Authors: Garci Rodríguez de Montalvo
Ganada la Ínsula Firme por Apolidón, como habéis oído, en ella con su amiga Grimanesa moró diecisiete años, con tanto placer que sus ánimos satisfechos fueron de aquellos deseos mortales, que el uno por el otro pasado habían.
En aquel tiempo fueron hechos muy ricos edificios, así con sus grandes riquezas, como con su sobrado saber, que a cualquier emperador o rey por rico que fuese fueran muy graves de acabar. En cabo de estos años, muriendo el emperador de Grecia sin heredero, conociendo los griegos las bondades de este Apolidón y ser de aquella sangre y linaje de los emperadores y por parte de su madre de todos en una concordia y voluntad, elegido fue, enviando a él, allí donde en la Ínsula estaba, sus mensajeros por los cuales le hacían saber quererlo por su emperador Apolidón, viendo ofrecérsele un tan gran imperio, comoquiera que en aquella Ínsula todos los deleites que hallar se podrían alcanzase, y conociendo que de los grandes señoríos antes fatigas y trabajos que deleites y placeres se alcanzan y, si algunos hay, son mezclados con amargos jaropes, siguiendo lo natural de los hombres mortales, cuyo deseo nunca es contento ni harto, acordó con su amiga, que dejando aquéllos donde estaban, tomasen el imperio que se les ofrecía, mas ella, habiendo gran mancilla que una cosa tan señalada, como lo era aquella Ínsula donde tales y tan grandes cosas quedaban, poseída por aquél su grande amigo, el mejor caballero en armas que en el mundo se hallaba y por ella que por el semejante sobre todas las de su tiempo su gran hermosura loada era, y junto con esto, ser amados de si mismos en la misma perfección que el amor alcanzar se puede, rogó a Apolidón que antes de su partida dejase allí por su gran saber como en los venideros tiempos, aquel lugar señoreado no fuese sino por persona que así en fortaleza de armas como en lealtad de amores y de sobrada hermosura a ellos entrambos pareciese.
Apolidón le dijo:
—Mi señora, pues que así os place yo lo haré de guisa que de aquí ningún señor ni señora ser pueda, sino aquéllos que más señalados en lo que habéis dicho sean.
Entonces hizo un arco a la entrada de una huerta en que árboles de todas naturas había, y otrosí, había en ella cuatro cámaras ricas de extraña labor y era cercada de tal forma que ninguno a ella podía entrar sino por debajo del arco. Encima de él puso una imagen de hombre de cobre y tenía una trompa en la boca como que quería tañer. Y dentro en él un palacio de aquéllos puso dos figuras a semejanza suya y de su amiga, tales que vivas parecían, las caras propiamente como las suyas y su estatura y cabe ellas una piedra jaspe muy clara e hizo poner un padrón de hierro de cinco codos en alto, a un medio techo de ballesta en un campo grande, que ende era y dijo:
—De aquí adelante no pasará ningún hombre ni mujer si hubieron errado, y aquéllos que primero comenzaron a amar, porque la imagen que veis tañerá aquella trompa con son tan espantoso a humo y llamas de fuego, que los hará ser tullidos y así como muertos serán de este sitio lanzados. Pero si tal caballero, dueña o doncella aquí vinieren que sean dignos de acabar esta ventura, por la gran lealtad suya como ya dije, entrarán sin ningún entrevalo y la imagen hará tan dulce son que muy sabroso sea de oír a los que lo oyeren, y éstos verán las nuestras imágenes que sus nombres escritos en el jasque que no sepan quién los escribe.
Y tomándola por la mano a su amiga, la hizo entrar por debajo del arco y la imagen hizo el dulce son y mostróle las imágenes y sus nombres de ellos en el jaspe escritos. Y saliéndose fuera hubo Grimanesa gana de lo hacer probar y mandó entrar algunas dueñas y doncellas suyas, mas la imagen hizo el espantoso son con gran humo y llamas de fuego, luego, fueron tullidas sin sentido alguno, y lanzadas fuera del arco y los caballeros por el semejante, de que Grimanesa, siendo cierta, sin peligro ser, con mucho placer de ellos, se reía agradeciendo mucho a su amado amigo Apolidón aquello que tanto en satisfacción de su voluntad había hecho, y luego le dijo:
—Mi señor, pues ¿qué será de aquella rica cámara en que tanto placer y deleite hubimos?.
—Ahora —dijo él—, vamos allá y veréis lo que ahí haré.
Entonces, se subieron donde la cámara era y Apolidón mandó traer dos padrones uno de piedra y otro de cobre y el de piedra hizo poner a cinco pasos de la puerta de la cámara y el de cobre otros cinco más desviado y dijo a su amiga:
—Ahora, sabed que en esta cámara no puede hombre ni mujer entrar en ninguna manera ni tiempo, hasta que aquí venga tal caballero que de bondad de armas me pase, ni mujer si a vos de hermosura no pasare. Pero si tales vinieren, que a mí de armas y a vos de hermosura venzan, sin estorbó alguno entrarán.
Y puso unas letras en el padrón de cobre que decían:
—De aquí pasarán los caballeros en que gran bondad de armas hubiere, cada uno según su valor, así pasará adelante.
Y puso otras letras en el padrón de piedra que decían:
—De aquí no pasará sino el caballero que de bondad de armas a Apolidón pasare.
Y encima de la puerta de la cámara puso unas letras que decían:
—Aquél que me pasare de bondad, entrará en la rica cámara y será señor de esta Ínsula y así llegarán las dueñas y doncellas, así que ninguna entrará dentro si a vos de hermosura no pasare, e hizo su sabiduría tal encantamiento que con doce pasos al derredor, ninguno a la cámara llegar podía, ni tenía otra entrada, sino por la vía de los padrones que habéis oído, y mandó qué en aquella Ínsula hubiese un gobernador que rigiese y cogiese las rentas de ella y fuesen guardadas para aquel caballero que ventura hubiese de entrar en la cámara y fuese señor de la Ínsula, y mandó que los que falleciesen en lo del arco de los amadores, que sin les hacer honra los echasen fuera y a los que lo acabasen los sirviesen, y dijo más, que los caballeros que la cámara probasen y no pudiesen entrar al padrón de cobre que dejasen las armas allí, y los que algo del padrón pasasen que no les tomasen sino las espadas, y los que al padrón de mármol llegasen, que no les tomasen sino los escudos, y si tales viniesen que de este padrón pasasen y no pudiesen entrar, que les tomasen las espuelas, y a las doncellas y dueñas que no les tomasen cosa, salvo que diciendo sus nombres los pusiesen en la puerta del castillo, señalando a do cada una había llegado, y dijo:
—Cuando esta isla hubiere, señor, se deshará el encantamiento para los caballeros, que libremente podrán pasar por los padrones y entrar en la cámara, pero no lo será para las mujeres hasta que venga aquélla que por su gran hermosura la ventura acabara y albergare dentro en la rica cámara con el caballero que el señorío habrá ganado.
Esto así hecho, Apolidón y Grimanesa, dejando a tal recaudo la Ínsula Firme, como oído habéis, en sus naos partieron dende y pasaron en Grecia, donde fueron emperadores y hubieron hijos, que en el imperio, después de sus días, sucedieron.
Mas ahora, dejando de hablar más en esto, se os contará lo que Amadís y sus hermanos y Agrajes, su primo, hicieron después que fueron partidos de casa de la hermosa reina Briolanja.
Cómo Amadís, con sus hermanos y Agrajes, su primo, se partieron adonde el rey Lisuarte estaba, y cómo les fue aventura de ir a la Ínsula Firme encantada a probar las aventuras y lo que allí les acaeció.
