Amadís de Gaula (160 page)

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Authors: Garci Rodríguez de Montalvo

BOOK: Amadís de Gaula
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Amadís preguntó a los que allí estaban qué era aquello; ellos le dijeron la causa por lo que se hacía, lo cual muy bien le pareció, y acto de gran señor, y vínole en mientes que si estando en la Ínsula Firme con su señora le viniese ocasión de hacer alguna batalla con alguno que allí se la demandase, que él lo mandaría hacer, porque a su parecer aquel son era cosa para crecer el esfuerzo del caballero por quien se hiciese.

Pues cesando las trompetas abrieron las puertas del alcázar y salió el gigante encima del otro caballo que había enviado a Amadís, y su lanza en su mano, y armado de unas armas de acero muy limpio como el espejo, así el yelmo como el escudo a su mesura, y unas hojas que todo lo más del cuerpo le cubrían, y como vio a Amadís, díjole:

—Caballero de la Ínsula Firme, ahora que me ves armado, ¿osarme has atender?

—Ahora quiero —dijo él— que enmiendes a esta dueña del mal que le hiciste, si no guárdate de mí.

Entonces el gigante movió contra él cuanto el caballo lo pudo llevar, e iba tan grande que no había caballero en el mundo por esforzado que fuese que no le pusiese gran pavor, y como iba muy recio y con gran codicia de lo encontrar, bajó tanto la lanza por no errar el golpe, así que encontró el caballo de Amadís por mitad de la frente y metió la lanza por la cabeza del caballo y por el pescuezo gran pieza, pero Amadís, a quien su grandeza ni valentía no turbaban, como aquél que ya sabía qué cosa eran los semejantes, lo encontró en el grande y fuerte escudo tan reciamente, que por fuerza hizo salir al gigante de la silla y cayó en el campo, que era muy duro, gran caída, de que fue quebrantado mucho y el caballo de Amadís cayó muerto con él en el suelo, del cual Amadís salió lo más presto que pudo, aunque a gran afán que le tomó la una pierna debajo y levantóse y vio al gigante que se levantaba y estaba algo desacordado, pero no tanto que no pusiese luego mano a una espada de muy fuerte acero que traía, con la cual pensaba que no había en el mundo tan fuerte caballero que dos golpes le osase esperar que le no tulliese o matase. Amadís puso mano a la su muy buena espada y cubrióse de su escudo y fuese para él, y el gigante asimismo vino contra él, el brazo alto por lo herir con tan gran desatiento, así como la su gran soberbia, como porque el encuentro de la lanza que Amadís le dio fue en derecho del corazón, y por tan gran fuerza dado, que le juntó el escudo con el pecho tan reciamente que la carne fue magullada y las ternillas quebradas, de manera que le daban gran dolor y le quitaban mucho de la fuerza del aliento. Amadís como así lo vio venir conoció que perdido venía, y alzó el escudo cuanto más pudo por recibir en él el golpe, y el gigante descargó tan recio y la espada cortó tan livianamente que desde el brocal hasta ayuso le llevó el un tercio del escudo que no le alcanzó más, así que si más en lleno le alcanzara también fuera el brazo con ello a tierra. Amadís, como mucho aquel menester había usado y en casos tan peligrosos se supiese librar, no perdiendo ni olvidando cosa de lo que hacer debía, antes que el gigante el brazo contra sí tirase, hirióle de tal golpe cabe el codo que como quiera que la manga de la loriga muy fuerte y de muy gruesa malla era, no le pudo prestar ni estorbar que la su muy buena espada no se la tajase hasta la cortar gran parte de la carne del brazo y la una de las canillas. El gigante sintió mucho aquel golpe, y tiróse ya cuanto afuera, pero Amadís fue luego a él y diole otro golpe por cima del yelmo de toda su fuerza, que la llama salió tan grande como si con otra cosa así se lo encendiera y torcióle el yelmo de la cabeza, así que la vista le quitó.

