Authors: Garci Rodríguez de Montalvo
—Señores, haced meter los escudos en la tienda si no queréis mantener la costumbre de la tierra, que es que cualquiera caballero que pone el escudo o lanza fuera de la tienda o casa o choza donda posare le conviene mantener justa a los caballeros que se la demandaren.
—Bien entendemos esa costumbre, y por eso lo ponemos fuera —dijeron ellos—. Dios mande que antes que de aquí manos nos sea la justa por algunos demandada.
—En el nombre de Dios —dijo don Grumedán—, pues algunos caballeros suelen andar por aquí, y si vinieren miraremos cómo lo hacéis.
Y estando como oís, no tardó mucho que vino aquel preciado y valiente don Florestán, que muchas tierras había andado buscando a su hermano Amadís, que nunca de él ningunas nuevas supo. Y andaban con gran pesar y tristeza, y porque supo que en casa del rey Lisuarte eran venidas gentes de Roma y de otras partes que pasaran la mar, vino allí por saber de ellos algunas nuevas de su hermano, y cuando vio las tiendas cerca del camino por donde él iba, fuese para allá por saber quién allí estaba, y llegando a la tienda de la reina Sardamira, viólo estar en un estrado, y era una de las más hermosas mujeres del mundo, y la tienda tenía las alas alzadas, así que se parecían todas sus dueñas y doncellas, y por mirar mejor a la reina, que tan bien y tan apuesta semejaba, llegóse así a caballo por entre las cuerdas de la tienda por la mejor mirar, y estúvola catando una pieza, y así estando llegó a él una doncella que le dijo:
—Señor caballero, no estáis muy cortés a caballo tan cerca de tan buena reina y otras señoras de gran guisa que allí están; mejor os estaría catar a aquellos escudos que allí están que os demandan y a los señores de ellos.
—Cierto, muy buena señora —dijo don Florestán—. Vos decís gran verdad, mas por fuerza, mis ojos deseando ver la muy hermosa reina dieron causa que en tan gran yerro cayese, y pidiendo perdón a la buena señora y a todas vosotras haré la enmienda que por ella me fuere mandada.
—Bien decís —dijo la doncella—. Pero es menester que antes del perdón que la enmienda se haga.
—Buena doncella —dijo don Florestán—, eso luego lo haré yo si por mi fe puede hacer, con tal que no se me demande que deje de hacer lo que debo contra aquellos escudos os lo mandar poner dentro en la tienda.
—Señor caballero —dijo ella—, no creáis que tan ligeramente los escudos allí se pusieron, que antes que sean quitados habrán ganado por el gran esfuerzo de sus señores todos los que por aquí pasaren, que defendérseles quisieran para los llevar a Roma, y los nombres de los caballeros cuyos fueron escritos en los brocales en señal que parezca la bondad que tos romanos han, sobre los caballeros de otras tierras, y si queréis guardaros de vergüenza caer, tornad vos por do vinisteis y no será llevado vuestro escudo y nombre, donde con, pregón vuestra honra será menoscabada.
—Doncella —dijo él—, si a Dios pluguiere no me guardaré de esas vergüenzas que me decís, ni me fío tanto en vuestro amor que a ninguno de estos consejos me atenga, antes entiende llevar estos escudos a la Ínsula Firme.
Entonces dijo a la reina:
—Señora, a Dios seáis encomendada y Él, que tan hermosa os hizo, vos dé mucha alegría y placer.
