Authors: Garci Rodríguez de Montalvo
—Caballero de la Verde Espada, ¿podría ser por alguna guisa que quedaseis conmigo? No hay cosa que para ello me fuese demandada, y si en mi poder fuese que no la otorgase.
—Señor —dijo él—, tan grande es la vuestra virtud y grandeza que no osaría yo ni sabría pedir tanta merced como por ella me sería otorgada; pero no es en mí tanto poder que mi corazón lo pudiese sufrir, y, señor, no me culpéis en que no cumplo vuestro mandado, que si lo hiciese no me dejaría la muerte mucho tiempo en vuestro servicio.
El emperador creyó verdaderamente que su pasión no la causaba sino gran sobra de amor, y así lo pensaron todos, pues a esta sazón entró en el palacio aquella hermosa Leonorina con el su gesto resplandeciente que todas las hermosas desataba y las dos infantas con ella. Y ella traía en su cabeza una muy rica corona y otra muy más rica en las manos y fuese derechamente al caballero de la Verde Espada y díjole:
—Señor Caballero de la Verde Espada, yo nunca fui llegada a tiempo que pida don sino a mi padre, y ahora quiero lo pedir a vos; decidme, ¿qué haréis?
Y él hincó los hinojos ante ella y dijo:
—Mi buena señora, quién sería aquel de tan poco conocimiento que dejase de hacer vuestro mandado pudiéndolo cumplir no hiciese, y ahora, mi señora, demandad lo que más os agradare, que hasta la muerte será cumplido.
—Mucho me hicisteis alegre —dijo ella—, y mucho os lo agradezco, y quiero os pedir tres dones.
Y tirándose la hermosa corona de la cabeza dijo:
—Ésta sea el uno, que deis esta corona a la más hermosa doncella que vos sabéis, y saludándola de mi parte, le digáis que me envíe su mandado por carta o mensajero y que le envío yo esta corona, que son los dones que en esta tierra tenemos, aunque no la conozco.
Y luego tomó la otra corona en que había muchas perlas y piedras de muy gran valor, especialmente tres que alumbraban toda una cámara por oscura que estuviese, y dándola al caballero dijo:
—Ésta daréis a la más hermosa dueña que vos sabéis, y decidle que se la envío yo por haber su conocencia y que le ruego yo mucho que se me haga conocer por su mandado; éste es el otro don. Y antes que el tercero os demande, quiero saber qué haréis de las coronas.
—Lo que yo haré —dijo el caballero—, será cumplir luego el primer don y quitarme de él.
Entonces tomó la primera corona, y poniéndola en la cabeza de ella, dijo:
—Yo pongo esta corona en la cabeza de la más hermosa doncella que yo ahora sé, y si hubiese alguno que lo contrario dijese yo se lo haré conocer por armas.
Todos hubieron mucho placer de lo que él hizo, y Leonorina no menos, aunque con vergüenza estaba de se ver loar, y decían que con derecho se había quitado del don, y la emperatriz dijo:
—Por cierto, Caballero de la Verde Espada, antes querría yo por mí los que vencieseis por armas que las que mi hija venciese con su hermosura.
Él hubo vergüenza de se oír loar de tan alta señora, y no respondiendo nada volvióse a Leonorina, y dijo:
—Mi señora, ¿queréis me demandar el otro don?
—Sí —dijo ella—, y pido os que me digáis la razón por qué lloraste y quién es aquélla que ha tan gran señorío sobre vos y sobre vuestro corazón.
Al buen caballero se le mudó la color y el buen semblante en que antes era, así que todos conocieron que era turbado de aquella demanda, y dijo:
—Señora, si a vos pluguiere dejad esta demanda, y demandad otra que sea más vuestro servicio.
Y ella dijo:
—Esto es lo que yo demando, y más no quiero.
Él bajó la cabeza y estuvo una pieza dudando, así que muy grave parecía a todos haberlo él de decir, y no tardó mucho que alzando la cabeza, con semblante alegre, miró Leonorina ha que delante de él estaba, y dijo:
—Mi señora, pues que por ál no me puedo quitar de mi promesa, digo que cuando aquí primero entrasteis y os miré, acordéme de la edad y del tiempo en que ahora sois, y vino me al corazón una remembranza de otro tal tiempo que ya fue bueno y sabroso, tal que habiéndole ya pasado, me hizo llorar, como visteis.
Y ella dijo:
—Pues ahora me decís quién es aquélla por quien se manda vuestro corazón.
—La vuestra gran mesura —dijo él—, que a ninguno falleció, es contra mí, esto hace mi gran desdicha, y pues que más no puedo, conviene que contra mi placer lo diga. Sabed, señora, que aquélla que yo más amo es la misma a quien vos enviáis la corona que a mi cuidar, es la más hermosa dueña de cuantas yo vi, aun creo que de cuantas en el mundo hay, y por Dios, señora, no queráis de mí saber más, pues que soy quito de mi promesa.
—Quito sois —dijo el emperador—, mas por tal guisa que no sabemos más que antes, pues a mí parece —dijo—, el que dije tanto cual nunca por mi boca salió jamás, esto causó el deseo que yo tengo de servir a esta hermosa señora. Así Dios me salve —dijo el emperador—, mucho debéis ser guardado y cerrado en vuestros amores, pues esto tenéis en algo en lo haber descubierto, y pues que mi hija fue la causa de ello, menester es que os demande perdón.
—Este yerro —dijo él— has hecho otros muchos, y nunca tanto supieron de mí, así que, aunque de ellos fuese yo quejoso, lo suyo de esta tan hermosa señora tengo en merced, porque siendo ella tan alta y tan señalada en el mundo quiso con tanto cuidado saber las cosas de un caballero andante, como yo lo soy, mas a vos, señor, no perdonaré yo tan ligero, que según la luenga y secreta habla con ella, antes hubisteis bien parece que no por su voluntad, mas por la vuestra lo hizo.
El emperador se rió mucho, y dijo:
—En todo os hizo Dios acabado, sabed que así es como lo decís, por ende, yo quiero corregir lo suyo y lo mío.
El de la Verde Espada hincó los hinojos por le besar las manos, mas él no quiso, y dijo:
—Señor, esta enmienda la recibo yo para la tomar cuando por ventura más sin cuidado de ella estuviereis.
—Eso no podrá ser —dijo el emperador—, que vuestra memoria nunca de mí fallecerá, ni la enmienda de la mía cuando la quisiereis.
Estas palabras pasaron entre aquel emperador y el de la Verde Espada, casi como en juego, mas tiempo vino que el efecto de ellas salió en gran hecho, como en el cuarto libro de esta historia será contado.
La hermosa Leonorina dijo:
—Señor Caballero de la Verde Espada, comoquiera que de mi queja no halláis, no soy, por ende, quita de culpa en vos a hincar tanto contra vuestra voluntad, y en enmienda de ello quiero que hayáis este anillo.
Él dijo:
—Señora, la mano que lo trae me habéis vos de dar que la bese, como vuestro servidor, que el anillo no puede andar en otra donde quejoso de mí no fuese.
—Todavía —dijo ella—, quiero que sea vuestro, porque se os acuerde de aquel encubierto lazo que os armé y cómo con tanta sutileza de él escapasteis.
Entonces sacó el anillo y lanzólo ante el caballero en el estrado, diciendo:
—Otro tal queda a mí en esta corona, que no sé si con razón me la disteis.
—Grandes y buenos testigos —dijo él— son esos lindos ojos y hermosos cabellos con todo lo ál, que Dios, por su especial gracia, os dio.
Y tomando el anillo vio que era el más hermoso y mas extraño que él nunca viera ni en el mundo había sido la otra piedra que en la corona quedaba.
Y estando así mirando el Caballero de la Verde Espada, dijo el emperador:
—Quiero que sepáis de dónde vino esta piedra, ya veis cómo la mitad de ella es el más fino y ardiente rubí que nunca se vio, y la otra mitad de ella es rubí blanco, que por ventura nunca lo visteis, que mucho más hermoso es y más preciado que el bermejo, y el anillo de una esmeralda que a duro otra tal en gran parte se hallaría. Ahora sabed que Apolidón, aquel que por el mundo tanto sonado es, fue mi abuelo, no sé si lo oísteis así.
—Eso sé yo bien —dijo el de la Verde Espada—, porque siendo gran tiempo en la Gran Bretaña vi la Ínsula Firme que se llama, donde hay grandes maravillas que él dejó, la cual, según la memoria de las gentes, ganó mucho él a su honra, que llevando a hurto la hermana del emperador de Roma aportó con gran tormenta a aquella ínsula, y según la costumbre de ella, fuele forzado de ser combatir con un gigante que la sazón la señoreaba, al cual con gran esfuerzo matando quedó él por señor en la ínsula, donde moró gran tiempo con su amiga Grimanesa, y según las cosas allí dejó. Mas pasaron de cien años que nunca allí aportó caballero que de bondad de armas le pasase, y yo fui allí, y dígoos, señor, que parecéis bien ser de aquel linaje, según vuestra forma y la de las imágenes suyas que so el arco de los leales amadores dejó, que no parecen sino verdaderamente vivas.
—Mucho me hacéis alegre —dijo el emperador— en me traer a la memoria las cosas de aquel que en su tiempo par de bondad no tuvo, y ruégoos que me digáis el nombre del caballero que, mostrándose más valiente y fuerte en armas, que el de la Ínsula Firme ganó.
El caballero le dijo:
—Él ha nombre Amadís de Gaula, hijo del rey Perión, de quien tan grandes cosas y tan extrañas por todo el mundo suenan, aquel que en la mar en naciendo encerrado en una arca fue hallado, y llamándose el Doncel del Mar mató en batalla de uno por otro al fuerte rey Abiés de Irlanda y luego fue conocido de su padre y madre.
—Ahora soy más alegre —dijo él— que antes, porque según sus grandes nuevas no tengo por mengua que de bondad pasase a mi abuelo, pues que la pasa a todos cuantos hoy son nacidos, y si yo creyese que siendo el hijo de tal rey y tan gran señor que se atrevería a salir tan lueñe de su tierra. Ciertamente creería que erais vos más esto que digo me lo hace dudar, y también si lo fueseis no me haríais tal desmesura en que me lo no decir.
Mucho fue afrentado con esta razón el de la Verde Espada, mas todavía se quiso encubrir, y no respondiendo a esto nada, dijo:
—Señor, si a vuestra merced placerá, diga cómo la piedra fue partida.
—Eso os diré —dijo él de grado—, pues aquel Apolidón, mi abuelo, que os digo, siendo señor de este Imperio, envióle Felípanos, que a la sazón rey de Judea era, doce coronas muy ricas y de grandes precios, y aunque en todas ellas venían grandes perlas y piedras preciosas, en aquélla que a mi hija disteis venía esta piedra, que era toda una, pues viniendo Apolidón ser esta corona, por causa de la piedra, más hermosa, diola a Grimanesa, mi abuela, y ella, porque Apolidón hubiese su parte, mandó a un maestro que la partiese e hiciese de la mitad ese anillo, y dándolo a Apolidón, quedóle la otra media en aquella corona, como veis, así que ese anillo por amor fue partido y por él fue dado, y así creo que de buen amor mi hija os le dio, y podrá ser que de otro muy mayor será por vos dado.
Y así acaeció adelante como lo el emperador dijo, hasta que fue tornado a la mano de aquella donde salió por aquel que pasando tres años sin ver las muchas cosas en armas hizo y muy grandes cuitas y pasiones por su amor sufrió, así como en un ramo que de esta historia sale se recuenta, que las
Sergas de Esplandián
se llamaba, que quiere tanto decir como las proezas de Esplandián. Así como oís holgó el Caballero de la Verde Espada seis días en casa del emperador, siendo tan honrado de él y de la emperatriz y de aquella hermosa Leonorina que más no podía ser, y acordándose de lo que a Grasinda prometiera de ser con ella dentro de un año y el plazo se acercaba, habló con el emperador diciéndole cómo le convenía partir de allí mandase de él servir dondequiera que estuviese, que no sería en parte con tanta honra ni placer ni necesidad que todo por le servir no lo dejase y que si a su noticia de él viniese haberle menester para su servicio que no esperaría su mandado, que sin él tenía de allí acudir. El emperador le dijo:
—Mi buen amigo, esta ida tan breve me haréis a mi grado si excusarse se puede sin que vuestra palabra en falta sea.
—Señor —dijo él—, no se puede excusar, sin que mi honra y verdad pasen gran menoscabo, así como el maestro Helisabad lo sabe que tengo de ser a plazo cierto donde lo dejé prometido.
—Pues que así es —dijo él—, ruégoos que holguéis aquí tres días.
Él dijo que lo haría, pues que se lo mandaba, a esta sazón estaba delante la hermosa Leonorina, y tomándole del manto le dijo:
—Mi buen amigo, pues que a ruego de mi padre quedáis tres días, quiero yo que al mío quedéis dos, y éstos siendo mi huésped y de mis doncellas donde yo y ellas posamos, porque queremos hablar con vos sin que ninguno os empache, sino solamente dos caballeros, cuál vos más pluguiere que os haga compañía a vuestro comer y dormir, y este don os demando que lo otorguéis de grado, sino haré que os prendan estas mis doncellas y no habré que os agradezca.
Entonces le cercaron más de veinte doncellas, muy hermosas y ricamente guarnidas, y Leonorina, con su gran placer y risa, dijo:
—Dejadle hasta ver lo que dirá.
Él fue muy ledo de esto que aquella hermosa señora hacía, teniéndolo por la mayor honra que allí se le había hecho, y díjole:
—Bienaventurada y hermosa señora, ¿quién sería osado de no otorgar lo que vuestra voluntad es?; esperando, si no lo hiciese, ser puesto en tan esquiva prisión, y yo lo otorgo como mandáis, y así esto como todo lo otro que servicio de vuestro padre y madre y vuestro sea, y a Dios plega por la su merced, mi buena señora, que las honras y mercedes que de ellos y de vos recibo me llegue a tiempo que de mí y de mi linaje os sean agradecidas y servidas.
Esto se cumplió muy enteramente, no por este Caballero de la Verde Espada, mas por aquel su hijo Espladián, que socorrió a este emperador en tiempo y sazón que lo mucho había menester, así como Urganda la Desconocida en el cuarto libro lo profetizó, lo cual se dirá adelante en su tiempo. Las doncellas le dijeron:
—Buen acuerdo tomasteis, sino os pudierais escapar de mayor peligro que lo fue el del Endriago.
—Así lo tengo yo, señora —dijo él—, que mayor mal me podía venir enojando a los ángeles que al diablo, como lo él era.
Gran placer hubo de estas razones que pesaron, el emperador y la emperatriz y todos los hombres buenos que allí eran, y muy bien les parecía las graciosas respuestas que el Caballero de la Verde Espada daba a todo lo que le decían. Así que esto les hacía creer aún más que el su gran esfuerzo ser el hombre de alto lugar, porque el esfuerzo y valentía muchas veces acierta en personas de baja suerte y grueso juicio y pocas han esta mesura y pulida crianza, porque esto es debido a aquéllos que de limpia y generosa sangre vienen, no afirmo que lo alcanzan todos, mas digo que lo deberían alcanzar como cosa a que tan tenidos y obligados son, como este Caballero de la Verde Espada tenía, que poniendo a la braveza del su fuerte corazón una orla de gran sufrimiento y contradicción amorosa, defendía que la soberbia y la ira lugar no hallasen por donde su alta virtud dañar pudiesen.