Authors: Garci Rodríguez de Montalvo
Cuando esto fue oído por el rey, mucho fue maravillado y dijo:
—Oh, padre Nasciano, ¿es verdad que mi hija es casada con Amadís?
—Por cierto, verdad es, que él es marido de vuestra hija y el doncel Esplandián es vuestro nieto.
—¡Oh, Santa María Val! —dijo el rey—. Qué mal recaudo tenerlo tanto tiempo secreto, que si yo lo supiera o pensara no fueran muertos y perdidos tantos cuitados como sin lo merecer lo han sido y quisiera que vos, mi buen amigo, en tiempo que remediarse pudiera me lo hicierais saber!
—Eso no pudo ser —dijo el hombre bueno—, porque lo que en confesión se dice no debe ser descubierto. Y si ahora lo fue, ha sido con licencia de aquella princesa de la cual yo ahora vengo, que le plugo que se dijese y yo fío en aquel Salvador del Mundo que si en lo presente se da tal remedio que su servicio sea, que con poca penitencia lo pasado perdonará, pues qué más la obra que la intención parece ser dañada.
El rey estuvo una gran pieza pensando sin ninguna cosa decir donde a la memoria le ocurrió el gran valor de Amadís y cómo merecía ser señor de grandes tierras así como lo era, y ser marido de persona que del mundo señora fuese y asimismo el grande amor que él había a su hija Oriana y cómo usaría de virtud y buena conciencia en la dejar por heredera, pues de derecho le venía, y el amor que él siempre tuvo a don Galaor y los servicios que él y todo su linaje le hicieron y cuántas veces después de Dios fue por ellos socorrido en tiempo que otra cosa sino la muerte y destrucción de todo su estado esperaba y, sobre todo, ser su nieto aquel muy hermoso doncel Esplandián en quien tanta esperanza tenía que si Dios le guardase y llegase a ser caballero, según lo que Urganda le escribió, no tendría par de bondad en el mundo y asimismo, como en la misma carta le escribió, que este doncel pondría paz entre él y Amadís, y también le vino a la memoria ser muerto el emperador y que si con él y con su deudo ganaba honra, que mucho más con el deudo de Amadís la tendría, así como por la experiencia muchas veces lo había visto y con esto demás de recibir descanso en su persona como en su reino crecería en tanta honra que ninguno en el mundo su igual fuese, y después que de su cuidado acordó, dijo:
—Padre Nasciano, amigo de Dios, comoquiera que mi corazón y voluntad de la soberbia sojuzgado estuviese y no desease otra cosa sino recibir muerte o darla a otros muchos porque mi honra fuese satisfecha, vuestras santas palabras han sido de tanta virtud que yo determino de retraer mi querer en tal manera que si la paz y concordia no viniere en efecto seáis vos testigo ante Dios no ser a mí culpa ni cargo, por ende, tío dejéis de hablar con Amadís y no le descubriendo nada de mi propósito tomad su parecer de lo que en este caso quiere y aquello me decid y si es tal que con el mío se conforme, poderse ha dar tal orden como lo presente y porvenir se ataje en aquella manera que a provecho y honra de ambas las partes se conviene.
Nasciano hincó los hinojos llorando ante él de gran placer que hubo, y díjole:
—¡Oh, bienaventurado rey, aquel Señor que nos vino a salvar nos agradezca esto que me decís, pues que yo no puedo!
El rey le levantó y le dijo:
—Padre, esto que os he dicho tengo determinado sin haber, y, ál.
—Pues conviéneme —dijo el buen hombre— partirme luego y antes que la tregua salga trabajar como en esto, en que tanto Nuestro Señor será servido se dé conclusión.
Así se salieron el rey y él a la tienda donde muchos caballeros y otras gentes estaban. Y queriendo el ermitaño despedirse de él entró por la puerta de la tienda aquel hermoso doncel, su criado Esplandián y Sargil con él, que la reina Brisena le enviaba por saber nuevas del rey, su señor. Cuando el buen hombre le vio tan crecido, entrado ya en talle de hombre, quién os podría contar el alegría que hubo; por cierto sería imposible. Pues así como estaba con el rey, se fue contra él lo más aprisa que pudo a lo abrazar. El doncel, aunque había muy gran tiempo que visto no le había, conociólo luego y fue a hincar los hinojos delante de él y comenzóle de besar las manos, y el hombre santo le tomó entre sus brazos y besóle muchas veces con tal grandísima alegría que casi del todo le tenía fuera de sentido, y así de esta manera lo tuvo gran rato, que no se podía apartar de él, diciéndole de esta manera:
—¡Oh, mi buen hijo! ¡Bendita sea la hora en que tú naciste, y bendito y alabado sea aquel Señor que por tal milagro te quiso dar la vida y llegarte a tal estado como mis ojos ahora te ven!
Y cuando en esto estaba, todos estaban mirando lo que el hombre bueno hacía y decía, y el gran placer que le daba la vista de aquél su criado. Y los corazones se les movía a piedad en ver tanto amor. Mas sobre todos, aunque no lo mostró, fue el placer que el rey Lisuarte hubo que aunque de antes en mucho lo tuviese y lo amase por lo que de él esperaba y por su gran hermosura, no era nada en comparación de saber cierto que su nieto fuese y no podía apartar los ojos de él, que tan grande fue el amor que súbito le vino que toda cuanta pasión y enojo que hasta allí de las cosas pasadas tenía, así fue de él partido y tornado al revés como en el tiempo que más amor a Amadís tuvo. Y luego conoció ser gran verdad lo que Urganda la Desconocida le había escrito, que éste pondría paz entre él y Amadís, y así creyó verdaderamente que sería cierto todo lo otro. Después que el hombre bueno con tanto amor lo tuvo abrazado, soltóle de los brazos con que lo tenía y el doncel fue hincar los hinojos ante el rey y diole una carta de la reina, por la cual le suplicaba mucho por la paz y concordia si a su honra hacerse pudiese y otras muchas cosas que no es necesario decirlas. El hombre bueno dijo al rey:
—Mi señor, mucha merced recibiré y gran consolación de mi espíritu que deis licencia a Esplandián que me haga compañía mientras por aquí anduviere, porque tenga espacio de lo mirar y hablar con él.
—Así se haga —dijo el rey—, y yo le mando que de vos no se parta en cuanto vuestra voluntad fuere.
El hombre bueno se lo agradeció mucho, y dijo:
—Mi buen hijo bienaventurado, id conmigo, pues el rey lo manda.
El doncel le dijo:
—Mi buen señor y verdadero padre, muy contento soy de ello, que gran tiempo ha que os deseaba ver.
Así se salló de la tienda con aquellos dos donceles, Esplandián y Sargil, su sobrino, y cabalgó en su asno y ellos en sus palafrenes y fue su camino donde Amadís tenía su real, hablando con él muchas cosas en que había sabor y rogando siempre a Dios que le diese gracia como pudiese dar cabo en aquello sobre que iba, tal que fuese su santo servicio. Pues con esta compaña que oís, llegó aquel santo hombre ermitaño al real y se fue derechamente a la tienda de Amadís, donde halló tantos caballeros y tan bien guarnidos que fue mucho maravillado. Amadís no lo conoció, que nunca le viera, y no pudo pensar qué demandaba hombre tan viejo y tan pesado, y miró a Esplandián, y violo tan hermoso que no podía creer que persona mortal tanto lo fuese y tampoco lo conoció, que aunque habló con él cuando lo demandó los dos caballeros romanos que tenía vencidos y se los dio, como esta historia lo ha contado, fue tan breve aquella vista que le hizo perder la memoria de él. Mas don Cuadragante, que estaba allí, conociólo luego y fue para él y díjole:
—Mi buen amigo, abrazaros quiero, y, ¿acuérdaseos cuando os hallamos don Brián de Monjaste y yo que nos disteis encomiendas para el Caballero Griego? Yo se las di de vuestra parte.
Entonces dijo a Amadís:
—Mi buen señor, veis aquí el hermoso doncel Esplandián, de quien don Brián de Monjaste, y yo os dijimos el mandado.
Cuando Amadís oyó nombrar a Esplandián, luego lo conoció, y si de verlo hubo placer, esto no es de contar, que así perdió los sentidos con la alegría que hubo que apenas pudo responder ni de sí mismo se acordaba, y si alguno en ello parara mientes, muy claro viera su alteración, mas no había sospecha en tal cosa, antes todos tenían creído que ninguno, si Urganda no, otro no sabía quién su padre fuese. Pues teniéndole don Cuadragante por la mano, Amadís le quiso abrazar, mas Esplandián le dijo:
—Buen señor, haced antes honra a este hombre santo Nasciano, que os demanda.
Y como todos oyeron decir ser aquel Nasciano, de quien tanta fama de su santidad y estrecha vida por todas las partes era manifiesta, llegáronse a él con mucha humildad y las rodillas en el suelo, le rogaron que les diese su bendición. El ermitaño dijo:
—Ruego a mi Señor Jesucristo que si bendición de tan pecador como yo soy puede aprovechar, que esta mía abaje la gran saña y soberbia que en vuestros corazones está y os ponga entero conocimiento de su servicio, que olvidando las cosas vanas de este mundo sigáis las verdaderas del que verdadero es.
Entonces alzó la mano y bendíjolos. Amadís se volvió a Esplandián y abrazóle, y Esplandián le hizo el acatamiento y reverencia, no como a padre, que no sabía que lo fuese, mas como al mejor caballero de quien nunca oyera hablar, y por esta causa le tenía en tanto y le contentaba su vista que los ojos no podía de él partir. Y desde el día que le vio vencer los romanos, siempre su deseo fue de andar en su compaña sirviéndole por ver sus grandes caballerías y aprender para adelante, y ahora que se veía en más edad y cerca de ser caballero, mucho más lo deseaba, y si no fuera por la gran división que el rey su señor con Amadís tenía ya le hubiera demandado licencia para se ir a él, mas esto lo detuvo hasta entonces. Amadís, que a duro los ojos de él podía partir, veía cómo el doncel le miraba tan ahincadamente y sospechó que algo debía saber, mas el buen hombre ermitaño que la verdad sabia, miraba al padre y al hijo, y como los veía juntos y tan hermosos, estaba tan ledo como si en el Paraíso estuviese y en su corazón rogaba a Dios por ellos y que fuese su servicio de le dar lugar a él como entre estos todos que eran la flor del mundo pudiese poner mucho amor y concordia. Pues estando así todos alderredor del santo hombre, dijo a don Cuadragante:
—Mi señor, yo tengo de hablar algunas cosas con Amadís, tomad con vos este doncel, pues más que ninguno de estos señores le habéis conocido y hablado.
Entonces tomó por la mano a Amadís y apartóse con él y bien desviado y díjole:
—Mi hijo, antes que la causa principal de mi venida se os manifieste, quiero traeros a la memoria en el cargo tan grande más que otro ninguno de los que hoy viven sois a Dios Nuestro Señor, que en la hora que nacisteis fuisteis echado en la mar, cerrado en una arca sin guardador alguno y Aquel Redentor del mundo habiendo de vos piedad milagrosamente os trajo a vista de quien tan bien os crió. Este Señor que os digo os ha hecho el más fuerte y más amado y honrado de cuantos en el mundo se saben, dándoos Él su gracia. Por vos han sido vencidos muchos valientes caballeros y gigantes y otras cosas fieras y desemejadas que en este mundo muy gran daño hicieron. Vos sois hoy en el mundo extremado de cuantos en él son. Pues quien tanto ha hecho por vos, ¿qué es razón que hagáis vos por Él? Por cierto, si el enemigo malo no os engañase, con más humildad y paciencia que otro alguno debéis mirar por su servicio, y si así no lo hacéis todas las gracias y mercedes que de Dios habéis recibido serían en daño y menoscabo de vuestra honra, porque así como su santa piedad es grande en aquéllos que le obedecen y conocen, así su justicia es mayor sobre aquéllos que de Él mayores bienes han recibido, no habiendo de ellos conocimiento ni agradecimiento. Y ahora, mi buen hijo, sabréis cómo poniendo este cansado y viejo cuerpo a todo peligro de su salud, queriendo seguir aquel propósito por donde quise dejar las cosas de este mundo perecedero, soy venido con gran trabajo y cuidado de mi espíritu con ayuda de Aquél que sin ella nada se pueda hacer que bueno sea a poner paz y amor donde tanta rotura y desventura está, como al presente parece. Y porque yo he hablado con el rey Lisuarte y en él hallo aquello en que todo buen rey ministro de Dios obedecer debe, quise saber de vos, mi buen señor, si tendréis conocimiento más a Aquél que os crió que a la vanagloria de este mundo. Y porque sin recelo ni temor alguno podáis hablar conmigo, os hago saber cómo antes que aquí viniese fui a la Ínsula Firme y con licencia de la infanta Oriana, de quien yo en confesión de todo su corazón y grandes secretos tomé este cuidado en que puesto me veis.
Amadís como esto le oyó decir, bien creyó que le decía verdad, porque éste era un hombre santo y por ninguna cosa diría sino lo cierto, y respondióle en esta manera:
—Amigo de Dios y santo ermitaño, si el conocimiento que tengo de los bienes y mercedes que de mi Señor Jesucristo he recibido hubiese de poner en obra los servicios a que obligado le soy, yo sería el más bienaventurado caballero que nunca nació, mas recibiendo de Él todo y mucho más de lo que dicho habéis, y yo no solamente no lo conocer ni pagar, mas ofenderlo cada día en muchas cosas, téngome por muy pecador y errado contra sus mandamientos, y si ahora en vuestra venida puedo enmendar algo de lo pasado, mucho alegre y contento seré en que se haga, por ende decid lo que es en mi mano, que aquello con toda afición se cumplirá.
—¡Oh, bienaventurado hijo! —dijo el buen hombre—, cuánto habéis esta muy pecadora ánima alegrado y consolado mi desconsuelo en ver tanto mal y aquel Señor que os ha de salvar os dé el galardón por mí y ahora sin ningún temor quiero que sepáis lo que yo tengo hecho después que a esta tierra vine.
Entonces le contó cuanto él había hablado con Oriana y cómo por su mandado vino al rey su padre y todas las cosas que con él habló y cómo claramente le dijo que Oriana estaba casada con él y que el doncel Esplandián y cómo el rey lo había tomado con mucha paciencia y que estaba muy llegado a la paz, y que pues él con la ayuda de Dios en tal estado lo había puesto, que él diese orden cómo quedando casado con aquella princesa se concertase la paz entre ellos ambos. Amadís cuando esto oyó, el corazón y las carnes le temblaban con la gran alegría que hubo en saber que por voluntad de su señora era descubierto el secreto de sus amores, teniéndola él en su poder donde peligro alguno no se aventuraba, y dijo al ermitaño:
—Mi buen señor, si el rey Lisuarte de ese propósito está y por su hijo me quiere, yo lo tomaré por señor y padre para le servir en todo lo que su honra sea.
—Pues que así es —dijo el buen hombre—, ¿cómo os parece que se pueden juntar del todo estas dos voluntades sin que más mal venga?
Amadís le respondió:
—Paréceme, padre, que debéis hablar con el rey Perión mi padre y decirle la causa y deseo de vuestra venida, y si tendrá por bien que viniendo el rey Lisuarte en lo que don Cuadragante y don Brián de Monjaste de parte de nosotros le demandaren sobre el hecho de Oriana de se llegar a la paz con él, y yo fío tanto en la su virtud que hallaréis todo el recaudo que deseáis y decirle que algo de ello me hablasteis, pero que yo lo remito todo a su voluntad.