. Amadís daba tan duros golpes que ya no hallaba quien lo esperase, sino fueron aquellos dos caballeros de la Ínsula Sagitaria que ya oísteis que a aquella parte peleaban que vinieron para él; y él, aunque los vio tan valientes como la historia lo ha antes dicho, no se espantó de ello, antes alzó la suya buena espada y dio al uno de ellos tan gran golpe por encima del yelmo que aunque muy fuerte era no tuvo poder que no hincase las rodillas ambas en el suelo, y Amadís como así lo vio llególe recio y diole de las manos e hízole caer de espaldas, y pasó por él y vio cómo don Florestán, su hermano, y Angriote de Estravaus habían derribado al otro y dejado en poder de los que detrás venían, y pasando todos tres donde estaba Barsinán y el duque de Bristoya, los cuales fueran luego rendidos, que Barsinán se vino a abrazar con Amadís y el duque de Bristoya con don Florestán, porque el rey Lisuarte los apretaba de manera que ya no había en ellos sino la muerte y demandáronles merced. Amadís miró adelante y conoció al rey Lisuarte, y como vio que por allí no había con quien pelear, tornóse lo más que pudo por donde había venido y llevó consigo a Barsinán y al duque y quiso ir a la parte donde había entrado don Cuadragante, y dijéronle cómo ya había despachado el negocio y que tenía presos al rey Arábigo y a Arcalaus. Como esta nueva supo, dijo a Gandalín:
—Ve, di a don Cuadragante que yo me salgo de la villa y que pues esto es despachado que será bien que nos vayamos sin ver al rey Lisuarte.
Y luego fue por la calle hasta que llegó a la puerta de la villa por donde había entrado, e hizo cabalgar la gente que con él iba y él cabalgó en su caballo.
El rey Lisuarte, como tan presto vio el socorro de su vida y sus enemigos muertos y destrozados, estaba de tal manera que no sabía qué decir, y llamó a don Guilán, que cabe sí tenía, y dijo:
—Don Guilán, ¿qué será esto o quién son éstos que tanto bien han hecho?
—Señor —dijo él—, ¿quién puede ser sino quien suele? No es otro sino Amadís de Gaula, que bien oísteis cómo nombraban su apellido, y bien será, señor, que le deis las gracias que merece.
Entonces el rey dijo:
—Pues id vos delante, y si él fuere, detenerlo, que por vos bien lo hará, y yo luego seré con vos.
Y entonces fue por la calle, y cuando don Guilán llegó a la puerta de la villa luego supo que era Amadís, y ya había cabalgado y se iba con su gente, que no quiso esperar a don Cuadragante porque lo no detuviesen, y don Guilán le dio voces que tornase, que estaba allí el rey. Amadís como lo oyó hubo gran empacho, que conoció muy bien aquél que lo llamaba, a quien él apreciaba mucho y lo amaba, y vio al rey cabe él estar y volvió, y cuando fue más cerca miró al rey y tenía todas las armas despedazadas y llenas de sangre de sus heridas, y hubo gran piedad de así lo ver, que, aunque su discordia tan crecida fuese, siempre tenía en la memoria ser éste el más cuerdo y más honrado y más esforzado rey que en el mundo hubiese, y como fue más cerca descabalgó del caballo y fue para él e hincó los hinojos y quísole besar las manos, mas él no las quiso dar, antes lo abrazó con muy buen talante y alzó suso. Entonces llegó don Cuadragante, que tras Amadís venía, y el rey Cildadán, y otros muchos con ellos que salían por detener a Amadís que no se fuese hasta que viese al rey, y llegaron él y don Florestán y Angriote a la besar las manos. Amadís se fue al rey Cildadán y abrazáronse muchas, veces. ¿Quién os podría contar el placer que todos habían en se ver allí juntos con destrucción de sus enemigos? El rey Cildadán dijo a Amadís:
—Señor, tornaos al rey y yo quedaré con don Cuadragante, mi tío.
Y él así lo hizo.
Estando en esto llegó Brandoibás con gran afán, que muchas heridas tenía, y dijo al rey:
—Señor, los vuestros y los de la villa matan tantos contrarios que se metieron en las casas que todas las calles andan corriendo arroyos de sangre, y aunque sus señores aquello mereciesen, no lo merecen los suyos, y por ende mandad lo que se haga en tan cruel destrucción.
Y Amadís dijo:
—Señor, mandadlo remediar, que en las semejantes afrentas y vencimientos se muestran y parecen los grandes ánimos.
El rey mandó a Norandel, su hijo, y a don Guilán que fuese allá y no dejasen matar de los que vivos hallasen, pero que los tomasen a prisión y los pusiesen a buen recaudo, y así se hizo. Amadís mandó a Gandalín y a Enil que con Gandales, su amo, pusiesen recaudo en el rey Arábigo y Arcalaus y Barsinán y el duque de Bristoya, y que no partiesen de ellos, y así lo hicieron. El rey Lisuarte tomó por la mano a Amadís, y díjole:
—Señor, bien será, si a vos pluguiere, que demos orden de descansar y de holgar, que bien nos hace menester, y entremos a la villa y sacarán la gente muerta.
Y Amadís le dijo:
—Señor, sea la vuestra merced de nos dar licencia porque nos podamos con tiempo tornar yo y estos caballeros al rey Perión, mi señor, que con toda la otra gente viene.
—Por cierto, esa licencia no os daré yo, que aunque en virtud ni esfuerzo ninguno os pueda vencer, en esto quiero que seáis de mí vencido y que aquí esperemos al rey vuestro padre, que no es razón que tan brevemente nos partamos sobre cosa tan señalada como ahora pasó.
Entonces dijo al rey Cildadán:
—Tened este caballero, pues que yo no puedo.
El rey Cildadán le dijo:
—Señor, haced lo que el rey os ruega con tanta afición y no pase por hombre tan bien criado como vos tal descortesía.
Amadís se volvió a su hermano don Florestán y a don Cuadragante y a los otros caballeros, y díjoles:
—Señores, ¿qué haremos en esto que el rey manda?
Ellos dijeron que lo que él por bien tuviese. Don Cuadragante dijo que pues allí habían venido para le ayudar y servir, y en lo más lo había hecho, que en lo menos se hiciese:
—Pues que a vos, señor, os parece, así se haga como lo mandáis —dijo Amadís. Entonces mandaron a la gente que descabalgasen y pusiesen los caballos por aquel campo y buscasen algo de comer.
Estando en esto vieron venir al rey Arbán y a don Grumedán, que las guardas que los tenían los había dejado y traían atadas las manos, y fue maravilla cómo los no mataron. Cuando el rey los vio hubo gran placer, que por muertos los tenía, y así fuera sino por el acarro que vino. Ellos llegaron y besáronle las manos, y luego fueron a Amadís con aquel placer que podéis pensar que habrían los mayores amigos suyos que se podrían hallar. Todos dijeron al rey que tomase consigo aquellos caballeros y se aposentase en el monasterio, hasta que la villa fuese despachada de los muertos. Estando en esto llegó Arquisil, que había dado recaudo a Flamíneo, que estaba mal herido, y como vio a Amadís le fue a abrazar, y díjole:
—Señor, a buen tiempo nos acorristeis, que si alguno de los nuestros nos habéis muerto, otros muchos más habéis salvado.
Amadís le dijo:
—Señor, mucho placer recibo en os le dar a vos, que podéis creer y estar seguró de mi voluntad que sin engaños os amo.
Pues queriendo ir el rey Lisuarte al monasterio, vieron venir las batallas de la gente que el rey Perión traía, que venían a más andar, y don Grumedán dijo al rey:
—Señor, buen socorro es aquél, mas si el primero se tardara, tardárase nuestro bien de todo punto.
El rey le dijo riendo y de buen talante:
—Quien se pusiese con vos, don Grumedán, en debate sobre las cosas de Amadís, si son bien hechas o no, muy luenga demanda sería para él y mayor el peligro que dende le vendría.
Y Amadís dijo:
—Señor, gran razón es que todos los caballeros amemos y honremos a don Grumedán, porque él es nuestro espejo y guía de nuestras honras y porque sabe con qué obediencia haría yo lo que él mandase, me quiere bien, y no porque de mí haya recibido ninguna obra buena, sino la buena voluntad.
Así estaban con mucho placer, aunque algunos de ellos con hartas heridas, pero todo lo tenían en nada en ser escapados de aquella muerte tan cruel que ante sus ojos tenían. El rey Lisuarte demandó un caballo, y dijo al rey Cildadán que tomase otro y que irían a recibir al rey Perión. Amadís le dijo:
—Señor, por mejor habría, si por bien lo tuviereis, que descanséis y curen de vuestras heridas, que el rey mi señor no dejará de venir su camino hasta os ver.
El rey le dijo que en todo caso quería ir.
Entonces cabalgó en un caballo, y el rey Cildadán y Amadís en los suyos, y fueron contra donde el rey Perión venía. Amadís mandó a toda su gente que estuviesen quedos hasta que él volviese, y Durín que pasase adelante de ellos e hiciese saber a su padre la ida del rey Lisuarte. Así fueron como oís, y muchos de aquellos caballeros con ellos, y Durín anduvo más y llegó a las batallas, y en las delanteras le dijeron cómo el rey y Gastiles traían la rezaga. Entonces pasó por ellas y llegó al rey, y díjole el mandado de Amadís, y él tomó consigo a Gastiles y a Grasandor y a don Brián de Monjaste y a Trión, y rogó a Agrajes que él se viniese con la gente, y esto hizo por la saña que conocía tener él con el rey Lisuarte y por no le poner en afrenta. A Agrajes plugo de ello, y como el rey Perión pasó delante, fuese él deteniéndose con la gente por no haber razón de hablar al rey Lisuarte.