Cuando el caballero gobernador de la Ínsula del Infante que con Amadís allí había venido, vio los golpes que Amadís daba, así el encuentro de la lanza, con el cual había sacado de la silla una cosa tan valiente y tan pesada como era aquel gigante, como los que con la espada le daba, comenzóse a santiguar muchas veces, y dijo a la dueña que cabe sí tenía:

—Dueña, ¿dónde hallasteis aquel diablo que tales cosas hace, cual nunca otro caballero hizo que mortal fuese?

La dueña le dijo:

—Si de tales diablos como éste muchos por el mundo anduviesen, no habría tantos cuitados y corridos de los soberbios y malos como hay.

El gigante fue muy prestamente con sus manos al yelmo por lo enderezar, y sintió que del brazo derecho había perdido mucha fuerza que apenas la espada podía tener en la mano y tiróse más afuera, mas Amadís juntó luego con él como de comienzo, y diole otro gran golpe encima del brocal del escudo, pensando darle en la cabeza, y no pudo, que el gigante como el golpe vio venir tan recio, alzó el escudo para lo recibir en él, y la espada entró tanto por él que cuando Amadís la pensó sacar no pudo y el gigante lo pensó herir, mas no pudo levantar el brazo, sino poco de manera que el golpe fue flaco. Entonces Amadís tiraba por la espada cuanto podía y el gigante por el escudo, así que con la gran fuerza del uno y del otro, convino que las correas con que lo tenía al cuello quebrasen, y llevó Amadís el escudo con su espada, lo cual le pudiera hacer y traer a gran peligro, porque en ninguna guisa de ella se podía ayudar. El gigante, como así lo vio y se vio sin escudo, tomó la espada con la mano izquierda y comenzó a dar a Amadís golpes con ella, pero él se guardaba con mucha ligereza cubriéndose de su escudo, mas no en tal forma que excusar pudiese que los golpes del gigante no le rompiesen en algunas partes la loriga y le llegasen a la carne, y ciertamente si el gigante pudiera herir con la diestra mano él se viera en gran peligro de muerte, mas con la izquierda, aunque los golpes grandes y de gran fuerza fuesen, eran muy desvariados que lo más de ellos faltaban e iban en vano. Amadís comoquiera alzar la espada para lo herir subía con ella el escudo en que metida estaba, así que no entendía en al sino en se defender, pero como se viese embarazado y en tanto peligro, acordó en se remediar lo más presto que pudo, y tiróse ya cuanto afuera, y sacó del cuello su escudo y echólo en el campo entre él y el gigante y puso el un pie encima del escudo del gigante y tiró con ambas manos por la espada tan recio que la sacó de él. En este comedio el gigante tomó con la mano derecha el escudo de Amadís, y aunque harto liviano era, apenas lo podía levantar ni sostener con el brazo, que la herida fue grande y cabe la coyuntura del codo y con la mucha sangre que se le había ido, tenía el brazo casi muerto, que apenas lo podía alzar ni trabar con la mano sino muy flacamente, y lo que más le impedía y fatigaba era la carne magullada y los huesos quebrados que sobre el corazón tenía del encuentro de la lanza que ya oísteis, que le quitaba tanto del aliento que apenas podía resollar, pero como él fuese muy valiente de fuerza y de corazón y se viese en aventura de muerte sufríase con gran trabajo, y esto fue porque después que la espada de Amadís con el gran golpe quedó metida en el escudo nunca con ella le había podido herir ni hacer estorbo, mas como la sacó y se halló libre de aquel embarazo, tomó por las embrazaduras del escudo del gigante que apenas le podía levantar según su grandeza y pesadumbre, y fuelo a herir de muy grandes golpes, probando todo su poder de manera que el gigante fue tan aquejado así con la prisa que Amadís le daba como por se defender y herir, que se le cerró el corazón de dolor que en él tenía y cayó como muerto en el campo.

Cuando los hombres que en el alcázar estaban mirando esto vieron, dieron muy grandes voces, y las dueñas y doncellas grandes gritos, diciendo:

—Muerto es nuestro señor, muera el traidor que lo mató.

Amadís en cayendo el gigante fue luego sobre él y quitóle el yelmo y púsole la punta de la espada en el rostro y díjole:

—Balán, muerto eres si a la dueña no satisfaces el daño que le hiciste.

Mas él no le respondió ni entendió lo que le dijo, que estaba como muerto. Entonces llegó el caballero de la Ínsula del Infante, que con Amadís allí había venido, y dijo:

—Señor caballero, ¿es muerto el gigante?

—Entiendo que no —dijo Amadís—, mas el grande ahogamiento lo tiene tal como veis, que yo no le veo golpe mortal ninguno.

Y decía verdad, que el golpe que en el pecho tenía que el aliento le quitó, no lo había él visto ni sentido. El caballero le dijo:

—Señor, por cortesía os pido que no le matéis hasta que sea en su acuerdo y tenga juicio para enmendar a esta dueña a su voluntad, y también porque si él muere, ninguno será poderoso de os dar la vida.

—Por eso —dijo Amadís— no dejaré yo de él de hacer mi voluntad, mas por amor vuestro y por el deudo que con Gandalac tiene me sufriré de lo matar, hasta que de él sepa si querrá venir en lo que yo le pediré.

Estando en esto vieron salir del castillo al hijo del gigante con hasta treinta hombres armados, y venían diciendo;

—¡Muera, muera el traidor!

Cuando Amadís esto oyó, ya podéis entender qué esperanza tenía en su vida, viéndolos todos de rondón venir a lo matar, pero acordó de no se poner a su mesura, y que la muerte le viniese sobre haber hecho todo su poder sin faltar cosa de lo que hacer debía y miró a un cabo y a otro alrededor y vio una quiebra entre aquellas peñas de que la plaza era cerrada, que aquella plaza fue allí hecha a mano quitando todos los roquedos y peñas y alrededor quedaron muchas de ellas y fuese yendo hacia allá y llevó el escudo del gigante, que muy grande y fuerte era, y púsose a la entrada de aquella quiebra que por ninguna parte le podían nucir sino por delante ni tampoco por encima que se hacía allí una solapa.

Pues la gente llegó los unos al gigante por ver si era muerto y los otros contra Amadís y tres hombres que delante llegaron echaron en él las lanzas, mas no le hicieron mal, que como el escudo era como se os ha dicho muy grande y muy fuerte, todo lo más del cuerpo le cubría y de las piernas, lo cual después de Dios le dio la vida y de estos tres llegó el uno con su espada para lo herir, y como Amadís lo vio cerca salió para él y diole tal golpe por encima de la cabeza que le hendió hasta el pescuezo y derribólo muerto a sus pies. Cuando los otros le vieron fuera de aquella guarida llegaron todos por lo matar, mas él se tornó luego allí y al primero que llegó diole un golpe en el hombro que las armas no le tuvieron ninguna pro, que el brazo cayó en el suelo y el hombre muerto del otro cabo. Estos dos golpes los escarmentaron tanto que ninguno fue osado de se a él acostar y cercáronlo allí por delante y por los lados, que por otra parte no podían y tirábanle lanzas y saetas y piedras tantas que hasta la mitad del cuerpo estaba cubierto, pero ninguna cosa le nucía, que el escudo le amparaba de todo ello.

En este comedio llevaron el gigante al castillo haciendo gran duelo y pusiéronlo en su lecho tal como muerto, sin sentido alguno, y tornáronse luego aquéllos que lo llevaron a ayudar a sus compañeros, y como llegaron vieron que ninguno a él se llegaban, y como tenía los dos hombres muertos cabe sí y como venían holgados y con gran saña y no sabían ni habían visto sus golpes tan esquivos, llegáronse a lo herir con las lanzas, mas Amadís estuvo quedo bien cubierto de su escudo, y al uno que llegó más delantero que la lanza le dio a manteniente en el escudo diole tal golpe que la cabeza le hizo volar lejos, y luego se desviaron aquéllos con los otros que ninguno se osaba a él llegar, pues así estando sin más hacer, salvo tirándole muchas saetas y piedras infinitas, el caballero de la Ínsula del Infante hubo gran piedad de lo así ver y bien cuidó que si lo matasen que moría el mejor caballero que nunca armas trajo, y fuese luego al hijo del gigante que desarmado estaba por su tierna edad y díjole:

—Bravor, ¿por qué haces esto contra la palabra y verdad de tu padre, la cual nunca hasta hoy se halla ser quebrada?; mira que eres su hijo y le has de parecer en las buenas maneras, y mira que tu padre lo aseguró de todos los suyos salvo de él solo, y que si sobre esto le haces matar, nunca te cumple parecer ante hombres buenos que siempre serás aviltado y en gran menosprecio tenido.

El mozo le dijo:

—¿Cómo sufriré yo ver a mi padre muerto delante de mí y que no tome venganza del que lo hizo?

—Tu padre —dijo él— no es muerto ni tiene golpe de que, morir deba, que yo lo miré estando en el suelo y aquel caballero, a mi ruego, y porque me dijo que le preciaba mucho por el deudo que con Gandalac tiene, lo dejó de matar, que en su mano estaba de lo hacer.

—¿Pues qué haré? —dijo el mozo.

—Yo te lo diré —dijo el caballero—. Hazlo tener cercado así como lo está, toda esta noche sin que daño reciba, y de aquí a la mañana se verá la disposición de tu padre, y según él estuviere así tomarás el acuerdo que en tu mano y voluntad está la vida o la muerte suya, que de aquí no puede salir si tú no lo mandas.

El mozo le dijo:

—Mucho te agradezco lo que me aconsejas, que si éste muriese y mi padre vivo quedase, no me cumplía parar en todo el mundo donde él lo supiese, que bien cierto soy que me buscaría para me matar.

—Pues eso conoces —dijo él—, haz lo que te aconsejo: déjame hablar primero con mi madre y abuela, y hágase con su consejo.

—Por bien lo tengo —dijo el caballero—, y entretanto manda a tus hombres que no hagan más de lo que han hecho.

El mozo dijo:

—Por demás será ese mandamiento, que según me parece que aquel caballero defiende su vida, que si de hambre no, de otra manera, según veo, no hay quien matarle puede, pero por lo que me aconsejas, haré lo que me dices.

Entonces les mandó que estuviesen allí y guardasen bien, que aquel caballero no saliese de donde estaba, sin le hacer mal ninguno, en tanto que allí estaban hicieron su mandado, y él se fue y habló con aquellas dueñas, y como quiera que su pasión y tristeza de ellas grande fuese, considerando que el caballero no se podría ir, y viendo cómo el gigante iba cobrando huelgo y algún acuerdo, y temiendo pasar su verdad, dijéronle que así se hiciese como aquel caballero de la Ínsula del Infante se lo había aconsejado, a lo cual mucho ayudó cuando su madre de este mozo sabedora, que aquel caballero amaba a su padre Gandalac, que temió no fuese don Galaor, aquél que su padre había criado y le restituyó en el señorío de la Peña de Galtares, matando Albadán el gigante bravo que forzado se lo tenía, como más largo lo cuenta el primer libro de esta historia, el cual ella mucho bien conocía, y lo amaba de corazón porque su marido en tal punto estaba, que a gran deshonestidad le fuera contado, ella misma por su persona supiera si el caballero era don Galaor o alguno de sus hermanos, que a todos ellos había visto en casa del rey Lisuarte, donde estuvo algún tiempo en la sazón que fue la batalla del rey Lisuarte con el rey Cildadán, en la cual su padre y sus hermanos fueron e hicieron cosas extrañas en armas en servicio del rey Lisuarte por amor de don Galaor, como el segundo libro de esta historia más largo lo cuenta. Con este acuerdo tomó el mozo a tal hora que era ya noche cerrada y mandó poner un fuego grande delante donde Amadís estaba, que de su concierto ninguna cosa sabía, y allí hizo a sus hombres que armados velasen a buen recaudo, porque el caballero no saliese y les hiciese mal, que lo temían como a la muerte.

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