—¿Comentó el almirante cómo iba a informar del incidente? —le preguntó Hammond a Staunton.
—Sólo puedo decirle que fue muy ceremonioso al expresar su gratitud. Subió a bordo de nuestra nave, lo que en mi opinión es una concesión por su parte.
—Y le dejamos que echara un buen vistazo a nuestros cañones —añadió Riley—. Supongo que estaba más interesado en eso que en ser amable, pero en cualquier caso, le llevamos a puerto y después vinimos hacia aquí. Ahora la
Allegiance
está anclada en el puerto de Tien-sing. ¿Hay alguna posibilidad de que nos vayamos pronto?
—No me gusta tentar al destino, pero lo dudo —dijo Hammond—. El emperador sigue de viaje en el norte en su cacería estival y no volverá al Palacio de Verano hasta dentro de varias semanas. En ese momento espero que nos conceda una audiencia formal. He estado tanteando esa idea de la adopción que le hemos explicado, señor —añadió, dirigiéndose a Staunton—. Hemos recibido un pequeño número de apoyos, no sólo del príncipe Mianning, y tengo muchas esperanzas de que el servicio que ustedes les acaban de prestar incline la balanza decisivamente a nuestro favor.
—¿Hay algún problema en que la nave permanezca donde está? —preguntó Laurence, preocupado.
—De momento no, pero debo decir que las provisiones son más caras de lo que me esperaba —dijo Riley—. No tienen a la venta nada parecido a cecina y los precios que piden por el ganado son abusivos. Hemos estado alimentando a los hombres con pollo y pescado.
—¿Hemos gastado nuestros fondos? —Laurence empezó a arrepentirse demasiado tarde de sus compras—. He despilfarrado un poco, pero aún me queda algo de oro, y no tienen el menor problema en aceptarlo cuando ven que es auténtico.
—Gracias, Laurence, pero no necesito atracarle. Aún no nos hemos convertido en morosos —dijo Riley—. Estoy pensando sobre todo en la vuelta a casa… Con un dragón al que alimentar, espero.
Laurence no supo cómo responder, contestó con una evasiva y guardó silencio para que Hammond llevara el peso de la conversación.
Después del desayuno, Sun Kai vino a informarles de que al atardecer se celebrarían un banquete y un espectáculo para dar la bienvenida a los recién llegados: una gran representación teatral.
—Laurence, voy a ir a ver a Qian —anunció Temerario, asomando la cabeza a la habitación mientras el capitán examinaba su ropa—. No irás a salir, ¿verdad?
Se había vuelto mucho más protector desde el ataque y se negaba a dejar a Laurence desatendido. Todos los criados habían sufrido sus agobiantes y recelosas inspecciones durante semanas y había ofrecido sugerencias meditadas para salvaguardar a Laurence, tales como diseñar una agenda que significaría estar vigilado por una escolta de cinco hombres a todas horas, o dibujar en su mesa de arena una propuesta de armadura que no habría desentonado en un campo de batalla de las Cruzadas.
—No, puedes descansar tranquilo. Me temo que ya tengo bastante que hacer con ponerme presentable —respondió Laurence—. Por favor, preséntale mis respetos. ¿Vas a estar allí mucho tiempo? Esta noche no podemos llegar tarde. Es una fiesta en nuestro honor.
—No, voy a volver muy pronto —aseguró Temerario, y fiel a su palabra regresó en menos de una hora. La gorguera le temblaba de emoción apenas reprimida y traía agarrado con sumo cuidado un bulto largo y estrecho.
Laurence salió al patio al oír que le llamaba y Temerario empujó el paquete hacia él con cierta timidez. Laurence se quedó tan sorprendido que al principio se limitó a quedarse mirando; después quitó poco a poco el envoltorio de seda y abrió la caja lacada: un exquisito sable de empuñadura pulida descansaba junto a su vaina en una almohadilla de seda amarilla. Lo sacó de allí y comprobó que estaba bien equilibrado: ancho en la base, tenía filo en ambos bordes de la punta curvada. La superficie parecía gotear como el buen acero de Damasco y tenía dos canales tallados a lo largo del borde posterior para aligerar el peso de la hoja.
La empuñadura estaba envuelta en piel de raya negra, la guarnición de hierro dorado tenía cuentas de oro y perlas diminutas, y en la base de la hoja había una virola en forma de cabeza de dragón con dos zafiros pequeños a modo de ojos. La propia vaina, de madera lacada en negro, estaba ornamentada con anchas bandas de hierro bañado en oro y rodeada por sólidos cordones de seda. Laurence se quitó del cinturón su humilde aunque servicial alfanje y se ciñó el nuevo.
—¿Te queda bien? —preguntó Temerario, nervioso.
—Muy bien, de verdad —dijo Laurence, desenvainando la hoja para practicar; la longitud del arma se acomodaba de forma admirable a su altura—. Amigo mío, no tengo palabras, pero, ¿cómo lo has conseguido?