Y movió contra los escudos. Y don Grumedán, que bien oyera todo los que con la doncella pasó, preciólo mucho, y más cuando en la Ínsula Firme le oyó hablar que luego cuidó que del linaje de aquel esforzado Amadís sería, y bien creyó que haría lo que a la doncella había dicho de llevar los escudos a la Ínsula Firme, y plúgole mucho por ver los caballeros romanos qué tales eran en armas, y no conocía él a don Florestán, pero parecióle muy bien armado a maravilla, y muy hermoso cabalgante, y así lo era, y teníale por muy esforzado en acometer tan gran cosa, y deseábale todo bien, y más lo hiciera si supiera ser don Florestán que mucho le amaba y le apreciaba, y don Florestán, que se veía delante del que sabía no haber en toda la corte caballero que tanto conocimiento de las cosas de las armas como él hubiese, crecíale el corazón y ardimiento, porque en él punto de cobardía no sintiese. Y llegóse a los escudos y puso el cuento de la lanza en el primero y segundo y tercero y cuarto y quinto, y esto hacía él porque así había de ir a las justas uno en pos de otro, según los escudos tocados fueron. Esto hecho apartóse por el campo cuanto un trecho de arco, y echó su escudo al cuello, y tomó una lanza gruesa y buena, y enderezándose en la silla, estuvo atendiendo, y don Florestán traía siempre consigo cada que podía dos o tres escuderos por ser mejor servido, y porque le trajesen lanzas y hachas, de que él muy bien se sabía ayudar, que en muchas tierras no se hallaría otro caballero que tan bien justase como él, y estando así atendiendo los romanos que armados estaban en una tienda, arrebatáronse a cabalgar presto e ir a él, y don Florestán les dijo:
—¿Qué es eso señores; queréis venir todos a uno? Quebráis las costumbres de esta tierra.
Y Gradamor, un caballero romano por quien los otros se mandaban dijo a don Grumedán que les dijese cómo debían hacer, pues que él mejor que otros lo sabían. Don Grumedán les dijo:
—Así como los escudos fueron tocados uno en pos de otro, asi como los caballeros han de ir a las justas, y si me creyereis no iréis locamente, que según lo que de aquel caballero parece, no querrá para sí la vergüenza.
—Don Grumedán —dijo Gradamor—, no son los romanos de la condición de vosotros, que os loáis antes que el hecho venga. Y nosotros aún lo que hacemos lo dejamos olvidar, y por esto no hay ninguno que iguales no sean, y a Dios pluguiese que sobre esta razón fuese nuestra batalla y de aquel caballero. Aunque mis compañeros no metiesen ahí la mano.
Don Grumedán le dijo:
—Señor, pasad ahora con aquel caballero lo que a Dios pluguiere, y si él quedare libre y sano de estas justas yo haré que sobre esta razón que decís se combatan con vos, y si por ventura tal impedimento hubiere que no lo pueda hacer yo tomaré la batalla en mí en el nombre de Dios, e id ahora a vuestra justa y si de ella bien escapaseis quedaremos delante de esta noble reina que nos no podamos tirar afuera.
Gradamor rió como en desdén, y dijo:
—Ahora tuviésemos esa batalla que decís tan cerca como la justa de aquel caballero sandío que nos osa esperar —y dijo al caballero del primer escudo que se tocó—: Id luego y hacer de guisa que nos libréis del poco prez que en vencer a aquel caballero se ganaría.
—Ahora holgar —dijo el caballero—, que yo os lo traeré a toda vuestra voluntad y del escudo y de su nombre haced como os es mandado del emperador, y el caballo, que me semeja bueno, será mío.
Entonces en su caballo pasó el agua y fuese enderezando sus armas contra don Florestán, el cual que lo así vio venir y que el agua pasara hirió el caballo de las espuelas y fue para él, y el romano así mismo, y juntáronse de los caballos y escudos uno con otro que de los encuentros de las lanzas fallecieron y el romano que peor cabalgante era fue en tierra sin detenimiento y fue la caída tan grande que el brazo diestro hubo quebrado y fue muy mal tullido, así que a los que miraban les semejaba que muerto era tal le vieron; y don Florestán mandó descender a un escudero de los suyos que le tomase el escudo y lo colgase de un árbol, y asimismo le hizo tomar el caballo y él se tornó al lugar donde antes estaba haciendo señales como que se quejaba contra sí, porque el encuentro errara, y puso el cuento de la lanza en tierra, y luego vio venir otro caballero contra sí y para él fue lo más recio que el caballo lo pudo llevar, mas no erró aquella vez el golpe, antes lo hirió tan fuertemente en el escudo que se lo saltó y puso tan recio que lo lanzó del caballo y la silla sobre él en el campo y la lanza metida por el escudo y por la carne, que de la otra parte le apuntó, y don Florestán pasó por él muy apuesto y buen cabalgante y luego tornó sobre él y díjole:
—Don caballero romano, la silla que con vos llevasteis sea vuestra y el caballo sea mío, y si estas fuerzas en Roma quisiereis contar, yo os lo otorgo.
