Authors: Garci Rodríguez de Montalvo
El buen hombre que lo vio tan apuesto y de todo corazón para hacer bien, díjole:
—Ciertamente, señor, no conviene a tal caballero como vos sois, que así se desampare como si todo el mundo le falleciese, y muy menos por razón de mujer, que su amor no es más de cuanto sus ojos lo ven y cuanto oyen algunas palabras que les dicen y pasado aquello, luego olvidan, especialmente en aquellos falsos amores que contra el servicio de tal Señor se toman, que aquel mismo pecado que los engendra haciéndolos al comienzo dulces y sabrosos, aquél los hace revisar con tan cruel y amargoso parto como ahora vos tenéis; mas vos, que sois tan bueno y tenéis señorío y tierra sobre muchas gentes y sois leal abogado y guardador de todos y todas aquéllas que sin razón reciben y tan mantenedor de derecho, y sería gran mala ventura y gran daño y pérdida del mundo, si vos así lo fueseis desamparado, y yo no sé quién es aquélla que os a tal estado ha traído, mas a mi parece que si en una mujer sola hubiese toda la bondad y hermosura que hay en todas las otras, que por ella tal hombre como vos no se debería perder.
—Buen señor —dijo Amadís—, yo no os demando consejo en esta parte, que a mí no es menester, mas demándoos consejo de mi alma y que os hiciereis no tengo otro remedio sino morir en esta montaña.
Y el hombre bueno comenzó a llorar con gran pesar que de él había, así que las lágrimas le caían por las barbas, que eran largas y blancas, y díjole:
—Mi hijo, señor, yo moro en un lugar muy esquivo y trabajoso de vivir, que es en una ermita metida en la mar bien siete leguas en una peña muy alta y es tan estrecha la peña, que ningún navío a ella se puede llegar, sino es el tiempo del verano, y allí moro yo ha treinta años y quien allí morare conviénele que deje los vicios y placeres del mundo, y mi mantenimiento es de limosnas que los de la tierra me dan.
—Todo eso —dijo Amadís— es a mi grado, y a mí place de pasar con vos tal vida, esta poca que me queda, y ruégoos, por amor de Dios, que me lo otorguéis.
El hombre bueno se lo otorgó mucho contra su voluntad, y Amadís le dijo:
—Ahora me mandad, padre, lo que haga, que en todo os seré obediente.
El hombre bueno le dio la bendición y luego dijo vísperas, y sacando de una alforja pan y pescado dijo a Amadís que comiese, mas él no lo hacía aunque pasaran ya tres días que no comiera. Él dijo:
—Vos habéis de estar a mi obediencia y mándoos que comáis, si no vuestra alma sería en gran peligro si así murieseis.
Entonces comió, pero muy poco, que no podía de sí partir aquella grande angustia en que estaba, y cuando fue hora de dormir el buen hombre se echó sobre su manto y Amadís a sus pies, que en todo lo más de la noche no hizo con la gran cuita sino revolverse y dar grandes suspiros y ya cansado y vencido del sueño adormecióse, y en aquel dormir soñaba que estaba encerrado en una cámara oscura, que ninguna vista tenía y no hallando por do salir quejábasele el corazón y parecíale que su prima Mabilia y la doncella de Dinamarca a él venían y ante ellas estaba un rayo de sol que quitaba la oscuridad y alumbraba la cámara y decían:
—Señor, salid a este gran palacio, y parecíale que había gran gozo, y saliendo veía a su señora Oriana cercada alrededor de una gran llama de fuego y él que daba grandes voces diciendo:
—¡Santa María!, acórrela, y pasaba por medio del fuego que no sentía ninguna cosa y tomándola entre sus brazos la ponía en una huerta, la más verde y hermosa que nunca viera y a las grandes voces que él dio despertó el hombre bueno y tomóle por la mano diciéndole qué había. Él dijo:
—Mi señor, yo hube ahora, durmiendo, tan gran cuita que a pocas fuera muerto.