—Bueno, no ha sido sólo cosa mía —dijo Temerario—. La semana pasada Qian alabó mi peto y le dije que me lo habías dado tú; en ese momento se me ocurrió que a mí también me apetecía regalarte algo. Ella me respondió que es habitual que el padre y la madre hagan un regalo cuando un dragón elige un compañero, así que me dijo que podía elegir entre sus cosas una para ti, y me pareció que ésta era la más bonita —movió la cabeza a un lado y otro, inspeccionando a Laurence con profunda satisfacción.
—Debes de tener toda la razón. No se me ocurriría nada mejor —dijo Laurence, tratando de dominarse. Se sentía absurdamente feliz y absurdamente reconfortado, y al entrar de nuevo para terminar de vestirse no pudo evitar detenerse ante el espejo para admirar la espada.
Hammond y Staunton habían adoptado ambos las túnicas de erudito chino. El resto de los oficiales llevaba pantalones, casacas verde botella y botas de cuero tan limpias que relucían. Habían lavado y planchado los pañuelos de cuello, e incluso Roland y Dyer estaban perfectamente aseados: los habían hecho sentarse y los habían aleccionado para que no se movieran en el momento en que estuvieran bañados y vestidos. A Riley se le veía no menos elegante con su casaca azul de la Marina, calzones hasta la rodilla y chinelas, y los cuatro infantes de marina que había traído de la nave, uniformados con sus casacas de color rojo langosta, cerraban con estilo la comitiva que abandonó la residencia.
Habían levantado un curioso escenario en el centro de la plaza donde iba a tener lugar la representación: pequeño, pero pintado y recubierto en pan de oro con un gusto maravilloso, y con tres niveles diferentes. Qian presidía en el centro del extremo norte del patio, con el príncipe Mianning y Chuan a su izquierda y un sitio reservado a su derecha para Temerario y el grupo de ingleses. Además de los Celestiales también se hallaban presentes varios Imperiales, incluida Mei, que estaba sentada un poco más lejos; se la veía muy elegante con sus jaeces de oro incrustado con jade pulimentado y les saludó desde su sitio inclinando la cabeza cuando Laurence y Temerario ocuparon sus asientos. Lien, la dragona blanca, también estaba allí; se había sentado con Yongxing a su lado, un poco apartada del resto de los invitados. Su color albino volvía a resultar chocante por contraste con los tonos oscuros de los Imperiales y Celestiales que la rodeaban, y hoy había adornado su gorguera orgullosamente enhiesta con una red de fina malla de oro y tenía un gran rubí colgando sobre la frente.
—Eh, allí está Miankai —le dijo Roland a Dyer en voz baja, y saludó con la mano al otro lado de la plaza, a un chico que estaba sentado al lado de Mianning.
El muchacho vestía una ropa parecida a la del príncipe heredero, del mismo tono amarillo oscuro, y llevaba un refinado sombrero. Su postura era rígida y solemne. Al ver el gesto de Roland levantó la mano para responder, pero a mitad de camino se apresuró a bajarla y miró a un lado de la mesa, como si quisiera comprobar si Yongxing había reparado en su gesto; cuando vio que no había llamado la atención del adulto, se retrepó en el asiento, aliviado.
—¿Cómo demonios conocéis al príncipe Miankai? ¿Es que alguna vez ha venido a la residencia del príncipe heredero? —preguntó Hammond. A Laurence también le habría gustado saberlo, ya que siguiendo instrucciones suyas los mensajeros no tenían permiso para salir solos de sus alojamientos, de modo que no deberían haber tenido ocasión de conocer a nadie más, aunque fuera otro crío.
Roland levantó la mirada hacia Laurence, sorprendida.
—Fue usted quien nos presentó, en la isla.
Laurence volvió a mirar con más atención. Podía tratarse del chico que les había visitado acompañando a Yongxing, pero era casi imposible asegurarlo. Parecía completamente diferente embutido en aquel traje de ceremonia.
—¿El príncipe Miankai? —dijo Hammond—. ¿El chico que trajo Yongxing era el príncipe Miankai?
Tal vez dijo algo más; ciertamente, sus labios se movieron, pero fue imposible oírlo por culpa del súbito redoble de los tambores. Era evidente que estaban escondidos en algún lugar dentro del escenario, pero no sonaban en absoluto amortiguados y podían equipararse al volumen de una andanada media, tal vez veinticuatro cañones, a corta distancia.
La representación fue desconcertante, como era de esperar, ya que se llevó a cabo enteramente en chino, pero el movimiento del decorado y los participantes era ingenioso. Había figuras que subían y bajaban entre los tres diferentes niveles, flores que florecían, nubes que pasaban flotando, y un sol y una luna que salían y volvían a ponerse; todo ello aderezado con complicadas danzas y simulaciones de esgrima. Laurence estaba fascinado por el espectáculo, aunque el ruido era casi inimaginable y pasado un rato le empezó a doler la cabeza. Se preguntó si tan siquiera los chinos podían entender las palabras que se pronunciaban en medio de aquella batahola de tambores, instrumentos discordantes y, a ratos, petardos que estallaban.