Amadís y sus hermanos y su primo Agrajes, estando con la nueva reina Briolanja en el reino de Sobradisa, donde de ella muy honrados y de todos los del reino muy servidos eran, pensando siempre Amadís en su señora Oriana y en la su gran hermosura, de grandes angustias y de grandes congojas su corazón era atormentado, tantas lágrimas durmiendo y velando, que por mucho que él las quería encubrir, manifiestas a todos eran. Pero no sabiendo la causa de ellas en diversas maneras las juzgaban, porque así como el caso grande era, así como la su mucha discreción el secreto era guardado, como aquél que en su fuerte corazón todas las cosas de virtud encerradas tenía.
Mas ya no pudiendo su atribulado corazón tanta pena sufrir, demandó licencia a la muy hermosa reina con sus compañeros y en el camino donde el rey Lisuarte estaba se pudo, no sin gran dolor y angustia de aquélla que más que a sí lo amaba.
Pues algunos días con gran deseo caminando, la fortuna, porque así le plugo, con mayor tardanza que él quisiera ni pensaba lo quiso estorbar, como ahora oiréis, que hallando en el camino una ermita, entrando en ella a hacer oración vieron una doncella hermosa y otras dos doncellas y cuatro escuderos que la guardaban, la cual, ya de la ermita saliera, y ellos esperando en el camino, cuando a ella llegaron les preguntó adónde era su camino. Amadís le dijo:
—Doncella, a casa del rey Lisuarte vamos, y si allá os place ir acompañaros hemos.
—Mucho os lo agradezco —dijo ella—, mas yo voy a otra parte, mas porque os vi andar así armados como los caballeros que las aventuras demandan acordé de os atender si quería ir alguno de vosotros a la Ínsula Firme por ver las extrañas cosas y maravillas que ahí son, que yo allá voy y soy hija del gobernador que ahora la Ínsula tiene.
—¡Oh, Santa María! —dijo Amadís—, por Dios, muchas veces oí decir de las maravillas de esta Ínsula, y por dicho me tenía de las ver, y hasta ahora no se me aparejó.
—Buen señor, no os pese por lo haber tardado —dijo ella—, que otros muchos tuvieron ese deseo y cuando lo pusieron en obra no salieron de allí tan alegres como entraron.
—Verdad decís —dijo él—, según lo que dende he oído, mas decidme: ¿rodearemos mucho de nuestro camino si por ende fuésemos?.
—Rodearíais dos jornadas, dijo ella.
—Contra esta parte de la gran mar es esta Ínsula Firme —dijo él— donde es el arco encantado de los leales amadores, donde ningún hombre ni mujer entrar pueden si erró a aquélla o a aquél que primero comenzó a amar.
—Ésta es, por cierto —dijo la doncella—, que así eso como otras muchas cosas de maravillar hay en ella.
Entonces dijo Agrajes a sus compañeros:
—Yo no sé lo que vosotros haréis, mas yo ir quiero con esta doncella y ver las cosas de aquella Ínsula.
Ella le dijo:
—Si sois tan leal amador que so el arco encantado entráis, allí veréis las hermosas imágenes de Apolidón y Grimanesa y vuestro nombre escrito en una piedra donde hallaréis otros dos nombres escritos, y no más, aunque hay cien años que aquel encantamiento se hizo.
—A Dios vais —dijo Agrajes—, que yo probaré si podré ser el tercero.
Amadís, que no menos esperanza tenía de aquella aventura acabar según en su corazón sentía, dijo contra sus hermanos:
—Nosotros no somos enamorados, mas tendría por bien aguardásemos a nuestro primo que lo es y lozano de corazón.
—En el nombre de Dios —dijeron ellos—, a él plega que sea por bien.
Entonces, movieron todos cuatro juntos con la doncella camino de la Ínsula Firme. Don Florestán dijo a Amadís:
—Señor, vos sabéis algo de esta Ínsula que yo nunca de ella, aunque muchas tierras he andado, he oído hasta ahora nada decir.
