Authors: Garci Rodríguez de Montalvo
—¿Quién son ésos, que tanto preciáis?, dijo Galaor.
—Eso ni ál no sabréis de mí, que me parece que os placería.
—Pero, cierto —dijo don Galaor—, o yo sabré lo que os pregunto o el uno de nos morirá, o ambos.
—Ni yo no quiero ál, dijo el caballero. Entonces, se fueron acometer con tanta sana que las heridas enflaquecidas avivadas fueron, mas fuerza ni ardimiento que el caballero extraño pusiese no le tenía pro, que Galaor le hería tan bravamente, que las armas con parte de las carnes le despedazaba, así que mucha sangre se le iba, que el campo hacía tinto de ella. Cuando la señora de la ínsula vio al su amigo en punto de muerte, siendo la cosa del mundo que ella más amaba, no le pudo más el corazón sufrir y fue contra allá a pie como loca y las otras dueñas y doncellas en pos de ella. Y cuando fue cerca de don Galaor dijo:
—Estad quedo, caballero, así despedazada sea la barca que os acá pasó, que tanto pesar habéis hecho.
—Dueña —dijo Galaor—, si a vos pesa de vengar a mí y otro que más vale que yo, del mal que de él recibimos, no he yo culpa.
—No hagáis mal contra el caballero —dijo la dueña— que moriréis por ello a manos de quien no os habrá merced.
—No sé cómo avendrá —dijo él—, mas yo no le dejaré en ninguna guisa si antes no supiere lo que le pregunto.
—¿Y qué le preguntáis vos?, dijo ella.
—Que me diga cómo ha nombre —dijo él—, por que se encubre tanto y quién son los dos caballeros que más que a todos los del mundo precia.
—¡Ay! —dijo la dueña—, maldito sea quien os mostró herir y vos que así lo aprendisteis. Yo os quiero decir lo que saber queréis. Dígoos que este nuestro caballero ha nombre don Florestán y él se encubre así por dos caballeros que son en esta tierra, sus hermanos, de tan alta bondad de armas que aunque la suya sea tan crecida, como habéis probado, no se atreve con ellos darse a conocer hasta que tanto en armas haya hecho, que su empacho pueda juntar sus proezas con las suyas de ellos y tiene mucha razón, según el gran valor suyo y estos dos caballeros son en casa del rey Lisuarte, y el uno ha nombre Amadís, y el otro, don Galaor, y son todos tres hijos del rey Perión de Gaula.
—¡Ay, Santa María val! —dijo don Galaor—, ¿qué he hecho?, después rindió la espada y dijo:
—Buen hermano, tomad esta espada y la honra de la batalla.
—¿Cómo —dijo él—, vuestro hermano soy yo?.
—Sí, cierto —dijo él—, que soy yo vuestro hermano don Galaor.
Don Florestán hincó los hinojos ante él y dijo:
—Señor, perdonadme, que si os erré en me combatir, con vos no lo sabiendo, no fue por ál, sino porque sin vergüenza me pudiere llamar vuestro hermano, como lo soy, pareciendo en algo al vuestro gran valor y gran prez de armas.
Galaor lo tomó por las manos y levantólo suso y túvolo una pieza abrazado, llorando con placer por lo haber conocido y con piedad de lo ver tan maltrecho, con tantas heridas, pensando ser su vida en gran peligro.
Cuando la dueña esto vio, fue mucho alegre y dijo contra don Galaor:
—Señor, si en gran angustia me metisteis, con doblada alegría lo habéis satisfecho, y tomándolos consigo los llevó al castillo donde en una hermosa cámara, en dos lechos de ricos paños los hizo acostar y como ella mucho curar de llagas supiese, tomó en sí gran cuidado de los sanar, considerando que en la vida de cualquiera de ellos estaba la de entrambos, según el gran amor que se habían mostrado, y la suya en duda, si a su muy amado amigo don Florestán algún peligro le ocurriese.
Pues así como oís, estaban los dos hermanos en guarda de aquella hermosa y rica dueña Corisanda que tanto la vida de ellos como la propia suya deseaba.
>Que recuenta de don Florestán cómo era hijo del rey Perión y en qué manera habido en una doncella muy hermosa, hija del conde de Selandia.
De este valiente y esforzado caballero, don Florestán, quiero que sepáis cómo y en qué tierra fue engendrado y por quién. Sabed que siendo el rey Perión mancebo buscando las aventuras con su esforzado y valiente corazón por muchas tierras extrañas, moró en Alemania dos años, donde hizo tan grandes cosas en armas que como por maravilla entre todos los alemanes contadas eran.
Pues tornándose ya a su tierra con mucha gloria y fama, avínole de albergar un día en casa del conde de Selandia, que fue con él muy alegre. Porque así como el rey Perión holgaba de seguir el ejercicio de las armas y con ellas mucho loor y prez había alcanzado y como por la experiencia él alcanzase cuantos afanes, trabajos y angustias los buenos caballeros les convenía sufrir para que la medida de lo que obligados eran llena fuese, tenía en mucho a este Perión como aquél que en la cumbre de la fama y gloria de las armas sentado estaba, e hízole mucha honra y servicio, cuanto él más pudo, y desde que cenaron y hablaron en algunas cosas porque pasaran, fue el rey Perión llamado en una cámara dónde en un rico lecho se acostó y como de camino cansado anduviese, adormecióse luego y no tardó mucho que se halló abrazado a una doncella muy hermosa y junta la su boca con la de él, y como acordó quiso se tirar afuera, mas ella lo tuvo y dijo:
—¿Qué es esto, señor? ¿No holgaréis mejor conmigo en este lecho que no solo?.
El rey la cató a la lumbre que en la cámara había y vio que era la más hermosa mujer de cuantas viera y díjole:
—Decidme, ¿quién sois?.
—Quienquiera que yo sea —dijo ella— os amo gravemente y quiero daros mi amor.
—Eso no puede ser, si antes no me lo decís.
—¡Ay! —dijo ella—, cuánto me pesa de esa pregunta, porque no me tengáis por más mala de lo que parezca, pero Dios sabe que no es en mí de ál hacer.
—Todavía conviene —dijo él— que lo sepa o no haré nada.
—Antes os lo diré —dijo ella—: Sabed que yo soy hija de este conde.
El rey le dijo:
—Mujer de tan gran guisa como vos no conviene hacer semejante locura, y ahora os digo que no haré cosa en que vuestro padre tan gran enojo haya.
Ella dijo:
—¡Ay!, mal hayan cuantos os loan la bondad, pues sois el peor hombre del mundo y más desmesurado. ¿Qué bondad en vos puede haber desechando la doncella más hermosa y de tan alta guisa?.
—Haré —dijo el rey Perión— aquello que vuestra honra y mía sea, mas no lo que tan contrario a ella es.
—No —dijo ella—, pues yo haré que mi padre tenga mayor enojo de vos que si mi ruego hiciereis.
Entonces se levantó y fue a tomar la espada del rey que cabe su escudo estaba, y aquélla fue la que después pusieron a Amadís en el arca cuando lo echaron en la mar, como se os ha en el comienzo de este libro contado, y tiróla de la vaina y puso la punta de ella en derecho del corazón y dijo:
—Ahora sé yo que más le pesará a mi padre de mi muerte que de lo ál.
Cuando el rey esto vio, maravillóse y dio un gran salto del lecho contra ella diciendo:
—Estad, que yo haré lo que queréis, y sacándole la espada de la mano la abrazó amorosamente y cumplió con ella su voluntad aquella noche, donde quedó preñada sin que el rey más la viese, que siendo venido el día se partió del conde continuando su camino, mas ella encubrió su preñez cuanto más pudo, pero venido el tiempo del parto no lo pudo así hacer, mas tuvo manera como ella y una doncella suya fuesen a ver a una tía, que cerca de allí moraba, donde algunas veces acostumbraba ir a holgar, y atravesando un pedazo de la floresta vínole el parto tan ahincadamente que descendiendo del palafrén parió un hijo. La doncella, que en tan gran fortuna la vio, púsole el niño a las tetas y díjole:
—Señora, aquel corazón que tuviste para errar, aquél tened ahora para os dar remedio en tanto que vuelvo a vos, y luego cabalgó en el palafrén y lo más presto que pudo llegó al castillo de la tía y contóle el caso como pasaba, y cuando ella lo oyó fue muy triste, mas no dejó por eso de la socorrer y luego cabalgó y mandó que la llevasen unas andas en que ella iba algunas veces a ver al conde por se guardar del sol, y cuando llegó donde la sobrina era, apeóse y lloró con ella e hízole meter en las andas con su hijo y tornóse de noche sin que ninguno lo viese, salvo los que entonces en su compañía llevaba, que fueron castigados, que con mucho cuidado aquel secreto guardasen. Finalmente, la doncella fue remediada y tomada a su padre, sin que nada de esto supiese y el niño criado hasta que a dieciocho años llegó, que parecía muy valiente de cuerpo y fuerza, más que ninguno de toda la comarca. La dueña, que en tal disposición lo vio, diole un caballo y armas y llevólo consigo al conde, su abuelo, que le armase caballero, y así lo hizo sin saber que su nieto fuese, y tornóse con su criado al castillo, pero en la carrera le dijo que cierto supiese que era su hijo del rey Perión de Gaula y nieto de aquél que lo hiciera caballero y que debía ir a conocerse con su padre, que era el mejor caballero del mundo.
—Cierto, señora —dijo él—, eso he yo oído decir muchas veces, mas nunca cuidé que mi padre fuese, y por la fe que yo debo a Dios y a vos que me criasteis, de nunca me conocer con él ni con otro, si puedo, hasta que las gentes digan que merezco ser hijo de tan buen hombre.
Y despidiéndose de ella, llevando dos escuderos consigo, se fue a la vía de Constantinopla, donde era gran fama que una cruel guerra en el imperio era movida. Allí estuvo cuatro años en que tantas cosas en armas hizo, que por el mejor caballero que allí nunca viniera lo tuvieron, y como él se vio en tanta alteza de honra y fama, acordóse de ir a Gaula a su padre, y hacérsele conocer, mas llegando cerca de aquellas tierras oyó la gran fama de Amadís, que entonces comenzaba a hacer maravillas y asimismo la de don Galaor, de manera que su propósito fue mudado en pensar que lo suyo ante lo de ellos tanto como nada era y por esta causa pensó de comenzar de nuevo a ganar allí, en la Gran Bretaña, donde más que en ninguna otra parte caballeros preciados había, y encubrir su hacienda hasta que sus obras con la satisfacción de su deseo lo manifestasen. Y así pasó algún tiempo haciendo caballerías muchas, pasándolas a su honra, hasta que don Galaor, su hermano, con él se combatió, como oído habéis y se conocieron en la manera susodicha.
Amadís estuvo cinco días en el castillo de Grovenesa y Agrajes con él, y siendo aderezadas las cosas necesarias al camino, partieron de allí, solamente llevando Grovenesa y Briolanja dos doncellas y cinco hombres a caballo que los sirviese y tres palafrenes de diestro con sus guarnimientos muy ricos. Mas Briolanja no vestía sino paños negros y así los había de traer hasta que su padre vengado fuese. Pues habiendo ya andado cuanto una legua Briolanja demandó un don a Amadís, y Grovenesa otro a Agrajes, y por ellos otorgados, no se catando ni pensando lo que fue, demandáronles que por ninguna cosa que viesen saliesen del camino sin su licencia de ellas, porque no se ocupasen en otra afrenta sino en la que presente tenían. Mucho les pesó a ellos el otorgar y gran vergüenza pasaron, porque en algunos lugares fuera bien menester su socorro que con gran derecho se pudieran emplear que no lo hicieron, y así iban avergonzados y caminando como oís, a los once días entraron en la tierra de Sobradisa y esto era ya noche oscura. Entonces, dejaron el gran camino y por una traviesa anduvieron bien tres leguas, así que siendo gran parte de la noche pasada llegaron a un pequeño castillo que era de una dueña criada del padre de Grovenesa, que Galumba había nombre, y que era muy vieja y muy discreta, llamando a la puerta y sabiendo la compaña que era, con mucho placer de la señora y de todos los suyos, se la abrieron y acogieron dentro, donde les dieron de cenar y camas en que durmiesen y descansasen.
Y otro día de mañana preguntó Galumba a Grovenesa qué camino era aquél. Ella le dijo cómo Amadís había prometido a Briolanja de vengar la muerte de su padre y que creyese sin duda ninguna que aquél era el mejor caballero del mundo. Y contóle cómo por ver la carreta en que ella y Briolanja iban le venciera ocho caballeros buenos, que ella para su guarda traía y asimismo lo que viera hacer en el castillo contra sus hombres, cuando por los leones fuera socorrido. La dueña se maravilló de tal bondad de caballero y dijo:
—Pues él es tal, alguna cosa valdrá su compañero, y bien podrán dar fin en este hecho, que con tanta razón toman. Mas temo de aquel traidor que no haga algún engaño con que los mate.
—Por eso vengo yo a vos —dijo Grovenesa—, porque me aconsejéis.
—Ahora —dijo ella—, dejad en mí este hecho.
Entonces tomó tinta y pergamino e hizo una carta y sellóla con el sello de Briolanja y habló una pieza aparte con una doncella, y dándole la carta le mandó lo que había de hacer. La doncella salió del castillo en su palafrén y tanto anduvo, que llegó aquella gran ciudad, que Sobradisa se llamaba, donde todo el reino por esta causa tomaba aquel nombre, y allí era Abiseos y sus hijos Darsión y Dramis. Estos eran con los que Amadís había de haber batalla, que aquel Abiseos matara al padre de Briolanja, siendo su hermano mayor con la codicia de le tomar el reino que tenía, como lo hizo, que desde entonces hasta aquella hora reinaba poderosamente más por fuerza que por grado de los de la tierra.
Pues llegada la doncella, fuese luego a los palacios del rey, y entró por la puerta, así cabalgando muy ricamente ataviada y los caballeros llegáronse por la apear, mas ella les dijo que no descendería hasta que el rey la viese y la mandase descabalgar, si le pluguiese. Entonces, la tomaron por la rienda y metiéronla en una sala donde el rey estaba con sus hijos y con otros muchos caballeros, y él la mandó que descendiese del palafrén, si quería decir algo. La doncella dijo:
—Hacerlo he, a condición que me vos toméis en vuestra guarda, que no reciba mal por cosa que contra vos o contra otro aquí diga.
Él dijo que en su guarda y su real la tomaba y que sin recelo podía decir a lo que era venida. Luego, fue apeada del palafrén y dijo:
—Señor, yo os traigo un mandado tal, que requiere ser en presencia de todos los mayores del reino, mandadlos venir y sabréislo luego.
—Entiendo —dijo el rey—, que así lo están como queréis, que yo los hice venir ha seis días para cosas que cumplían.
—Mucho me place —dijo la doncella—. Pues mandadlos aquí juntar.
El rey mandó que los llamasen y cuando fueron venidos la doncella dijo:
—Rey, Briolanja, que tú tienes desheredada, te envía esta carta. Mándala leer ante esta gente y dame la respuesta de lo que harás.
Cuando el rey oyó mentar a su sobrina Briolanja, gran vergüenza hubo, considerando el tuerto que le tenía hecho, pero mandó leer la carta y no decía ál sino que creyesen a aquélla, su doncella, lo que de su parte diría. Los naturales del reino que allí estaban, cuando vieron aquel mensaje de su señora a gran piedad habían en sus corazones en la ver tan injustamente desheredada y entre sí rogaban a Dios que la remediase y no consintiese ya pasar tan largo tiempo una traición tan grande. El rey dijo a la doncella: