—¡Therrows, Willoughby! —ordenó Laurence a los hombres de su grupo, pero no hacía falta, ya corrían para detener a aquel hombre.
El chino no tenía armas, pero su agilidad era increíble: saltaba para esquivar sus espadas de tal manera que parecía que estaban participando en una obra de teatro más que intentando matarle. Desde su distancia, un poco más alejada, Laurence podía ver que los estaba haciendo retroceder poco a poco hacia Granby y los otros, donde sus espadas sólo podían suponer un peligro para sus propios camaradas.
Laurence le dio una palmada a su pistola y la sacó de la vaina. Sus manos seguían aquella secuencia tantas veces practicada a pesar de la oscuridad y la fogosidad del combate. En su cabeza oía cantar el mismo ejercicio con los cañones, tan parecido. Metió la baqueta con un trapo por la boca del arma, dos veces, después tiró del percutor hasta dejarlo en el seguro y buscó a tientas el cartucho de papel en la bolsa que llevaba a la cadera.
De repente, Therrows soltó un alarido y cayó agarrándose la rodilla. Willoughby volvió la cabeza para mirar; tenía la espada en posición defensiva, a la altura del pecho, pero en ese único momento de descuido el chino volvió a saltar a una altura imposible y le golpeó en la mandíbula con los dos pies. Su cuello se dobló con un chasquido siniestro, y él mismo se levantó un par de dedos en el aire con los brazos abiertos y después se desplomó como un fardo, con la cabeza colgando inerte. El chino cayó al suelo tras su salto, aterrizó sobre un hombro, se levantó rodando hacia atrás con agilidad y se encaró a Laurence. Detrás de él se oía la voz de Riggs:
—¡Preparados! ¡Más rápido, maldita sea! ¡Preparados!
Las manos de Laurence seguían trabajando. Rasgó el cartucho de pólvora negra con los dientes, y unos cuantos granos amargos y ásperos como arena le cayeron en la lengua. Vertió la pólvora por la boca del cañón, después introdujo la bola de plomo redonda y el papel de relleno y lo apretó todo con fuerza. Sin tiempo para comprobar el cebador, levantó el arma y le voló los sesos a aquel tipo cuando casi estaba al alcance de su brazo.
Laurence y Granby arrastraron a Therrows y le llevaron con Keynes, mientras los chinos retrocedían para huir de la andanada. El aviador sollozaba quedamente, mientras su pierna colgaba inútil.
—Lo siento, señor —no hacía más que decir, atragantándose.
—Por el amor de Dios, ya basta de lloriqueos —dijo Keynes en tono áspero cuando tendieron a Therrows delante de él, y le dio una bofetada en la cara sin ninguna compasión. El joven tragó saliva, pero dejó de llorar y se limpió el rostro con el brazo—. La rótula está rota —dijo Keynes pasado un momento—. Una fractura bastante limpia, pero no podrá andar con ella en un mes.
—Cuando le entablillen vaya con Riggs y ayúdeles a recargar —le ordenó Laurence a Therrows, y después él y Granby corrieron de vuelta a la puerta.
—Vamos a descansar por turnos —dijo Laurence, arrodillándose junto a los otros—. Hammond, usted primero. Vaya a decirle a Riggs que deje un fusil de reserva cargado en todo momento, por si vuelven a mandarnos a otro tipo como ése.
Hammond estaba intentando recuperar el resuello y tenía puntos rojos en las mejillas, pero asintió y dijo con voz gutural:
—Deme sus pistolas. Yo se las cargaré.
Blythe, que estaba bebiendo del jarrón, se atragantó de golpe, escupió un chorro y gritó «¡Dios bendito!», haciendo que todos dieran un salto. Laurence miró como loco a su alrededor: una carpa de color naranja y dos dedos de largo coleteaba sobre las piedras en un charco de agua.
—Lo siento —dijo Blythe, jadeando—. Ese maldito se me había metido en la boca.
Laurence le miró de hito en hito, pero entonces Martin soltó una carcajada y durante unos instantes todos sonrieron. Después los fusiles restallaron, y tuvieron que volver a la puerta.
Los atacantes no intentaron en ningún momento prender fuego al pabellón, lo que sorprendió a Laurence, ya que tenían antorchas suficientes y había madera de sobra en la isla. A cambio trataron de ahumarlos encendiendo pequeñas fogatas a ambos lados del edificio, bajo los aleros, pero ya fuera por algún truco en el diseño del pabellón o simplemente por la dirección del viento, una corriente de aire se llevaba el humo hacia arriba hasta atravesar el techo de tejas amarillas. Era bastante molesto, pero no letal, y el aire seguía fresco cerca del estanque. En cada ronda el hombre que descansaba volvía allí para beber y limpiarse los pulmones, y también para untarse con bálsamo los arañazos que a esas alturas todos acumulaban y vendárselos si aún sangraban.
Los asaltantes improvisaron un ariete con un árbol recién cortado que aún conservaba las ramas y las hojas, pero Laurence ordenó:
—¡Apártense a los lados cuando entren y háganles cortes en las piernas!
Los porteadores se abalanzaron derechos contra las espadas con gran coraje, tratando de abrir brecha, pero los tres escalones que subían a la puerta del pabellón bastaron para quitarles impulso. Varios de los que iban en vanguardia cayeron con heridas por las que asomaba el hueso y una vez abajo los aporrearon a culatazos hasta matarlos; después la parte delantera del árbol cayó al suelo y detuvo su avance. Durante unos instantes frenéticos los ingleses se dedicaron a cortar las ramas para despejar la vista a los fusileros; para entonces la siguiente descarga ya estaba lista y los atacantes renunciaron al intento.
Después de esto la batalla se asentó en una especie de ritmo siniestro. Ahora cada ronda de disparos les daba más tiempo para descansar, pues el fracaso al tratar de romper la pequeña línea de defensa británica y la gran mortandad que estaban sufriendo desanimaba evidentemente a los chinos. Todas las balas alcanzaban su blanco: Riggs y sus hombres estaban entrenados para disparar a lomos de un dragón mientras volaban en el fragor de la batalla, a veces a más de treinta nudos, y con menos de treinta metros hasta la entrada era casi imposible fallar. Se trataba de una forma de luchar lenta, de desgaste. Cada minuto parecía consumir cinco veces su duración apropiada; Laurence empezaba a contar el tiempo por las descargas de los fusiles.
—Mejor será que disparemos sólo tres tiros por andanada, señor —dijo Riggs, tosiendo, cuando Laurence se arrodilló junto a él para hablar en su siguiente turno de descanso—. Eso bastará para contenerlos ahora que han probado nuestra medicina, y aunque he traído todos los cartuchos que teníamos, no somos la maldita infantería. Tengo a Therrows haciéndonos más, pero creo que como mucho nos queda pólvora para otras treinta rondas.
—Con eso tendrá que bastar —dijo Laurence—. Intentaremos aguantarlos más tiempo entre descarga y descarga. Además, que descanse un hombre cada dos rondas.
Laurence vació su propia cartuchera y la de Granby en la pila general: sólo eran siete cartuchos más, pero eso significaba al menos otras dos ráfagas, y los fusiles eran más útiles que las pistolas.
Se lavó la cara con agua en el estanque, sonriéndole a un pez que nadaba veloz y al que ahora podía ver con más claridad; quizá sus ojos se estaban adaptando a la oscuridad. Tenía el pañuelo del cuello empapado de sudor. Se lo quitó y lo escurrió sobre el suelo, pero después de haber expuesto su piel agradecida al aire no fue capaz de ponérselo otra vez. Lo enjuagó en el agua, lo extendió para que se secara y volvió rápidamente a la puerta.
Transcurrió otro lapso indefinido de tiempo. Los rostros de los atacantes se veían cada vez más borrosos en la entrada. Laurence estaba luchando para contener a dos hombres, codo a codo con Granby, cuando oyó la voz aguda de Dyer gritar «¡Capitán! ¡Capitán!» desde atrás. No podía volverse a mirar. Allí no había tiempo para distraerse ni un instante.
—¡Son míos! —jadeó Granby, y le dio una patada en los testículos al hombre que tenía delante con sus pesadas botas de cuero. Después se enzarzó con el otro, empuñadura contra empuñadura, y Laurence se apartó y se dio la vuelta a toda prisa.
Había dos hombres chorreando en el borde del estanque y otro que estaba saliendo del agua: debían de haber encontrado el embalse que alimentaba la piscina y habían llegado buceando bajo la pared. Keynes estaba tendido en el suelo, inmóvil, mientras Riggs y los otros fusileros corrían hacia ellos al tiempo que recargaban frenéticamente sus armas. Hammond, que estaba en turno de descanso, trataba de hacer retroceder a los otros dos hombres hasta el agua, pero, aunque manejaba el alfanje con furia, no tenía demasiada pericia. Ellos llevaban cuchillos cortos y en cualquier momento podían entrar por debajo de su guardia.
El pequeño Dyer agarró uno de los grandes jarrones y lo lanzó, aún lleno de agua, contra el hombre que se inclinaba sobre el cuerpo de Keynes con su cuchillo. La porcelana se hizo añicos contra su cabeza y le derribó, aturdido y resbalando sobre el agua del suelo. Roland acudió corriendo, cogió las tenazas de Keynes, que acababan en gancho, y antes de que el chino pudiera levantarse se las clavó de punta en la garganta; la sangre salió a furiosos borbotones de la vena cortada a través de los dedos que trataban de detener la hemorragia.
Había más hombres saliendo del estanque.
—¡Fuego a discreción! —gritó Riggs.
Tres atacantes cayeron. Uno de ellos recibió el disparo cuando sólo le asomaba la cabeza del agua, y se hundió bajo la superficie esparciendo una gran nube de sangre. Laurence llegó junto a Hammond, y entre ambos obligaron a los dos hombres contra los que estaba luchando el diplomático a retroceder hacia el estanque: mientras Hammond seguía blandiendo su alfanje a un lado y otro, Laurence le dio una estocada a uno con la punta y aporreó con la empuñadura a otro, que cayó al agua inconsciente, con la boca abierta y soltando burbujas de aire por los labios.
—¡Arrojadlos dentro del agua! —bramó Laurence—. Tenemos que bloquearles el paso —se metió en el estanque y empujó los cuerpos contra la corriente. Podía sentir una presión aún mayor desde el otro lado, mientras más hombres intentaban pasar—. Riggs, lleve a sus hombres al frente y releve a Granby —ordenó—. Hammond y yo podemos aguantarlos aquí.
—Yo también puedo ayudarles —dijo Therrows, que se acercó cojeando: era un hombre alto, y podía sentarse al borde de la piscina y apretar con la pierna sana contra aquella masa de cuerpos.
—Roland, Dyer, miren a ver si se puede hacer algo por Keynes —ordenó Laurence, y después volvió la cabeza para ver por qué no había oído una respuesta de inmediato: los dos estaban vomitando en un rincón, sin decir nada.
Roland se limpió la boca y se levantó como un potrillo que aún no se sostiene sobre las piernas.
—Sí, señor —dijo, y ella y Dyer se acercaron tambaleándose a Keynes. Éste gruñó cuando le dieron la vuelta: tenía una gran mancha de sangre en la cabeza, sobre la ceja, pero abrió los ojos aturdido cuando se la vendaron.
La presión en el otro extremo de la masa de cuerpos se debilitó y cesó poco a poco. A sus espaldas, los fusiles volvieron a hablar una y otra vez con un ritmo que de pronto se había acelerado: Riggs y sus hombres disparaban casi con la cadencia de los casacas rojas. Laurence volvió la cabeza para ver qué pasaba, pero era incapaz de distinguir nada a través de la nube de humo.
—Therrows y yo podemos arreglarnos. ¡Vaya! —jadeó Hammond.
Laurence asintió y salió del agua, pero las botas le pesaban como piedras. Tuvo que pararse y vaciarlas para poder correr hasta el frente.
Mientras se acercaba, los disparos cesaron. El humo era tan espeso y tenía un resplandor tan espectral que no podía ver a nadie a través de él, sólo un montón de cuerpos en el suelo que yacían a sus pies. Se quedaron esperando, mientras Riggs y sus hombres recargaban más despacio con dedos temblorosos. Laurence decidió avanzar un poco y apoyó una mano en la columna para mantener el equilibrio, ya que no había donde pisar salvo sobre los cadáveres.
Salieron de la humareda parpadeando al temprano sol de la mañana; al hacerlo espantaron a una bandada de cuervos, que levantó el vuelo de los cuerpos que yacían en el patio y huyó entre ásperos graznidos sobre las aguas del lago. No había nadie que se moviera a la vista. El resto de los atacantes se había retirado. De pronto, Martin cayó de rodillas y su alfanje repicó desafinando sobre las piedras. Granby fue a ayudarle y también acabó desplomándose. Laurence caminó como pudo hasta un pequeño banco de madera antes de que sus propias piernas se rindieran; no le importó demasiado compartirlo con uno de los muertos, un joven de rasgos suaves con un hilillo de sangre roja secándose en sus labios y una mancha púrpura rodeando la herida de bala que tenía en el pecho.
De Temerario no se veía ni rastro. No había venido.
Sun Kai los encontró una hora más tarde, poco más vivos que muertos. Había entrado cautelosamente al patio desde el embarcadero con un pequeño destacamento de hombres armados, tal vez unos diez, vestidos con uniformes de guardias, al contrario que los miembros harapientos y desaliñados de la turba que los había atacado. Las hogueras humeantes se habían apagado solas por falta de combustible, y los ingleses estaban arrastrando los cadáveres para ponerlos a la sombra de modo que el olor de su descomposición no fuera tan horrible.
Estaban todos embotados y medio cegados por el cansancio, y eran incapaces de ofrecer resistencia. Laurence, que no podía explicarse la ausencia de Temerario y no tenía ni idea de qué hacer a continuación, se dejó conducir a la embarcación, y de ahí a un palanquín cerrado y mal ventilado cuyas cortinas cerraron al subir él. Se durmió instantáneamente sobre los cojines bordados, a pesar de los empujones y gritos que se oían conforme avanzaban, y no se enteró de nada más hasta que depositaron la litera en el suelo y le sacudieron para que se despertara.
—Entre —le dijo Sun Kai, y tiró de él hasta que se puso en pie. Hammond, Granby y los otros miembros de la tripulación salieron de otras sillas de sedán aparcadas tras la suya en un estado tan aturdido y apaleado como él. Sin pensar, Laurence siguió a Sun Kai escaleras arriba hasta entrar en un edificio cuyo interior estaba agradablemente fresco y olía a restos de incienso. Después atravesaron un estrecho vestíbulo y pasaron a una habitación que se asomaba a un patio con jardín. Al llegar allí Laurence se apresuró hacia el balcón y saltó la barandilla, que era más bien baja. Temerario estaba durmiendo enroscado sobre las piedras.
—¡Temerario! —le llamó Laurence, y se acercó a él.