—Bien pareció en las vuestras voces —dijo él—, mas tiempo es que nos vayamos, y luego cabalgó en su asno y entró en el camino. Amadís se iba a pie con él, mas el buen hombre le hizo cabalgar en su caballo con gran premia que le puso y así fueron de consuno, como oís. Y Amadís le rogó que le diese un don en que no aventuraría ninguna cosa. Él se lo otorgó de grado y Amadís le pidió que en cuanto con él morase no dijese a ninguna persona quién era, ni nada de su hacienda y que no le llamase por su nombre, mas por otro, cual él le quisiese poner y de que fuese muerto que lo hiciese saber a sus hermanos, porque le llevasen a su tierra.
—La vuestra muerte y la vida es en Dios —dijo él—, y no habléis más en ello que él os dará remedio si le conocéis y amáis y servís como debéis, mas decidme: ¿qué nombre os place tener?.
—El que vos por bien tuviereis, dijo él. El hombre bueno lo iba mirando como era tan hermoso y de tan buen talle, y la gran cuita en que estaba y dijo:
—Yo os quiero poner un nombre que será conforme a vuestra persona y angustia en que sois puesto, que vos sois mancebo y muy hermoso y vuestra vida está en grande amargura y en tinieblas, quiero que hayáis nombre Beltenebros.
A Amadís plugo de aquel nombre y tuvo al buen hombre por entendido en se le haber con tan gran razón puesto y por este nombre fue él llamado en cuanto con él vivió y después muy gran tiempo, que no menos que por el de Amadís fue loado, según las grandes cosas que hizo, como adelante se dirá.
Pues hablando en esto y en otras cosas, llegaron a la mar siendo ya noche cerrada y hallaron ahí una barca en que habían de pasar al hombre bueno a su ermita, y Beltenebros dio su caballo a los marineros y ellos le dieron un pelote y un tabardo de gruesa lana parda y entraron en la barca y fuéronse contra la peña, y Beltenebros preguntó al buen hombre cómo llamaban aquélla su morada y él cómo había nombre.
—La morada —dijo él— es llamada la Peña Pobre, porque allí no puede morar ninguno sino en gran pobreza y mi nombre es Andalod, fui clérigo asaz entendido y pasé mi mancebía en muchas vanidades, mas Dios por la su merced puso en pensar que los que lo han de servir tienen grandes inconvenientes y entrevalos contratando con las gentes, que según nuestra flaqueza antes a lo malo que a lo bueno inclinados somos y por esto acordéme retraer a este lugar tan solo, donde ya pasan de treinta años que nunca de él salí, sino ahora que vine a un enterramiento de una mi hermana.
Mucho se pagaba Beltenebros de la soledad y esquiveza de aquel lugar y en pensar de allí morir recibía algún descanso. Así fueron avengando en su barca hasta que a la Peña llegaron. El ermitaño dijo a los marineros que se volviesen y ellos se tornaron a tierra con su barca, y Beltenebros, considerando aquella estrecha y santa vida de aquel hombre bueno, con muchas lágrimas y gemidos, no por devoción, mas por gran desesperación, pensaba juntamente con él sostener todo lo que viniese, que a su pensar sería muy poco.
Así como oís, fue encerrado Amadís con nombre de Beltenebros en aquella Peña Pobre, mas metida siete leguas del mar, desamparado del mundo y la honra y aquellas armas con que en tan grande alteza puesto era, consumiendo sus días en lágrimas y en continuos lloros, no habiendo memoria de aquel valiente Golpano y de aquel fuerte Abies de Irlanda y del soberbio Dardán, ni tampoco aquel famoso Apolidón que en su tiempo ni en cien años después nunca caballero hubo que a la su bondad pasase, los cuales por su fuerte brazo vencidos y muertos fueron con otros muchos que la historia os ha contado. Pues si les fuese preguntado la causa de tal destrozo, que respondiera no otra cosa, salvo que la ira y la sana de una flaca mujer, poniendo en su favor aquel fuerte Hércules, aquel valiente Sansón, aquel sabio Virgilio, no olvidando entre ellos al rey Salomón, que de esta semejante pasión atormentados y sojuzgados fueron, y otros que decir podría. ¿Con esto sería sin culpa? Ciertamente no, porque los yerros ajenos son de tener en la memoria, no para los seguir, mas para huirlos y castigar en ellos, pues, ¿era razón que de un caballero tan vencido, tan sojuzgado con causa tan liviana, piedad de se hubiese para de allí le sacar con dobladas victorias que las pasadas? Diría yo que no, si las cosas por él hechas en tan gran peligro suyo no se redundasen en tanto provecho de aquéllos que después de Dios otro reparo si el suyo no tenían, así que aviniendo de estos tales mayor mancilla que de aquél que venciendo a todos a sí mismo vencer ni sojuzgar pudo, contaremos en qué forma, cuando más sin esperanza, cuando ya llegado al estrecho de la muerte, el Señor del mundo le envió milagrosamente el reparo.
Pero porque al orden de la historia así cumple, antes os contaremos algo de lo que en aquel medio tiempo acaeció.
Gandalín, que durmiendo en la montaña quedara cuando Amadís, su señor, de él se partió, a cabo de gran pieza despertando y mirando a todas partes, no vio sino su caballo y levantóse presto y comenzó a dar voces llorando y buscando por las espesas matas, mas de que no halló a Amadís ni su caballo, luego fue cierto que de él se había partido y volvió para cabalgar e ir en pos de él, mas no halló la silla ni el freno. Entonces, se comenzó a maldecir a sí y a su ventura y el día en que naciera y andando a una y otra parte hallólo metido en una mata muy espesa y ensillando su caballo cabalgó en él y anduvo cinco días albergando en los yermos y en poblado, preguntando por su señor; pero todo afán era perdido y a los seis días, la ventura lo guió a la fuente donde Amadís dejara sus armas y halló cabe ella una tienda armada y dos doncellas en ella y Gandalín descendió y preguntóles si vieran un caballero que traía un escudo de oro y dos leones cárdenos en él. Ellas le dijeron:
—No vimos tal caballero, mas ese escudo y todo guarnimiento de caballero asaz bueno hallamos cabe esta fuente sin que ninguno lo guardase.
Cuando él esto oyó, dijo, mesando sus cabellos:
—¡Oh, Santa María, val!, muerto es o perdido mi señor y el mejor caballero del mundo, y comenzó a hacer tan gran duelo que a las doncellas puso en gran mancilla y comenzó a decir:
—Señor mío, que mal os guardé, que de todos los del mundo debía ser con razón aborrecido, ni el mundo en sí me debía tener, pues os yo a tal tiempo fallecí. Vos, señor, erais aquél que a todos amparabais, y ahora de todos sois desamparado, que ya el mundo y los que en él son os fallecen y yo, cautivo malaventurado sobre todos los que nacieron, por mengua de mi aguardamiento, os desamparé al tiempo de la vuestra dolorosa muerte, y dejóse caer de rostros en el suelo así como muerto. Las doncellas dieron voces diciendo:
—¡Santa María!, muerto es este escudero, y fueron a él por le acordar y nunca podían, que muchas veces se les traspasaba, mas tanto estuvieron con él echándole agua por el rostro que le hicieron acordar y dijéronle:
—Buen escudero, no os desesperéis por lo que no sabéis, cierto que no hacéis pro de vuestro señor, y más os conviene buscarlo hasta saber su muerte o su vida, que los buenos con las grandes cuitas se han de esforzar y no se dejar morir como desesperados.
Gandalín se esforzó con aquellas palabras de las doncellas y acordó de le buscar por todas partes hasta que la muerte en ello le tomase y dijo a las doncellas:
—Señoras, ¿dónde visteis las armas?.
—Eso os diremos de grado —dijeron ellas—. Sabed que nosotras andamos en compañía de don Guilán el Cuidador que nos sacó y a otras más de veinte doncellas y caballeros de la prisión de Gandinos el Follón; que Guilán hizo tanto en armas que venciendo todas las costumbres de su castillo y al fin a él, nos sacó de prisión a todos y a él hizo jurar que jamás mantendría aquella costumbre y los caballeros y doncellas donde les plugo y nosotras venimos con Guilán a esta parte donde venimos, y bien ha cuatro días que llegamos a esta fuente. Y cuando Guilán vio el escudo por quien preguntáis, hubo gran pesar y descendió de su caballo y dijo que no era para estar allí el escudo del mejor caballero del mundo y alzó del suelo llorando de corazón y púsolo en aquel brazo de aquel árbol y díjonos que lo guardásemos en tanto que él buscaba aquél cuyo era. Nosotras hicimos traer estas tiendas y don Guilán anduvo tres días por esta tierra y no halló nada, y esta noche muy tarde llegó aquí, y a la mañana dio el guarnimiento a los escuderos y ciñó la espada y tomó el escudo y dijo: "¡Por Dios!, escudo, mal trueco es éste, en dejar a vuestro señor por ir conmigo", y dijo que se iba a la corte del rey Lisuarte para dar aquellas armas a la reina Brisena, que las mandase guardar, y nos allá vamos, y así lo harán todos aquéllos que estábamos presos a pedir merced a la reina que agradezca a don Guilán aquello que por nosotros hizo, y los caballeros al rey.
—Pues a Dios quedéis —dijo Gandalín—, que yo tomando vuestro conorte voy a buscar aquél en quien mi vida y muerte está, como el más cautivo y desventurado hombre que nunca nació.
De cómo Durín tornó a su señora con la respuesta del mensaje que había traído para Amadís, y del llanto que ella hizo viendo la nueva.
Después que Durín se partió de Amadís en la floresta donde el Patín llagado quedaba, como lo hemos contado, entró en el camino de Londres, donde el rey Lisuarte era, y quejóse de andar porque Oriana supiese aquellas desventuradas nuevas de Amadís, porque si ser pudiese, remediase algo en aquello que su carta tanto mal había hecho, y tanto anduvo, que a los diez días llegó a Londres, y descabalgando en su posada se fue al palacio de la reina, y cuando Oriana lo vio el corazón le saltaba, que no lo podía sosegar y luego fue a su cámara y acostóse en su lecho y mandó a la doncella de Dinamarca que le llamase a Durín, su hermano, y ella guardase que no la viese alguno. La doncella le llamó y salióse donde Mabilia estaba. Oriana le dijo:
—Amigo, ahora me di, ¿adónde has andado y dó hallaste a Amadís, y lo que hizo cuando le diste mi carta y si viste a la reina Briolanja? Cuéntamelo todo, que no falte nada.
—Señora —dijo Durín—, todo lo diré, aunque no es poco de contar, que muchas cosas maravillosas y extrañas he visto y dígoos que yo llegué a Sobradisa y vi a Briolanja, que es tan hermosa y tan apuesta y de tal donaire que dejando a vos creo que en el mundo no hay tan hermosa mujer como ella, y allí hallé nuevas de Amadís y de sus hermanos, que eran para acá partidos y siguiendo yo su rastro supe cómo desviaron del camino y fueron con una doncella a la Ínsula Firme por probarse en las extrañas aventuras que allí son, y cuando yo allí llegué entraba Amadís so el arco de los leales amadores, donde ninguno no puede entrar si ha errado a la mujer que primero comenzó a amar.
—¿Cómo —dijo Oriana—, osado fue él de probar tal aventura, sabiendo que la acabar no podía?.
—No pareció así —dijo Durín—, que pasó de esa manera, antes él la acabó con la mayor lealtad que otro que allí fuese, porque por él se deshizo en su recibimiento las señales que hasta allí nunca se hicieran.