No pudo recurrir a Hammond ni a Staunton para que le explicaran nada. Ambos estuvieron tratando de mantener una conversación por gestos durante toda la representación, sin prestar ninguna atención a lo que ocurría en el escenario. Hammond había traído unos gemelos, pero Staunton y él sólo los usaban para mirar al otro lado del patio y observar a Yongxing, y los chorros de humo y fuego que formaban parte del extraordinario final del primer acto únicamente provocaron en ellos exclamaciones de enojo por taparles la vista.
Hubo un breve intermedio en la representación mientras preparaban el escenario para el segundo acto, y Hammond y Staunton aprovecharon esos momentos para conversar.
—Laurence —dijo Hammond—, tengo que pedirle perdón. Tenía usted toda la razón. Es evidente que Yongxing pretendía sustituirle por el chico como compañero de Temerario. Ahora por fin entiendo el
porqué:
seguramente su intención era arreglárselas de alguna forma para sentar a ese crío en el trono y ponerse él mismo de regente.
—¿Es que el emperador está enfermo, o es un hombre anciano? —preguntó Laurence, confundido.
—No —respondió Staunton en tono elocuente—. No, en absoluto.
Laurence los miró de hito en hito.
—Caballeros, eso suena como si le acusasen a la vez de regicidio y fratricidio. No pueden estar hablando en serio.
—Ojalá no hablara en serio —repuso Staunton—. Podemos acabar en medio de una guerra civil si intenta algo así, y sea cual sea el resultado lo más probable es que termine en desastre para nosotros.
—La cosa no llegará a tanto de momento —dijo Hammond, confiado—. El príncipe Mianning no es ningún estúpido, y espero que el emperador tampoco lo sea. Si Yongxing nos trajo al chico de incógnito no fue con ninguna buena intención. Ellos tendrán que verlo y, cuando le cuente el resto de sus acciones al príncipe Mianning, se dará cuenta de que todo cuadra. Primero sus intentos de sobornarle a usted con condiciones que ahora me pregunto si estaba autorizado a ofrecer. Después, su criado agrediéndole a usted a bordo de la nave. Además, acuérdese de que la banda de
hunhun
vino a atacarnos justo después de que usted se negara a permitir que Temerario y el chico estuviesen juntos. Todo eso dibuja un esquema claro e irrefutable.
Habló en tono casi exultante y sin demasiada cautela, y dio un respingo cuando Temerario, que lo había oído todo, dijo con creciente ira:
—¿Estás diciendo que ahora tenemos pruebas? ¿Que Yongxing ha estado detrás de todo esto? ¿Que es él quien intentó herir a Laurence e hizo que mataran a Willoughby? —su gran cabeza se elevó y al mismo tiempo giró hacia Yongxing, mientras sus pupilas hendidas se estrechaban hasta convertirse en finas líneas negras.
—Aquí no, Temerario —se apresuró a decir Laurence poniéndole la mano en el costado—. Por favor, no hagas nada de momento.
—¡No, no! —dijo también Hammond, alarmado—. Aún no estoy seguro, por supuesto. Sólo es una hipótesis, y además no podemos actuar contra él por nuestra cuenta, hemos de dejarlo en sus manos…
Los actores se movieron para ocupar sus puestos en el escenario, poniendo fin de momento a la conversación. Pero bajo su mano Laurence podía sentir una resonancia furiosa en las profundidades del pecho de Temerario, un gruñido lento y retumbante que, sin llegar a encontrar voz, estaba en el umbral de sonar. Sus garras aferraban los bordes de las losas, las espinas de su gorguera estaban a media asta y sus ollares se veían rojos e hinchados. Había dejado de prestarle atención al espectáculo y todo su interés estaba puesto en vigilar a Yongxing.
Laurence volvió a acariciarle el costado para distraerlo. La plaza cuadrada estaba abarrotada entre los invitados y el decorado, y no quería imaginar el resultado si Temerario entraba en acción, aunque él mismo de buen grado habría cedido a su propia indignación e ira contra aquel hombre. Aún peor, a Laurence no se le ocurría qué iban a hacer con Yongxing. Seguía siendo hermano del emperador, y el plan que Hammond y Staunton habían imaginado era tan abominable que no resultaba fácil de creer.
Un tremendo repiqueteo de címbalos y campanas de graves notas sonó detrás del escenario, y dos elaborados dragones de papel de arroz descendieron de las alturas arrojando chispas por los ollares. Bajo ellos prácticamente todos los actores de la compañía salieron corriendo alrededor de la base del escenario mientras blandían espadas y cuchillos adornados con bisutería para representar una gran batalla. Los tambores volvieron a retumbar como truenos, con un sonido tan ensordecedor que parecía el impacto de un golpe que sacara el aire de sus pulmones. Laurence jadeó para recuperar el aliento, y después se tanteó el hombro con la mano y descubrió que debajo de la clavícula sobresalía la empuñadura de una daga corta.