—A mí me hubo dicho —dijo Amadís —un caballero mancebo, que yo mucho amo, que es Arbán, rey de Norgales, que muchas aventuras ha probado, que él ya estuvo en esta Ínsula cuatro días y que pugnara de ver estas aventuras y maravillas que en ella son, mas que ninguna pudiera dar cabo, y que se partió de allí con gran vergüenza, mas esta doncella os lo puede muy bien decir, que es allí moradora y según dice es hija del morador que la tiene.
Don Florestán dijo a la doncella:
—Amiga, señora, ruégoos por la fe que a Dios debéis, que me digáis todo lo que de esta Ínsula sabéis, pues que la largueza del camino a ello nos da lugar.
—Eso haré yo de grado, como lo aprendí de aquéllos en quien la memoria les quedó.
Entonces le contó todo lo que la historia os ha relatado, sin faltar ninguna cosa, de que no solamente maravillados de oír cosas tan extrañas fueron, mas muy deseosos de las probar, como aquéllos que siempre sus fuertes corazones no eran satisfechos, sino cuando las cosas en que los otros fallecían, ellos las probaban, deseándolas acabar sin ningún peligro temer.
Pues así como oís, anduvieron tanto, que fue puesto el sol, y entrando por un valle vieron en un prado tiendas armadas y gentes cabe ellas que andaban holgando, mas entre ellos era un caballero ricamente vestido que les pareció ser el mayor de todos ellos. La doncella les dijo:
—Bueno, señores, aquél que allí veis es mi padre, y quiero a él ir porque os haga honra.
Entonces se partió de ellos, y diciendo al caballero la demanda de los cuatro compañeros, vínose así a pie con su compaña a los recibir, y desde que se hubieron saludado, rogóles que en una tienda se desarmasen y que otro día podrían subir al castillo y probar aquellas aventuras. Ellos lo tuvieron por bien, así que desarmados y cenando, siendo muy bien servidos, holgaron allí aquella noche, y otro día de mañana, con el gobernador y otro de los suyos, se fueron al castillo, por donde toda la Ínsula demandaba, que no era sino aquella entrada que sería una echadura de arco de tierra firme, todo lo ál estaba de la mar rodeado, aunque en la Ínsula había siete leguas en largo y cinco en ancho, y por aquello que era Ínsula, y por lo poco que de tierra firme tenía llamáronla Ínsula Firme.
Pues allí llegados, entrando por la puerta vieron un gran palacio, las puertas abiertas, y muchos escudos en él puestos en tres maneras y bien ciento de ellos estaban acostados a unos poyos y sobre ellos estaban diez más altos, y en otro poyo sobre los diez, estaban dos, y el uno de ellos estaba más alto que el otro, más de la mitad. Amadís preguntó que por qué los pusieran así, y dijeron que así era a la bondad de cada uno, cuyos los escudos eran, que en la cámara defendida quisieron entrar y los que no llegaron al padrón de cobre estaban los escudos en tierra y los diez que llegaron al padrón estaban más altos, y de aquellos dos, el más bajo pasó por el padrón de cobre, mas no pudo llegar al otro y el que estaba más alzado llegó al padrón de mármol y no pasó más adelante. Entonces, Amadís se llegó a los escudos, por ver si conocería alguno de ellos, en que cada uno había un rótulo de cuyo fuera y miró los diez y entre ellos estaba uno más alto buena parte, y tenía un campo negro y un león así negro, pero había las uñas blancas y los dientes y la boca bermeja y conoció que aquél era Arcalaus y miró los escudos que más alzados estaban y el más bajo había el campo indio y un gigante en él figurado y cabe él un caballero que le cortaba la cabeza y conoció ser aquél del rey Abies de Irlanda, que allí viniera dos años antes que con Amadís se combatiera, y cató al otro y también había el campo indio y tres flores de oro en él, y aquél no lo pudo conocer, mas leyó las letras que en sí había que decían: