Authors: Garci Rodríguez de Montalvo
—Caballero, no seáis de tan mal talante en otorgar las coronas de las doncellas a aquella hermosa dueña, pues que las merece.
Salustanquidio no respondió, y dejándole allí se fue para el rey y dijo en su lenguaje:
—Buen rey, aquel caballero, aunque ya está sin soberbia, no quiere otorgar las coronas a aquella señora que las atiende ni la quiere defender ni responder; otorgadlas vos por juicio, como es derecho, si no cortarle he la cabeza y serán las coronas otorgadas.
Entonces se tornó donde el caballero estaba, y el rey preguntó lo que dijera, y el conde su tío se lo hizo entender, y díjole:
—Vuestra es la culpa en dejar morir aquel caballero ante vos, pues que no puede defenderse; con derecho podéis juzgar las coronas para el Caballero Griego.
—Señor —dijo don Grumedán—, dejad al caballero, haga lo que quisiere, que en los romanos hay más artes que en la raposa, que si él vive dirá que aún estaba en disposición de mantener la batalla si os no quejareis tanto en el juicio.
Todos se reían de lo que don Grumedán dijo, y a los romanos les quebraban los corazones. Y el rey, que vio al Caballero Griego descender del caballo y querer cortar la cabeza a Salustanquidio, dijo a Argamonte:
—Tío, acorred presto y decidle que sufra de lo matar y que tome las coronas, que yo se las otorgo, y las sé donde debe.
Argamonte fue contra él dando voces que oyese el mandado del rey. El Caballero Griego tiróse afuera y puso la espada sobre el hombre, en esto llegó el conde y díjole:
—Caballero, el rey os ruega que por el vos sufráis de matar ese caballero y mandaos que toméis las coronas.
—Pláceme —dijo él—, y sabed, señor, que si yo me combatiese con algún vasallo del rey, no lo mataría si por otra cualquier guisa pudiese acabar lo que comenzase; mas a los romanos matarlos y deshonrarlos, como a malos que ellos son, siguiendo las falsas maneras de aquel soberbio emperador su señor, de quien todos ellos aprenden a ser soberbios y a la fin cobardes.
El conde se tornó al rey y díjole cuanto el caballero dijera. Y el caballero cabalgó en su caballo, y tomando del padrón ambas las coronas las llevó a Grasinda y púsole en la cabeza la corona de las doncellas y la otra diola a una su doncella que la guardase; el Caballero Griego dijo a Grasinda:
—Mi señora, vuestro hecho es en el estado que deseabais, y yo, por la merced de Dios quito del don que os prometí; idos, si os pluguiere, a la tienda a holgar, y yo atenderé si los romanos, con este pesar que han habido, saldrán al campo.
—Mi señor —dijo ella—, yo no me partiré de vos por ninguna guisa, que no puedo yo haber mayor descanso ni holganza en cosa que en ver vuestras grandes caballerías.
—Hágase —dijo él— vuestra voluntad.
Entonces arremetió el caballo, y hallólo recio y holgado que poco afán llevara aquel día, y echó su escudo al cuello y tomó una lanza con un pendón muy hermoso y llamó a la doncella que allí viniera con el mensaje de Grasinda, y díjole:
—Amiga, id al rey y decidle que ya sabe cómo quedo, que si de la primera batalla yo quedase para me poder combatir, que tendría campo a dos caballeros que juntos a mí viniesen, y ahora conviene me cumplir aquella locura y que le pido de merced que no mande combatir conmigo ninguno de sus caballeros, porque ellos son tales que no ganarían honra conmigo en me vencer, mas déjeme con los romanos, que han comenzado sus batallas, y verá si por yo ser griego los temeré.
La doncella se fue al rey, y por el lenguaje francés le dijo aquello que el Caballero Griego mandara decir.
—Doncella —dijo el rey—, a mí no me place que ninguno de mi casa ni de mi señorío se combata con él; él lo ha pasado hoy a su honra, y yo le precio mucho, y si le pluguiese quedar conmigo hacerle había mucho bien, y los de mi corte y tierra defiendo yo que lo dejen que en él tengo que hacer; pero los romanos, que son sobre sí, hagan lo que les pluguiere.
Esto decía el rey, porque tenía mucho que hacer en la partida de Oriana, su hija, y porque no tenía a esa sazón en su corte ninguno de sus preciados caballeros que por no ver la crueldad y sinrazón que a su hija hacía de allí se habían partido, solamente eran en la corte don Guilán el Cuidador, que doliente estaba, y Cendil de Ganota, que las piernas tenía pasadas de una flecha, con que le hirió Brondajel de Roca, romano, en un monte, que el rey corría por dar a un venado. Oída la respuesta por la doncella que el rey le dio, díjole:
—Señor, muchas mercedes halláis del bien y merced que al Caballero Griego hacéis, mas ser cierto que si él en Gracia quisiese quedar con el emperador, todo lo que él demandara le fuera otorgado; pero su voluntad no es sino de andar suelto por el mundo socorriendo a las dueñas y doncellas que tuerto reciben, y a otros muchos que se lo piden justamente, y en estas cosas y otras que siempre se le descubren, ha hecho tanto que no tardará de venir a vuestra noticia por do en mucho más de vos, señor, y de los otros que no lo conocen será tenido y preciado.
—Así Dios os salve, doncella; decidme: ¿de quién será ese mandado?
—Cierto, señor, yo no lo sé; pero si su fuerte corazón de alguna cosa es sojuzgado, creo que no será sino de alguna que en extremo ama, que bajo de su señorío es puesto, y a Dios quedad encomendado, que a él me vuelvo con esta respuesta, y quien lo quisiere, allí en este campo lo hallará hasta mediodía.
Oída la respuesta, el Caballero Griego fuese yendo un paso contra donde Grasinda estaba, y dio al uno de los hijos del mayordomo el escudo y al otro la lanza, y no se quitó el yelmo por no ser conocido, y dijo al que le tomara el escudo que lo fuese poner encima del padrón y que dijese que el Caballero Griego lo mandara poner contra los caballeros de Roma para atender lo que había prometido, y él tomó a Grasinda por la rienda y estuvo con ella hablando. Había entre los romanos un caballero que después de Salustanquidio en mayor prez de armas lo tenían, que Maganil había nombre, y bien pensaban ellos que dos caballeros de aquella tierra no le tendrían campo, y él traía dos hermanos consigo, otrosí buenos caballeros, y como el escudo fue en el padrón puesto, miraban los romanos a este Maganil como que de él esperaban la honra y la venganza; pero él les dijo:
—Amigos, no me miréis, que no puedo en aquello hacer ninguna cosa, que yo tengo prometido al príncipe Salustanquidio si saliese de su batalla en guisa de se combatir no pudiese, que tomare a mi cargo la batalla de don Grumedán, y mis hermanos conmigo, y si él no osare combatir con nosotros y sus compañeros, que por él la he de tomar, entonces yo os vengaré del caballero.
Y ello estando así hablando vinieron dos caballeros de su compaña romana; bien armados de ricas armas y en hermosos caballos, al uno decían Gradamor y al otro Lasamor, y ambos eran hermanos, y sobrinos de Brondajel de Roca, hijos de su hermana, que era brava y soberbia, y así lo era el marido y los hijos, por causa de lo cual eran muy temidos de los suyos, y por ser sobrino de Brondajel, que era mayordomo mayor del emperador; y éstos llegados al campo como oís, sin hablar ni se humillar al rey, fuéronse al padrón, y el uno de ellos tomó el escudo del Caballero Griego y dio con él tal golpe en el padrón que lo hizo pedazos, y dijo en voz alta:
—Mal haya quien consiente que delante de romanos se ponga escudo de griego contra ellos.
El Caballero Griego, cuando su escudo vio quebrado, fue tan sañudo que el corazón le ardía con saña, y dejando a Grasinda fue a tomar la lanza que el escudero le tenía, y no se curó del escudo, aunque Angriote le decía que tomase el suyo, y dejóse ir a los caballeros de Roma y ellos a él, e hirió de la lanza al que le quebrara el escudo tan duramente que lo lanzó de la silla y de la caída le saltó el yelmo de la cabeza, así que quedó tullido, sin se poder levantar, y todos pensaron que muerto era, y allí perdió la lanza el Caballero Griego y echó mano a su espada y volvió a Lasanor, que de grandes golpes le hería, y diole por cima del hombro y cortóles las armas y la carne hasta los huesos e hízole caer la lanza de la mano y diole otro golpe por encima del yelmo, que perdiendo las estriberas le hizo abrazar a la cerviz del caballo. Y como así lo vio, pasó presto la espada a la mano siniestra y trabóle del escudo y llevóselo del cuello, y el caballero cayó en el campo, mas levantóse luego con el temor de la muerte, y vio a su hermano que estaba en pie, la espada en la mano, y fuese juntar con él, y el Caballero Griego, temiendo que el caballo le matarían, descabalgó de él y embrazó su escudo que él tomara y con su espada se fue para ellos e hiriólos tan recio que los hermanos no lo pudieron sufrir ni tener campo, así que los que le miraban se espantaban de le ver tan valiente que en poco los estimaba. Allí hizo él conocer a los romanos su bondad y la flaqueza de ellos y dio luego a Lasanor un golpe en la pierna siniestra que no se pudo tener, pidiéndole merced, mas él hizo que no le entendía y diole del pie en los pechos y lanzóle en el campo tendido y tornó contra el otro que el escudo le quebraba, mas no le osó atender, que mucho dudaba la muerte que contra él venía y fuese a donde el rey estaba, pidiéndole merced a altas voces que no lo dejase matar. Mas aquel que lo seguía se le paró delante, y a grandes golpes que le dio le hizo tornar al padrón, y cuando a él llegó andaba al derredor por le guardar de los golpes. Y el Caballero Griego, que gran saña tenía, queríale herir, y a las veces acertaban el padrón, que de piedra muy dura era, y hacía de él y de la espada salir llamas de fuego, y como le vio cansado que ya no se mudaba, tomóle entre sus brazos y apretóle tan fuertemente que de toda su fuerza lo desapoderó y dejóle caer en el campo. Entonces tomóle el escudo y diole con él tal golpe encima de la cabeza que fue hecho piezas, y el romano quedó tal como muerto y púsole la punta de la espada en el rostro y púsola ya cuanto, y Gradamor estremecióse y escondía el rostro del gran miedo y ponía sus brazos sobre la cabeza, con temor de la espada, y comenzó a decir:
—¡Ay, buen griego, señor, no me matéis y mandad lo que haga!
Mas el Caballero Griego mostraba que no lo entendía, y como lo vio acordado, tomóle por la mano, y dándole de llano con la espada en la cabeza le hizo mal de su grado con él en pie e hízole señal que se subiese en el padrón, mas él era tan flaco que no podía, y el griego le ayudó, y estando así de pie sosegado, diole de las manos tan recio que le hizo caer tendido, y como era grande y pesado y cayera de alto quedó tan quebrantado que no bullía, y el griego le puso las piezas del escudo sobre los pechos y yendo a Lasanor tomóle por la pierna y llevólo arrastrando cabe su hermano, y todos pensaban que los quería descabezar, y don Grumedán, que con placer lo miraba, dijo:
—Paréceme que el griego bien ha vengado su escudo.
Esplandián el doncel, que la batalla miraba, pensando que el Caballero Griego quería matar a los dos caballeros que vencidos tenía, habiendo duelo de ellos, dio de las espuelas a su palafrén y llamó a ambos su compañero y fue donde los caballeros estaban.
El Caballero Griego que así lo vio venir, esperóle por ver lo que quería, y como cerca llegó parecióle el más hermoso doncel de cuantos en su vida viera, y Esplandián llegó a él y díjole:
—Señor, pues que estos caballeros son en tal estado que no se pueden defender y es conocida la vuestra bondad, hacedme gracia de ellos, pues con vos queda toda la honra.
Y él daba a conocer que no lo entendía.
Y Esplandián llamó a altas voces al conde Argamonte que se llegase allí, que el Caballero Griego no le entendía su lenguaje. Y el conde vino y el griego le preguntó qué demandaba el doncel, y él le dijo:
—Pídeos, señor, esos caballeros que se los deis.
—Mucho favor había de los matar —dijo él—, pero yo se los otorgo.
Y díjole al conde:
—Señor, ¿quién es este tan hermoso doncel y cuyo hijo es?
El conde le dijo:
—Cierto, caballero, eso no os diré yo, que no lo sé, ni ninguno que en esta tierra sea, y contóle la manera de su crianza.
—Yo ya oí hablar de este doncel en Romania —dijo él—, y pienso que se llama Esplandián, y dijeron que tenía en los pechos unas letras.
—Y verdad es —dijo el conde—, y bien las podéis ver si queréis.
—Mucho os lo agradeceré y a él que me las enseñe, que extraña cosa es de oír y más de ver.
El conde le rogó a Esplandián que se las mostrase y llegóse más cerca, y traía cota y capirote francés, tronado con leones de oro, una cinta de oro estrecha, ceñida, y el sayo y capirote se abrochaba con broches de oro, y quitando alguna de las brochas mostró el Caballero Griego las letras de que fue maravillado, teniéndolo por la más extraña cosa que nunca oyera, y las letras blancas decían Esplandián, mas las coloradas no lo pudo entender, aunque bien cortadas y hechas eran, y díjole:
—Doncel hermoso, Dios os haga bienaventurado.
Entonces se despidió del conde y cabalgó en su caballo, que allí su escudero le tenía, y fuese donde Grasinda estaba y díjole:
—Señora, enojada habéis estado en esperar mis locuras, mas poned la culpa a la soberbia de los romanos que lo han causado.
—Así Dios me salve —dijo ella—, antes las vuestras venturas buenas me hacen ser muy alegre.
Entonces movieron de allí contra las fustas, y Grasinda, con gran gloria y alegría de su ánimo, y no menos el Caballero Griego en haber parado tales a los romanos, de que muchas gracias daba a Dios. Pues llegados a las barcas, haciendo poner las tiendas dentro, movieron luego la vía de la Ínsula Firme. Mas dígoos de Angriote de Estravaus y don Bruneo que quedaron por mandado del Caballero Griego en una galera, porque escondidamente ayudasen a don Grumedán en la batalla que puesta tenía con los romanos, rogándoles que pasando aquella afrenta como Dios pluguiese procurasen de saber algunas nuevas de Oriana y se fuesen luego a la Ínsula Firme. Al buen doncel Esplandián fue mucho agradecido lo que hizo por los caballeros romanos en les quitar la muerte a que tan allegados estaban.
Cómo el rey Lisuarte envió por Oriana para la entregar a los romanos, y de lo que acaeció con un caballero de la Ínsula Firme, y de la batalla que pasó entre don Grumedán y los compañeros del Caballero Griego contra los tres romanos desafiadores, y de cómo, después de ser vencidos los romanos, se fueron a la Ínsula Firme los compañeros del Caballero Griego, y de lo que allí hicieron.
Oído habéis cómo Oriana estaba en Miraflores y la reina de Sardamira con ella, que por mandado del rey Lisuarte la fue a ver para le contar las grandezas de Roma y el mando tan crecido que con aquel casamiento del emperador se le aparejaba.