Y esto decía él en voz tan alta que bien lo oían la reina y sus dueñas y doncellas. Y digo os de don Grumedán que en gran manera fue alegre cuando esto oyó que el caballero de la Gran Bretaña decía y hacía con el de Roma, y dijo contra Gradamor:
—Señor, si vos y vuestros compañeros mejores no os mostráis no es razón que os derriben los muros de Roma por donde entréis cuando allá llegareis.
Gradamor le dijo:
—En mucho teméis lo que pasó, pues si mis compañeros acabasen sus justas, yo haré que a él digáis, y no con tanta ufanía como ahora tenéis.
—Cerca estamos de lo ver —dijo don Grumedán—, que según me parece aquel caballero de la Ínsula Firme bien defiende su ropa, y yo fío tanto en él que excusará la batalla que yo con vos tengo puesta.
Gradamor comenzó a reír sin gana y dijo:
—Cuando a mí viniere el hecho, yo os otorgaré todo lo que decía.
—¡En el nombre de Dios! —dijo don Grumedán—, y yo tendré mi caballo y mis armas presto para cumplir lo que dije, que según vuestro parecer poco os durará aquel caballero en el campo, aunque yo creo que su pensamiento es muy diverso del vuestro.
Y la reina pesaba mucho en oír las locuras de Gradamor y de los otros romanos. Mas don Florestán hizo tomar el escudo y el caballo al caballero, que como muerto estaba, y cuando se sacaron el trozo de la lanza, dio el caballero una voz dolorida demandando confesión. Y don Florestán, tomando una lanza, se tornó al mismo lugar donde antes estaba y no tardó que vio venir otro caballero en un grande y hermoso caballo, pero no con tanto esfuerzo como el primero, y fue cuanto pudo a don Florestán y salió al encuentro en soslayo, así que la lanza baraustó y fue perdido el encuentro y dio Florestán lo hirió en el yelmo y quebrándole los lazos se lo derribó de la cabeza rodando por el campo e hízole abrazar a las cervices del caballo, más no cayó. Y don Florestán tomó la lanza y sobremano y vino a él muy sañudo, y el caballero que lo vio venir así alzó el escudo y don Florestán le dio un tal golpe en él que se lo hizo juntar al rostro, así que fue aturdido, y perdió la rienda de la mano y como lo vio con tal desacuerdo, don Florestán dejó caer la lanza y tiró por el escudo tan recio que se lo sacó del cuello, y diole con él por encima de la cabeza dos golpes tan pesados que lo hizo caer del caballo tan sin sentido, que no hacía sino revolverse por el campo, y mandó tomar el caballo y a él le diesen su lanza, y fue al romano y díjole:
—De hoy más, si pudiereis, podéis ir a Roma a loaros de los caballos de la Gran Bretaña.
Y enderezándose en la silla fue contra el cuarto caballero que vio venir contra sí, más su justa fue por los primeros encuentros partida que don Florestán lo encontró tan duramente que él y caballo fueron en tierra, y el caballero hubo la pierna quebrada cabe el pie, y levantándose el caballo, el caballero quedó en el suelo sin se poder levantar, e hízole tomar el escudo, y el caballero como a los otros y él tomó una muy buena lanza de sus escuderos, y vio que venía contra él Gradamor con unas armas muy hermosas y frescas, y en un caballo obeso, grande y hermoso, y blandiendo la lanza como que la quería quebrar, de éste tenía don Florestán gran saña porque le amenazaba y Gradamor decía a una voz alta:
—Don Grumedán, no dejéis de os armar, que antes que en vuestro caballo seáis yo haré que este caballero que me atiende os haya menester en su ayuda.
—Ahora lo veremos —dijo don Grumedán—, mas por esas alabanzas no me quiero poner en ese trabajo hasta que vea cómo lo pasáis.
Gradamor que ya el agua pasara, vio a don Florestán contra sí venir al más correr de su caballo, muy cubierto de su escudo y la lanza baja por lo herir. Y él movió contra él a gran correr de su caballo y ambos los caballeros eran fuertes y valientes, y encontráronse de las lanzas, y Gradamor le pasó el escudo en derecho, del costado siniestro, y quebrantó las hojas por fuerza del golpe, que fue grande, y lanzólo fuera de la silla en una cava que ahí había que yacía llena de agua y de lodo y pasó por él, y mandóle tomar el caballo a sus escuderos, y don Grumedán que esto vio dijo contra la reina:
—Señora, seméjame que ya podré una pieza holgar en cuanto Gradamor enjuga sus armas y busca otro caballo en que se combata.
La reina dijo:
—Malditas sean sus locuras y soberbias de ellos que a todo el mundo hacen ensañar contra sí, después pasándolo a su vergüenza.
Gradamor se estuvo revolviendo en el agua y en el lodo una pieza, y cuando de ello hubo gran pesar de lo que le viniera, y quitó el yelmo de la cabeza y limpióse con su mano los ojos y el rostro del agua y del lodo que en él tenía y sacudió de ello lo más que pudo de sí, lanzó el yelmo en la cabeza, y don Florestán que lo así vio llegóse a él y díjole:
—Señor caballero amenazador, dígoos que si no os ayudáis mejor de la espada que de la lanza no será por vos llevado mi escudo ni mi nombre a Roma.
Gradamor le dijo:
—Pésame de la prueba de las lanzas, más no traigo esta espada sino para vengarme, y esto os haré yo luego ver si la costumbre de esta tierra osareis mantener.
Y don Florestán, que muy mejor que él la sabía, le dijo:
—¿Y qué costumbre es ésta que decís?
—Que me deis mi caballo —dijo él—, o descender del vuestro, y a pie nos ensayaremos de las espadas y será el juego común, y el que peor lo jugase quede sin mesura y merced.
Don Florestán le dijo:
—Bien creo yo que esta costumbre no la mantendréis vos, siendo vencedor, pero yo quiero descender de mi caballo, porque no es razón que caballero romano tan hermoso como vos sois, suba en caballo que el otro derribase.
Entonces se apeó y dio el caballo a sus escuderos y metió mano a su espada, y cubriéndose muy bien de su escudo, fue a gran paso contra él, con muy gran saña e hiriéndose de las espadas muy bravamente, así que la batalla era asaz brava y parecía a todos bien peligrosa por la saña que entre ellos era, más no duró que don Florestán, que más recio y fuerte era en bondad de armas, viendo que la reina y las mujeres lo miraban y don Grumedán, que muy mejor que ellas sabía de tales hechos, probó toda su fuerza, dándole tan grandes y pesados golpes que Gradamor, aunque muy valiente era, no lo pudo sufrir e íbale dejando el campo, tirándose a fuera contra la tienda de la reina, a fucia que don Florestán por su acatamiento de ella lo dejaría. Mas don Florestán se le pasó delante de su pesar, le hizo volver contra donde viniera y tanto lo cansó que Gradamor cayó tendido en el campo desapoderado de toda su fuerza y la espada le cayó de la mano y don Florestán le tomó el escudo y diolo a sus escuderos de sí, trabólo del yelmo y tiróselo tan fuertemente de la cabeza que una pieza lo arrastró por el campo y lanzó el yelmo en la cava del lodo, que ya oísteis, y tornó a él y tomándolo de la una pierna quísolo asimismo echar en el yelmo, y Gradamor comenzó a decir a altas voces que por Dios lo hubiese piedad, y la reina que lo veía dijo: