Amadís de Gaula (105 page)

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Authors: Garci Rodríguez de Montalvo

BOOK: Amadís de Gaula
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Grasinda le dijo:

—Cierto, mi buen señor, yo creo muy bien lo que me dices, mas dígoos que fui puesta en muy gran alteración cuando así os vi.

Y tendiendo los sus muy hermosos brazos, poniéndolos en sus hombros, le perdonó aquélla que había pasado, diciendo:

—Mi señor, cuándo veré yo aquel día que la vuestra gran prez de armas me hará en mi cabeza tener aquella corona que de las más hermosas doncellas de la Gran Bretaña por vos ganada será, tornando a mi tierra con aquella gran gloria que de todas las dueñas de Romania de ella me partí.

Y él dijo:

—Mi señora, quien tal camino ha de andar no debe perder el cuidado que habéis de pasar por muy extrañas tierras y gentes de lenguajes desvariados donde gran trabajo y peligro se ofrece, y si el don yo no hubiese prometido y mi consejo se demandase, no sería otro salvo que persona de tanta honra y estado como vos lo sois, no se debería poner a tal afrenta por ganar aquello que sin ello con tan gran parte de beldad y de hermosura muy bien y con mucha gloria pasar puede.

—Mi señor —dijo ella—, más me pago de vuestro buen esfuerzo que para el camino tomasteis, que del consejo que me daríais, pues que teniendo tal ayudador como vos sin recelo alguno, espero satisfacer a mi deseo que tanto tiempo por lo alcanzar con mucha pena ha estado, y esas extrañas tierras y gentes que decís muy bien excusarse pueden, pues que por la mar mejor que por la tierra se podrá hacer nuestro camino, según de muchos que lo saben soy informada.

—Mi señora —dijo él—, yo os he de aguardar y servir, mandad lo que más a vuestra voluntad satisface, que aquello por mí en obra será puesto.

—Mucho os lo agradezco —dijo ella—, y creed que yo llevaré tal atavío y compaña cual tal caudillo como vos lo sois merece.

—En el nombre de Dios —dijo él—, sea todo, y así quedó la habla por entonces, y desde que el Caballero de la Verde Espada holgó dos días hubo favor de ir a correr monte, así como aquel que no habiendo en qué las armas ejercitar en otra cosa su tiempo no pasaba, y tomando consigo algunos caballeros que allí había y monteros sabedores de aquel menester, se fue a un muy espeso monte dos leguas de la villa, donde muchos venados había, y pusiéronle a él con dos muy hermosos canes en una armada entre la espesa montaña y una floresta, que no muy lejos de ellos estaba, donde más continuo la caza acostumbraba salir, y no tardó mucho que mató dos venados muy grandes y los monteros mataron otro, y siendo ya cerca de la noche tocaron los monteros las bocinas, mas el Caballero de la Verde Espada queriendo a ellos ir vio salir de una gran mata a un venado muy hermoso a maravilla, y poniendo los canes, el venado como muy aquejado se vio, metióse en una gran laguna pensándose guarecer, mas los canes entraron dentro como iban muy codiciosos de la caza y tomáronlo, y llegando el Caballero de la Verde Espada lo mató. Y Gandalín, que con él estaba, con quien él gran alegría recibía, y había mucho hablado en aquella ida, que a la tierra donde su señora estaba cedo pensaba ir y tomando en ello muy gran descanso como aquel que no la había visto gran tiempo había, como habéis oído, se apeó muy prestamente de su caballo y encarnó los canes, que muy buenos eran, como aquel que muchas veces de aquella arte usado había. En este tiempo ya la noche era cerrada que casi nada veían, y poniendo el venado muy prestamente en una mata echando sobre él de las ramas verdes, cabalgaron en sus caballos prestamente perdiendo el tino donde habían de acudir con la gran espesura de las matas no sabían qué hiciesen, y sin saber dónde iban anduvieron una pieza por la montaña pensando topar algún camino o alguno de su compaña, mas no lo hallando acaso dieron en una fuente, y allí bebieron sus caballos, y ya sin esperanza de tener otro albergue descabalgaron de ellos, y quitándoles las sillas y los frenos los dejaron pacer por la hierba verde que allí cabe ya era, mas el de la Verde Espada mandando a Gandalín que los guardase, se fue contra unos grandes árboles que cerca de allí eran, porque estando solo mejor pudiese pensar en su hacienda, y de su señora, y llegando cerca de ellos vio un caballero blanco muerto, herido de muy grandes golpes, y oyó entre los árboles gemir muy dolorosamente, mas no veía quién, que de la noche era oscura y los árboles muy espesos, y sentándose debajo de un árbol estuvo escuchando qué podría ser aquello, y no tardó mucho que oyó decir con gran angustia y dolor:

—¡Ay!, cautivo mezquino sin ventura, Bruneo de Bonamar, hoy te conviene que contigo fenezcan y mueran los tus mortales deseos de que tan atormentado siempre fuiste; ya no verás aquel tu gran amigo Amadís de Gaula, por quien tanto afán y trabajo por tierras extrañas has llevado, aquél que tan preciado y amado de ti sobre todos los del mundo era, pues sin él y sin pariente ni amigo que de ti se duela te conviene pasar de esta vida a la cruel muerte que ya llega —y después dijo—: ¡Oh, mi señora Melicia, flor y espejo sobre todas las mujeres del mundo!; ya no os verá ni servirá el vuestro leal vasallo Bruneo de Bonamar, aquel que en hecho ni dicho nunca falleció de os amar más que así. Mi señora, vos perdéis lo que jamás cobrar podéis, que cierto mi señora nunca habrá otro que tan lealmente como yo os ame. Vos erais aquélla que con vuestra sabrosa membranza era yo mantenido y hecho lozano, donde me venía esfuerzo y ardimiento de caballero sin que os lo pudiese servir, y ahora que en obra lo ponía en buscar este hermano que vos tanto amáis, de la demanda del cual jamás me partiera sin lo hallar ni osara ante vos parecer, mi fuerte ventura no me dando lugar que este servicio os hiciese me ha traído la muerte, la cual siempre temí, que por causa vuestra de venirme había —y luego dijo—: ¡Ay, mi buen amigo Angriote de Estravaus, donde sois ahora vos que tanto tiempo esta demanda mantuvimos, y en el fin de mis días que no pueda haber socorro ni ayuda, cruda fue mi ventura contra mí cuando quiso que ambos anoche partidos fuésemos, áspero y cuidoso fue aquel partimiento, que ya mientras el mundo durare nunca más nos veremos, mas Dios reciba la mi ánima y la vuestra gran lealtad guarde como lo ella merece.

Entonces callando gemía y suspiraba muy dolorosamente.

El Caballero de la Verde Espada que todo lo oyera estaba muy fieramente llorando, y como le vio sosegado fue a él y dijo:

—¡Ay, mi señor y buen amigo don Bruneo de Bonamar, no os quejéis y tened esperanza en aquel muy piadoso Dios, que quiso a tal sazón os hallase para socorreros con aquello que bien menester habéis, que será medicina para el mal de que vos pena sufrís, y creed, mi señor don Bruneo, que si hombre puede haber remedio y salud por sabiduría de persona mortal que lo vos habréis con ayuda de nuestro señor Dios.

Don Bruneo cuidó que Lasindo su escudero era según tan fieramente lo vio llorar, que había enviado a buscar algún religioso que lo confesase, y dijo:

—Mi amigo Lasindo, mucho tardaste, que mi muerte se llega ahora; te ruego que tanto que de aquí me lleves te vayas derechamente a Gaula y besa las manos a la infanta por mí, y dale esta parte de una manga de mi camisa en que siete letras van escritas con un palo tinto de la mi sangre, que las fuerzas no bastaron para más; yo fío en la su gran mesura, que aquella piedad que sosteniendo la vida de mí como hubo que viéndolas con algún doloroso sentimiento de mi muerte la habrá considerado haberla en su servicio recibido, buscando con tantas afrentas y trabajos aquel hermano que ella tanto amaba.

El Caballero de la Verde Espada le dijo:

—Mi amigo don Bruneo, no soy yo Lasindo, sino aquel por quien tanto mal recibisteis; yo soy vuestro amigo Amadís de Gaula, que así como vos vuestro peligro siento, no temáis, que Dios os socorrerá, y yo con un tal maestro, que con su ayuda tanto que el ánima de las carnes despedida no sea os dará salud.

Don Bruneo, comoquiera que muy desacordado y flaco estuviese de la mucha sangre que se le fuera, conociólo en la palabra, y tendiendo los brazos contra él lo tomó y juntó consigo, cayéndole las lágrimas por las sus faces en gran abundancia. Mas el de la Verde Espada asimismo teniéndolo abrazado y llorando dio voces a Gandalín que presto a él viniese, y llegando le dijo:

—¡Ay, Gandalín, ves aquí mi señor y leal amigo don Bruneo, que por me buscar ha pasado gran afán y ahora es llegado al punto de la muerte; ayúdame a lo desarmar.

Entonces lo tomaron ambos y muy paso lo desarmaron y pusieron encima de un tabardo de Gandalín, y cubriéndolo con otro del Caballero de la Verde Espada y mandóle que lo más presto que pudiese, subiendo en algún otero, atendiese la mañana y se fuese a la villa al maestro Helisabad y le dijese de su parte que por la gran confianza que en tenía, tomando todas las cosas necesarias se viniese luego para él a curar de un caballero que mal llagado estaba, y que creyese que era uno de los mayores amigos que él tenía. Y a Grasinda, que le pedía mucho por merced mandase traer aparejo en que lo llevasen a la villa tal cual convenía a caballero de tan alto linaje y de tan gran bondad de armas como él lo era, y quedando allí con él teniéndole la cabeza en sus hinojos consolándole, se fue luego Gandalín con aquel mandado, y subido en un otero alto de la floresta, el día venido vio luego la villa y puso las espuelas a su caballo, y fue para ella y así con aquella prisa que llevaba entró por ella sin responder ninguna cosa a los que le preguntaban por no se detener, y todos pensaban que alguna ocasión aconteciera a su señor; y llegó a la casa del maestro Helisabad, el cual oído el mandado del Caballero de la Verde Espada y la gran prisa de Gandalín, creyendo que el hecho era muy grande, como todo aquello que para tal menester necesario era, y cabalgando en su palafrén aguardó a Gandalín que lo guiase, que estaba ¿contando a Grasinda lo que a su señor le acaeciera y lo que le pedía por merced, y partiéndose de ella tomaron el camino de la montaña, donde en poco espacio de tiempo fueron llegados al lugar do los caballeros estaban. Y cuando el maestro Helisabad vio cómo el Caballero de la Verde Espada, su leal amigo, tenía la cabeza del otro caballero en su regazo y fieramente lloraba, bien pensó que lo amaba mucho y llegó riendo, y dijo:

—Mis señores, no temáis, que Dios os pondrá presto consejo con que seréis alegres.

De sí llegóse a don Bruneo, y católe las llagas y hallólas hinchadas y enconadas del frío de la noche, mas le puso en ellas tales medicinas que luego el dolor le fue quitado, así que el sueño le sobrevino, que le fue gran bien, y descanso. Y cuando el de la Verde Espada vio aquello, y como el maestro en poco el peligro de don Bruneo tenía fue muy alegre, y abrazándole le dijo:

—¡Ay, maestro Helisabad!, mi buen señor y amigo, en buen día fui en vuestra compañía, donde tanto bien y tanto provecho se me ha seguido. Pido yo a Dios por merced que en algún tiempo os lo pueda galardonar, que aunque ahora me veis como un pobre caballero puede ser que antes que mucho pase de otra guisa me juzgaréis.

—Así Dios me salve, Caballero de la Verde Espada —dijo él—, más contento y agradable es a mí serviros y ayudar a la vuestra vida que vos lo seríais en me dar el galardón, que bien cierto soy yo que nunca el vuestro buen agradecimiento me faltara, y en esto no se hable más y vamos a comer, que tiempo es.

Y así lo hicieron, que Grasinda se lo mandara llevar muy adobado como aquélla que de más de ser tan gran señora tenía mucho cuidado de dar placer al Caballero de la Verde Espada en lo que se ofrecía. Y desde que comieron estaban hablando en cómo eran muy hermosas aquellas hayas que allí veía, y que a su parecer eran los más altos árboles que en ninguna parte habían visto, y ellos estándolos catando vieron venir un hombre a caballo y traía dos cabezas de caballeros cargadas del petral y en sus manos una hacha toda tinta de sangre, y como vio aquella gente cabe los árboles estuvo quedo y quísose tirar afuera; mas el Caballero de la Verde Espada y Gandalín lo conocieron, que era Lasindo, escudero de don Bruneo, y temiéndose si a ellos llegase que con inocencia los descubriría, el de la Verde Espada dijo:

—Estad todos quedos, y yo veré quién es aquel que de nos se recela y por cuál razón trae así aquellas cabezas.

Entonces, cabalgando en un caballo y con una lanza se fue para él y dijo a Gandalín que fuese en pos de él:

—Y si aquel hombre no me atiende seguirle has tú.

El escudero cuando vio que contra él iban fuese tirando afuera por la floresta con temor que había, y el de la Verde Espada tras él; mas llegando a un valle que los ya no podían ver ni oír comenzólo a llamar, diciendo:

—Atiéndeme, Lasindo, no temas de mí.

Cuando él esto oyó volvió la cabeza y conoció que era Amadís, y con mucho placer a él se vino y besóle las manos, y díjole:

—¡Ay, señor, ¿no sabéis las desventuras y tristes nuevas de mi señor don Bruneo, aquel que tantos peligrosos afanes en os buscar ha por tierras extrañas pasado? —y comenzó a hacer gran duelo, diciendo—: Señor, estos dos caballeros dijeron a Angriote que muerto aquí cerca en esta floresta lo dejaban, sobre lo cual les tajó estas cabezas y mandóme que las pusiese cabe él si era muerto, y si vivo, que de su par se las presentase.

—¡Ay, Dios! —dijo el Caballero de la Verde Espada—, ¿qué es esto que me dices?, que yo hallé a don Bruneo, pero no en tal disposición que ninguna cosa contarme pudiese, y ahora detente un poco, y Gandalín contigo, como que él te alcanzó y te dijo las nuevas de tu señor, y cuando ante mí fueres no me llames sino el Caballero de la Verde Espada.

—Ya de eso —dijo Lasindo— estaba yo avisado que así lo debía hacer, y allá nos contarás las nuevas que sabes.

Y luego se tornó a su compaña y dijo cómo Gandalín iba en pos del escudero, y a poco rato viéronlos venir a entrambos, y como Lasindo llegó y vio al Caballero de la Verde Espada descendió presto y fue hincar los hinojos ante él, y dijo:

—Bendito sea Dios que a este lugar nos trajo, porque seáis ayudador en la vida de mi señor don Bruneo, que vos tanto amáis.

Y él lo alzó por la mano y dijo:

—Mi amigo Lasindo, tú seas bienvenido y a tu señor hallarás en buen estado. Mas ahora nos cuentas por cuál razón traes así esas cabezas de hombres.

—Señor —dijo él—, ponedme ante don Bruneo y allí os lo contaré, que así me es mandado.

Luego se fueron a él donde estaba en un tendejón que Grasinda con las otras allí mandó traer, y Lasindo hincó con los hinojos ante él, y dijo:

—Señor, veis aquí las cabezas de los caballeros que os tan gran tuerto hicieron y envíaoslas vuestro leal amigo Angriote de Estravaus, que sabiendo él aleve que se os hicieran se combatió con ellos ambos y los mató y será aquí con vos a poca de hora, quedó en un monasterio de dueñas que es en cabo de esta floresta a se curar de una llaga que en la pierna tiene, y cuando la sangre haya restañada luego se vendrá.

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