Authors: Garci Rodríguez de Montalvo
Amadís estuvo en aquel lugar que antes estaba puesto el canto del escudo en el suelo y la mano sobre el brocal, y la espada en la otra, esperando de morir antes que se dejar prender, que bien pensaba que pues sobre tal seguro como de Balán tenía aquellos hombres le acometieron queriéndole matar, que ninguna otra palabra que le diese le sería guardada, pues pensar demandar merced, esto no lo haría él, aunque supiese pasar mil veces por la muerte, si a Dios no a quien él siempre en todas sus cosas se encomendó de gran corazón, y en aquella más, donde otro remedio si el suyo no tenía ni esperaba.
Cómo Darioleta hacía duelo por el gran peligro en que Amadís estaba.
Darioleta, la dueña que allí lo hizo venir, cuando así vio cercado a Amadís de todos sus enemigos, sin tener ni esperar socorro alguno de ninguna parte, comenzó a hacer muy gran duelo y a maldecir su ventura, que a tanta cuita y dolor la había traído, diciendo:
—¡Oh, cautiva desventura! ¿Qué será de mí? Por mi causa el mejor caballero que nunca nació, muere. ¿Cómo osaré parecer ante su padre y madre y sus hermanos, sabiendo que yo fui ocasión de la su muerte? Que si a la sazón de su nacimiento yo trabajé por le salvar la vida, haciendo y trabajando con mi sabiduría el arca en que escapar pudiese, de lo cual he habido mucho galardón, que si entonces muriera, moría una cosa sin provecho. Ahora no solamente he perdido los servicios pasados, mas antes soy digna de morir con las mayores penas y tormentos que ninguna persona lo fue, porque siendo la flor y fama del mundo le he traído la muerte. ¡Oh, cuitada de mí! ¿Por qué no le di lugar al tiempo que en la ribera de la mar a mí llegó para que pudiera tornar a la Ínsula Firme y trajera algunos caballeros que fueran en su ayuda, o a lo menos pudieran con razón morir en su compaña; mas, ¿qué puedo decir sino que mi liviandad y arrebatamiento fue de propia mujer?
Así como oís estaba Darioleta haciendo su duelo debajo de los portales de aquel templo con muy gran angustia de su corazón, y no con otra esperanza sino de ver morir muy presto a Amadís, y ella su marido y su hija ser metidos en prisión donde nunca saliesen. Amadís estaba a la boca de aquella quiebra de las peñas como os hemos contado y vio lo que la dueña hacía que con el gran fuego que delante de él estaba, toda la plaza se parecía, aunque asaz grande era, y hubo gran pesar en verla cómo estaba llorando, y alzando las manos al cielo cómo demandaba piedad; así que la saña le creció tan grande que le sacó de su sentido, y pensó que muy más peligro le podría recrecer venido el día que con la noche, porque entonces toda la más de la gente de la ínsula estaba sosegada, y solamente se había de guardar de aquéllos que delante tenía, y que la mañana venida, que podría cargar mucha más gente sobre él, de manera que no podría escapar de ser muerto, y puesto caso que allí a donde estaba no le pudiesen nucir, que el sueño y el hambre le cargaría y se habría de poner en sus manos, y con esta saña de lo poner todo en aventura y embrazó su escudo y con la espada en la mano enderezó para dar en sus enemigos, mas el caballero de la Ínsula del Infante a quien mucho pesaba de su daño por le haber asegurado de parte del gigante y así le haber quebrado la promesa, estaba en medio de ellos con mucho cuidado que la gente a él no llegase hasta ver la disposición del gigante, que bien tenía creído que cuando en su juicio fuese que pondría tal remedio y castigo en ello, que su palabra fuese guardada, y como vio que Amadís movía para salir contra aquéllos, fue lo más que pudo contra él y díjole:
—Señor caballero, ruégoos por cortesía que me oigáis un poco antes que de aquí salgáis.
Amadís estuvo quedo y el caballero le contó todo lo que había hablado con Bravor, hijo del gigante, y cómo lo tenía por entonces todo amansado hasta que la mañana viniese, y que en aquel espacio de tiempo el gigante sería muy mejorado y metido en su acuerdo, y que sin duda creyese que cumpliría con él todo lo que fuese obligado, aunque le viniese peligro de muerte, y que quisiere sufrirse tanto que él fiaba en Dios de lo remediar todo y lo que tomaba a su cargo. Amadís como así lo vio hablar, bien pensó que verdad le decía, porque en aquello poco que le había tratado lo tenía por hombre bueno, y díjole:
—Por amor vuestro, yo me sufriré esta vez, mas dígoos, caballero, que toda afán que en esto pongáis será partido si lo primero no es que la enmienda de la dueña se haga.
El caballero le dijo:
—Eso se hará y mucho más, y yo no me tendría por caballero, ni este gigante por quien siempre le he tenido, que creo que en él se halla mucha verdad y virtud.
Amadís estuvo quedo en su lugar como antes. Pues así como oís, estaba cercado de sus enemigos, metido entre aquellas bravas peñas, esperando así él como ellos a la mañana.
Ahora dice la historia que después que al gigante llevaron sus hombres al castillo tan desacordado como si muerto fuese, y lo echaron en su lecho, que así estuvo todo lo más de la noche sin que hablar pudiese, y no hacía sino poner la mano en derecho del corazón y señalar que de allí le venía el dolor, y como su madre y su mujer aquello vieron hicieron a los maestros que le catasen, y luego hallaron el mal que tenía en el cual pusieron tantos remedios de medicinas y otras cosas que en él obraron, que antes del alba fue en todo su acuerdo, y cuando hablar pudo, preguntó que dónde estaba. Los maestros le dijeron que en su lecho.
—Pues la batalla que hube con el caballero —dijo él—, ¿cómo pasó?
Ellos le dijeron toda la verdad, que no le osaron mentir en cosa alguna, como es razón que se diga a los hombres verdaderos, contándole todo como había pasado, y cómo teniéndole el caballero de la Ínsula Firme en el suelo, que su hijo Bravor, pensando que era muerto, había salido con sus hombres del castillo y lo tenían cercado entre las peñas de la plaza, donde la batalla fuera, y esperaban en lo que él mandase. Cuando el gigante esto oyó, díjoles:
—¿Es vivo el caballero?
—Sí—, dijeron ellos.
—Pues haced —dijo— venir aquí a mi hijo y a todos los hombres que con él están, y dejen al caballero en su libertad.
Esto fue hecho, y como el gigante vio a su hijo, díjole:
—Traidor, ¿por qué has quebrantado mi verdad? ¿Qué honra o qué ganancia de esto que hiciste se te podría seguir? Que si yo muerto fuera ya, con otra cosa ninguna restituirme podías, y mucho más muerta tu honra quedaba, y con más pérdida de mi linaje en quebrar y pasar lo que hiciste, que la muerte que yo, como caballero sin faltar alguna cosa de lo que hacer debía había recibido, pues si vivo quedase no sabes que en ninguna parte me podías escapar que matar no te hiciese, así que tú y todos aquéllos que verdad no mantienen, van muy lejos de su propósito, que pensando vengar injurias caen en ellas, con mucha más vergüenza y deshonra que de antes, pero yo haré que como malo lo laceres.
Entonces lo mandó tomar e hízole atar las manos y los pies y mandó que lo llevasen a poner delante del caballero de la Ínsula Firme, y que le dijesen que aquel malo de su hijo había quebrantado su promesa, que tomase de él la enmienda que le pluguiese. Así lo llevaron ante Amadís y se lo pusieron a sus pies. La madre de aquel mozo, cuando esto vio, hubo recelo que el caballero como hombre lastimado le hiciese algún mal, y como madre se fue sin que el gigante lo sintiese, y lo más aína que pudo llegó donde Amadís estaba, y Amadís tenía a aquella sazón el yelmo en ]a mano, que hasta allí, en tanto que la gente lo tenía cercado, nunca de la cabeza lo quitó, y la espada en la vaina, y estaba desatando al hijo del gigante para lo soltar, y como la dueña llegó y le vio el rostro, conociólo luego que era Amadís, y fue para él llorando sin otra persona alguna y díjole:
—Señor, ¿conocéisme?
Amadís, aunque luego vio que era la hija de Gandalac, amo de don Galaor su hermano, respondióle y dijo:
—Dueña, no os conozco.
—Pues —dijo ella—, mi señor Amadís, bien sé yo que sois hermano de mi señor don Galaor, y si por bien tuviereis que vuestro nombre se encubre, así lo haré, y si queráis que se sepa, no temáis del gigante, pues que os aseguro, y en esto que hace veréis si ha talante de guardar su palabra, que aquí os envía este su hijo mío que la quebró para que de él toméis toda la venganza que os pluguiere, del cual os demando piedad.
—Mi buena señora —dijo Amadís—, ya sabéis vos cuán obligados somos todos los hermanos y amigos de don Galaor a las cosas de vuestro padre y de sus hijos, y en otra cosa que a nos mucho fuese, lo quisiera mostrar, que en ésta no hay que me agradecer, porque sin vuestro ruego ya lo soltaba, que yo no tomo venganza sino de aquéllos que con las armas quieren defender sus malas obras. Y en esto que decís de mi nombre, si tendré por bien que se diga o se encubra, digo que antes me place que el gigante sepa quién yo soy, y que le digáis que de aquí no partiré en ninguna guisa hasta que la enmienda que yo mandare se haga a la dueña que aquí me trajo, y si él es tan verdadero como todos dicen, débese poner así como yo lo tenía vencido en este campo para que de él haga toda mi voluntad, que si el no tener sentido cuando de aquí le llevaron algo le excusa, que ahora sí lo tiene con ninguna cosa que honesta sea se puede excusar.
La dueña se lo agradeció con mucha humildad y díjole:
—Mi señor, no pongáis duda en mi marido, que él se pondrá como lo decís, o cumplirá lo que le mandareis, y sin ningún recelo vos id conmigo donde él está.
—Mi buena amiga señora —dijo él—, de vos sin recelo fiaría yo mi vida, mas temo me dé la condición de los gigantes que muy pocas veces son gobernados y sometidos a la razón, porque su gran furia y saña en todas las más cosas los tiene enseñoreados.
—Verdad es —dijo la dueña—, mas por lo que éste conozco, os ruego que sin recelo alguno os vayáis conmigo.
—Pues que así os place —dijo Amadís—, por bien lo tengo.
Entonces puso su yelmo en la cabeza y tomó su escudo y la espada en la mano y fuese con ella considerando que aquello le podría ser más seguro que estar como estaba esperando la muerte, sin tener ni esperar socorro alguno, que aunque él matara a todos aquellos hombres que le habían tenido cercado, no se pudiera por eso salvar, que antes que él pudiera haber navío para se poder ir, que todos estaban en poder de los hombres del gigante, la misma gente de la ínsula lo matarían porque comoquiera que en las otras partes donde los gigantes tenían señoríos por sus soberbias y grandes crueldades eran desamados, no lo era este Balán de los suyos, porque a todos los tenía amparados y defendidos, sin les tomar cosa alguna de lo suyo. Pues pensar de se poder sostener a si solo era imposible y por estas causas se aventuró sin más seguro del primero que le habían dado y del que la dueña le daba de se meter en aquel grande alcázar así armado como estaba, y que si lo acometiesen queriéndole burlar, que él haría cosas extrañas antes que lo matasen.
Pues así como la historia os cuenta, fue Amadís con la giganta, mujer de Balán, al castillo, y como dentro fue, hiciéronlo saber al gigante, cómo allí estaba el caballero que con él se combatiera, que le quería hablar. Él mandó que lo trajesen donde él estaba en su lecho, y así se hizo. Entrado Amadís en la cámara, dijo:
—Balán, mucho soy quejoso de ti, que viniendo yo a te buscar y ponerme en tu poder, confiando en tu palabra para me combatir contigo, sobre el seguro que me diste a la dueña que por mí fue y después al caballero de la Ínsula del Infante, tus hombres, quebrantando tu verdad, me han querido matar malamente. Bien creo que a ti no place ni lo mandaste, que no estabas en tal disposición, pero esto no me quitó a mí el peligro, que fui bien cerca de la muerte, mas comoquiera que sea, yo me doy por contento por lo que de tu hijo hiciste, ruégote, Balán, que quieras enmendar a esta dueña que aquí me trajo, si no te puedo quitar la batalla hasta que haya cima, aunque ya la hubo, que en mí fue de te matar o salvar. Yo te amo y precio más que piensas por el deudo que don Gandalac el gigante de la Peña de Gallares tienes, que he sabido que eres con su hija casado, mas aunque esta voluntad te tenga, no puedo excusarme de dar derecho a esta dueña de ti.
El gigante le respondió:
—Caballero, aunque el dolor y pesar que yo he de me ver vencido de un caballero sólo, sea tan grande y tan extraña cosa para mí que nunca, hasta hoy, lo fue y me sea más que la muerte no lo siento tanto como nada en comparación de lo que mi hijo y mis hombres te hicieron, si mis fuerzas lugar me diesen que por mi persona lo pudiese ejecutar tú verías la fuerza de mi palabra a qué se extendía. Pero no pude más hacer de te entregar aquél que lo hizo, aunque éste sólo sea el espejo en que su madre y yo nos miramos, y si más quisieres, demanda, que tu voluntad sea satisfecha.
Amadís le dijo:
—Yo soy contento con lo que hiciste. Ahora me di qué harás en esto de la dueña.
—Lo que tú vieres que puedo hacer —dijo el gigante—, que su hijo de esta dueña no se puede remediar, pues es muerto. Ruégote mucho que me pidas lo posible.
—Así lo haré —dijo Amadís—, que lo ál sería locura.
—Pues di lo que quieres —dijo él.
—Lo que yo quiero —dijo Amadís—, es que luego hagas soltar al marido de aquella dueña y a su hija, con toda su compaña, restituyéndoles todo lo suyo y su nao y por el hijo que le mataste que le des el tuyo, que sea casado con aquella doncella, que aunque tú eres gran señor yo te digo que de linaje y de toda bondad no te debe nada, pues aun de estado y grandeza no están muy despojados, que demás de sus grandes posesiones y rentas, gobernadores de uno de los reinos de mi padre son.
Entonces el gigante le miró más que de antes cuando esto le oyó y díjole:
—Ruégote por cortesía que me digas quién eres, que en tanto me has puesto, y quién es tu padre.
—Sabed —dijo Amadís— que mi padre es el rey Perión de Gaula y yo soy su hijo Amadís.
Cuando esto oyó el gigante luego levantó la cabeza como mejor pudo y dijo:
—¿Cómo es eso? ¿Es verdad que eres tú aquel Amadís que a mi padre mató?
—Yo soy —dijo él—, el que por socorrer al rey Lisuarte que en punto de muerte estaba, maté a un gigante, y dicen que fue tu padre.
—Ahora te digo, Amadís —dijo el gigante—, que esta tan gran osadía en venir a mi a tierra yo no sé a la parte que la eché: o al tu gran esfuerzo, o la fama de ser mi palabra tan verdadera. Pero tu gran corazón lo ha causado que nunca temió ni dejó de acometer y vencer todas las cosas peligrosas, y pues que la fortuna te es tan favorable, no es razón que yo de aquí adelante procure de contradecir tus fuerzas, pues que ya me mostró lo que las mías para te nucir bastaban, y en esto que me dices de mi hijo, yo te lo doy que hagas de él a tu voluntad, y no por bueno, como yo lo esperaba, mas por malo, porque el que no guarda su palabra, ninguna cosa que de loar sea le puede quedar, y asimismo doy por quito al caballero y a su hija con su compaña como lo mandas, y quiero quedar por tu amigo para hacer tu mandado en las cosas que menester me hubieres.